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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (52 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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A medida que transcurría el tiempo mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra, permitiéndome distinguir con detalle todo cuanto me rodeaba. En torno a cada alma había una docena de figuras cantando, bailando o gimiendo, que constituían unas imágenes proyectadas por esa misma alma y mediante las cuales se comunicaba con las otras.

La horripilante figura de una mujer devorada por las llamas representaba una quimera para aquellas almas que se arrojaban gritando al fuego en un intento de liberarla y sofocar las llamas que lamían sus cabellos, de rescatarla de aquella terrible agonía. Era el lugar donde quemaban a las brujas. ¡Todas ardían en la hoguera! ¡Sálvalas! ¡Dios mío, sus cabellos están en llamas!

Los soldados que disparaban los cañones y se tapaban los oídos para no oír las detonaciones suponían una espectral visión para las legiones de almas que sollozaban postradas de rodillas, y el gigante que blandía un hacha constituía un horripilante fantasma para los que la miraban estupefactos, reconociéndose en él.

—¡No lo soporto!

Ante mis ojos desfilaron unas monstruosas imágenes de asesinatos y torturas, casi abrasándome el rostro. Vi a unos espectros que eran arrastrados a una muerte segura en unas calderas que contenían alquitrán hirviendo, a unos soldados que caían de rodillas con los ojos desmesuradamente abiertos, a un príncipe de un reino persa que gritaba y se retorcía mientras las llamas se reflejaban en sus ojos negros.

Los lamentos, gritos y murmullos adquirieron un tono de protesta, interrogación, descubrimiento. A mi alrededor sonaban miles de voces; sólo era preciso tener el valor de escuchar lo que decían, rescatar las palabras, finas como hilos de acero, de entre aquella algarabía.

—Sí, sí, supuse, sabía...

—... mis niños, tesoros míos...

—... en tus brazos, porque tú nunca...

—... yo que creía que tú...

—Te quiero, te quiero, te quiero, sí, para siempre... no, no lo sabías. No lo sabías, no lo sabías.

—... siempre creí que era lo que debía hacer, pero sabía, presentía...

—... el valor de volverse y decir que aquello no era...

—¡No lo sabíamos! ¡No lo sabíamos! ¡No lo sabíamos!

Todo se reducía a aquella frase repetida hasta la saciedad: «¡No lo sabíamos!»

Ante mí se alzaba el muro de una mezquita, atestada de personas que gritaban y se cubrían la cabeza mientras llovían sobre ellas fragmentos que se desprendían del techo y las paredes. El estruendo de la artillería era ensordecedor. Todos eran fantasmas.

—No lo sabíamos, no lo sabíamos —se lamentaban las almas.

Los Espíritus Amables, arrodillados ante ellas mientras unos gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas, repetían:

—Lo comprendemos, lo comprendemos.

—Y aquel año, el hecho de regresar a casa para reunirme con...

—Sí...

De pronto tropecé con una piedra y caí en medio de un numeroso grupo de soldados que se hallaban postrados de rodillas sollozando, abrazándose los unos a los otros y a los patéticos fantasmas de los conquistados, los asesinados, los que habían perecido de hambre, mientras se balanceaban y lloraban al unísono.

Súbitamente se produjo una serie de explosiones, cada una más violenta que la anterior, como sólo el mundo moderno puede provocar. El cielo apareció iluminado como si fuera de día por una fría e incolora luz que al cabo de unos instantes se desvaneció, haciendo que todo se sumiera de nuevo en la oscuridad.

Una oscuridad visible.

—Ayudadme a salir de aquí—supliqué.

Pero nadie hizo caso de mis gritos y súplicas. Cuando me volví en busca de Memnoch, vi las puertas de un ascensor que se abrían de repente y ante mí apareció una espaciosa y moderna estancia con magníficos candelabros, suelos relucientes e inmensas alfombras. Exhibía el duro y frío lustre de nuestro mundo mecanizado. De pronto vi a Roger dirigiéndose hacia mí.

Roger, vestido con una chaqueta de seda morada y un pantalón de excelente corte, el pelo perfumado y las manos impecablemente arregladas.

—¡Lestat! —exclamó—. Terry está aquí, todos están aquí, Lestat.

Roger me agarró por la chaqueta y me miró con los ojos que yo había visto en el fantasma y en el ser humano que yacía entre mis brazos mientras le chupaba la sangre, fijamente, arrojando el aliento en mi rostro, mientras la habitación se disolvía en humo y el tenue espíritu de Terry, con su estridente cabello platino, le arrojaba los brazos al cuello, estupefacta, muda de asombro. De pronto el suelo se abrió y apareció Memnoch con sus alas desplegadas para interponerse entre ellos y yo.

—Quería contarle lo del velo... —insistí, tratando de acercarme a Roger, pero Memnoch me lo impidió.

—¡Sígueme! —me ordenó.

Los cielos se abrieron con otra lluvia de chispas, los rayos estallaron y las nubes descargaron un atronador diluvio de agua helada.

—¡Dios mío! —grité—. ¡Ésta no puede ser tu escuela, Señor! ¡Es imposible!

—¡Mira!

Memnoch señaló a Roger, el cual se arrastraba a cuatro patas, como un perro, entre las víctimas que había asesinado mientras los hombres le imploraban con los brazos extendidos y las mujeres se abrían la túnica para mostrar sus heridas. El vocerío fue aumentando de volumen hasta que pareció como si el infierno estuviera a punto de estallar. Terry —la mismísima Terry— seguía aferrada al cuello de Roger, quien yacía en el suelo con la camisa desgarrada, los pies desnudos, rodeado de una espesa selva. En la oscuridad sonaron unos disparos, unas detonaciones producidas por rifles automáticos que escupían un sinnúmero de mortíferas balas. Entre la maraña de monstruosos árboles parpadeaban las luces de una casa. Roger se volvió hacia mí, tratando de incorporarse, pero se desplomó de nuevo en el suelo, sollozando, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—... cada acción, cada acto que realizamos, Lestat, yo no sabía... no lo sabía...

Vi la figura de Roger, nítida, fantasmagórica, implorante, alzarse ante mí para retroceder y confundirse entre la multitud de almas que nos rodeaban.

De pronto vi a las otras almas, las Almas Purificadas, que se dispersaban en todas las direcciones.

Los diferentes escenarios se sucedían sin pausa, mostrando unos colores que súbitamente se avivaban o desvanecían en una turbia neblina. De pronto, de los horripilantes y turbulentos campos del infierno brotaron las Almas Purificadas. En medio del batir de tambores y los gritos de las víctimas de inenarrables tormentos aparecieron unos hombres que vestían unas toscas túnicas blancas, los cuales fueron arrojados a la gigantesca hoguera, entre aullidos y gestos de dolor, mientras las otras almas retrocedían gritando de espanto, de remordimientos, reconociéndose en ellos.

—¡Dios mío, perdónanos!

Las almas comenzaron a ascender con los brazos extendidos. Sus túnicas desaparecieron o se transformaron en los anodinos ropajes de las almas que se habían salvado, mientras el túnel se abría para recibirlas.

Vi la luz y a un sinfín de espíritus que volaban por el túnel hacia el destello celestial. El túnel, completamente redondo, se ensanchaba a medida que lo atravesaban las almas, y durante un instante, un bendito instante, los cantos del cielo resonaron a través de él como si sus curvas no fueran de viento sino de una sustancia sólida capaz de devolver el eco de los etéreos cánticos, su ritmo organizado, su extraordinaria belleza que contrastaba con el indecible sufrimiento de este lugar.

—¡No lo sabía! ¡No lo sabía! —exclamaban las voces.

Luego, el túnel se cerró.

Seguí adelante, tropezando y volviéndome hacia un lado y otro. En un sitio vi a unos soldados que torturaban a una joven con unas lanzas, mientras otras lloraban y trataban de interponerse entre ésta y sus torturadores. En otro vi a unos niños de corta edad que corrían con los bracitos extendidos para arrojarse en brazos de sus llorosos padres, madres, asesinos.

Un individuo yacía postrado en el suelo, cubierto por una armadura, con una barba larga y pelirroja, la boca entreabierta, maldiciendo a Dios, al diablo y al destino.

—¡No, no, no, no! —gritaba.

—Mira quién hay detrás de esa puerta —dijo un Espíritu Amable, una forma femenina, su hermosa cabellera resplandeciendo alrededor de su etérea blancura, acariciándome el rostro suavemente—. Fíjate...

La puerta estaba a punto de abrirse. Las paredes de la estancia aparecían cubiertas de libros.

—Tus víctimas, querido, tus víctimas, las personas que tú asesinaste —dijo el espíritu.

Contemplé al soldado que yacía postrado en el suelo, gritando desesperadamente:

—¡Jamás afirmaré que fue justo, jamás, jamás...!

—¡No son mis víctimas! —protesté.

Di media vuelta y eché a correr. Tropecé y caí de bruces, sobre un montón de cuerpos. Más allá, las ruinas de una ciudad eran devoradas por las llamas; los muros se derrumbaban por doquier, el estruendo de los cañones era incesante y el aire estaba impregnado de un gas tóxico. La gente caía al suelo, tosiendo y respirando con dificultad, mientras el coro de NO LO SABÍA iba en aumento, cohesionándolo todo en un instante de orden peor que el caos.

—¡Ayúdame! —grité una y otra vez.

Jamás había sentido tal alivio al gritar, tal sensación de abandono y cobardía, implorando a Dios Todopoderoso en ese lugar de pesadilla donde los gritos no eran sino aire y nadie los oía, nadie excepto los sonrientes Espíritus Amables.

—Aprende, querido.

—Aprende. —Los murmullos eran suaves como besos. Un hombre de rostro tostado, un hindú, tocado con un turbante, repitió—: Aprende.

—Levanta la vista, mira las flores, el cielo... —Un Espíritu Amable femenino bailaba dibujando unos círculos; su vaporoso vestido blanco rozaba las nubes, el hollín y el polvo, mientras sus pies se hundían en la marga pero sin dejar de danzar.

—No te burles de mí, aquí no hay ningún jardín —grité. Estaba de rodillas. Tenía la ropa hecha jirones, pero aún conservaba el velo.

—Coge mis manos...

—¡No, suéltame! —grité, introduciendo enseguida la mano dentro de mi chaqueta para ocultar el velo. La tenue figura de un muchacho se alzó y avanzó torpemente hacia mí, con la mano extendida.

—¡Maldito seas! —exclamó—. ¡Tú, que te paseabas por las calles de París como el mismo Lucifer, rodeado de un resplandor dorado! ¡Cerdo! ¿No recuerdas lo que me hiciste?

Súbitamente la taberna cobró forma y el joven cayó hacia atrás debido al impacto del puñetazo que le propiné, derribando unos barriles. Unos hombres, sucios y borrachos, se dirigieron a mí con aire desafiante.

—¡Deteneos! —grité—. No dejéis que se acerque a mí. No lo recuerdo. Yo no lo maté. Os aseguro que no lo recuerdo. No puedo...

»—Claudia, ¿dónde estás? ¡Perdóname por el mal que te hice! ¡Claudia! ¡Ayúdame, Nicolás!

¿Estaban ahí, perdidos en ese torrente, o habían desaparecido a través del túnel hacia el resplandor divino, hacia los benditos cantos que integraban el silencio en sus acordes y melodías ? Rezad por mí desde el cielo.

Mis gritos habían perdido toda dignidad, pero sonaban desafiantes en mis oídos.

—¡Ayudadme! ¡Socorro!

—¿Debes morir antes de servirme? —preguntó Memnoch, alzándose ante mí, el ángel de granito, el ángel de las tinieblas, con las alas desplegadas. ¡Borra todos los horrores del infierno, te lo ruego, incluso bajo tu forma demoníaca!—. Gritas en el infierno al igual que cantabas en el cielo. Éste es mi reino, ésta es nuestra obra. ¡Recuerda la luz!

Caí hacia atrás, lastimándome el hombro y el brazo izquierdos, pero me resistí a soltar el velo que sujetaba con la mano derecha. Vi el cielo y las flores del melocotonero que asomaban entre las hojas del árbol y las suculentas frutas que pendían de sus ramas.

El humo hacía que me escocieran los ojos. Una mujer que estaba arrodillada junto a mí dijo:

—Ahora sé que nadie puede perdonarme, salvo yo misma, pero no me explico cómo fui capaz de hacerle aquello a mi hija, siendo tan pequeña, ni cómo pude...

—Creí que era otra cosa —dijo una joven aferrándome por el cuello, su nariz rozando la mía—, pero ya conoces esa sensación, esa bondad, le sostenía la mano y él...

—¡Perdonar! —murmuró Memnoch.

Luego agarró al monje que aparecía cubierto de sangre, su toga marrón hecha jirones, los pies llagados y abrasados.

—¡Aprended a perdonar de corazón, podéis hacerlo! —exclamó—. ¡Podéis ser mejores que Él, darle ejemplo!

—Lo amo... incluso a Él... —murmuró un alma al tiempo que se desintegraba—. Él no quería que sufriéramos de esta forma... Es imposible...

—¿Ha conseguido pasar la prueba? —pregunté—. ¿Ha pasado ese alma la prueba en este lugar infernal? ¿Te basta con lo que ha dicho? ¿Tienes suficiente con saber que no conocía a Dios? ¿O quizá sigue aún aquí, en un lugar invisible, entre esta podredumbre, o acaso se la ha tragado el túnel? ¡Ayúdame, Memnoch!

Busqué al monje que tenía los pies abrasados. Lo busqué por todas partes.

Una explosión hizo que se derrumbaran las torres de la ciudad. Me pareció oír el tañido de una campana. La gigantesca mezquita se había desplomado. Un hombre con un rifle disparaba contra la gente que huía. Unas mujeres cubiertas con un velo gritaban despavoridas mientras caían al suelo.

El tañido de la campana era cada vez más fuerte.

—¡Dios mío, Memnoch! ¿No lo oyes? ¡Suena más de una campana!

—Son las campanas del infierno, Lestat, y doblan por nosotros.

Memnoch me agarró del cuello como si se dispusiera a alzarme del suelo.

—Recuerda tus palabras, Lestat, cuando dijiste que oías el tañido de las campanas del infierno.

—¡No, suéltame! No sabía lo que decía. Fue una frase poética, una estupidez. Suéltame. ¡No lo soporto!

Había una docena de personas sentadas alrededor de una mesa, a la luz de una lámpara, que discutían sobre un mapa. Algunas de ellas se abrazaron mientras señalaban unas zonas que aparecían marcadas con diversos colores. De pronto una de ellas se volvió. ¿Un hombre? Un rostro.

—¡Eh, tú!

—¡Suéltame! —exclamé.

Di media vuelta y alguien me propinó un empujón, arrojándome contra un muro cubierto de estanterías que contenían relucientes tomos, los cuales cayeron sobre mí. Sentí que las fuerzas me abandonaban. Atravesé con el puño un globo terráqueo que se hallaba montado sobre un decorativo arco de madera. Un niño patizambo me miraba con las cuencas de los ojos vacías.

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