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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (55 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Ese velo no demuestra nada —respondí—. La imagen que tiene grabada no significa nada. Cualquiera puede hacer un juego de magia con un velo. No demuestra que sea verdad ni mentira ni que se trate de un truco, ni tampoco de un acto de brujería ni una teofanía.

—Cuando estabas en el infierno —dijo Dora suavemente, su rostro iluminado por la cálida luz de la lámpara—, ¿le dijiste a Roger que tenías el velo?

—No, Memnoch no me lo permitió. Sólo vi a Roger un minuto, un segundo. Pero sé que irá al cielo, porque es inteligente, y Terry irá con él. Pronto estarán en los brazos de Dios, a menos que Dios sea un mago de tres al cuarto y todo lo que vi fuese una mentira. Pero ¿por qué había de serlo? ¿Con qué objeto?

—¿No te crees lo que Memnoch te pidió? —preguntó Armand.

En aquel momento comprendí lo impresionado que estaba, lo aterrado que debió sentirse cuando se convirtió en un vampiro. En aquella época era muy joven y poseía un gran encanto terrenal. Era evidente que deseaba que la historia fuera cierta.

—Desde luego —contesté—. Le creí, aunque todo podría ser una gran mentira.

—¿No tuviste la impresión de que era verdad? —preguntó Armand—. ¿Para qué te necesitaba?

—¿Acaso pretendes volver con aquello de que si servimos a Satanás o a Dios? —repliqué—. Tú y Louis no hacíais más que discutir sobre ese tema en el Teatro de los Vampiros: que si somos hijos de Satanás, que si somos hijos de Dios...

—¿Le creíste o no? —insistió Armand.

—Sí. No. No lo sé —respondí—. ¡No lo sé! Odio a Dios. ¡Los odio a ambos, malditos sean!

—¿Y Cristo? —preguntó Dora, con los ojos anegados en lágrimas—. ¿Sentía compasión de nosotros?

—En cierta forma, sí. Supongo. ¡Yo qué sé! Pero no vivió la Pasión exclusivamente como un hombre, tal como le rogó Memnoch que hiciera, sino que portaba su cruz como Dios Encarnado. Sus normas no son las nuestras. Las leyes humanas son más perfectas. ¡Estamos en manos de unos locos!

Dora rompió a llorar amargamente.

—¿Por qué no podemos saberlo con certeza?

—No lo sé —contesté—. Sé que estaban allí, que aparecieron ante mis ojos, que permitieron que yo les viera. ¡Pero no sé si es verdad!

David estaba enfrascado en sus pensamientos. Mostraba una expresión seria y malhumorada, que me recordaba a Memnoch. Al cabo de unos minutos preguntó:

—Y si todo consistiera simplemente en una serie de imágenes y trucos, producto de tu corazón y tu mente, ¿qué propósito tendría? Si no es cierto que Memnoch deseaba que fueras su lugarteniente, ¿qué motivo tenía para engañarte?

—¿Tú qué crees? —pregunté—. Por lo pronto, me han arrebatado el ojo. Os aseguro que, en lo que a mí respecta, todo lo que os he contado es cierto. ¡Me han dejado tuerto, maldita sea! No sé qué explicación tiene, a menos que todo sea cierto, hasta la última sílaba.

—Sabemos que estás convencido de que es cierto —dijo Armand—. Eres testigo de ello. Yo también lo creo. Durante mi largo peregrinaje por el valle de la muerte siempre he creído que era cierto.

—¡No seas imbécil! —le espeté.

Pero vi la llama en el rostro de Armand; vi el éxtasis y el dolor reflejados en sus ojos. Observé el cambio que se iba operando en él a medida que les relataba mi historia, como si no tuviera la menor duda de que era verdad.

—Supongo que las prendas que llevabas puestas —dijo David con calma— constituirán una prueba científica de todo cuanto dices.

—Deja de pensar como un intelectual. Esos seres juegan un juego que sólo ellos comprenden. ¿Qué más les da que hayan quedado pegadas a mis ropas unas hojas o unas briznas de hierba? Pero sí, he conservado esas reliquias, lo he conservado todo menos mi maldito ojo, el cual dejé sobre los escalones del infierno para poder huir. Yo también deseo que analicen esas pruebas. Quiero saber en qué clase de bosque me encontraba, qué lugares recorrí con Memnoch.

—Te dejaron marchar —dijo David.

—Si hubieras visto la cara que puso Memnoch cuando vio mi ojo sobre el escalón —respondí.

—¿Qué expresó en ese momento su rostro? —preguntó Dora.

—Horror, horror ante lo que había sucedido. Cuando se abalanzó sobre mí no creo que pretendiera dejarme tuerto, sino simplemente agarrarme del pelo. Pero hundió los dedos en mi ojo izquierdo y cuando quiso sacarlos me arrancó el ojo. Se quedó horrorizado ante lo que había hecho.

—Tú le quieres —dijo Armand suavemente.

—Sí, le quiero, opino que tiene razón en lo que dice. Pero no creo nada.

—¿Por qué no aceptaste su oferta? —preguntó Armand—. ¿Por qué no le entregaste tu alma?

Lo dijo con tal expresión de inocencia que pareció salirle del mismísimo corazón, un corazón al mismo tiempo anciano e infantil, tan extraordinariamente fuerte que llevaba cien años latiendo en compañía de otros corazones mortales.

Era muy astuto, mi amigo Armand.

—¿Por qué no aceptaste? —insistió.

—Te dejaron escapar, tenían un propósito —terció David—. Fue como la visión que tuve en el café.

—Sí, tenían un propósito —contesté—. Pero yo los derroté, ¿no es cierto? —pregunté a David, el más sabio, el más viejo en años humanos—. ¿No crees que los derroté cuando te saqué del ámbito terrenal? O quizá los derroté de otra forma. Ojalá pudiera recordar lo que decían cuando comencé a oír sus voces. Era algo sobre una venganza, aunque uno de ellos dijo que no se trataba de una simple venganza. Pero no recuerdo esos fragmentos. ¿Qué ha pasado? ¿Crees que volverán a por mí?

Me eché a llorar como un estúpido. Luego describí de nuevo a Memnoch, bajo todas sus formas, incluso la del Hombre Corriente, sus proporciones asombrosamente regulares, sus siniestros pasos, sus alas, el humo, la gloria del cielo, el canto de los ángeles...

—Zafirino... —murmuré—. Aquellas superficies, todo cuanto los profetas vieron y registraron en sus libros con palabras como topacio, berilo, fuego, oro, hielo, nieve, todo estaba allí... Él dijo: «Bebe mi sangre», y yo obedecí.

Los tres se acercaron a mí, asustados. Me expresaba en voz demasiado alta, con demasiada vehemencia, como si estuviera poseído. Me rodearon con sus brazos. Los brazos de Dora eran blancos, cálidos, tiernos. David me miró con preocupación.

—Si me lo permites —dijo Armand mientas sus dedos acariciaban mi cuello—, si me permites beber, entonces sabré..

—¡No, lo único que sabrás es que creo en lo que vi, eso es todo!

—No —replicó Armand al tiempo que sacudía la cabeza—. Cuando la pruebe sabré que era la sangre de Cristo.

—No os acerquéis —dije—. Ni siquiera sé qué aspecto tiene el velo en estos momentos. Quizá parezca un trapo con el que me he secado el sudor mientras dormía. ¡Alejaos de mí!

Los tres obedecieron. Yo estaba de espaldas al muro interior, de modo que veía a mi izquierda la nieve que caía, aunque para ello tuviera que volver la cabeza en esa dirección. Luego me volví hacia ellos, introduje la mano derecha en el chaleco y saqué el velo doblado. Al tocarlo, sentí entre mis dedos una cosa pequeña y extraña que no conseguía explicarme, ni a mí mismo, algo semejante a la trama del antiquísimo tejido.

Sostuve el velo en alto como había hecho Verónica para mostrárselo a la multitud.

Armand cayó de rodillas al tiempo que Dora emitía una exclamación de estupor.

—Dios santo —dijo David.

Temblando, bajé los brazos mientras sostenía el velo con ambas manos, y entonces lo giré para contemplar su reflejo en el oscuro cristal de la ventana, como si se tratara de la Gorgona y fuera a matarme.

¡Era su rostro! En el velo aparecía grabado el semblante de Dios Encarnado hasta el más minucioso detalle, no pintado ni cosido ni dibujado, sino grabado a fuego en la urdimbre, su rostro, el rostro de Dios, cubierto de sangre a causa de la corona de espinas.

—Sí —murmuré—. Sí, sí. —Caí de rodillas—. Sí, es su rostro, completo, hasta el último detalle.

De pronto Dora me arrebató el velo. De habérmelo quitado David o Armand me habría peleado con ellos. Pero dejé que Dora lo sostuviera en su diminuta mano, girándolo una y otra vez para que todos pudiéramos contemplar los oscuros y relucientes ojos de Cristo que aparecían grabados en él.

—¡Es Dios! —gritó Dora—. ¡Es el velo de la Verónica! —exclamó en tono triunfal—. ¡Lo has conseguido, padre! ¡Me has dado el velo!

Luego se echó a reír, como si hubiera contemplado todas las visiones que uno es capaz de soportar, y se puso a bailar alegremente por la habitación, mientras sostenía el velo en alto y cantaba la misma nota una y otra vez.

Armand estaba destrozado, hundido, allí postrado de rodillas mientras unas gruesas lágrimas de sangre rodaban por su rostro, dejando unas manchas grotescas sobre su pálida carne.

David, humillado y confundido, se limitaba a contemplar la escena. Observó con curiosidad el velo que sostenía Dora mientras bailaba por la habitación, la expresión de mi rostro, la patética figura de Armand, aquel niño perdido que vestía un exquisito traje de terciopelo y encaje manchado de lágrimas de sangre.

—Lestat —dijo Dora, profundamente conmovida—, me has traído el rostro de Dios. Nos lo has traído a todos. ¿No lo comprendes? Memnoch ha perdido. Tú lo has derrotado. ¡Dios ha ganado! Utilizó a Memnoch para lograr sus fines, lo condujo al laberinto que el propio Memnoch había creado. ¡Dios ha triunfado!

—¡No, Dora, no! —protesté—. No puedes creer eso. ¿Y si no fuera verdad? ¿Y si todo fuera mentira? ¡Dora!

Dora echó a correr por el pasillo y salió del apartamento. Armand, David y yo nos quedamos de piedra. Al cabo de unos momentos oímos descender el ascensor. ¡Se había llevado el velo!

—¿Qué crees que se propone hacer, David? ¡Ayúdame, David!

—¿Quién puede ayudarnos? —replicó David con aire de resignación pero sin amargura—. Domínate, Armand. No puedes rendirte ante esto —dijo con tristeza.

Pero Armand se sentía perdido.

—¿Por qué? —preguntó Armand, como un niño al que castigan a permanecer de rodillas—. ¿Por qué?

Mostraba la misma expresión que el día en que Marius, hace ya siglos, fue a liberarlo de sus captores venecianos, la expresión de un muchacho perdido y confundido al que habían secuestrado para gozar sexualmente de él, un muchacho que se había criado en el palacio de los no-muertos.

—¿Por qué no puedo creerlo? ¡Dios mío! ¡Sí lo creo! ¡Es el rostro de Cristo!

Armand se puso en pie torpemente, como si estuviera borracho, y echó a andar despacio por el pasillo, en pos de Dora.

Cuando llegamos a la calle, vimos a Dora de pie ante las puertas de la catedral, gritando como una posesa.

—¡Abrid las puertas! ¡Abrid la catedral! ¡Tengo el velo! —gritaba, dando patadas a las puertas de bronce con el pie derecho. A su alrededor se había congregado un grupo de mortales.

—¡El velo! —exclamaron cuando Dora se volvió para mostrarlo. Luego todos comenzaron a aporrear las puertas de la catedral.

El cielo empezó a iluminarse a medida que despuntaba el sol, implacable, fatal, amenazando con derramar su luz sobre nosotros a menos que corriéramos a refugiarnos.

—¡Abrid las puertas! —gritaba Dora.

El grupo de curiosos era cada vez mayor; los mortales acudían apresuradamente para presenciar el prodigio, impresionados, y caían de rodillas al contemplar el velo.

—Vete —dijo Armand—, ve a ocultarte antes de que sea demasiado tarde. Acompáñalo, David.

—¿Qué vas a hacer tú? —pregunté a Armand.

—Me quedaré aquí. Permaneceré de pie, con los brazos extendidos, y cuando salga el sol mi muerte confirmará el milagro.

Al fin se abrieron las inmensas puertas de San Patricio. Los sacerdotes, vestidos de negro, retrocedieron asombrados. Los primeros rayos plateados iluminaron el velo; luego, al abrirse las puertas de par en par, éste quedó inundado por la cálida luz eléctrica y la luz de las velas que alumbraban el interior de la catedral.

—¡Es el rostro de Cristo! —gritó Dora.

Uno de los sacerdotes se postró de rodillas. El otro, un hombre mayor, su hermano en Cristo o lo que fuera, que también vestía de negro, se quedó estupefacto al contemplar el velo.

—¡Dios santo! —murmuró al tiempo que se santiguaba—. Jamás en mi vida pude imaginar... ¡Es el velo de la Verónica!

Los mortales entraron precipitadamente en la catedral, entre empujones y codazos, detrás de Dora. Oí el eco de sus pasos a través de la gigantesca nave.

—El tiempo apremia —dijo David, tomándome en volandas, fuerte como Memnoch.

Pero esta vez no se produjo ningún torbellino. En el amanecer invernal, mientras la nieve caía, sólo oí las exclamaciones y los gritos de hombres y mujeres que corrían hacia la iglesia, y el tañido de las campanas.

—Apresúrate, Lestat —dijo David.

Echamos a correr, cegados por la luz. A mis espaldas, la voz de Armand se elevaba por encima del barullo que formaba la multitud.

—¡Sois testigos de que este pecador muere por Él!

De repente se produjo una violenta explosión. Percibí el olor del fuego y vi el reflejo de las llamas en los muros de cristal de los rascacielos.

—¡Armand! —grité.

David me arrastró de la mano y bajamos por unos escalones de metal que resonaban como el tañido de las campanas de San Patricio.

Mareado, sin fuerzas para oponer resistencia, dejé que David me guiara.

—Armand, Armand —sollocé con amargura.

Poco a poco, distinguí la silueta de David en la oscuridad. Estábamos en un lugar frío y húmedo, el subsótano de un elevado edificio desierto, azotado por el viento. David comenzó a escarbar la tierra.

—Ayúdame —dijo—. Me siento desfallecer, está saliendo el sol, no tardarán en encontrarnos.

—No temas, no podrán.

Ayudé a David a cavar una fosa profunda y ambos nos sepultamos en las entrañas de la tierra. Ni siquiera los sonidos de la ciudad penetraban en esta oscuridad. Ni siquiera el tañido de las campanas.

¿Se había abierto el túnel para acoger a Armand? ¿Había ascendido su alma al cielo? ¿O vagaba por los dominios del infierno?

—Armand —murmuré.

Cerré los ojos y vi el rostro demudado de Memnoch:
«¡Ayúdame, Lestat!»

Con las últimas fuerzas que me quedaban, extendí la mano para asegurarme de que aún conservaba el velo, pero éste había desaparecido. Se lo había entregado a Dora. Dora tenía el velo en su poder y lo había llevado a la iglesia.

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