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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (19 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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David, por supuesto, conocía la casa, aunque no la había pisado desde hacía un año. En uno de mis numerosos y espléndidos dormitorios, decorado con sedas de color azafrán y espectaculares mesas y mamparas turcas, se hallaba todavía el ataúd en el que había dormido durante su breve y primera estancia después de transformarse en un vampiro.

El ataúd, por supuesto, quedaba perfectamente disimulado. David había insistido en dormir en un ataúd, como suelen hacer todos los neófitos a menos que sean nómadas por naturaleza. Éste se hallaba guardado en una pesada arca de bronce que Louis había adquirido con posterioridad, un armatoste rectangular tan singular como un piano cuadrado y sin ninguna abertura visible, aunque, claro está, si uno pulsaba un resorte secreto se alzaba de inmediato la tapa.

Había construido mi lugar de descanso tal como me había prometido a mí mismo cuando se restauró esta casa en la que Claudia, Louis y yo habíamos vivido en otros tiempos. Lo ubiqué no en mi viejo dormitorio, que ahora sólo albergaba el inmenso lecho y el tocador de rigor, sino en la buhardilla, donde había creado una celda de metal y mármol.

En suma, David y yo disponíamos de una confortable casa, y me sentí francamente aliviado de que Louis no estuviera para decirme que no creía una palabra de lo que aseguraba haber visto. Observé que sus habitaciones estaban en orden y que había añadido más libros a su colección. También me fijé en un nuevo y espléndido cuadro de Matisse. Aparte de esos detalles, todo estaba igual que antes.

En cuanto nos instalamos, y tras cerciorarnos de que el sistema de alarma funcionaba, como suelen hacer los mortales, aunque nos disgustaba seguir sus pautas de comportamiento, decidimos que fuera yo solo a visitar a Dora.

Yo no había vuelto a saber nada de mi perseguidor, aunque había pasado poco tiempo desde su última aparición; tampoco había vuelto a ver al Hombre Corriente.

David y yo temíamos que uno u otro se presentaran en el momento más inesperado.

No obstante, me separé de David y dejé que fuera a explorar la ciudad.

Antes de abandonar el Quarter para dirigirme a la parte alta de la ciudad fui a ver a Mojo, mi perro. En caso de que el lector no haya leído
El ladrón de cuerpos
y no sabe quién es Mojo, lo describiré brevemente: es un gigantesco pastor alemán, lo cuida una amable mujer mortal en un edificio de mi propiedad y me quiere, un rasgo que encuentro irresistible. Se trata de un perro, ni más ni menos, aunque posee un tamaño muy superior al de otros de su raza y un pelo muy tupido, y no puedo permanecer mucho tiempo alejado de él.

Pasé un par de horas jugando con él en el jardín, revoleándonos por el suelo, contándole las últimas novedades. Pensé en llevármelo a ver a Dora. Su rostro oscuro y alargado, semejante al de un lobo y aparentemente malvado, expresaba, como de costumbre, una gran bondad y paciencia. Es una lástima que Dios no nos haya hecho a todos perros.

En realidad, Mojo me proporcionaba una sensación de seguridad. Si aparecía el diablo y yo estaba con Mojo... ¡Qué idea tan absurda! Sería capaz de enfrentarme al mismísimo diablo con tal de defender a un perro de carne y hueso. En fin, supongo que los humanos han defendido cosas más extrañas.

Poco antes de marcharme, pregunté a David:

—¿Qué opinas de todo esto? Me refiero a mi perseguidor y al Hombre Corriente.

David contestó sin vacilar:

—Creo que ambos son fruto de tu imaginación, que te castigas a ti mismo; es la única forma en que sabes divertirte.

Debí sentirme ofendido, pero no fue así.

Dora era real.

Al fin, comprendí que no podía llevarme a Mojo. Iba a espiar a Dora y el perro sería un obstáculo. Besé a Mojo y me marché. Más tarde lo llevaría a dar un paseo por nuestros parajes preferidos, justo debajo del River Bridge, entre la hierba y las basuras. De momento, nadie podía arrebatarme esos instantes con Mojo.

Pero regresemos a Dora.

Por supuesto, ella ignoraba que Roger había muerto. Era imposible que lo supiera, a menos que se le hubiera aparecido el fantasma de Roger. Sin embargo, Roger no me había indicado que pensara hacer tal cosa. El esfuerzo de aparecerse ante mí había consumido todas sus energías. Además, quería demasiado a su hija para gastarle esa broma pesada.

Pero ¿qué sabía yo sobre fantasmas? Salvo algunas apariciones puramente mecánicas e indiferentes, jamás había hablado con uno hasta esa noche.

A partir de ahora me acompañaría siempre la indeleble impresión de su gran amor por la hija, así como su peculiar mezcla de conciencia y sublime seguridad en sí mismo. Bien pensado, su visita era una clara muestra de esta última característica. El hecho de que se me apareciera no tenía nada de particular, pues el mundo está lleno de interesantes y creíbles historias de fantasmas. Sin embargo, el hecho de entablar una conversación conmigo, de convertirme en su confidente, sin duda requería una aplastante seguridad en uno mismo.

Me dirigí a pie hacia la parte alta de la ciudad, como los mortales, aspirando el olor del río y satisfecho de hallarme de nuevo entre mis robles de corteza negra, las mansiones tenuemente iluminadas de Nueva Orleans y la hierba, las enredaderas y las flores que proliferaban por doquier. Me sentía en casa.

Al poco rato llegué al viejo convento de ladrillos que se hallaba en la avenida Napoleón, donde residía Dora. La avenida era como tantas otras hermosas calles de Nueva Orleans, con una amplia vía central por la que antiguamente circulaban los tranvías. En la actualidad hay árboles plantados en el centro de la avenida, los cuales ofrecen generosa sombra, así como ante la fachada del convento.

Era la parte más frondosa de la zona alta de la ciudad, de evidente sabor Victoriano.

Me acerqué despacio al edificio para que cada detalle del mismo quedara grabado en mi mente, lo cual demostraba lo mucho que yo había cambiado desde la última vez que había espiado a Dora.

El convento era de estilo Segundo Imperio, con la típica buhardilla que cubría la parte central del edificio y sus extensas alas. Observé que se habían desprendido algunas tejas de la buhardilla, cuyo centro era cóncavo, lo cual le confería un aire singular. La mampostería, las ventanas abovedadas, las cuatro torres que se elevaban en cada esquina del edificio y el porche de dos pisos —igual al de las haciendas de las plantaciones— que presidía la fachada del edificio central, de columnas blancas y verja de hierro negra, recordaba vagamente el estilo italianizante de Nueva Orleans. El edificio guardaba unas exquisitas proporciones. En la base del tejado asomaban unos canales de cobre. No había postigos, pero seguro que antiguamente debió haberlos.

En el segundo y el tercer piso se veían numerosas ventanas, altas, abovedadas y enmarcadas por unos ladrillos pintados de blanco, ya algo desteñidos.

Un amplio y austero jardín cubría la parte frontal del edificio que daba a la avenida, y el interior debía de albergar un enorme patio. Toda la manzana estaba presidida por este pequeño universo en el que las monjas y las huérfanas, muchachas de todas las edades, residían antiguamente. Las ramas de los gigantescos robles pendían sobre la acera. En una calle lateral que daba al sur vi una hilera de vetustos mirtos.

Al dar la vuelta al edificio contemplé las grandes vidrieras de la capilla, que constaba de dos pisos. En su interior parpadeaba una pequeña luz, como si estuviera presente el Sagrado Sacramento, cosa que dudaba. Por último me dirigí hacia la parte posterior del convento y salté la tapia.

Algunas puertas estaban cerradas, pero no todas. El edificio permanecía sumido en el silencio, y en medio del invierno de Nueva Orleans —templado pero invierno al fin— advertí que el frío era más intenso dentro que fuera.

Me adentré en el pasillo de la planta baja con cautela, admirando las hermosas proporciones, la anchura y longitud de los pasillos, el intenso olor de las paredes de piedra y el aroma a madera noble de los desnudos suelos de pino amarillo. Todo exhalaba un aire rústico, muy en boga entre esos artistas de las grandes ciudades que se instalan en viejos almacenes y llaman a sus inmensos apartamentos «buhardillas».

Pero esto no era un almacén. Esto había sido una morada sagrada. Anduve lentamente por el largo pasillo hacia la escalera que se hallaba al nordeste. Arriba, a mi derecha, vivía Dora, en la torre del nordeste del edificio, por decirlo así. Sus aposentos privados se hallaban en el tercer piso.

No intuí la presencia de ninguna persona en el edificio. Tampoco el olor ni los pasos de Dora. Oí el sonido de ratas e insectos, y de algo mayor que una rata, tal vez un mapache, que comía en el desván. Luego me detuve en un intento de captar la presencia de los pequeños espíritus, o poltergeist.

Cerré los ojos y escuché. Parecía como si en el silencio recogiese las emanaciones de unas personalidades, pero eran demasiado débiles y confusas para alcanzar mi corazón o mi mente. Sí, había algunos fantasmas, pero no presentí una turbulencia espiritual, una tragedia sin resolver o una justicia pendiente. Antes bien, noté una profunda calma y firmeza espiritual.

El edificio estaba intacto y exhibía su auténtica personalidad.

Creo que el convento se sentía complacido de haber vuelto a adquirir su fisonomía primitiva; incluso las vigas del techo, aunque no hubieran sido construidas para mostrarse a la vista, resultaban hermosas tal cual: en ellas podía apreciarse la oscura y recia madera y el excelente trabajo de carpintería que se hacía en aquellos tiempos.

La escalera era original. Yo había subido y bajado por miles de escaleras semejantes en Nueva Orleans. El edificio contenía por lo menos cinco. Noté la huella de cada pisada de los niños que un día habitaron el convento, el sedoso tacto de la balaustrada que había sido encerada innumerables veces a lo largo de un siglo. Reconocí el tipo de descansillo que daba directamente a una ventana exterior, ajeno a la forma y la existencia de la ventana, dividiendo la luz que provenía de la calle.

Cuando llegué al segundo piso, comprendí que me hallaba ante la puerta de la capilla. Desde el exterior no daba la impresión de tener aquellas dimensiones.

Era tan grande como muchas iglesias que había visitado en mi vida. A ambos lados del pasillo central había unos veinte bancos colocados en hilera. El techo de yeso estaba cubierto y coronado por unas decorativas molduras. Observé unos viejos medallones de los que, sin duda, antiguamente debieron colgar unos candelabros de gas. Los vitrales de colores, aunque no incluían figuras humanas, estaban muy bien realizados, según ponía de relieve la luz que procedía de una farola y penetraba en la capilla; los nombres de los santos patrones aparecían inscritos con unas letras muy decorativas en los paneles inferiores de cada vidriera. La luz del sagrario no estaba encendida; la única iluminación consistía en unas velas delante de una Regina María, es decir, una virgen que lucía una vistosa corona.

El lugar parecía conservar el mismo aspecto que cuando fue vendido y las hermanas se vieron obligadas a abandonarlo. Había todavía una fuente de agua bendita, aunque no estaba sostenida por un ángel; se trataba simplemente de un pila de mármol sobre una peana.

Al entrar, pasé debajo de la galería del coro y quedé maravillado ante la pureza y simetría de su diseño. ¿Qué siente uno al vivir en un edificio que dispone de capilla propia? Doscientos años antes me había arrodillado más de una vez en la capilla de mi padre, pero se trataba tan sólo de una pequeña estancia de piedra construida dentro de nuestro castillo. Sin embargo, este inmenso convento, con sus viejos ventiladores eléctricos para refrescar el ambiente en verano, parecía no menos auténtico que la pequeña capilla de mi padre.

Esta capilla parecía destinada a la realeza, todo el convento se me antojó de pronto un palacio más que un edificio religioso. Por unos instantes imaginé que vivía allí, no con la austeridad que habría querido Dora, sino rodeado de gran esplendor, y que a través de los kilómetros de suelos pulimentados me dirigía cada noche a este inmenso santuario para rezar mis oraciones.

Me sentía a gusto en este lugar. De golpe se me ocurrió la idea de comprar un convento y convertirlo en mi residencia, para vivir en él a salvo y con todo lujo y confort, en un olvidado rincón de una ciudad moderna. Sentí una profunda envidia o, mejor dicho, sentí que mi respeto hacia Dora aumentaba.

Multitud de europeos vivían todavía en este tipo de edificios con varios pisos y alas distribuidas alrededor de amplios y suntuosos patios privados. En París existían muchas mansiones así, pero la idea de vivir en un edificio como éste en América, rodeado de toda clase de lujos, resultaba muy tentadora.

Sin embargo, ése no había sido el sueño de Dora. Ella deseaba instruir allí a sus misioneras, a las predicadoras que extenderían la palabra de Dios con el fervor de san Francisco o Buenaventura.

En cualquier caso, si la muerte de Roger arrebataba a Dora su fe, siempre podría vivir ahí como una princesa.

¿Qué poder tenía yo para influir en el sueño de Dora? ¿Qué deseos se cumplirían si lograba convencerla de que aceptara la enorme riqueza que le había legado su padre y se convirtiera en la princesa de este palacio? ¿Los de un ser humano feliz de haberse salvado del dolor que genera la religión?

No era una idea tan absurda como pueda parecer. En cualquier caso, típica de mí, algo así como imaginar el cielo en la Tierra, pintado en tonos pasteles, exquisitamente pavimentado y dotado de calefacción central.

Eres terrible, Lestat.

¿Quién era yo para pensar esas cosas? Dora y yo podíamos vivir allí como la Bella y la Bestia. Solté una sonora carcajada. Sentí un escalofrío que me recorrió la columna dorsal, pero no oí pasos sospechosos.

De pronto me sentí solo. Me detuve para escuchar, alarmado.

—No te atrevas a acercarte a mí en estos momentos —murmuré a mi perseguidor, cuya presencia no había detectado—. Estoy en una capilla, tan a salvo como si me encontrara en una catedral.

Me pregunté si mi perseguidor se estaría riendo de mí.
Son imaginaciones tuyas, Lestat.

No te preocupes. Camina por el pasillo de mármol hacia el comulgatorio. Sí, todavía había un comulgatorio. Mira al frente y no pienses en nada.

La voz urgente de Roger resonó en el oído de mi memoria. Pero yo amaba a Dora, me encontraba allí para ayudarla. Simplemente me estaba tomando mi tiempo.

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