9 de octubre, Napa
Últimamente le hice algunas preguntas al I Ching. El número 37, «La familia», me salió dos veces: «La familia muestra las reglas por las que se rige el hogar y que, aplicadas a la vida exterior, mantienen el estado y el mundo en orden. Cuando la familia esté en orden, todas las relaciones sociales de la humanidad estarán también en orden».
12 de octubre, Napa
Durante todo este año le he estado pidiendo a Francis que establezca sus límites y me diga cuáles son, como si así yo pudiera ver si soy capaz de acomodarme a ellos. Yo nunca he puesto límites, como si no tuviese derecho a ello. Como si hubiese firmado un contrato de matrimonio por el cual acepto el estilo de vida de mi esposo, el lugar donde trabaja, su salario y también todos sus conflictos emocionales. Me resistí a las partes que no me gustaban, pero nunca establecí ningún límite. Esta semana lo hice.
18 de octubre, Napa
Michael Herr, Francis y yo estábamos sentados a la mesa del desayuno, revisando el correo de la mañana. Francis dijo:
-Me gustaría que las revistas se publicaran sólo cuando tienen algo que decir.
-Si
Newsweek
te hiciese caso, probablemente saldría dos veces al año -repuso Michael.
19 de octubre, Napa
Francis parece estar trabajando más en la película, poniendo más atención en ella. Ya ha dado por terminada la primera mitad y ha fijado los temas musicales. Está empezando a trabajar con los músicos y con las voces de los actores. Tiene todavía a los editores montando la segunda mitad. El final no está todavía acabado. Está pensando en filmar una última escena.
25 de octubre, Napa
Hoy tengo resaca. Quizás esté sólo muy cansada. Esta noche dormí una hora y media. Francis, Gio y yo fuimos a un concierto de los Grateful Dead. Bill Graham nos había invitado a verja desde el escenario. El encargado de los equipos nos sentó en unos baúles a oscuras, a unos dos metros del baterista. Nos trajo cervezas y Perrier. La música fue sorprendente, causaba un impacto físico. Podía sentirla y escucharla, pero principalmente estuve contemplando todo el espectáculo. Un ángel del infierno estaba sentado sobre una caja, a un metro de mí. Parecía tener vacía la manga izquierda del saco, como si hubiera perdido el brazo en un accidente. Se quitó el guante de la mano derecha con los dientes. En tres dedos tenía elaborados anillos de plata. Llevaba vaqueros, una campera de cuero con la leyenda «Hell's Angel California» en la espalda y unas botas de caña alta. También una cinta alrededor de la cabeza, anteojos oscuros y un pañuelo rojo de seda en el cuello, como el Barón Rojo. Abrió su bolso de piel sujetándolo entre los pies y usando la mano derecha. Sacó una bolsa de plástico con lo que parecía tabaco de mascar y se llevó un trozo a la boca. Entonces abrió otra parte del bolso y sacó varias panderetas e instrumentos de percusión para agitar, hechos de madera y metal. Tocaba suavemente la pandereta, golpeándola con la bota, y de vez en cuando se detenía para fumar o para beber un sorbo de cerveza. Unos metros más allá veía otro ángel del infierno entre las sombras. Llevaba una barba rojiza con muchas canas. Me sorprendió que estos hombres rondaran los cuarenta años de edad, como Francis.
Las luces cambiaban sin cesar y distintos motivos aparecían y desaparecían del escenario. El encargado de los equipos estaba puliendo unos palillos nuevos que acababa de sacar de sus envoltorios de plástico. Se inclinó y recuperó un palillo que había caído junto a la batería. Se volvió a llenar el vaso de Perrier. Cambió a la gente de lugar para poder hurgar en los baúles de material.
Había un niño pequeño, de unos ocho años, que entraba y salía de la oscuridad. Llevaba una cámara Nikon colgada del cuello con una correa. Alguien le pidió que fuera a buscarle un cigarrillo de marihuana.
Al final de la actuación volvimos a los camarines y Bill nos presentó a Jerry García. Me recordó a Francis, un poco corpulento, con una barba negra un poco canosa. Resultó un hombre amable, de mediana edad, dedicado al negocio de la música.
Me encontré a un amigo en los pasillos y estuve hablando con él hasta que oí que la música volvía a sonar. Regresé a la izquierda del escenario y me encontré con que nos habían cambiado de sitio. Desde aquí podía ver un ángulo distinto del escenario, con el guitarrista y otros músicos delante. Alguien dijo que el ángel del infierno manco tenía una bala alojada en el cuerpo que nunca habían podido extraerle. En una enorme pantalla por encima de los músicos se proyectaban imágenes tomadas durante la gira de los Grateful Dead en Egipto. Hubo un largo solo de los dos bateristas. El encargado de los equipos abrió el baúl en que nos habíamos sentado al principio y entregó unos cuantos instrumentos de percusión a cuatro o cinco personas que parecían amigos del grupo. Colocó un micrófono para captar su sonido. En un momento dado, alguien me pasó una pandereta. Yo estaba demasiado tensa para agarrarla, así que se la pasé a Francis. La agitó un rato y luego la probé yo. Me sorprendió lo mucho que pesaba y cuánto costaba mantener un ritmo. Bill
Graham venía de vez en cuando. Dijo: «Miren al público, miren eso, la masa no está enloquecida, sólo hacen olas; se sienten todos unidos. Es un fenómeno sociológico. Alguien debería estudiarlo».
Algo de aquella noche me recordó mi experiencia en la casa del sacerdote ifugao, Daba la misma sensación. A una escala diferente, pero todo el mundo estaba reunido bajo el hechizo de las imágenes y del ritmo, sólo que en vez de licor de arroz y nuez de betel había cerveza y marihuana.
Al final del último tema el grupo abandonó el escenario y el público se quedó gritando y batiendo palmas, pidiendo un bis. Bill le dijo a Francis: «Ven a ver esto. Llevan catorce años haciendo lo mismo: se niegan a tocar un bis. Entonces tengo que meterme en el camarín y convencerlos. ¿Quieres ver una buena actuación? Pues ven y mírame». Francis fue con Bill a los camarines. Al cabo de unos quince minutos, la banda volvió a subir al escenario para el bis.
Llegamos a casa hacia las tres de la madrugada. Tardamos bastante en acostamos. Esta mañana nos levantamos a las seis. Francis tenía que tomar un avión a las siete y cuarto a Los Ángeles, y yo tenía que llevar a Gio de vuelta al colegio.
26 de octubre, Napa
Hoy, sábado, celebramos una gran fiesta de la vendimia con todos los empleados, la gente que trabaja en la película, sus familias y amigos. Hemos invitado a unas trescientas personas, desde las dos de la tarde hasta medianoche. Por la mañana Francis y yo estuvimos discutiendo en la habitación. Supongo que el resto de la familia podía oímos y prefirieron no interrumpirnos, así que cuando llegaron los camiones con las mesas y sillas plegables que habíamos alquilado, además de servilletas, copas de vino, y demás, lo descargaron todo delante de la casa en vez de colocarlo junto a la cocina y en el jardín lateral. Cuando me asomé a la ventana y vi lo que había ocurrido, bajé y les pedí a Gio y al jardinero que me ayudaran a trasladar las cosas. Volví a subir a la habitación y Francis y yo seguimos discutiendo.
Esta semana he estado a punto de cancelar la fiesta en varias ocasiones. Me recuerda a la pasada Navidad, con el árbol que habíamos cortado y decorado, el pato asado con castañas, las guirnaldas sobre las mesas y los ramilletes frescos en las puertas, los lazos y los regalos, el ponche de huevo y la tarta de calabaza. Era todo tan bonito, y la sensación era tan horrible. Francis estuvo todo el tiempo recostado en el sofá, triste e incómodo, con unas ojeras tremendas y sin ninguna alegría.
Cerca de las dos empezaron a llegar los invitados. A las tres menos cuarto Gio subió al dormitorio y nos preguntó qué tenía que hacer, y si no pensábamos bajar a la fiesta. Nos duchamos y vestimos. Francis bajó. Yo me recosté un rato en la cama con un paño frío en los ojos. Los tenía irritados e hinchados de llorar. Al final, hacia las tres y media, bajé a la fiesta. Habían llegado cientos de personas. Era un perfecto día de otoño, soleado y de temperatura agradable, con las primeras hojas caídas en el suelo. En nuestra nueva bodega estaban machacando las uvas. Los invitados miraban y cataban el Cabernet Sauvignon del año pasado. Había gente en el césped jugando al voleibol, al ping-pong y al
bocce
. Había niños en la piscina, alrededor de las hamacas y jugando con los ocho cachorritos negros de Gio. A última hora de la tarde, vino un grupo de mariachis a tocar. Se colocaron bajo las higueras delante de la casa. Tomamos muchísima cerveza mexicana, margaritas y un barril de vino. La terraza blanca que rodea la casa estaba decorada con guirnaldas de flores de papel
crêpe
y piñatas. Al anochecer, las esposas de algunos trabajadores sirvieron comida mexicana. Tamales y enchiladas hechos por ellas, y un costillar de buey asado en una parrilla y que sirvieron con salsa de chiles frescos, frijoles, arroz y tortillas de maíz. Las mesas alargadas del jardín lateral brillaban a la luz de las velas, decoradas con flores recién cortadas del jardín. Una bandera mexicana ondeaba en un asta.
Durante toda la tarde la gente me estuvo diciendo cuánto se alegraban de vemos a Francis y a mí otra vez juntos, y comentando la bonita casa y la estupenda familia que teníamos. Los músicos tocaron toda la noche. Los niños no paraban de pedir el baile del sombrero mexicano. Todos bailaron en el semicírculo pavimentado delante de nuestra bonita casa victoriana. Por un momento me alejé de las luces y me senté en el césped a oscuras. Miré hacia atrás. Parecía una bellísima película.
29 de octubre, Napa
Anoche, cuando Francis y yo subimos a la habitación, hacía un frío de otoño. Encendimos la chimenea por primera vez esta temporada. Nos metimos en la cama y contemplamos las llamas danzando y proyectando sombras de distintas formas en el hogar y las paredes. Francis se puso a hablar del final de la película. Todavía no está claramente definido. Cada vez que lo vuelve a imaginar, parece avanzar un paso hacia la visión correcta. Esta vez hablamos de la escena de la matanza del carabao. Es como si en el montaje actual, la matanza del carabao fuera una especie de telón de fondo dramático del asesinato de Kurtz. Francis hablaba de llevarlo hasta el primer plano, de manera que su impacto y significado no quedaran mermados.
Me habló de rodar una última escena en la que Willard le contaba al hijo de Kurtz el final, la afirmación de lo que significa todo. Luego dejó de lado esta idea y se puso a hablar de empezar la película con la sala a oscuras y sonidos de la selva emergiendo de la oscuridad antes de que se vea alguna imagen en pantalla. Y entonces, si no filma ninguna escena más, acabar la película con el bote alejándose por el río, haciéndose más y más pequeña, con la imagen fundiéndose hasta el negro, hasta que sólo se oigan ya los sonidos iniciales de la selva, antes de que aparezcan los créditos.
1º de noviembre, Napa
Los viñedos están adquiriendo un tono bordó. Los árboles cerca de casa forman una luminosa paleta de colores otoñales, brillando a contraluz al sol de la tarde. Sofía y una amiga se están hamacando a dúo bajo el roble gigante. Roman las empuja y corre a recoger las hojas que flotan como copos de nieve, impulsadas por las leves ráfagas de aire cálido. Estoy experimentando un momento de calma total, aquí recostada en el césped, contemplando a mis hijos y viendo cómo cambiamos de estación. Los extremos emocionales de mi vida se encuentran ahora mismo a cierta distancia, aunque sé que van a volver.
Me doy cuenta de que, casada con Francis, puedo volar a alturas más elevadas que con cualquier otra persona, pero también caer hasta las profundidades más hondas. Hace poco leí un libro titulado
Matrimonio, vivo o muerto
que sintetiza bastante bien cómo me siento. Dice lo siguiente: «En el matrimonio, ambas partes se enfrentan a la otra con todo, con las características sanas y enfermizas, las normales y las anormales de su yo esencial. Cuanto más te enfrentas a todo, más interesante y productivo resulta. El matrimonio no es algo confortable y armónico; es más bien un lugar de individualización en el que una persona se roza con ella misma y con su pareja, choca con ella con amor y con rechazo, y de esta manera aprende a conocerse a ella misma, al mundo, lo bueno y lo malo, las alturas y las profundidades».
3 de noviembre, San Francisco
Vamos en un vuelo de la Pacific Southwest Airlines. Francis va sentado frente a mí, leyendo un guión que le ha mandado alguien. La luz que entra por la ventanilla redondeada y rectangular cae sobre su zapato, la pernera de su pantalón de pana y parte de la alfombra moteada, Las arandelas de los cordones de sus zapatos parecen de oro reluciente. Hace unos instantes me decía que siempre sería capaz de trabajar; que él no era como un atleta: si perdía una pierna podía dirigir desde una silla de ruedas, si perdía la vista podía escribir con un dictáfono. y añadió que no se había dado cuenta de lo que de verdad estuvo a punto de perder, lo único que cuenta: la cabeza.
Hemos estado en Los Ángeles, donde Francis está haciendo el doblaje en los Goldwyn Studios. Fui a buscarlo. Mientras me dirigía en coche hacia las puertas del estudio me iba encontrando con carteles de «No pasar», «No estacionar», «Prohibido el estacionamiento para visitantes», «Estacionamiento no autorizado para castings», «Estacionamiento no autorizado para extras», y demás. El vigilante estaba hablando por teléfono y me hizo un gesto para que esperara. Cuando se dignó acercarse, con gesto gruñón, a mi ventanilla, ya había cinco coches esperando detrás de mí. Le dije que buscaba el estudio E, donde mi marido, Francis Coppola, estaba trabajando. De pronto su expresión cambió, sonrió y me indicó el edificio y un lugar de estacionamiento. Encontré a Francis sentado en un sofá, hablando con un nuevo ejecutivo joven de United Artists que le estaba preguntando cosas sobre
Apocalipsis Now
. Francis le contaba que se había propuesto hacer un peliculón entretenido de acción y aventuras para buscar un poco de tranquilidad después de los peliagudos e intensos temas personales a los tuvo que enfrentarse durante la filmación de
El Padrino II
. Le dijo que, mirándolo en retrospectiva, podía haber hecho cualquier película, una película sobre Mickey Mouse, y hubiera dado el mismo resultado. Se habría convertido en un viaje personal hacia el yo.
4 de noviembre, Napa
Ayer fui con Francis a una proyección de la última mitad de la película para ver unos cuantos cambios en los que estaba trabajando con los editores. No había visto nada de metraje desde junio. No tengo ninguna duda: más allá de mis sentimientos e implicaciones personales, se trata de una obra extraordinaria.