Orestíada (10 page)

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Authors: Esquilo

BOOK: Orestíada
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MESODO.
Entonad, pues, el canto de victoria en honor del palacio de mi dueño. Han acabado, al fin, sus sufrimientos y la devastación de sus riquezas —obra de dos impíos— y la ruta fatal de su destino.

ANTÍSTROFA 1.ª
¡Sí, le ha llegado a quien lo merecía el artero castigo por un ataque ocultamente urdido! Su brazo ha dirigido en la
contienda la hija de Zeus que hace honor a su nombre, Justicia la llamamos los mortales —y acertamos en ello—, contra sus enemigos alentando su ira rencorosa.

ESTROFA 2.ª
Un castigo que Loxias, el numen del Parnaso, el dios que habita la hendidura enorme de la tierra, ya había proclamado que sin engaño y engañosamente iba a caer, y que tras tanto tiempo finalmente ha llegado. Siempre vencen los dioses; y su ayuda no otorgan al impío. Justo es que honremos el poder celeste de las deidades todas: la luz ya se divisa.

MESODO.
La luz ya se divisa, ya se ha arrancado
el freno cruel impuesto a esta morada. Yérguete, palacio, que estuviste humillado en demasía.

ANTÍSTROFA 2.ª Y
pronto el tiempo que da cumplimiento a toda empresa humana cruzará los umbrales de esta casa cuando esta mancha del hogar se expulse con los ritos que arrojan todo género de Ates. Puede ya verse todo iluminado con la luz de esta suerte tan hermosa, mientras todos proclaman: «Nuevamente serán los extranjeros de esta casa expulsados. La luz ya se divisa».

ORESTES.
(Que sale del palacio).
Ved a los dos tiranos de esta tierra; de mi padre asesinos, de mi casa saqueadores. Un día, orgullosos se erguían en su trono aposentados y hoy se siguen amando, al parecer, a juzgar por la suerte que han tenido. Su juramento respondió a los votos que se hicieran un día mutuamente: asesinar a padre y morir juntos. Una vez más conforme a su palabra obraron.

(Al pueblo).

Y vosotros, que de oídas tan solo conocéis nuestro infortunio, la trampa contemplad y los grilletes que echaron sobre el cuerpo de mi padre, pobre infeliz, el cepo de sus manos, los lazos de sus pies. Desenrolladlo y un círculo formando, desde cerca mostrad la red tendida contra un hombre, y que así el padre —mas no el mío, sino el astro sol que todo lo contempla— pueda ver con sus ojos las acciones de mi madre, y que pueda un día, acaso, servirme en el proceso de testigo de que en justicia ejecuté a mi madre. A Egisto ni lo miento; ya ha tenido el premio que merece un adulterio de acuerdo con las leyes. Sin embargo, la mujer que tramó contra su esposo tanto horror y de quien llevó en el seno el peso de los hijos —peso ayer querido, y hoy, al parecer, odiado—, ¿qué te parece?, ¿qué es? ¿Una murena, una víbora, acaso, que inficiona tan solo, sin morder, por los efectos de su audacia y su espíritu perverso? ¿Qué nombre debo darle, aunque me exprese con benigno lenguaje? ¿De alimañas trampa? ¿Sudario de un cadáver que enteramente un ataúd recubre? Red llámala mejor; o bien, un peplo que aprisiona los pies, cual para sí un bandido quisiera que se gana el sustento a los otros engañando y hurtando su dinero: con un lazo así, ¡cómo gozara, provocando la muerte a tantos seres! ¡Ah! Que nunca en vida tenga en mi morada yo una esposa cual ella: antes los dioses me hagan morir privado de los hijos.

CORO. ¡Ay, ay! ¡Qué triste hazaña! Has sucumbido a una muerte odiosa. ¡Ay, ay! ¡Cuando se espera, el castigo florece, finalmente!

ORESTES. ¿LO hizo o no lo hizo? Me es testigo este velo de que el puñal de Egisto un día lo tiñó; y la negra mancha de sangre ayudó al tiempo a destruir los múltiples colores del bordado. Ahora digo su elogio funerario, ahora lloro por él públicamente; y al invocar a este tejido que a mi padre mató, lloro por estas acciones y el castigo, por mi casta toda, cargada con la mancha, nada envidiable, a fe, de mi victoria.

CORO. Jamás mortal alguno tendrá gratis una existencia sin dolor, ¡ay, ay! Un dolor viene hoy, y otro mañana.

ORESTES.
Para
que lo conozcáis, puesto que yo ignoro cómo va a acabar este suceso, pues conduzco mis corceles como fuera de la pista. Que mi mente, ingobernable, me está arrastrando vencido; el horror junto a mi pecho presto está para entonar su canto, y con él acorde... Mientras dueño de mis actos yo soy, quiero proclamar a los que son mis amigos que no sin ley a mi madre asesiné, a esta mancha asesina de mi padre y de los dioses horror; y que el filtro que inspiró tanta audacia, yo proclamo que fue Loxias, el profeta que en Delfos tiene su templo. Su oráculo me predijo que si a término llevaba esa empresa, iba a quedar libre de culpa, mas si yo la negligía... Callo el castigo, puesto que ya no me ha de herir ninguna de estas penas con su arco. Ahora, cual podéis ver, con este ramo y con esta corona, yo acudiré al templo que es el ombligo del mundo, al hogar de Loxias, al que los hombres convienen en llamar luz inmortal, para escapar de esta sangre que es la mía. Dirigirme a otro hogar no me permite el dios Loxias. Y al argivo pueblo todo yo suplico que en su memoria conserve por toda la eternidad cómo surgió esta desgracia, y que cuando Menelao a esta tierra llegue, dé por mí testimonio. Ahora errabundo y exiliado de mi patria, yo os entrego vivo o muerto, este recuerdo.

CORIFEO. Pero tu acción fue acertada. No unzas ahora tus labios bajo el yugo del reproche, y no impreques contra ti palabras de maldición, después que toda esta tierra de Argos has liberado, y de feliz golpe, cortado la cabeza a estas dos sierpes que despedían veneno.

(ORESTES
se dispone a salir, pero se detiene horrorizado).

ORESTES. ¡Ay, ay de mí! Miradlas, allí, esclavos, un grupo de mujeres que parecen Górgonas, con sus túnicas negruzcas, y enmarañadas de serpientes. No, yo no me quedo aquí.

CORIFEO. Mas, ¿qué visiones te agitan, hombre, el más querido por tu padre? Detente, tú que has sido brillante vencedor. No tengas miedo.

ORESTES. Eso no son visiones conjuradas por tanto horror: son las perras airadas de mi madre, visibles claramente.

CORIFEO. Fresca, la sangre aún mancha tus manos, y esa alucinación te ha provocado.

ORESTES. ¡Príncipe Apolo! Vienen en tropel. Destila de sus ojos una sangre que me hiela de horror.

CORIFEO. Solo un remedio puedes tener: implora a Apolo Loxias y él te liberará de este tormento.

ORESTES. Vosotros no las véis; yo sí las veo. Y no me quedo aquí.

(Sale corriendo).

CORIFEO. ¡Que tengas suerte! Y que un dios con benévola mirada para un caso más grato te reserve.

CORO. Con este ya son tres los huracanes que, con soplo brutal, se han abatido sobre esta real casa. Fue el primero la desgracia de Ti estes —sus hijos cruelmente devorados—. Fue después el destino de aquel gran rey: fue degollado en el baño y murió el que fuera un día de Argos el rey. Y ahora, nos ha llegado, en el tercer lugar, ¿un salvador, quizá? ¿La muerte, acaso? ¿Adonde irá a parar? ¿Se detendrá, pues, finalmente, adormecida ya, esta cólera de Ate?

Las euménides

PERSONAJES DEL DRAMA

LA PITIA,
sacerdotisa de Delfos

ORESTES,
asesino de Clitemnestra

APOLO,
dios defensor de Orestes

ESPECTRO DE CLITEMNESTRA

CORO DE LAS EUMÉNIDES

ATENEA,
diosa protectora de la ciudad de Atenas

CORTEJO

(Sale la
PITIA,
coronada de laurel).

PITIA. Primero, con mi plegaria honro ante todo a la Tierra, de entre los dioses, primera profetisa; luego a Temis que, según dicen, segunda en el trípode profético de su madre se sentó. A su vez, con el permiso de Temis, y sin hacer violencia a nadie, tercera profetisa, Febe aquí sentose, y a Febo Apolo se lo ofrece como don natalicio, Febo, que este nombre recibiera tomándolo de la diosa; y abandonando la mar y las riberas de Delos a las playas arribó de la diosa Palas, de muchas naves frecuentada para llegar a esta tierra finalmente, a la morada del Parnaso. Le escoltaban con grandísimo respeto los hijos de Hefesto que allanaban los caminos amansando para él una tierra antes salvaje. Grandes honras tributole, el pueblo en llegando a Delfos, y el señor de estos parajes, Zeus, su espíritu llenó con un arte divinal, y como cuarto profeta lo coloca en este trono. De este modo es Loxias, hoy, intérprete de Zeus padre. A estos dioses, pues, invoco, al empezar mi oración. Mas Palas Pronea tiene también un sitio de honor en el relato; también a las ninfas mi respeto que de Córico en la gruta moran, a las aves grata, habitación de las diosas. También Bromio reina allí —no lo olvido— desde el día en que el dios llevó a la lucha a las bacantes, y dio a Penteo triste muerte como una liebre acosándolo. A las fuentes, finalmente, del Plisto invoco, el poder de Posidón y al supremo Zeus que todo lleva a término. Y después de esto, en mi trono tomo asiento, en calidad de profetisa. Y que ahora quiera concederme el Cielo un buen acierto, mejor que en mis sesiones pasadas. Y si aquí ya hay peregrinos griegos, que, siguiendo el turno, se acerquen, como es aquí costumbre. Pues profetizo tal como el dios me lo ordena.

(Entra en el santuario, y sale aterrada).

¡Horrible de contar, de ver horrible la escena que me ha hecho abandonar el palacio de Loxias! Me he quedado sin fuerzas y no puedo sostenerme. Y corro con la ayuda de mis manos, no por la ligereza de mis piernas. Que una anciana aterrada nada es, o mejor, es un niño. Yo hacia el fondo marchaba del santuario coronado de guirnaldas, cuando diviso sobre el mismo ombligo a un hombre aborrecido por los dioses, las manos chorreando sangre, y portando una recién sacada espada de la herida, y una rama de olivo religiosamente con largas cintas coronada. En suma, con un blanco vellón y así decirlo claramente podré. Frente a este hombre, extraño grupo de mujeres duerme en sitiales tendido; pero no, no son mujeres, son Górgonas, mas tampoco yo podría a una Górgona compararlas, porque las vi, no ha mucho, representadas en enorme fresco, robándole a Fineo el alimento. Y estas de aquí no se las ve con alas, son negras totalmente, y execrables. Roncan con un resuello horripilante, y odioso humor destila de sus ojos. Es su aderezo no para ponerse ni ante estatuas de dioses ni en humana mansión. No, que jamás yo había visto un grupo igual, ni sé de tierra alguna que se gloríe de nutrir calaña cual esa, impunemente, y sin vergüenza por tamaños afanes. Mas qué pueda de todo esto salir solo concierne al señor de este templo, al poderoso Loxias, profeta y médico, e interpreta los prodigios y es el que purifica las moradas ajenas...

(Sale. Se abre ahora la puerta del templo, y se ve a
ORESTES
con los atributos del suplicante. A su lado duermen las
ERINIAS. ORESTES
tiene a su lado una espada).

ORESTES. ¡Soberano Apolo, tú que la maldad ignoras! Y, puesto que la ignoras, deberías mostrar tu valimiento. Es tu poder aval de la justicia.

APOLO. Yo no voy a traicionarte, no. Protector tuyo hasta el final, de lejos y de cerca, no voy a ser contra tus enemigos blando jamás. Ahora ya rendidas puedes ver a estas furias por el sueño, a estas abominables criaturas, viejo brote de un antiguo pasado, con quienes no se tratan ni los dioses ni los hombres ni las fieras. Nacieron para el mal, pues que habitan la horrorosa tiniebla, y, en la entraña de la Tierra, el Tártaro, el encono de mortales y de los dioses del Olimpo. Tú, escapa, sin embargo, y no te muestres cobarde en modo alguno. Tras tus huellas correrán a través del continente doquiera que tu planta vagabunda pise, allende el mar y las ciudades que las ondas circundan. No desistas, sin embargo, en tu empeño; y cuando llegues a la ciudad de Palas, esta imagen antigua, abraza arrodillado. Allí disponiendo de jueces y de frases seductoras, un medio hemos de hallar para poder, definitivamente liberarte de tu infortunio: pues yo fui el que te ha inducido a dar la muerte a tu madre. Recuerda mis palabras. No domine el temor tus sentimientos.

Y tú,

(A
HERMES).

Hermes, sangre de mi sangre, e hijo de un mismo padre, has de velar por él. De acuerdo con tu nombre sé un pastor que a su destino lleve al suplicante. Zeus mismo reconoce a los proscritos aquel respeto que al mortal le llega con el apoyo de una fausta suerte.

(Salen todos).

ESPECTRO DE CLITEMNESTRA. Venga dormir. ¿Para qué necesito yo gente amodorrada? Y, entretanto, de vuestra protección desatendida no cesa de sonar en mis oídos entre las almas, «he matado», y ando entre sombras envuelta en el oprobio. Porque os hago saber que allí me acusan de un horrendo pecado, y, sin embargo, después de haber sufrido tan horrible trato de aquellos seres más queridos, ni un solo dios se indigna por mi suerte, degollada por manos matricidas.

(Se desgarra la túnica y muestra sus heridas).

Mira esta herida con los ojos mismos de tu alma: que dormida, se ilumina la mente, mas de día no ve nada. ¡Cuántas veces lamisteis mis ofrendas, libaciones sin vino, que es un sobrio apaciguamiento! ¡Cuántos sagrados manjares yo de noche os ofrecía ante el altar del fuego, en unas horas con ningún otro numen compartidas! Todo lo veo, ahora, por el suelo, pisado.Y él, entre tanto, se ha escapado, ha emprendido la huida como un ciervo. Ha saltado veloz de entre las redes con gran escarnio vuestro. Oídme ya, que os hablo de mi vida. Vuestra mente despejad ya ¡oh diosas subterráneas! Yo, Clitemnestra, os llamo desde el sueño.

CORO.
(Un gruñido).

CLITEMNESTRA. SÍ, SÍ, gruñid, y mientras tanto el hombre se os escapa. Pues tienen protectores los míos, mientras yo ninguno tengo.

CORO.
(Nuevo gruñido).

CLITEMNESTRA. Duermes en demasía sin sentir por mi destino compasión, y en tanto, el matricida Orestes se os escapa.

CORO.
(Nuevo gruñido).

CLITEMNESTRA. Gimes y duermes. ¿Vas a levantarte con presteza? ¿Qué misión es la tuya sino sembrar el mal?

CORO.
(Nuevo gemido).

CLITEMNESTRA. Fatiga y sueño, supremos conjurados, embotaron la furia de esa sierpe monstruosa.

CORO.
(Doble y agudo gemido).
¡Cógelo, cógelo, cógelo! ¡Cuidado!

CLITEMNESTRA. En sueños una fiera tú persigues, y ladras como un perro que no cesa ni un solo instante en su tarea. ¿Qué haces? ¡Levanta, no te venza la fatiga! Por el sueño ablandada, estos ultrajes no debes olvidar. Pero permite que mis justos reproches tu alma hieran. Para el sensato son como aguijones. Descarga en sus espaldas tu sangriento resuello; con tu hálito extenúalo, el fuego de tu entraña, y ve tras él y machácalo, al fin, con otro acoso.

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