Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Al amanecer suena el teléfono. «¿Tan temprano?». Lleno de esperanza, te apresuras a contestar.
—¿Padre?
Es tu hija mayor.
—¿Padre?
—Sí.
—¿Por qué has tardado tanto en ponerte? ¿Por qué no has contestado al móvil?
—¿Qué ha pasado?
—Me quedé de piedra cuando te llamé ayer a casa de Hyong-chol… ¿Por qué has vuelto a casa? Deberías habérmelo dicho. No puedes irte así sin más y no contestar al teléfono.
Tu hija debe de haberse enterado hace poco de que has vuelto a casa.
—Estaba durmiendo.
—¿Durmiendo? ¿Todo el tiempo?
—Supongo.
—¿Qué vas a hacer ahí solo?
—Por si viene aquí.
Tu hija se queda callada. Tragas saliva, tienes la garganta seca.
—¿Quieres que vaya?
De todos tus hijos, Chi-hon es la que más energía ha puesto en buscar a tu mujer. En parte probablemente porque está soltera. El farmacéutico de Yokchon-dong fue la última persona que llamó para decir que había visto a alguien como tu mujer. Tu hijo puso más anuncios en el periódico, pero no ha habido más pistas. La policía dijo que había hecho todo lo posible y que solo podían esperar que alguien llamara, pero tu hija iba cada noche de un servicio de emergencia a otro y comprobaba todos los pacientes sin familia.
—No… Solo llama si te enteras de algo.
—Si prefieres no estar solo, vuelve enseguida, padre. O pídele a la tía que se quede contigo.
La voz de tu hija suena extraña. Como si hubiera estado bebiendo. Parece que arrastre las palabras.
—¿Has estado bebiendo?
—Solo un par de copas. —Está a punto de colgar.
¿Bebiendo hasta el amanecer? Pronuncias su nombre con apremio. Ella responde en voz baja. La mano con que agarras el teléfono está húmeda. Te flaquean las piernas.
—Ese día tu madre no se encontraba lo bastante bien para ir a Seúl. No deberíamos haber ido… El día anterior tuvo jaqueca y metió la cabeza en un recipiente lleno de hielo. Si alguien la llamaba, no lo oía. Por la noche la encontré con la cabeza dentro del congelador. Le dolía muchísimo. Aunque se olvidó de preparar el desayuno, dijo que teníamos que ir a Seúl… todos estabais esperándonos. Pero yo debería haberle dicho que no. Creo que con la edad estoy perdiendo el juicio. Una parte de mí pensó: «Esta vez, en Seúl, la obligaremos a ir al hospital… Tal como estaba, debería haberla agarrado, pero yo no la trataba como a una persona enferma, y en cuanto llegamos a Seúl me adelanté… Salió el viejo hábito. Eso fue lo que ocurrió». —Las palabras que no podías pronunciar delante de tus hijos han brotado de tu boca.
—Padre…
Escuchas.
—Creo que todo el mundo se ha olvidado de mamá. No llama nadie. ¿Sabes por qué a mamá le dolía tanto la cabeza ese día? Porque yo soy mala. Así me lo dijo. —Tu hija arrastra las palabras.
—¿Eso te dijo?
—Sí… Creía que no podría ir a la fiesta de cumpleaños, así que llamé desde China y le pregunté qué hacía y ella me dijo que estaba poniendo licor en una botella. Para el pequeño. Ya sabes cuánto le gusta beber. No sé. No valía la pena pero me enfadé mucho. Mi hermano tiene que dejar de beber… Mamá iba a llevar licor porque es algo que le gusta a su niño. De modo que le dije: «No lo lleves. Si bebe y monta una escena, será culpa tuya. Así que, por favor, sé lista». Mamá dijo con un hilo de voz: «Tienes razón», y luego dijo que iría a la ciudad y compraría unos pasteles de arroz… siempre trae pasteles de arroz para tu cumpleaños. Y yo le dije: «No lo hagas. Total, nadie se los come, nos los llevamos a casa y los metemos en el congelador». Le pedí que no se comportara como una pueblerina y que fuera simplemente a Seúl sin llevar nada. Me preguntó si era verdad que metíamos los pasteles de arroz en el congelador, y yo dije: «Sí, todavía tengo unos cuantos de hace tres años». Y ella se echó a llorar. Le pregunté: «Mamá, ¿por qué lloras?», y ella dijo: «Eres mala». Le había dicho todo eso para que las cosas le resultaran más fáciles. Cuando me dijo que era mala creo que perdí un poco la cabeza. Hacía mucho calor en Pekín ese día. Me enfadé tanto que grité: «¡Vale! ¡Espero que te alegres de tener una hija mala! ¡Muy bien, soy mala!». Y le colgué.
Permaneces callado.
—Mamá no soporta que le gritemos… y nosotros siempre lo hacemos. Quería llamarla otra vez para disculparme, pero me olvidé porque estaba haciendo un millón de cosas a la vez: comer, ver la ciudad, hablar con gente. Si hubiera llamado y me hubiera disculpado, a ella no le habría dolido tanto la cabeza… y habría podido seguirte.
Tu hija está llorando.
—¡Chi-hon!
Ella guarda silencio.
—Tu madre se sentía muy orgullosa de ti.
—¿Qué?
—Si salías en el periódico, doblaba la hoja, la metía en el bolso y la sacaba y la miraba una y otra vez… Si se encontraba con alguien en la ciudad, sacaba la hoja y presumía de ti.
Chi-hon calla.
—Si alguien le preguntaba qué hacía su hija, decía que escribía palabras. Tu madre pidió a una chica del orfanato de la Casa de la Esperanza de Namsan-dong que le leyera tu libro en voz alta. Tu madre sabía qué escribías. Cuando esa chica le leía tu libro, a tu madre se le iluminaba la cara y sonreía. De modo que, pase lo que pase, tienes que seguir escribiendo bien. Siempre hay un momento adecuado para decir algo… Me he pasado la vida sin hablar con tu madre. O perdía la oportunidad o daba por hecho que ella ya lo sabía. Ahora siento que podría decirlo todo, pero no hay nadie que me escuche. ¿Chi-hon?
—¿Sí?
—Por favor…, cuida de tu madre.
Acercas más el auricular al oído y escuchas los tristes sollozos de tu hija. Sus lágrimas parecen correr por el cable del teléfono. Se te llena la cara de lágrimas. Aunque todo el mundo lo olvide, tu hija lo recordará. Que tu mujer amaba realmente el mundo y que tú la amabas a ella.
Otra mujer
HAY TANTOS pinos aquí…
¿Cómo es posible que exista un barrio así en esta ciudad? Está tan bien escondido… ¿Ha nevado hace poco? Hay nieve en las ramas. Déjame ver, hay tres pinos delante de tu casa. Es como si ese hombre los hubiera plantado aquí para que yo me siente. Oh, no puedo creer que esté hablando de él. Pasaré a visitarte a ti primero y luego iré a verlo a él. Eso haré. Creo que es lo que debo hacer.
Los apartamentos y el estudio donde viven tus hermanos me parecen todos iguales. Es difícil distinguir unos de otros. ¿Cómo es que todos son idénticos? ¿Cómo pueden vivir en espacios iguales? Creo que estaría bien que vivieran en casas diferentes. ¿No sería agradable tener un cobertizo y una buhardilla? ¿No sería agradable vivir en una casa donde los niños tuvieran lugares en los que esconderse? Tú solías esconderte en el desván, lejos de tus hermanos, que querían mandarte a hacer toda clase de recados. Ahora hasta en el campo están brotando bloques de pisos iguales entre sí. ¿Has subido hace poco al tejado de nuestra casa? Desde allí se ven todos los edificios altos de la ciudad. Cuando erais pequeños, nuestro pueblo ni siquiera tenía una ruta de autobús. Tiene que ser peor en esta ajetreada ciudad, cuando hasta en el campo empieza a ser así. Solo desearía que los edificios no fueran todos iguales. Parecen tan idénticos que no sé adónde ir. No consigo dar con los apartamentos y el estudio de tus hermanos. Ése es mi problema. A mis ojos, todos tienen la misma entrada y la misma puerta, pero todo el mundo se las arregla para encontrar el camino a casa, incluso en plena noche. Incluso los niños.
Tú en cambio vives aquí, y esto es muy agradable.
Por cierto, ¿dónde estamos? Puam-dong en Chongno-gu, en Seúl… ¿Esto es Chongno-gu? Chongno-gu… Chongno-gu… ¡Ah, Chongno-gu! La primera casa que compró tu hermano mayor cuando se casó estaba en Chongno-gu. Tongsung-dong en Chongno-gu. Me dijo: «Madre, esto es Chongno-gu. Me pongo contento cada vez que escribo mi dirección. Chongno es el centro de Seúl, y ahora estoy viviendo aquí. ¡Un paleto de campo ha logrado llegar hasta Chongno!». Él lo llamaba Chongno-gu, pero vivía en una escuálida casa de alquiler en una empinada colina llamada algo así como Nak-san. Cuando subí hasta allí arriba llegué sin aliento. «¿Cómo puede haber un lugar así en esta ciudad? ¡Es más campestre que nuestro pueblo!», pensé. Pero eso mismo digo de dónde vives tú. ¿Cómo puede existir un lugar así en esta ciudad?
El año pasado, cuando volviste a Seúl después de pasar tres años en el extranjero, te llevaste un chasco cuando con el dinero que teníais no pudisteis alquilar el apartamento donde habíais vivido. Pero supongo que entonces encontrasteis este barrio.
Es como un pueblo en el campo. Hay un café y una galería de arte, pero también un molino. He visto que hacen pasteles de arroz. Me he quedado mirando largo rato porque me recordaba los viejos tiempos. ¿Ya es casi Año Nuevo? Había un montón de gente haciendo esos pasteles blancos y alargados. ¡Incluso en esta ciudad hay un barrio donde hacen pasteles de arroz cuando llega Año Nuevo! En Año Nuevo llevaba un gran cubo de arroz al molino para hacer pasteles. Me echaba el aliento en las manos heladas y esperaba mi turno.
Pero no debe de ser muy práctico vivir aquí con tres hijos. Y debe de ser muy pesado para tu marido ir a trabajar a Sollung cada día. ¿Tienes un mercado cerca?
Una vez me dijiste: «Cuando voy al mercado tengo la sensación de que compro un montón, pero todo se acaba tan deprisa… He de comprar tres Yoplait si quiero darle uno a cada niño. Eso significa que si quiero tener para tres días, ¡he de comprar nueve, mamá! Asusta pensarlo. Compro un montón y al momento ha desaparecido todo». Extendiste los brazos para demostrarme cuánto. Es normal, claro, tienes tres hijos.
Tu hijo mayor, con las mejillas rojas por el frío, está a punto de apoyar la bicicleta en la verja y entrar cuando se lleva un susto. Abre la verja y grita:
—¡Mamá!
Ahí estás: sales por la puerta delantera con una chaqueta de punto gris y un bebé en brazos.
—¡Mamá! ¡El pájaro!
—¿El pájaro?
—¡Sí, delante de la verja!
—¿Qué pájaro?
Tu hijo mayor está señalando la verja sin decir nada. Le pones la capucha a tu bebé por si coge frío y te acercas. En el suelo hay un pájaro gris. Está cubierto de manchas oscuras de la cabeza a las alas. Las alas parecen completamente heladas, ¿verdad? Sé que estás pensando en mí mientras lo miras. Por cierto, cariño, cuántos pájaros hay alrededor de tu casa… ¿Cómo puede haber tantos? Estos pájaros de invierno dan vueltas alrededor de tu casa y no dicen ni pío.
Hace unos días viste una urraca temblando debajo de tu membrillo y, pensando que tenía hambre, entraste, cogiste unas migas del pan que estaban comiendo tus hijos y las tiraste debajo del árbol. También pensaste en mí entonces. Recordaste que yo solía vaciar un cuenco de arroz pasado debajo del caqui para los pájaros que se posaban en sus desnudas ramas invernales. Por la tarde, más de veinte pájaros se refugiaron debajo del membrillo, donde habías esparcido las migas de pan. Había un pájaro con las alas tan grandes como la palma de tu mano. Desde entonces, todos los días tiras migas debajo del membrillo para los pájaros de invierno hambrientos. Pero este pájaro está delante de la verja, no debajo del membrillo. Sé qué especie es. Es un chorlito gris. Qué extraño. Son pájaros que vuelan en bandadas. ¿Qué hace aquí? Son pájaros que viven cerca del mar. Los vi en Komso, donde vivía ese hombre. Vi chorlitos grises buscando algo que comer en las marismas, cuando bajaba la marea.
Te quedas inmóvil frente a la verja y tu hijo mayor te sacude el brazo.
—¡Mamá!
Guardas silencio.
—¿Está muerto?
No respondes. Solo miras el pájaro con cara sombría.
—¡Mamá! ¿Está muerto? —pregunta tu hija, que sale al oír el alboroto.
Pero tú no contestas.
Suena el teléfono.
—¡Mamá, es la tía!
Debe de ser Chi-hon. Le coges el teléfono a tu hija.
Se te nubla la cara.
—¿Qué vamos a hacer si tú te vas?
Chi-hon tiene que coger otra vez un avión. Las lágrimas brotan. Creo que también te tiemblan los labios. De pronto gritas hacia el teléfono:
—¡Todos sois… sois demasiado!
Cariño, tú no eres así. ¿Por qué gritas a tu hermana?
Incluso cuelgas de un porrazo. Eso es lo que hace tu hermana contigo y conmigo. El teléfono vuelve a sonar. Lo miras largo rato y, como no para de sonar, contestas.
—Lo siento, hermana. —Tu voz se ha calmado. Escuchas en silencio lo que tu hermana te dice. Entonces tu cara se pone roja. Gritas de nuevo—: ¿Qué? ¿Santiago? ¿Un mes? —Te pones aún más roja—. ¿Me estás pidiendo permiso? ¿Por qué me lo pides si ya has decidido ir? ¿Cómo puedes hacernos esto? —La mano con que agarras el teléfono está temblando—. Hay un pájaro muerto frente a mi verja. Acabo de tener un mal presentimiento. ¡Creo que a mamá le ha pasado algo! ¿Por qué no la hemos encontrado todavía? ¿Por qué? ¿Y cómo puedes irte ahora? ¿Por qué todos os comportáis así? ¿Tú también vas a comportarte así? ¡No sabemos dónde está mamá con este frío gélido y todos hacéis lo que os da la gana!
Cariño, cálmate. Tienes que entender a tu hermana. ¿Cómo puedes decir eso cuando sabes por lo que ha pasado en los últimos meses?
—¿Qué? ¿Quieres que me ocupe yo? ¿Yo? ¿Qué crees que puedo hacer con tres niños? Estás huyendo, ¿verdad? Porque es una carga demasiado grande. Siempre has sido así.
Cariño, ¿por qué estás haciendo esto? Parecía que lo estabas llevando bien. Has vuelto a colgar de un porrazo y estás llorando. El bebé llora contigo. La nariz se le pone roja. Incluso la frente. La niña también está llorando. Tu hijo mayor sale de su habitación y os encuentra a los tres llorando. Vuelve a sonar el teléfono. Te apresuras a contestar.
—Hermana… —Te caen las lágrimas de los ojos—. ¡No te vayas! ¡No te vayas, hermana!
Al final intenta tranquilizarte. No lo consigue, de modo que dice que va para allí. Cuelgas y te quedas ahí quieta, con la vista baja. El bebé trepa hasta tu regazo. Lo abrazas. La niña te acaricia la mejilla. Le das unas palmaditas en la espalda. Tu hijo mayor se inclina sobre sus deberes de matemáticas delante de ti, para que te pongas contenta. Le acaricias el pelo.
Chi-hon empuja la verja y entra.
—¡Oh, Yun! —dice, y te coge el bebé de los brazos.
El bebé, que es tímido con la gente, trata de zafarse de su tía y volver contigo.
—Quédate conmigo un poquito —dice ella mientras trata de acunar al bebé, que se echa a llorar.