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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (4 page)

BOOK: Naves del oeste
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—Ya lo sé. Briseis monta como una rana sobre una parrilla. Y Gebbia no es mucho mejor.

—Son damas de compañía, Mirren, no soldados de caballería. Me apuesto algo a que saben coser y cocinar mucho mejor de lo que cabalgan. Bueno, al menos a que saben coser.

De nuevo el labio fruncido. El hombre sonrió. Era un tipo de anchos hombros y edad madura, con el cabello moreno manchado de gris en las sienes, dándole el aspecto de un tejón anciano. Su rostro curtido por el aire libre estaba marcado por antiguas cicatrices. Tenía unos ojos profundos, grises como el mar en invierno, y había una frialdad en ellos que sólo se suavizaba al mirar a la muchacha que lo acompañaba. Montaba con la facilidad consumada del jinete nato, y su atavío, aunque bien cortado, era sencillo y sin adornos. Además era negro, oscuro como la piel de una pantera, sin nada que lo adornara.

En contraste, la muchacha iba vestida de brocado brillante, pesadamente bordado con perlas y gemas, con un cuello de encaje en su blanca garganta y una cofia de lino finamente tejido sobre su cabello rubio. Montaba como una joven reina. Su elegancia quedaba estropeada, sin embargo, por la maltrecha capa de montar que se había echado sobre los hombros. Era una capa de soldado, que había conocido momentos duros, aunque había sido cuidadosamente recosida innumerables veces. Asomando por entre sus pliegues, apareció por un momento la cabeza gris de un mono tití. El animal olfateó el aire fresco, se estremeció y volvió a desaparecer.

—¿Hemos de regresar, padre? —preguntó la muchacha a su acompañante del atuendo oscuro—. Ha sido tan divertido…

Su padre, el rey de Torunna, apoyó su cálida mano sobre los dedos de ella, cerrados en torno a las riendas.

—Las mejores cosas —dijo en voz baja— es mejor no saborearlas durante demasiado tiempo. —Y en sus fríos ojos apareció una sombra sin ninguna esperanza de primavera. Al verla, la muchacha le tomó una mano y se la besó.

—Lo sé. El deber vuelve a llamarnos. Pero prefiero mil veces estar aquí, al aire libre, que caliente en el palacio más lujoso del mundo.

Él asintió.

—Yo también.

Se oyeron los ruidos, resoplidos y conversaciones del grupo que venía detrás cuando sus miembros les alcanzaron, y Corfe dio la vuelta a su caballo para saludarles.

—Felorin, creo que podemos empezar a volver a la ciudad. Haz que todo el mundo dé la vuelta, y avisa al senescal. Acamparemos una hora antes de anochecer. Confío en ti para encontrar un lugar adecuado. Señoras, agradezco vuestra paciencia. Una noche más en las tiendas, y mañana estaréis gozando de las comodidades del palacio. Os confío al cuidado de mi guardia personal. Felorin, la princesa y yo os alcanzaremos dentro de unas horas. Hay un lugar al que deseo ir.

—¿Solos, majestad? —preguntó el jinete llamado Felorin. Era un hombre delgado, cuyo hermoso rostro estaba cubierto por un torbellino de tatuajes escarlata. Llevaba un sobretodo negro con bordes rojos, y un sable de caballería junto al muslo.

—Solos. No te preocupes, Felorin. Todavía conozco los caminos de esta parte del mundo.

—Pero los lobos, majestad…

—Nuestros caballos son rápidos. Ahora deja de preocuparte y ve a buscar el lugar para acampar esta noche.

Felorin saludó con expresión descontenta y preocupada, hizo girar a su caballo y se apresuró en dirección a la retaguardia de la pequeña columna. La procesión, dando la vuelta, formó un confuso y ruidoso circo de soldados, damas y sirvientes, mulas inquietas y palafrenes excitados. Corfe se volvió hacia su hija.

—Vamos, Mirren —dijo, y la condujo a las colinas a medio galope.

Las nubes se abrieron sobre su cabeza, y del azul del cielo surgió un sol brillante que prendió en los flancos de los cerros, proporcionándoles una especie de pelaje pardo y escarlata que se mezclaba con las sombras. Mirren siguió a su padre mientras éste avanzaba por lo que parecía un antiguo camino cubierto de maleza entre los brezos. El suelo dejó de ser de turba húmeda; en lugar de ello, los cascos de los caballos resonaban sobre una especie de grava, dura y verdosa a causa del musgo. Gracias a ello, ganaron velocidad. El camino avanzaba hacia el este, recto como una flecha; en verano sería prácticamente invisible bajo los helechos.

Corfe puso su caballo al paso, y su hija luchó por hacer lo mismo junto a él. Pese a su juventud, su caballo, Hydrax, era un bayo de buen tamaño, tan grande como el castrado negro de su padre. El animal llevaba una brida que le dificultaba un poco los movimientos de cabeza, pero de todos modos se agitaba por debajo de la muchacha con actitud rebelde.

—Ese animal te arrojará al suelo un día de éstos —dijo Corfe.

—Lo sé. Pero me quiere. Es muy inquieto. Padre, ¿a qué se debe todo este misterio? ¿Adónde vamos? ¿Y qué es este antiguo camino?

—No tienes demasiadas nociones de historia, ni de geografía, pese a esos tutores que hemos hecho venir de todos los rincones del mundo. Supongo que sabes dónde estamos.

—Por supuesto —dijo despectivamente Mirren—. Esto es Barossa.

—Sí. «El lugar de los huesos» en normanio antiguo. No siempre se ha llamado así. Ésta es la antigua carretera del oeste, que una vez unió Torunn con lo que antes era Aekir.

—Aurungabar —le corrigió su hija.

—Sí, la que pasa junto al dique de Ormann…

—Khedi Anwar.

—Exacto. Este antiguo camino fue la espina dorsal de Torunna tiempo atrás. La carretera real se dirige al noroeste, a unas doce leguas de aquí, pero apenas tiene quince años. Antes de que existiera Torunna, antes de que esta región fuera conocida como Barossa, era la provincia más oriental del antiguo imperio. Los fimbrios construyeron la carretera por donde avanzamos, igual que construyeron casi todas las cosas que han perdurado en el mundo. Ahora es un camino olvidado por los recuerdos de los hombres, pero antaño sirvió de paso a los ejércitos, y de vía de escape a los refugiados.

—Tú… tú viniste por aquí desde Aurungabar cuando no eras más que un simple soldado —se atrevió a decir Mirren, con una timidez muy poco propia de ella.

—Sí —dijo Corfe—. Sí, así es. Hace casi dieciocho años. —Recordó el barro, la fría lluvia, las hordas de gente derrotada y los cadáveres que yacían por centenares a un lado de la carretera—. El mundo es distinto ahora, gracias a Dios. En la carretera real han limpiado los bosques, quemado el brezo y construido granjas frente a las mismas colinas. Hay ciudades donde antes sólo había bosque. Y aquí, donde solían estar las ciudades antes de la guerra, la tierra ha sido reconquistada por la naturaleza, y los lobos corren libremente. La historia vuelve las cosas del revés. Tal vez eso no sea malo. Y allí, más adelante… ¿Puedes ver las ruinas?

Un largo cerro se elevaba ante ellos, con la cresta marcada por las siluetas oscuras de los árboles. Y en su extremo más septentrional podían verse unos muros bajos de piedra rota, como dientes ennegrecidos que brotaban de la tierra. Pero al acercarse vieron que en el terreno más plano se elevaba un túmulo, demasiado simétrico para ser natural. Sobre él había un montón de piedras recortadas contra el cielo. Los cantos de los pájaros, que habían resonado agudos y alegres a su alrededor durante toda la mañana, habían cesado de repente.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Mirren en un susurro.

Corfe no respondió, pero siguió cabalgando hasta el mismo píe del montículo. Allí desmontó, y tendió la mano a Mirren para que lo imitara. El tití reapareció y trepó al hombro de la muchacha, enroscándole el rabo al cuello como una bufanda.

Había losas de piedra sobre la hierba, y ambos treparon por ellas hasta encontrarse frente al montón de piedras de la cumbre. Medía unos cinco pies de altura, y una losa de granito cubría la parte superior. Había unas palabras grabadas en la piedra oscura.

Aquí yacemos los muertos de Torunna, cuyas vidas compraron la libertad de una nación
.

Mirren abrió la boca.

—¿Esto es…?

—Las ruinas que ves fueron una vez una aldea llamada Armagedir —dijo Corfe en voz baja.

—Y el montículo…

—Un túmulo funerario. Reunimos a todos los que pudimos encontrar, y los enterramos aquí. Tengo muchos amigos en este lugar, Mirren.

Ella le tomó una mano.

—¿Suele venir alguien más aquí?

—Formio, Aras y yo, una vez al año. Aparte de eso, el sitio ha quedado para los lobos, los milanos y los cuervos. Desde que erigimos este túmulo, nuestro mundo ha cambiado a una velocidad que no hubiera creído posible. Pero existe en su forma actual sólo gracias a los hombres cuyos huesos se corrompen bajo nuestros pies. Eso es algo que tú, cono hija mía, nunca debes olvidar, aunque otros lo hagan.

Mirren hizo ademán de hablar, pero Corfe la silenció con un gesto.

—Espera.

Por el oeste se acercaba un pájaro, una especie de halcón. Voló una vez por encima de su cabeza y se dejó caer hacia ellos. El tití chilló, y Mirren lo tranquilizó con una caricia. El ave, un gran halcón gerifalte, se posó en la hierba a pocos pies de distancia, y dedicó unos segundos a arreglarse las plumas antes de abrir su pico ganchudo y hablar con la voz grave y suave de un hombre adulto.

—Bien hallado, majestad.

—Golophin. ¿Qué noticias traéis del oeste?

El pájaro inclinó la cabeza hacia un lado para contemplarlos con un ojo inhumano.

—La flota combinada se hizo a la mar hace tres días. Están navegando por la zona del cabo del Norte, y tienen una escuadra vigilando los accesos occidentales a las islas Brenn. Nada hasta el momento.

—Pero vos estáis seguro de que el enemigo se encuentra ya en el mar.

—Oh, sí. Tuvimos una escuadra de galeotas patrullando al otro lado de las Hebrionesas durante cuatro meses. En el espacio de la última semana, todas ellas han desaparecido. Y una buena parte de la flota pesquera del norte no ha regresado a puerto, aunque el tiempo ha sido bueno y claro. Hay algo ahí fuera, desde luego.

—¿Y vuestros ojos de rapaz?

Hubo una pausa, como si el ave estuviera distraída o Golophin considerara sus palabras.

—Mi familiar tiene su base aquí en Torunna, por el momento, majestad, para mantener vivo el contacto entre el este y el oeste.

—Charibon, entonces. ¿Qué noticias hay?

—Ah. Ahí tengo algo un poco más tangible. Los ejércitos himerianos están desmantelando sus cuarteles de invierno mientras hablamos. Estarán en marcha dentro de quince días, según creo, o en cuanto el paso de Torrin esté libre de las últimas nieves. La línea de las montañas de Thuria está llena de soldados en marcha.

—Ha empezado, entonces —jadeó Corfe—. Después de todo este tiempo, se ha alzado el telón.

—Eso creo, majestad.

—¿Algún mensaje de los fimbrios?

—Nada hasta ahora. Se mantienen a la espera. El pacto de Neyr puede haber anunciado al mundo su neutralidad, pero tendrán que tomar partido tarde o temprano.

—Si esta flota todavía invisible consigue llegar a tierra, es posible que haga que se decidan.

—Y ello significará una guerra en dos frentes.

—Sí, por supuesto.

—Confío, majestad, en que vuestros preparativos estarán en marcha.

—El principal ejército de campo espera sólo mi orden para marchar, y el general Aras tiene a la guarnición del norte en estado de alerta en Gaderion. ¿Me avisaréis en cuanto ocurra algo?

—Por supuesto, majestad. ¿Puedo transmitiros los respetos y saludos de vuestro real primo, Abeleyn de Hebrion? Y ahora debo irme.

Las alas del ave estallaron en un torbellino de plumas, y el halcón remontó el vuelo como una sábana suelta, elevándose en el cielo de primavera. Corfe lo observó alejarse, frunciendo el ceño.

—De modo que ése era Golophin… o su familiar, al menos —dijo Mirren, con los ojos relucientes—. El gran mago hebrionés. He oído hablar mucho de él.

—Sí. Es un buen hombre, aunque los años empiezan a pesarle. Le sentó muy mal la decisión que tomó su aprendiz.

—Ah, el presbítero de los Militantes. ¿Es cierto que es un hombre lobo, además de mago?

Corfe observó de cerca a su hija.

—Alguien ha estado escuchando detrás de las puertas.

Mirren se sonrojó.

—Son habladurías populares, nada más.

—Entonces sabrás que nuestro mundo está amenazado por una trinidad maléfica. Himerius el antipontífice, Aruan el hechicero, actualmente vicario general de la orden inceptina, y Bardolin, otro archimago, que es presbítero de los Caballeros Militantes. Y sí, se rumorea que ese Bardolin es un cambiaformas. Era amigo de Golophin, y su mejor alumno. Ahora es una criatura de Aruan, en cuerpo y alma. Y Aruan es el más grande de los tres, pese a que su rango sea inferior ante los ojos del mundo.

—Dicen que Aruan es inmortal, el último superviviente de una antigua raza de hombres que surgió en el oeste, pero que se destruyó a sí misma con la magia negra —susurró Mirren.

—Dicen muchas cosas, pero por una vez hay un núcleo de verdad en todas estas historias. Ese Aruan apareció no se sabe de dónde, hace apenas seis años, anclando sus extraños barcos en la isla de Alsten y desembarcando con unos cuantos seguidores. Himerius lo identificó al instante como una especie de mesías prodigioso, y le dio entrada en los círculos más altos del poder. Afirma ser una especie de heraldo de una nueva edad del mundo. Es inmensamente viejo, eso lo sabemos, pero respecto a esa raza de hechiceros… Bueno, eso es un mito, estoy seguro. En cualquier caso, cuenta con los ejércitos de Perigraine y Almark, además de media docena de principados y las órdenes de los Caballeros Militantes y esos misteriosos Perros. El Segundo Imperio, como se conoce a esa alianza maléfica, es un hecho de nuestro mundo.

—Los fimbrios —interrumpió Mirren—. ¿Qué van a hacer?

—Ah, ésa es la cuestión. ¿Qué decisión tomarán los electorados? Parecen perseguir una renovación de su Hegemonía desde la caída de Aekir, pero esta nueva teocracia les ha frenado. No estoy seguro. Lucharemos por la autodeterminación de todos los reinos ramusianos, y eso no es algo que los fimbrios valoren particularmente. Por otra parte, tampoco querrán ver cómo los himerianos se vuelven invencibles. Creo que esperarán hasta que tanto nosotros como Charibon nos hayamos agotado, y entonces intenvendrán como las hienas para roer los huesos.

—Nunca he vivido una guerra —dijo Mirren en voz baja. Acarició el tití encaramado a su hombro—. ¿Cómo es, padre?

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