Memnoch, el diablo (20 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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Mis pasos sonaron a través de la capilla. No me importaba. Las estaciones del vía crucis, pequeñas, grabadas en relieve sobre el yeso, estaban colocadas entre las vidrieras, en el orden acostumbrado, y el altar había desaparecido del nicho que lo albergaba para ser sustituido por un gigantesco Cristo crucificado.

Los crucifijos siempre me han fascinado. Existen muchos modos de representar diversos detalles, y el arte del Cristo crucificado ocupa buena parte de los museos actuales así como las catedrales y basílicas que se han convertido en museos. El crucifijo que tenía ante mí era impresionante, inmenso, antiguo y realizado según los cánones realistas del siglo diecinueve. Examiné detenidamente cada detalle, el breve taparrabos de Jesús agitado por el viento, el rostro enjuto, traspasado por el dolor.

Supuse que era un hallazgo de Roger. Resultaba demasiado grande para colocarlo en el nicho del altar, y mostraba un soberbio trabajo artesanal. En cambio, los santos de yeso que permanecían sobre sus pedestales —la previsible y dulce santa Teresa de Lisieux ataviada con su túnica de carmelita, su cruz y su ramo de rosas; san José sosteniendo un lirio; e incluso la María Regina con su corona, dentro de una hornacina junto al altar—, si bien eran unas estatuas de tamaño natural y estaban minuciosamente pintadas, no eran unas obras maestras.

El crucifijo te impelía a adoptar algún tipo de resolución: o bien «odio el cristianismo con toda su crueldad», o bien un sentimiento más doloroso, quizá como cuando uno, de joven, imagina sus propias manos atravesadas por aquellos clavos. La cuaresma. Las meditaciones. La Iglesia. La voz del sacerdote entonando las palabras.
Padre nuestro.

Sentí al mismo tiempo odio y dolor. Entre las sombras, mientras observaba el reflejo de las luces de la calle en las vidrieras, evoqué unos recuerdos de mi infancia, o digamos que los toleré. Luego pensé en el cariño que sentía Roger por su hija, y mis recuerdos, comparados con aquel cariño, resultaban insignificantes. Subí los escalones que antaño conducían al altar y al tabernáculo. Extendí la mano y toqué el crucifijo. Noté el tacto de la vieja madera. Percibí el leve y secreto sonido de los himnos. Miré el rostro del Cristo pero no vi un semblante crispado por el dolor, sino sabio y sereno en los últimos instantes previos a la muerte.

De pronto oí un ruido cuyo eco resonó en todo el edificio. Retrocedí de forma apresurada, casi perdiendo el equilibrio, y me volví. Alguien se hallaba en la planta baja y se dirigía con pasos moderadamente rápidos hacia la escalera por la que yo había accedido a la capilla.

Me encaminé con rapidez hacia la entrada del vestíbulo. No oí ninguna voz ni detecté el menor olor. «¡Esto es intolerable!», murmuré desmoralizado. Estaba temblando. Lo cierto es que algunos olores humanos no son fáciles de detectar debido a factores como la brisa o las corrientes de aire, que en aquel lugar abundaban.

La misteriosa persona estaba subiendo la escalera.

Me coloqué detrás de la puerta de la capilla para observar el descansillo. Si se trataba de Dora, me ocultaría enseguida.

Pero no era Dora. Ascendía la escalera con paso rápido y ligero, en dirección adonde yo me encontraba. Cuando se detuvo ante mí, lo reconocí de inmediato.

Era el Hombre Corriente.

Permanecí inmóvil, mirándolo de hito en hito. Era algo más bajo que yo; más flaco; absolutamente normal y corriente, tal como lo recordaba. Emanaba de él cierto olor, extraño, mezclado con sangre, sudor y sal, y percibí los leves latidos de su corazón...

—No te atormentes —dijo con voz cortés y diplomática—. Estoy dudando. No sé si hacerte mi proposición ahora o antes de que te líes con Dora. No sé qué es lo más aconsejable.

El extraño se encontraba a menos de un metro y medio de distancia.

Me apoyé en el marco de la puerta del vestíbulo, crucé los brazos y lo miré con arrogancia. A mis espaldas quedaba la capilla, iluminada por las velas. ¿Parecía asustado? ¿Estaba asustado? ¿Iba a desmayarme de pánico?

—Ya sabes quién soy —dijo el extraño con un tono reticente y directo.

De pronto advertí algo que me llamó la atención: la regularidad de las proporciones de su cuerpo y su rostro. No poseía ningún rasgo fuera de lo común. Era un tipo absolutamente corriente, del montón.

—Sí —dijo sonriendo—. Es la forma que prefiero adoptar en todo momento y lugar para no llamar la atención. —Su voz era cordial—. No es cuestión de pasearse con unas alas negras y patas de macho cabrío para asustar a los mortales.

—Quiero que salgas de aquí antes de que aparezca Dora —dije. De pronto me había vuelto loco de remate.

El extraño se volvió, se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada.

—No te pongas chulo conmigo, Lestat —dijo sin alzar la voz—. Con razón tus compinches te llaman
el Engreído.
No puedes darme órdenes.

—¿Ah, no? ¿Y si te echo de aquí?

—¿Quieres intentarlo? ¿Quieres que adopte mi otra forma? Puedo hacer que mis alas...

Oí el sonido confuso de unas voces y mi visión empezó a nublarse.

—¡No! —grité.

—De acuerdo.

La transformación se interrumpió. El mal momento pasó. El corazón me latía con violencia, como si estuviera a punto de saltar de mi pecho.

—Te diré lo que vamos a hacer —dijo el extraño—. Dejaré que resuelvas el asunto con Dora, puesto que estás obsesionado con ello y no piensas en otra cosa. Luego, cuando hayas solventado lo de esa chica y sus sueños, hablaremos.

—¿Sobre qué?

—Sobre tu alma, por supuesto.

—Estoy dispuesto a ir al infierno —contesté, mintiendo descaradamente— Pero no creo que seas quien pretendes ser. Eres algo, sin duda, algo similar a mí y para lo que no existen explicaciones científicas, pero detrás de ello hay una serie de datos que al final lo pondrán todo al descubierto, incluso la textura de cada pluma de tus alas.

El extraño frunció ligeramente el ceño, pero no parecía enojado.

—A este paso, no llegaremos a ningún sitio —dijo—. Sin embargo, de momento dejaré que sigas pensando en Dora. Está a punto de llegar. Acaba de aparcar el coche en el patio. Me marcho por donde vine. Pero antes te daré un consejo, para el bien de los dos.

—¿Cuál? —pregunté.

El extraño dio media vuelta y empezó a bajar la escalera con tanta rapidez y agilidad como la había subido. Al llegar abajo se volvió. Yo ya había captado el olor de Dora.

—¿Qué consejo?—insistí.

—Que te olvides de ella. Deja que sus abogados se ocupen de sus asuntos. Aléjate de este lugar. Tenemos cosas más importantes de que hablar. Todo esto te tiene obsesionado.

Tras pronunciar estas palabras desapareció por una puerta lateral, que cerró de un portazo.

Casi de inmediato oí cómo Dora entraba por la puerta trasera y se dirigía al centro del edificio, al igual que habíamos hecho yo y el extraño. Luego enfiló el pasillo.

Mientras avanzaba se puso a cantar, o a canturrear para ser más precisos. Percibí el dulce olor de su menstruación, intensificándose así el suculento aroma de la joven que se aproximaba hacia donde yo me encontraba.

Me oculté de nuevo entre las sombras del vestíbulo. De esa forma Dora no descubriría mi presencia mientras subía por la escalera hacia su habitación, que se hallaba en el tercer piso.

Al llegar al segundo piso noté que salvaba los escalones de dos en dos. Llevaba una mochila al hombro y lucía un bonito vestido de algodón de estilo retro, con flores estampadas y mangas ribeteadas de encaje blanco.

Cuando se disponía a subir el tercer tramo de escalera, se detuvo bruscamente y se volvió hacia donde estaba yo. Me quedé helado. Era imposible que me hubiera visto.

A continuación se dirigió hacia mí, alargó la mano y vi que sus dedos tocaban algo en la pared. Era el interruptor de la luz, un simple interruptor de plástico blanco. De pronto la bombilla que colgaba del techo inundó la sala de luz.

Imagínate la escena: un intruso alto y rubio, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol violetas, limpio y aseado, sin rastro de la sangre del padre de Dora, vestido con una chaqueta y unos pantalones de lana de color negro.

Alcé las manos, en un gesto que venía a indicar «no temas, no voy a hacerte daño». Me había quedado mudo del susto.

Acto seguido desaparecí.

Es decir, pasé junto a ella con tal rapidez que no me vio. La rocé ligeramente, como una corriente de aire. Eso fue todo. Subí dos pisos hasta alcanzar el desván y atravesé una puerta que se hallaba sobre la capilla; allí dentro sólo unas pocas ventanas permitían el paso de la luz de la calle. Una de las ventanas estaba rota. Se me ocurrió huir a través de ella pero me senté en un rincón y allí me quedé absolutamente quieto, sin atreverme apenas a respirar. Encogí las rodillas, me coloqué bien las gafas y contemplé la puerta por la que había entrado.

No oí ningún grito, nada. A Dora no le había dado ningún ataque de histeria; no corría como una loca por el edificio. No había hecho sonar la alarma. Era admirable. Ni siquiera el hecho de haber visto a un intruso le había hecho perder la serenidad. ¿Qué puede ser más peligroso para una mujer sola que un joven macho, aparte de un vampiro?

Noté que me castañeteaban los dientes. Oprimí el puño derecho contra la palma de la mano izquierda. ¡Maldito seas! A qué viene presentarte de este modo, advirtiéndome que no hable con ella, utilizando tus sucios trucos, si jamás pensé en hablar con ella. ¿Qué demonios voy a hacer ahora, Roger? ¡No pretendía que Dora me sorprendiera de ese modo!

No debí acudir sin David. Necesitaba el apoyo de un testigo. ¿Acaso se habría atrevido el Hombre Corriente a aparecer si David hubiera estado conmigo? ¡Cómo odiaba a ese ser, hombre, demonio o lo que fuera! Estaba hecho un lío. Temía no sobrevivir a esta aventura.

¿Significaba eso acaso que ese ser iba a matarme?

De pronto oí que Dora subía la escalera, lenta y sigilosa. Un mortal no habría percibido sus pasos. Llevaba una linterna en la que yo no había reparado antes. Vi el haz de luz a través de la puerta abierta del desván proyectarse sobre las oscuras tablas del techo.

Dora entró en el desván, apagó la linterna y echó una mirada a su alrededor. En sus ojos se reflejaba la luz blanquecina que penetraba por las ventanas. La luz de las farolas iluminaba suavemente la estancia.

De pronto me vio.

—¿Por qué está asustado? —me preguntó con voz tranquilizadora.

Yo la miré. Estaba encogido en el rincón, con las piernas cruzadas, las rodillas debajo de la barbilla y los brazos alrededor de las piernas.

—Lo... lo siento —contesté—. Temí... haberla sobresaltado. Ha sido una torpeza imperdonable.

Dora se acercó con paso decidido. Su olor invadió lentamente el desván, como los vapores del incienso.

Era alta y esbelta. El vestido de flores con mangas de encaje le sentaba muy bien. Su pelo negro, corto y rizado le cubría la cabeza como un casquete. Tenía unos ojos grandes y oscuros, parecidos a los de Roger.

Su mirada era espectacular, capaz de inquietar al más feroz depredador. La luz ponía de relieve sus delicados pómulos, su boca de expresión serena y carente de toda emoción.

—Si quiere, me marcho—dije con timidez—. Me levantaré muy despacio y me iré sin lastimarla. Se lo juro. No se alarme.

—¿Por qué usted? —preguntó Dora.

—No entiendo —contesté. No sabía si estaba llorando o simplemente temblaba como una hoja—. ¿Qué quiere decir con esa pregunta?

Dora avanzó unos pasos y me miró fijamente. Se hallaba tan cerca de mí que podía verla con toda claridad.

Quizá le llamara la atención mi cabello rubio, mis gafas violetas o mi aspecto juvenil.

Observé sus largas pestañas rizadas, su barbilla menuda pero firme y la suave curva de sus pequeños hombros debajo del vestido de flores y encaje. Era hermosa y esbelta como un lirio. Imaginé que su cintura, bajo el holgado vestido, era tan estrecha que casi podría rodearla con una sola mano.

Había algo en su presencia que me intimidaba, aunque no daba la impresión de ser fría ni cruel. Tal vez era su aura de santidad. No recordaba haber estado en presencia de un santo de carne y hueso. Yo tenía mis propias definiciones para esa palabra.

—¿Por qué ha venido a comunicármelo usted? —preguntó Dora con suavidad.

—¿Comunicarle qué, querida?

—Lo de Roger. Que ha muerto —respondió Dora, arqueando ligeramente las cejas—. Por eso ha venido, ¿no es cierto? Lo supe en cuanto le vi. Comprendí que Roger había muerto. Pero ¿por qué ha venido usted?

Dora se arrodilló delante de mí.

Solté un sonoro y prolongado gemido. ¡Me había adivinado el pensamiento! Mi gran secreto. Mi gran decisión. ¿Hablar con ella? ¿Razonar con ella? ¿Espiarla? ¿Engañarla? ¿Aconsejarla? De golpe mi mente le había transmitido la alegre noticia: ¡Lo siento, guapa, Roger ha muerto!

Dora se aproximó algo más. Demasiado. No debió hacerlo. Dentro de unos instantes se pondría a gritar. Al ver que alzaba la linterna dije:

—No encienda la linterna.

—¿Por qué no quiere que la encienda? No le deslumbraré, se lo prometo. Sólo quiero verle.

—No.

—No me inspira ningún miedo, se lo aseguro —dijo Dora con sencillez, sin aspavientos, mientras un sinfín de pensamientos se agolpaban en su mente y me observaba sin perder detalle.

—¿Y eso? —pregunté.

—Dios no dejaría que una criatura como usted me hiciera daño. Estoy convencida de ello. No sé si es un diablo, un espíritu maligno o un espíritu bondadoso. Quizá desaparezca si me santiguo, aunque no lo creo. Lo que no me explico es por qué está tan asustado. No creo que le intimide la presencia de la virtud...

—Un momento, recapitulemos. ¿Se refiere a que se ha dado cuenta de que no soy humano?

—Sí. Lo veo, lo presiento. He visto a otros seres como usted. Los he visto en las grandes ciudades, brevemente, mezclados entre multitud. He visto muchas cosas. No voy a decir que siento lástima de usted, porque sería una tontería, pero no le tengo miedo. Es usted terrenal, ¿no?

—Desde luego —contesté—, y espero seguir siéndolo siempre. Mire, no pretendía sobresaltarla con la noticia de la muerte de su padre. Yo le quería.

—¿De veras?

—Sí. Y... sé que él la quería a usted mucho. Me pidió que le explicara ciertas cosas. Pero, por encima de todo, me pidió que cuidara de usted.

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