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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (7 page)

BOOK: Naves del oeste
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Capítulo 4

La nieve se extendía, reluciente e indomable, en los picos de las Címbricas, y más allá de su cegadora majestad el cielo se veía azul como el dorso de un martín pescador. Pero la primavera estaba en el aire, incluso en aquellas alturas, y las orillas del mar de Tor estaban ribeteadas solamente por una papilla de hielo ondulante que se abría y cerraba en silencio en torno a las proas y popas de los botes pesqueros que recorrían sus aguas.

En Charibon, los últimos carámbanos habían caído de los aleros de la catedral, y el plomo del tejado humeaba bajo la luz del sol. Podía oírse a los monjes cantando sextas. Cuando terminaran, se dirigirían en sombrías hileras hacia los grandes refectorios de la ciudad monasterio para tomar la comida del mediodía, y después de comer regresarían a los escritorios, la biblioteca, los huertos o jardines o las herrerías parar continuar con la labor que ofrendaban a Dios junto con sus cánticos. Aquellos rituales habían permanecido inmutables durante siglos, y eran la piedra de toque de la vida monástica. Pero la propia Charibon, sede del pontífice y tabernáculo de la erudición occidental, había cambiado drásticamente desde el cisma ocurrido dieciocho años atrás.

La ciudad siempre había contado con una fuerte presencia militar, puesto que allí estaban los cuarteles y terrenos de adiestramiento de los Caballeros Militantes, el brazo secular de la Iglesia. Pero a la sazón parecía que la austera y antigua ciudad hubiera estallado en una furia descontrolada de construcciones recientes, con grandes zonas de la llanura circundante cubiertas de hileras de cabañas de madera y tiendas con paredes de turba, entre las que se distinguía un enjambre de carreteras nuevas y pavimentadas con grava que partían en todas direcciones. Conducían a Almark en el oeste, a Finnmark en el norte, a Perigraine en el sur y al paso de Torrin en el este, donde se detenían las Címbricas y las altas montañas de Thuria, dejando un espacio vacío contra el cielo, un embudo a través del cual habían pasado los ejércitos invasores durante milenios.

Y en los terrenos de adiestramiento se habían congregado los ejércitos, grandes masas de hombres ataviados con armaduras. Algunos a caballo, con sus altas lanzas y pendones agitándose en el viento, otros a pie con sus picas o arcabuces al hombro, y otros que conducían las cureñas de los cañones de largos hocicos, provistos de atacadores, botafuegos y esponjas, o al frente de caravanas de mulas que arrastraban carros de municiones. El cántico de los monjes en sus silenciosos claustros quedaba ahogado por el paso cadencioso de los pies calzados con botas y el trueno ahogado causado por diez mil caballos. Las insignias de una docena de reinos, ducados y principados flotaban sobre las hileras de hombres: Almark, Perigraine, Gardiac, Finnmark, Fulk, Candelaria, Touron, Tarber. Charibon se había convertido en un punto de encuentro para los ejércitos, y en la sede de un imperio.

La embajada fimbria había sido alojada en el antiguo palacio pontificio que dominaba la biblioteca de San Garaso y los claustros inceptinos. Doce hombres con maltrechos uniformes negros, que habían atravesado a un paso increíble las montañas de Malvennor, cruzado las colinas de Naria y descendido hasta las llanuras de Tor para reunirse con el pontífice Himerius en Charibon. Habían recorrido la ciudad cubierta de tiendas y construcciones de madera que había surgido en torno al monasterio, estudiando con ojos profesionales las armerías, herrerías e hileras de caballos, y la disciplina de la enorme hueste que residía allí, así como las interminables líneas de carretas de aprovisionamiento que iban y venían de las ricas tierras de labor al sur y al oeste, todas ellas ya tributarias de Charibon. Almark y Perigraine ya no se contaban entre las monarquías de los Cinco Reinos. Estaban gobernados por presbíteros himerianos, sacerdotes autócratas que respondían sólo ante el mismo pontífice, y el rey Cadamost se había afeitado la cabeza para convertirse en un novicio inceptino.

Habían transcurrido doce años desde que los electores fimbrios firmaran el pacto de Neyr con el Segundo Imperio, por el que se comprometían a mantener una absoluta neutralidad en todo lo relativo a los asuntos del continente fuera de sus fronteras. Habían enviado un ejército al este para ayudar a Torunna contra los merduk, sólo para ver cómo la mitad de éste era destruida y la otra mitad desertaba para entrar al servicio del nuevo rey toruniano. Aquello había acabado bruscamente con sus sueños de reinstaurar una especie de poder imperial en Normannia, y, para empeorar las cosas, durante los años siguientes habían visto un goteo continuo de sus mejores soldados que desertaban y embarcaban hacia el este, donde se unían a los tercios del rey Corfe y su general fimbrio renegado, Formio. Las victorias torunianas de dieciséis años atrás habían conmovido a los electorados, que estaban habituados a considerar a todas las demás potencias occidentales como inferiores a ellos en habilidad militar. Pero el heterogéneo ejército que Corfe había llevado a aquellas increíbles victorias contra los merduk les había hecho reflexionar. Los torunianos se habían convertido en los soldados más renombrados del mundo, al menos mientras estuvieran dirigidos por su rey actual. Y formaban parte de la Gran Alianza que comprendía Hebrion, Astarac, Gabrion e incluso Ostrabar. Contra aquella confederación se enfrentaría el poder del Segundo Imperio. En la corte de los electores se había decidido tiempo atrás que Fimbria se tragaría el orgullo, aguardaría su momento y esperaría a la colisión de aquellos dos titanes. Cuando el polvo se disipara, sería el momento de que Fimbria recuperara sus antiguas pretensiones sobre el continente, y no antes, por mucho que aquella neutralidad frustrara e incluso enfureciera a los soldados rasos del ejército, que ardían en deseos de recuperar su reputación como conquistadores de Occidente. Pero los tiempos cambiaban con una rapidez desconcertante para aquéllos que habían crecido bajo los dogmas de la indivisibilidad de la Santa Iglesia y la amenaza del Oriente pagano, y Fimbria había decidido revisar su política y tener en cuenta la nueva situación mundial.

—Calculo que al menos hay treinta mil soldados de infantería y diez mil de caballería —dijo Grall, estudiando las piezas multicolores que cubrían la mesa.

Justus abandonó su posición junto a la ventana y el espectáculo de los fieles de Charibon que salían de la catedral a la plaza que tenían debajo. Casi todos los clérigos que veía vestían de negro. Había uno o dos con el hábito pardo de los antilinos, pero en general los inceptinos parecían haberse tragado prácticamente a todas las demás órdenes religiosas del mundo. Por lo menos, en aquella mitad del continente.

—Hay otros campamentos —dijo a su compañero—. Más al este, hacia el paso. Tienen fortalezas al pie de las Thuria. Es posible que haya que sumarles la mitad de ese número.

—Y eso sin contar las guarniciones —dijo un tercer fimbrio vestido de negro desde su posición junto al fuego—. Nuestra inteligencia indica que tienen grandes contingentes en Vol Ephrir y Alstadt, incluso tan al oeste como Fulk.

—No me sorprende —dijo Grall—. Tienen a su disposición los recursos de medio continente, y además están esos… otros. —Con un gesto de impaciencia, empezó a guardar las piezas en una bolsa de cuero, haciendo una mueca.

—Precisamente son esos otros los que nos han traído aquí —le dijo Justus—. Contra los ejércitos de hombres, podemos prepararnos. Pero si la mitad de lo que se dice es cierto…

—Si la mitad de lo que se dice es cierto, el Segundo Imperio tiene al mismo tiempo a Dios y al diablo de su parte. —Grall soltó una risita—. Yo diría que ante todo son historias exageradas y rumores hábilmente manejados.

El fimbrio que estaba junto al fuego era más bajo y anciano que los otros dos. Su cabello era corto y canoso, y su rostro tan duro y rugoso como la madera. Sólo sus ojos lo delataban, y en aquel momento resplandecían como gemas azules.

—Tiene que haber algo más que eso. Ocurren cosas extrañas en Charibon; han estado ocurriendo desde que ese Aruan apareció de la nada hace cinco o seis años, y se hizo con el puesto de vicario general como si se lo hubieran reservado especialmente.

—¿Crees que las historias que se cuentan sobre él son ciertas, entonces, Briannon? —preguntó Grall. Había cierto tono burlón en su voz.

—El mundo está lleno de cosas extrañas. Este hombre ha abierto las puertas de la Iglesia himeriana a todos los hechiceros y brujos de los Cinco Reinos, en contra de la política eclesiástica de las últimas generaciones, y ellos han acudido a su llamada como si fuera el propio Ramusio. ¿Por qué iba a hacer algo así? ¿De dónde viene? ¿Y qué clase de hombre es? Esto es lo que hemos venido a averiguar. Ahora, antes de que estalle la tormenta y sea demasiado tarde.

Hubo una llamada a la puerta de la habitación, y un hombre que podía haber sido el hermano de cualquiera de los del interior se asomó y dijo:

—Es la hora, señor. Nos esperan dentro de unos momentos.

—Muy bien —repuso Briannon. Desapareció en una habitación lateral durante unos minutos, y a su regreso parte de la suciedad había desaparecido de su uniforme, al que había añadido una faja escarlata en la cintura.

—¿Sin diadema? —preguntó irónicamente Grall. Él y Justus se habían atado sus espadas cortas de hierro y limpiado parte del barro de sus botas, pero por lo demás tenían prácticamente el mismo aspecto que a su llegada a Charibon la noche anterior.

—No. Tal como acordamos, aquí soy el mariscal Briannon, sin ninguna relación con el elector que casualmente lleva mi nombre.

El salón de recepciones del palacio pontificio había sido construido para impresionar. Se parecía a la nave de una catedral. Cualquier suplicante que deseara una audiencia con el sumo pontífice tenía que recorrer un camino largo e intimidante por toda su longitud, en dirección al alto estrado del extremo, mientras todos sus movimientos eran flanqueados por nichos en las enormes paredes, cada uno de los cuales contenía la figura de un Caballero Militante con armadura completa, inmóvil como una estatua, pero siguiéndolo todo con los ojos.

En el otro extremo del salón se encontraba Himerius, sentado en un trono elevado, y flanqueado por su vicario general y el presbítero de los Militantes. Había otros monjes que eran como sombras negras detrás de ellos, murmurando y manejando sus plumas sobre pergaminos. Aunque en el exterior hacía un brillante día de primavera, y el sol entraba por los altos ventanales que se abrían en el tejado abovedado del edificio, habia braseros ardiendo en torno al estrado, enmarcado también por biombos de madera elegantemente grabados, de modo que parecía que Himerius y sus consejeros estuvieran cubiertos de sombras y luces, y resultaban difíciles de distinguir tras recorrer la deslumbrante longitud del salón.

Los doce fimbrios marcharon sombríamente hacia aquella oscuridad. Sus espadas habían sido depositadas en la antesala y llevaban las manos vacías, pero de algún modo parecían más formidables que los Militantes armados junto a los que pasaban.

Se detuvieron ante el estrado, y quedaron envueltos por las sombras que rodeaban a Himerius.

Grall escuchó los primeros saludos con una parte de su mente, pero estaba más concentrado en estudiar a los hombres que tenía ante él. Himerius era un anciano, bien entrado en los setenta, y su cuerpo parecía marchito y perdido entre los ricos ropajes que lo adornaban. Pero sus ojos eran brillantes como los de un ave rapaz, y su rostro marfileño conservaba cierta vitalidad demacrada.

A su derecha había un hombre alto con el hábito negro de los inceptinos y la cadena del vicariato en torno al cuello. Llevaba la cabeza tonsurada, pero tenía el aire de un noble importante. Su nariz aguileña superaba incluso a la de Himerius, y poseía unas cejas gruesas y voluminosas sobre unas cuencas profundas en cuyo interior los ojos eran meros destellos. Parecía extranjero, como si procediera del este; tal vez se debía a la altura de sus pómulos. Había en él un aire de autoridad que impresionó incluso a Grall.

Era Aruan de Garmidalan, el vicario general de la orden inceptina, y, según decían algunos, la verdadera cabeza de la Iglesia himeriana. El poder detrás del trono en cualquier caso, y un objeto de misterio y especulación en todos los reinos normanos.

A la izquierda de Himerius había un hombre totalmente distinto. Un soldado de hombros anchos y cabeza afeitada, vestido con media armadura, con la nariz rota y la marca del yelmo en la frente. Tendría unos sesenta años, pero parecía tan saludable y temible como cualquier sargento fimbrio que Grall hubiera conocido. Pero en sus ojos había inteligencia, y cuando Grall lo miró directamente, sintió que era sopesado y descartado cuando los ojos lo abandonaron de nuevo. Aquel hombre había visto guerras y derramado sangre. La violencia de su interior prácticamente podía olerse. Bardolin de Carreirida, presbítero de los Caballeros Militantes. Otro enigma. Había sido mago, aprendiz del gran Golophin de Hebrion, pero se había vuelto contra su maestro y a la sazón completaba el triunvirato del poder en Charibon.

—… Siempre es un placer ver a los representantes de los electorados aquí en Charibon. Confiamos en que vuestros alojamientos hayan sido de vuestro agrado, y en que durante vuestra visita tengamos tiempo de tratar de los múltiples y variados temas de importancia que conciernen a nuestros dominios. La Gran Alianza, como se llama a sí misma, ha sido durante años una presencia belicosa y amenazadora en nuestro continente, y comparte fronteras con nuestros estados, pero últimamente su posición se ha vuelto más sólida, y creo que es necesario hablar de cómo frustrar sus ambiciones.

El que hablaba era Himerius, y su voz sonaba sorprendentemente clara y vibrante bajo las enormes vigas del salón.

—La contención demostrada por los electorados ha sido admirable, considerando los múltiples actos hostiles cometidos contra ellos por la Alianza, pero aquí en Charibon, la sede de la verdadera fe, consideramos que tal vez ha llegado el momento de que Fimbria y el Imperio hagan causa común contra esos agresores. El mundo está dividido de modo irrevocable. Para nuestro pesar, nuestros consejeros nos dicen que la guerra no tardará en llegar, pese a todos nuestros esfuerzos por evitarla. El antipontífice Albrec Sin Rostro, y su benefactor, el asesino y usurpador Corfe de Torunna, por no mencionar a los despreciables saqueadores de la ciudad santa de Aekir, están concentrando tropas en nuestra frontera oriental. Mientras tanto, en el oeste, Hebrion, Gabrion y Astarac (también aliados con los merduk) bloquean nuestras costas y asfixian el comercio. Por ello esperamos, mariscal Briannon, que vuestra embajada se encuentre hoy aquí para hacer causa común con nosotros en la batalla que se avecina, una batalla que, con la ayuda de Dios, limpiará la herejía de Albrec de nuestras costas para siempre, poniendo fin al repugnante espectáculo de merduk y ramusianos dando culto juntos, en el mismo templo, en el mismo altar, como se dice que hacen en ese pozo de iniquidad que es Torunn.

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