Read Naves del oeste Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (2 page)

BOOK: Naves del oeste
10.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De nuevo los picotazos en la cubierta. Hawkwood miró hacia arriba, irritado, pero otro trago del buen vino le calmó los nervios. El sol se estaba poniendo, convirtiendo el oleaje en destellos azafrán. Observó el lento avance de una carabela mercante, de aparejo redondo, que entró en las Radas Interiores ceñida al viento, recibiendo la escasa brisa en la amura de estribor. Tardarían media noche en llegar al puerto a aquella velocidad. ¿Por qué no había desplegado las velas latinas el muy idiota?

Pasos en la escalera. Hawkwood se sobresaltó, soltó la botella y alargó torpemente la mano hacia la espada, pero para entonces la puerta del camarote ya se había abierto, y una figura embozada y cubierta con un sombrero de ala ancha estaba cruzando el umbral.

—Hola, capitán.

—¿Quién diablos sois?

—Nos vimos unas cuantas veces, hace unos años. —El sombrero desapareció, revelando una cabeza completamente calva y dos ojos oscuros y llenos de humanidad incrustados en un rostro pálido como el marfil—. Y una vez vinisteis a mi torre, para ayudar a un amigo mutuo.

Hawkwood volvió a reclinarse en su silla.

—Golophin, por supuesto. Ahora os reconozco. Los años os han tratado bien. Parecéis más joven que la última vez que os vi.

Una ceja se alzó de modo casi imperceptible.

—¿De veras? Ah, candelario; ¿puedo?

—Si no os importa compartir el cuello de una botella con un plebeyo.

Golophin tomó un trago con aire experto.

—Excelente. Me alegra ver que vuestras circunstancias no han empeorado en todos los sentidos, capitán.

—¿Habéis venido en bote? No he oído ninguno.

—Podría decirse que he venido por mis propios medios.

—Bueno, hay un taburete junto al mamparo de detrás vuestro. Os dolerá el cuello si seguís demasiado tiempo inclinado de ese modo.

—Gracias. Las tripas de los barcos no se construyeron pensando en tipos larguiruchos como yo.

Se sentaron, compartiendo la botella de modo bastante cordial, y contemplaron la muerte del día y el lento avance de la carabela hacia las Radas Interiores. Abrusio empezó a llenarse de resplandores delante de ellos, hasta que al fin se convirtió en una sombra amenazadora, iluminada por medio millón de luces amarillas, y las estrellas quedaron reducidas a la insignificancia.

Los posos del vino al fin. Hawkwood besó un lado de la botella y la arrojó a un rincón, donde tintineó al chocar con sus vacías compañeras. Golophin encendió una pipa de arcilla pálida, y empezó a chupar con evidente satisfacción. Finalmente apoyó el pulgar en la cazoleta y rompió el silencio.

—Parecéis un hombre muy poco curioso, capitán, si me permitís decirlo.

Hawkwood volvió a mirar por las ventanas de popa.

—La curiosidad es una cualidad sobrevalorada.

—Estoy de acuerdo, aunque en ocasiones también puede conducir al descubrimiento de conocimientos útiles. Tengo entendido que estáis arruinado, o que os falta poco para estarlo.

—Los chismes del puerto llegan lejos.

—Este barco es una especie de curiosidad marítima…

—Igual que yo.

—Sí. No tenía ni idea de hasta qué punto os odiaba lord Murad, aunque no podáis creerlo. Ha estado muy ocupado durante estos últimos años.

Hawkwood se volvió al fin. Era una silueta negra recortada contra el resplandor del agua en movimiento detrás de él, mientras los últimos rayos del sol manchaban las olas de sangre.

—Muy ocupado.

—No debisteis rechazar la recompensa que os ofreció el rey. De haberla aceptado, habríais podido atemperar el rencor de Murad. Pero durante los diez últimos años, ha tenido rienda suelta para asegurarse de que todas vuestras inversiones fracasaban. Cuando uno tiene enemigos poderosos, capitán, no debe despreciar a los amigos poderosos.

—Golophin, no habéis venido para ofrecerme consejos de vieja. ¿Qué queréis?

El mago se echó a reír, y estudió la ennegrecida hoja en su pipa.

—Muy bien. Quiero que entréis al servicio del rey.

Desconcertado, Hawkwood preguntó:

—¿Por qué?

—Porque los reyes también necesitan amigos, y porque sois un hombre demasiado valioso para permitir que acabe metido en una botella.

—Qué altruista por vuestra parte —gruñó Hawkwood, pero su rabia parecía algo hueca.

—En absoluto. Hebrion, tanto si queréis admitirlo como si no, está en deuda con vos, igual que el rey. Y una vez ayudasteis a un amigo mío, lo que también me hace deudor vuestro.

—El mundo sería un lugar mejor si no me hubiera molestado.

—Tal vez.

Hubo una pausa. Finalmente, Hawkwood dijo en voz baja:

—También era mi amigo.

La luz había desaparecido, y el camarote estaba a oscuras, excepto por la leve fosforescencia del agua al otro lado de las ventanas.

—Ya no soy el hombre que era, Golophin —susurró Hawkwood—. Ahora tengo miedo al mar.

—Ninguno de nosotros somos lo que éramos, pero vos seguís siendo el navegante que consiguió regresar con su barco del mayor viaje en la historia conocida. No es el mar lo que teméis, Richard, sino las cosas que encontrasteis al otro lado. Esas cosas están aquí y ahora; vos sois uno de los pocos que se han enfrentado a ellas y sobrevivido. Hebrion os necesita.

Una carcajada ahogada.

—Seré un bastón muy débil para que Hebrion se apoye en él. ¿En qué servicio habéis pensado el rey y vos? ¿Portero real, o tal vez capitán del bote de remos del rey?

—Queremos que diseñéis barcos para la armada hebrionesa, inspirados en el
Águila
. Barcos rápidos y manejables, capaces de transportar muchos cañones. Nuevos planos de velas y nuevas vergas.

Hawkwood permaneció unos instantes sin habla.

—¿Por qué ahora? —preguntó al fin—. ¿Qué ha sucedido?

—Ayer el archimago Aruan, a quien ambos conocemos, fue proclamado vicario general de la orden inceptina en Normannia. Su primer acto en el cargo fue anunciar la creación de una nueva orden militar. Aunque no es del dominio público, he podido averiguar que este nuevo cuerpo estará compuesto enteramente por magos y cambiaformas. Los llama los Perros de Dios.

—Santos del cielo.

—Lo que queremos que hagáis, capitán, es ayudarnos a preparar a Hebrion para la guerra.

—¿Qué guerra?

—Una que se librará muy pronto; tal vez no este año, pero sí durante los próximos. Una batalla por el dominio de este continente. Ningún hombre quedará al margen de ella, y nadie podrá ignorarla.

—A menos que muera antes de una borrachera.

Golophin asintió, muy serio.

—Eso es cierto.

—De modo que debo ayudaros a preparar una gran batalla contra los hechiceros y hombres lobo del mundo. Y a cambio…

—A cambio tendréis un alto cargo en la armada, y también en la corte, os lo prometo.

—¿Y Murad? No le gustará demasiado mi… ascenso.

—Murad hará lo que se le ordene.

—¿Y su esposa?

—¿Qué le pasa?

—Nada. No importa, lo haré, Golophin. Para esto, abandonaré mi botella.

La sonrisa del mago resplandeció en las tinieblas del camarote.

—Sabía que lo haríais. Ha sido una suerte que Gorbus os ofreciera hoy un precio tan irrisorio. Necesitaremos el Águila gabrionesa. Será el prototipo de la nueva flota.

—Sabíais lo de… Habéis hecho que…

—Cierto.

«Nada cambia», pensó Hawkwood. «De repente, los nobles te necesitan, de modo que te sacan de la alcantarilla, contemplan al pequeño ser que se retuerce entre sus dedos, y lo depositan sobre el gran tablero de juegos donde lo utilizarán. Bueno, este peón tiene sus propias reglas».

—Está oscuro como la pez. Dejadme encender una linterna. —Hawkwood buscó su yesquero, y tras frotar una docena de veces el eslabón y el pedernal, consiguió hacer cobrar vida a una linterna que todavía contenía algo de aceite. El grueso cristal estaba agrietado, pero no tenía importancia. La agradable luz amarilla iluminó las arrugadas facciones del mago, ennegreciendo el mar en la popa.

—¿De modo que puedo esperaros en la puerta de la torre del Almirante mañana por la mañana? —preguntó Golophin.

Hawkwood asintió con la cabeza.

—Excelente. —El mago dejó caer sobre la mesa una pequeña bolsa de piel de ciervo, que tintineó con fuerza—. Un adelanto de vuestro salario. Tal vez queráis equiparos con un nuevo vestuario. Se os buscará alojamiento en la torre.

—¿Se me buscará, o se me ha buscado ya?

Golophin se levantó y se puso el sombrero.

—Hasta mañana entonces, capitán —dijo, y le tendió una mano.

Hawkwood se la estrechó, levantándose a su vez. Su rostro era una máscara tensa. Golophin se volvió para marcharse, pero se detuvo.

—No es una mala cosa que las inclinaciones personales y los dictados de la política coincidan, capitán. Os necesitamos, es cierto, pero yo al menos me alegro de teneros con nosotros. La corte está llena de serpientes con buenos modales. El rey necesita también a uno o dos hombres honestos.

Salió, inclinándose al cruzar el umbral. Hawkwood lo escuchó caminar hasta el combés; luego volvió a oírse el picoteo de las gaviotas, y finalmente se hizo el silencio.

Más tarde, se apoyó en los remos a un cable de distancia del Águila para contemplar cómo ardía. Por algún motivo, el barco recuperó algo de su antigua belleza cuando las llamas alcanzaron las cubiertas y se elevaron, rugientes y brillantes, en el cielo nocturno. El fuego se reflejaba, húmedo y resplandeciente, en el interior de sus ojos, y Hawkwood permaneció allí hasta que el barco hubo ardido hasta la línea de flotación y el mar empezó a penetrar en él para apagar el incendio. Un siseo de vapor, y luego un leve gorgoteo cuando lo que quedaba del casco volcó y se hundió bajo las olas. Hawkwood se secó el rostro entre las olas nocturnas.

Construiría su maldita flota, y pasaría por todos los aros que le pusieran delante; era un asunto de supervivencia, después de todo. Pero su valiente barco nunca acabaría convertido en un mero plano en el despacho de algún supervisor naval.

Levantó los remos, y emprendió el largo trayecto hasta la orilla.

Primera parte

La caída de Hebrion

«Despoja a las profundidades de sus tinieblas y hace salir la oscuridad a la luz. Exalta a las naciones y las hace desaparecer, expande a los pueblos y los suprime. Priva de inteligencia a los jefes de la tierra y los hace vagar por un desierto sin caminos».

Libro de Job
, capítulo 12,

versículos 22—24

Capítulo 1

Decimocuarto día de Forialon, año del Santo 567

El grupo de jinetes galopaba junto al acantilado entre una nube de polvo pardo. Los jóvenes detuvieron bruscamente a sus altos caballos a escasas pulgadas del borde y continuaron montados, riendo y sacudiéndose el polvo de las ropas. El sol, brillante como un címbalo, golpeaba el mar azul muy por debajo de ellos, levantando destellos en el horizonte demasiado brillantes para los ojos humanos, y haciendo que las resecas montañas de detrás de los jinetes ondularan y relucieran como una visión.

Otro jinete acudió a reunirse con los demás al medio galope, pero éste era un hombre mayor, de atuendo sombrío y barba gris metálico. Su montura se detuvo elegantemente, y el jinete se limpió el sudor de las sienes.

—Os romperéis vuestros estúpidos pescuezos si no tenéis cuidado. ¿No sabéis que la roca está podrida junto al borde?

La mayor parte de los jóvenes apartaron los caballos del peligroso borde con aire avergonzado, pero uno de ellos permaneció donde estaba. Era un joven de anchas espaldas, con los ojos azul pálido y el cabello negro como el ala de un cuervo. Su montura era un hermoso caballo castrado gris que permanecía con las orejas atentas y erizadas debajo de él.

—Bevan, ¿dónde estaría yo sin ti? Supongo que mi madre te ha ordenado que nos siguieras.

—Así es, y no me extraña. Ahora apártate del borde, Bleyn. Haz feliz a un anciano.

Bleyn sonrió e hizo retroceder una o dos yardas a su caballo gris. Luego desmontó con un movimiento tan suave como el fluir del agua, palmeó el cuello del sudoroso animal y se sacudió el polvo de su traje de montar. Puesto en pie, era más bajo de lo que parecía al principio, con un torso poderoso instalado sobre un par de piernas resistentes. Tenía el físico de un estibador, coronado por el rostro incongruente y de huesos finos de un aristócrata.

—Queríamos ver la flota —dijo, con aire algo contrito.

—Entonces mirad hacia aquel saliente, la punta de Grios. Aparecerán en cualquier momento, con esta brisa. Han levado anclas en mitad de la noche.

Los otros jinetes también desmontaron, ataron a los caballos y descolgaron los odres de vino de las sillas.

—¿De qué va todo esto, Bevan? —preguntó uno de ellos—. Viviendo en una provincia tan aislada, siempre somos los últimos en enterarnos.

—Oí que era una enorme flota de piratas —dijo otro—. Vienen de Macassar, en busca de sangre y botín.

—No sé nada sobre piratas —dijo lentamente Bevan—, pero sí sé que tu padre, Bleyn, tuvo que llamar a sus mesnadas y salir a toda prisa hacia Abrusio con ellas. Es una leva general, y no habíamos tenido ninguna desde hace… oh, dieciséis o diecisiete años.

—No es mi padre —dijo rápidamente Bleyn, mientras su fino rostro se oscurecía.

Bevan lo miró.

—Escúchame bien…

—¡Allí están! —gritó emocionado otro de los jóvenes—. Están rodeando el saliente.

Todos observaron en silencio. Las cigarras cantaban sin cesar en el calor que les rodeaba, pero notaban a sus espaldas la brisa procedente de las estériles montañas.

En el extremo del saliente, a más de una legua de distancia. Ante su vista apareció lo que parecía una bandada de aves lejanas posadas sobre las olas. Lo que atrajo su atención al principio fue el brillo de las velas; el pesado oleaje ocultaba parcialmente los cascos. Altos barcos de guerra con los gallardetes escarlata de Hebrion ondeando en los palos mayores. Doce, quince, veinte grandes barcos en línea de batalla, golpeando las olas y haciéndose a la mar con el viento en el lado de estribor y las velas relucientes como alas de cisne.

—Es toda la flota de Occidente —murmuró Bevan—. ¿Qué sucede?

Se volvió hacia Bleyn, que se protegía los ojos con una mano mientras observaba atentamente el mar.

—Son muy hermosos —dijo el joven, impresionado—. De veras lo son.

BOOK: Naves del oeste
10.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Newfangled Christmas by James Haynes
Body Check by Deirdre Martin
The Hidden Window Mystery by Carolyn Keene
Rebel of Antares by Alan Burt Akers
Vesper by Jeff Sampson
Vertigo by W. G. Sebald
Die for You by Lisa Unger
Paw Prints in the Moonlight by Denis O'Connor
The Duke's Cinderella Bride by Carole Mortimer