Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Las noches de verano en que sacábamos el brasero a este patio y hacíamos bollos al vapor fueron los mejores momentos que pasamos en él. Hyong-chol hacía un fuego con residuos orgánicos para ahuyentar a los mosquitos, y los más pequeños se sentaban en la tarima y esperaban a que los bollos terminaran de cocerse sobre el brasero. En cuanto ponía los bollos recién hechos en una bandeja de mimbre, las manos salían disparadas y todos los bollos desaparecían. Los niños tardaban menos tiempo en comerlos que yo en hacerlos. Mientras echaba ramitas al brasero, los veía tumbarse de nuevo en la tarima, a la espera de otra tanda de bollos, y me asustaba un poco. ¡Cómo comían! A pesar del fuego, los mosquitos se me pegaban a los brazos y los muslos y me chupaban la sangre, y mientras la noche se hacía más oscura, los niños se comían todos los bollos y esperaban a que yo hiciera más. Había noches de verano en que, uno por uno, se quedaban dormidos, tumbados unos sobre otros, a la espera de más bollos. Mientras dormían, yo hacía el resto de los bollos, los ponía en una cesta encima de la tarima, los tapaba, y me echaba a dormir. El rocío del amanecer endurecía ligeramente la capa superior de los bollos hechos al vapor. En cuanto los niños se despertaban, se acercaban a la cesta y comían más. Por eso a mis hijos todavía les gustan los bollos fríos, con la capa exterior ligeramente más dura. Había noches de verano como ésa. Noches de verano en que caían estrellas del cielo.
Cuando deambulaba por las calles, no podía recordar nada y me notaba confusa, pero echaba mucho de menos este lugar. No sabes cuánto eché de menos esto, este patio, el porche, el jardín de flores, el pozo. Después de vagar durante un buen rato, me senté en una calle y dibujé en el polvo lo primero que se me ocurrió. Y fue la casa. Dibujé la verja, dibujé el jardín de flores, dibujé el estante con los tarros de barro, dibujé el porche. No podía recordar nada aparte de la casa, la casa anterior a esta casa, esa casa que había desaparecido hacía mucho, con la cocina tradicional, el patio trasero a la sombra de las hojas de un nogal blanco y el cobertizo junto a la pocilga. Esa verja con sus dos puertas de hierro galvanizado, la pintura azul desconchada. La verja de esa casa, con una pequeña puerta en el lado izquierdo y el buzón a la derecha. En pocas ocasiones hubo que abrir las dos puertas a la vez, pero la puerta más pequeña, con un tirador de madera, siempre estaba abierta al callejón. Nunca cerrábamos las puertas con llave. Aunque no estuviéramos en casa, los hijos de los vecinos entraban por la puerta de esa verja azul y jugaban hasta que se ponía el sol. Durante la ajetreada temporada de la labranza, mi hija pequeña volvía de la escuela a casa, se montaba en la bicicleta colocada en el soporte de debajo del caqui y pedaleaba. Cuando yo llegaba a casa, la encontraba sentada en el borde del porche y corría hacia mis brazos gritando: «¡Mamá!». Cuando mi segundo hijo se escapó de casa, le dejé comida en el rincón más caliente de la habitación y abrí las puertas de la verja de par en par. Cuando alguien tropezaba con el cuenco de arroz y lo volcaba, yo lo ponía derecho. Si el viento me despertaba en medio de la noche, salía y apuntalaba las puertas abiertas con piedras grandes, para que el viento no pudiera cerrarlas. Tenía los ojos y los oídos entrenados para diferenciar cada ruido que hacía la verja.
El armario también está helado.
Las puertas ni siquiera pueden abrirse, pero debe de estar vacío. Cuando empezó a dolerme tanto la cabeza estuve tentada de acudir a ese hombre, a quien hacía tanto tiempo que no veía. Pensé que si lo hacía tal vez mejoraría. Pero no fui. Aplaqué mi deseo de ir y seguí con mis asuntos. Notaba que se acercaba el día en que no podría reconocer nada de puro aturdimiento. Quería ocuparme de todas las cosas que eran mías cuando aún era capaz de reconocerlas. Envolví en tela la ropa que no utilizaba, que había tenido colgada en el armario porque era incapaz de tirarla, y la quemé en los campos. La ropa interior que Hyong-chol me había comprado con su primer sueldo llevaba décadas en el armario, todavía con las etiquetas. Mientras la quemaba, me pareció que se me partía la cabeza en dos. Quemé todo lo que pude, excepto las mantas y las almohadas, pues mis hijos podían utilizarlas si venían a casa en vacaciones. Quemé las mantas de algodón que mi madre hizo para mí cuando me casé. Saqué todo lo que había guardado hacía mucho tiempo y lo miré de nuevo. Lo que nunca utilizaba porque lo reservaba para algo, como los platos que había reunido para regalárselos a mi hija mayor cuando se casara. Si hubiera sabido que no iba a casarse, se los habría dado a la pequeña, que está casada y tiene tres niños. Pero pensé estúpidamente que tenía que dárselos a Chi-hon porque así lo había planeado. Después de ciertas dudas, los saqué y los rompí. Lo sabía. Sabía que llegaría un día en que no recordaría nada. Y antes de que eso sucediera, quería ocuparme de todo lo que había utilizado alguna vez. No quería dejar nada atrás. Todos los armarios del fondo también están vacíos. Rompí todo lo rompible y lo enterré.
En ese armario helado, la única ropa de invierno que debe de haber es el abrigo de visón negro que mi hija me compró. Cuando cumplí cincuenta y cinco años no tenía ganas de comer ni de salir. Me pasaba el día pensando en cosas desagradables, con la sensación de que se me caía la cara a pedazos. Cuando abría la boca, me parecía que olía mal. Durante más de diez días no dije una palabra. Trataba de ahuyentar los pensamientos negativos, pero cada día un pensamiento triste se añadía a mi colección. Aunque estábamos en pleno invierno, metía las manos en agua fría y me las lavaba una y otra vez, una y otra vez. Y un día fui a la iglesia. Me detuve en el cementerio de la iglesia. Me incliné a los pies de la Santa Madre, que sostenía a su hijo muerto, para rogarle que me ayudara a salir de la depresión, que no podía seguir soportando, y se apiadara de mí. Pero de pronto me detuve y me pregunté qué derecho tenía a pedir algo a alguien que sostenía a su hijo muerto. Durante la misa me fijé en el abrigo de visón negro que llevaba la mujer de delante. Atraída por su suavidad, bajé inconscientemente la cabeza hacia él. El visón, como una brisa de primavera, acarició mi arrugada cara. Y entonces fluyeron las lágrimas que había estado conteniendo. Cuando traté de mantener la cabeza apoyada en el abrigo de visón, la mujer se apartó. Al volver a casa, llamé a mi hija pequeña y le pedí que me comprara un abrigo de visón. Era la primera vez que abría la boca en diez días.
—¿Un abrigo de visón, mamá?
—Sí, un abrigo de visón.
Se quedó callada.
—¿Vas a comprármelo o no?
—Este año no hace frío. ¿Tienes dónde llevar un abrigo de visón?
—Sí.
—¿Piensas ir a alguna parte?
—No.
Ella se rió con ganas de mis cortantes respuestas.
—Entonces ven a Seúl. Iremos juntas a comprarlo.
Mientras entrábamos en los grandes almacenes y nos dirigíamos a la sección de abrigos de visón, mi hija no paraba de mirarme. Yo no tenía ni idea de que mi abrigo de visón, que era un poco más corto que el que me había acariciado la cara, el de la mujer de la iglesia, era tan caro. Mi hija no me lo dijo. Cuando llegamos a casa con el abrigo, a mi nuera se le salieron los ojos de las órbitas.
—¡Un abrigo de visón, madre!
Me quedé callada.
—Qué afortunada eres, madre. Tener una hija que te compra cosas tan caras… Yo ni siquiera he podido comprar a mi madre una bufanda de zorro. Dicen que un abrigo de visón pasa de generación en generación. Cuando fallezcas, deberías dejármelo a mí.
—¡Basta! ¡Es la primera vez que mamá me pide que le compre algo para ella!
Cuando mi hija gritó a su cuñada como si estuviera enfadada, comprendí por qué había mirado la etiqueta una y otra vez, y por qué no había parado de mirarme. Acababa de licenciarse y trabajaba en la farmacia de un hospital. Cuando volví de Seúl, cogí el abrigo de visón, fui a unos grandes almacenes de la ciudad y pregunté a la chica de la sección de abrigos de visón cuánto costaba. Me quedé helada. ¡Quién iba a pensar que una prenda de ropa podía costar tanto! Llamé a mi hija para decirle que debíamos devolverlo y ella respondió: «Mamá, tienes todo el derecho a tener ese abrigo. Debes ponértelo».
En esta región hace calor hasta en invierno, de modo que solo podía llevar el abrigo unos pocos días al año. Pasé tres años seguidos sin utilizarlo. Cuando me asaltaban los pensamientos depresivos, abría el armario y hundía la cara en el abrigo de visón. Y pensaba: «Cuando muera, se lo dejaré a mi hija pequeña».
Aunque ahora hace mucho frío, en primavera el jardín volverá a florecer. El peral del vecino dará flores y nos llegará su olor. Los rosales con sus capullos de color rosa pálido mostrarán sus espinas. Las malas hierbas junto al muro crecerán altas y fuertes con las primeras lluvias primaverales. Una vez compré treinta patitos en la ciudad, debajo del puente, y los solté en el patio. Se precipitaron hacia el jardín de flores y las pisotearon todas. Cuando corrían en manada con los pollos, costaba distinguir unos de otros. De todos modos, en primavera siempre armaban mucho ruido en el patio. Fue en este patio donde mi hija, que estaba cavando debajo de un rosal para abonarlo porque decía que así daría más flores, al ver un gusano retorciéndose en la tierra, tiró la azada a un lado y entró corriendo en casa; la azada cayó sobre un pollo y lo mató. Recuerdo las ráfagas de olor a tierra cuando caía un chaparrón en verano, y el perro, los pollos y los patos que andaban sueltos por el patio se cobijaban bajo el porche, en las jaulas de las gallinas y junto al muro. Recuerdo las gotas de barro que formaba la lluvia repentina. En las noches de viento de finales de otoño, las hojas del caqui del patio lateral se caían y volaban en remolinos. Las oíamos arrastrarse por el patio durante toda la noche. Las noches de crudo invierno, el viento empujaba la nieve y la amontonaba en el porche.
Alguien está abriendo la verja. ¡Ah, es la tía!
Fuiste una tía para mis hijos y una hermana para mí, pero nunca pude llamarte hermana. Te comportabas más bien como una suegra. Veo que has venido a echar un vistazo a la casa porque ha nevado y ha hecho mucho viento. Pensaba que nadie cuidaba la casa; había olvidado que tú estás aquí. Pero ¿por qué cojeas? Siempre has sido tan flexible… Supongo que tú también estás envejeciendo. Ten cuidado con la nieve.
—¿Hay alguien en casa?
Tu voz sigue siendo potente.
—No hay nadie, ¿verdad?
Gritas aun a sabiendas de que no hay nadie. Te sientas en el borde del porche sin esperar una respuesta. ¿Por qué has venido sin abrigarte? Pillarás un resfriado. Miras la nieve del patio como si tuvieras la cabeza en otra parte. ¿En qué estás pensando?
—Tengo la sensación de que hay alguien más aquí…
Me falta poco para ser un fantasma, tía.
—No sé qué haces vagando con este frío.
¿Estás hablando conmigo?
—Pasó el verano, pasó el otoño, y ya es invierno… No sabía que podías ser tan cruel. ¿Qué va a ser de esta casa sin ti? No es más que un caparazón vacío. Te fuiste con ropa de verano y no has vuelto, aunque ya es invierno… ¿Ya estás en el otro mundo?
Aún no. Sigo vagando por aquí.
—El ser más triste es el que muere fuera de su hogar… Por favor, ten cuidado y vuelve.
¿Estás llorando?
Tus ojos, largas rendijas, miran el cielo gris y se llenan de lágrimas. Tus ojos ya no asustan. Tus severos ojos me daban tanto miedo que, la verdad, nunca te miraba a la cara para no encontrármelos. Pero creo que me gustabas más cuando no te andabas con tonterías. Ahora no pareces tú, ahí sentada con los hombros hundidos. Nunca te oí decir nada agradable cuando vivía, así que ¿por qué tengo que mirar ahora tu figura abatida? No me gusta verte tan débil. No solo te tenía miedo. Si pasaba algo malo y no sabía qué hacer, siempre pensaba: «¿Qué haría la tía?». Y hacía lo que creía que tú harías. De modo que también eras mi modelo. Ya sabes que tengo carácter. Todas las relaciones del mundo son recíprocas, no las determina una sola parte. Y ahora vas a tener que cuidar del padre de Hyong-chol, que está solo. A mí también me preocupa. Pero sabiendo que tú andas cerca, me siento un poco mejor. Cuando vivía, sabía muy bien que tú dependías del padre de Hyong-chol porque estabas sola, y no me sentía dolida, ni excluida, ni decepcionada. Solo te veía como un miembro mayor y difícil de la familia. Hasta tal punto, que parecías nuestra madre en lugar de nuestra hermana. Pero, tía… no quiero descansar en el lugar que reservasteis para mí hace unos años en la tumba de nuestros antepasados. No quiero que me enterréis allí. Cuando vivía aquí y me despertaba de la niebla en mi cabeza, iba sola hasta esa tumba, para acostumbrarme a ella, ya que tenía que vivir allí después de la muerte. Era un lugar soleado y me gustaba ese pino inclinado pero alto. Pero seguir siendo un miembro de esta familia aun después de la muerte me resultaría muy duro. Para intentar cambiar de opinión, cantaba mientras arrancaba malas hierbas y me sentaba allí hasta que se ponía el sol. Pero nunca logré sentirme cómoda. Viví con vuestra familia durante más de cincuenta años. Por favor, déjame marchar. Cuando asignamos las tumbas y tú dijiste que mi parcela debía estar en un lugar por debajo de la cuesta donde estaba la tuya, te miré furiosa y dije: «Así podré hacerte recados aun estando muerta». Recuerdo que eso es lo que dije. No estés enfadada por eso, tía. He pensado mucho en ello, pero no lo dije con rencor. Solo quiero irme a casa. Iré a descansar allí.
Oh, veo que la puerta del cobertizo está abierta.
El viento la golpea como si fuera a arrancarla. Hay una fina capa de hielo sobre la tarima en la que me gustaba sentarme. Si alguien se sentara en ella sin ver el hielo, se resbalaría. Chi-hon solía leer en este cobertizo mientras le picaban las pulgas. Yo sabía que se escondía aquí, entre la pocilga y la caseta de la ceniza, con un libro. No la buscaba. Cuando Hyong-chol preguntaba por ella, le decía que no sabía dónde estaba. Porque me gustaba verla leer. Porque no quería que la molestaran. Sobre la madera que tapaba la pocilga había paja amontonada. Las gallinas ocupaban un lado para incubar los huevos. Nadie conseguía encontrar a mi niña, acurrucada encima del montón de paja, poniéndose saliva en las picaduras de pulga para aliviar el dolor mientras leía. ¿Había sido divertido para ella esconderse allí y oír que su hermano abría puertas y entraba en la cocina buscándola? Y las gallinas, acurrucadas sobre el montón de paja que había encima de la pocilga, se enfadaban al oír a mi hija pasar las páginas. Esas gallinas, que no ponían huevos si no les preparábamos unos nidos calentitos y tentadores, eran sensibles a los crujidos de las páginas de Chi-hon, y una vez cacarearon tanto que su hermano la encontró. ¿Qué leía, escondida en silencio en el cobertizo, con un cerdo gruñendo a su lado, las gallinas cacareando por encima de ella, rodeada de paja y de una hoz, un rastrillo, una pala y toda clase de instrumentos de granja?