Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Un año, la perra parió nueve cachorros. Un mes después, mamá apartó dos, metió seis en una cesta y, como la cesta estaba llena, te puso el último en los brazos.
—Sígueme —dijo.
El autobús al que subisteis estaba lleno de gente que iba a la ciudad a vender cosas. Sacos de pimientos secos, sésamo y judías negras; cestas con unas pocas coles y rábanos. Se colocaban en fila junto a la parada del autobús y los transeúntes se detenían para hacer tratos. Dejaste el cachorro calentito con los otros, que se removían dentro de la cesta, y, acuclillada al lado de mamá, esperaste a que los compraran. Mamá había cuidado a los cachorros durante un mes, estaban rollizos y sanos, eran tranquilos y no daban muestras de hostilidad ni desconfianza. Cuando la gente se apiñaba alrededor de la cesta, movían la cola y les lamían la mano. Los cachorros de mamá se vendieron más deprisa que los rábanos, las coles o las judías. Cuando vendió el último, se levantó y te preguntó:
—¿Qué quieres?
Tú le cogiste la mano y miraste a tu madre, que casi nunca te había hecho esa pregunta.
—Te he preguntado qué quieres.
—¡Un libro!
—¿Un libro?
—¡Sí, un libro!
Mamá pareció no saber qué hacer. Te miró durante un minuto y te preguntó dónde vendían libros. Tomaste la iniciativa y llevaste a mamá a la librería que había a la entrada del mercado, donde se juntaban cinco carreteras. Mamá no entró.
—Coge solo uno —dijo—, pregunta cuánto cuesta, y ven a decírmelo.
Incluso cuando te compraba zapatos de goma, te hacía probar los dos y siempre terminaba pagando menos de lo que pedía el tendero. Pero el libro te lo dejó escoger a ti, como si no fuera a regatear por él. De pronto la librería te pareció un prado. No tenías ni idea de qué libro elegir. La razón por la que querías un libro era porque leías los que tus hermanos traían de la escuela pero siempre se los llevaban antes de que los hubieras terminado. Los libros de la biblioteca de la escuela eran distintos de los que Hyong-chol llevaba a casa. Libros como
La señora se va al sur
o
Biografía de Shin Yun-bok
. El libro que escogiste mientras mamá esperaba fuera de la librería era
Humano, demasiado humano
. Mamá, a punto de pagar por un libro que no era para la escuela por primera vez en su vida, bajó la vista hacia la cubierta.
—¿Este es un libro que necesitas?
Asentiste rápidamente, temiendo que cambiara de opinión. En realidad no sabías qué libro era. Ponía que estaba escrito por Nietzsche, pero no tenías ni idea de quién era. Lo habías cogido porque te gustaba cómo sonaba el título. Mamá te dio el dinero, el precio completo. En el autobús, con el libro contra el pecho en lugar del cachorro, miraste por la ventanilla. Viste a una anciana encogida mirando desesperada a los transeúntes mientras trataba de vender el arroz pegajoso que quedaba en su cubo de plástico.
* * *
En el sendero de la colina, desde el que se veía el viejo pueblo de tus abuelos, tu mamá te explicó que su padre, después de haber ido de ciudad en ciudad buscando oro y carbón, había vuelto a casa cuando ella tenía tres años. Se puso a trabajar en la construcción de una nueva estación de tren y sufrió un accidente. Los aldeanos que fueron a avisar a la abuela miraron a mamá, que corría y jugaba en el patio, y le dijeron: «Tu padre ha muerto y tú ahí riéndote como una boba».
—¿Recuerdas eso de cuando tenías tres años?
—Sí.
También dijo que a veces sentía resentimiento hacia su mamá, tu abuela.
—Sé que tuvo que hacerlo todo ella sola porque era viuda, pero debería haberme mandado a la escuela. Mi hermano fue a un colegio llevado por japoneses, y mi hermana también. ¿Por qué me dejó a mí en casa? He vivido toda mi vida en la oscuridad, sin luz…
Al final tu mamá accedió a ir a Seúl contigo con la condición de que le prometieras que no se lo dirías a Hyong-chol. En el momento en que las dos salíais de la casa volvió a insistir en que se lo prometieras.
Cuando fuisteis de hospital en hospital para averiguar la causa de sus jaquecas, un médico te dijo algo sorprendente: tu mamá había sufrido un derrame hacía mucho. ¿Un derrame? Lo negaste. El médico señaló una mancha en el escáner del cerebro y dijo que era la prueba de un derrame.
—¿Cómo pudo tener un derrame y no enterarse?
El médico dijo que sí debió de enterarse. Por el modo en que se había acumulado la sangre, podría haber sentido la conmoción. También dijo que mamá tenía un dolor constante. Que el cuerpo de mamá soportaba un dolor constante.
—¿Qué quiere decir con un dolor constante? Mamá siempre ha tenido buena salud.
—Bueno, creo que eso no es cierto —dijo el médico.
Tuviste la sensación de que un clavo escondido en tu bolsillo había saltado por sorpresa y se había hundido en el dorso de tu mano. El médico le drenó la sangre del cerebro, pero las jaquecas no mejoraron. Mamá estaba hablando y al minuto siguiente se sujetaba la cabeza con mucho cuidado, como si fuera un jarrón de cristal a punto de romperse, y tenía que irse a casa y tumbarse en la tarima del cobertizo.
* * *
—Mamá, ¿te gusta estar en la cocina?
Cuando se lo preguntaste, hace tiempo, mamá no entendió a qué te referías.
—¿Te gustaba estar en la cocina? ¿Te gustaba cocinar?
Mamá te sostuvo la mirada un momento.
—Ni me gusta ni me disgusta. Cocinaba porque tenía que hacerlo. Tenía que estar en la cocina para que todos comierais y fuerais a la escuela. ¿Cómo vas a hacer solo lo que te gusta? Algunas cosas tienes que hacerlas tanto si te gustan como si no. —Pero su expresión decía: «¿Qué clase de pregunta es esa?». Y luego murmuró—: Si solo haces lo que te gusta, ¿quién va a hacer lo que no te gusta?
—Pero… ¿te gustaba o no?
Mamá miró alrededor, como si fuera a decirte un secreto, y susurró:
—Rompí varias tapas de tarros.
—¿Rompiste tapas de tarros?
—No veía el final. Al menos cuando cultivas algo, plantas las semillas en primavera y cosechas en otoño: donde has plantado semillas de espinacas, hay espinacas; donde has plantado maíz, hay maíz… Pero en el trabajo de la cocina no hay principio ni final. Desayuno, comida y cena, y amanece y vuelta a empezar con el desayuno… Habría sido más llevadero si hubiera podido hacer otros platos, pero como solo tenía lo que sacaba de los campos siempre hacía el mismo
punchan
. Si siempre haces lo mismo, a veces llega un momento en que te hartas. Cuando la cocina me parecía una prisión, salía a la parte de atrás, cogía la tapa del tarro más deforme y la estrellaba con todas mis fuerzas contra el muro. Tu tía no sabe que hacía eso. Si se hubiera enterado, habría dicho que estaba loca; lanzar así las tapas de los tarros…
Tu mamá te dijo que pasados unos días compraba una tapa nueva para reemplazar la rota.
—De modo que despilfarraba el dinero. Cuando iba a comprar la tapa nueva, pensaba en el derroche y me sentía fatal; pero no podía evitarlo. El ruido de la tapa al hacerse pedazos era como una medicina. Me sentía libre. —Por si alguien la oía, se llevó un dedo a los labios y dijo—: ¡Chis! ¡Es la primera vez que le cuento esto a alguien! —Una sonrisa traviesa apareció en su cara—. Si algún día no tienes ganas de cocinar, rompe un plato. Aunque pienses «Menudo despilfarro», te sentirás mejor. Claro que como tú no estás casada no tendrás que pasar por eso.
Tu mamá dejó escapar un hondo suspiro.
—Pero fue bonito veros crecer. Incluso cuando estaba tan ocupada que no tenía tiempo ni para liarme bien la toalla a la cabeza, os veía sentados alrededor de la mesa, comiendo, golpeando la cuchara contra el cuenco, y pensaba que no quería nada más en el mundo. Erais todos tan fáciles de contentar… Escarbabais felices en los cuencos cuando hacía una simple sopa de pasta de judías y calabacín, y se os iluminaba la cara cuando de vez en cuando cocía pescado al vapor… Todos erais tan tragones que a veces, cuando crecisteis, me asustaba. Si dejaba la cazuela llena de patatas hervidas para que comierais algo después de la escuela, cuando volvía a casa me la encontraba vacía. A veces veía desaparecer el arroz del tarro del sótano poco a poco, y otras veces lo encontraba vacío de golpe. Cuando bajaba al sótano a buscar arroz para la cena y tocaba el fondo del tarro con el cucharón, se me caía el alma a los pies. ¿Qué les daré a mis niños para comer mañana por la mañana? Entonces no me planteaba si me gustaba o no estar en la cocina. Si hacía una cazuela grande de arroz y una más pequeña de sopa, no me paraba a pensar en lo cansada que estaba. Me alegraba de que eso fuera a parar a la boca de mis niños. Probablemente ahora ni siquiera puedes imaginártelo, pero en aquella época siempre nos preocupaba que la comida se acabara. Todos estábamos igual. Lo más importante era comer y sobrevivir.
Y, sonriendo, tu mamá te dijo que aquellos tiempos habían sido los más felices de su vida.
Pero las jaquecas de mamá le robaban las sonrisas de la cara. Las jaquecas trataban de morderle el alma y roerla despacio, como ratones de campo con dientes afilados.
* * *
El hombre al que has acudido para que te imprima los volantes va vestido con prendas viejas de algodón. Cualquiera que las viera se daría cuenta de que las han cosido a mano con esmero. Aunque sabes que siempre lleva prendas viejas de algodón, no puedes evitar fijarte. Está enterado de lo de tu mamá, y te dice que diseñará los volantes según tu borrador y los imprimirá enseguida en la imprenta de un colega. Como no tenéis fotos recientes de mamá, tus hermanos y tú habéis decidido utilizar la foto de familia que tu hermano ha colgado en internet. El hombre mira la cara de mamá.
—Su madre es muy guapa —dice.
Como llovido del cielo, comentas que él lleva una ropa muy bonita.
Él sonríe al oír tus palabras.
—Me la hizo mi madre.
—¿No ha fallecido?
—Cuando vivía.
Te explica que desde niño solo ha podido llevar ropa de algodón porque sufre diversas alergias. El roce de otras telas le producía picores y urticaria. Creció llevando solo las prendas de algodón que le hacía su madre. En sus recuerdos, su madre siempre está cosiendo. Debió de coser sin parar para hacerle todo tipo de prendas, desde la ropa interior hasta los calcetines.
Dice que cuando abrió el armario de su madre después de su muerte, encontró montones de prendas de algodón, suficientes para el resto de su vida. Lo que llevaba ese día lo había encontrado en ese armario. ¿Qué aspecto tenía su madre? Se te encoge el corazón mientras lo escuchas.
—¿Cree que su madre fue feliz? —le preguntas al hombre que está recordando a su querida madre.
Su respuesta es educada, pero su expresión te dice que has insultado a su madre.
—Mi madre era diferente de las mujeres de hoy.
Lo siento, Hyong-chol
UNA MUJER COGE UNO de sus volantes y se detiene un momento para mirar la foto de mamá. Debajo de la torre del reloj donde mamá solía esperarlo.
Cuando Hyong-chol encontró un lugar donde vivir en la ciudad, mamá llegaba a la estación de Seúl con el aspecto de una refugiada de guerra. Bajaba el andén con fardos en equilibrio sobre la cabeza, colgados en los hombros o en las manos, y las cosas que no podía llevar así, sujetas a la cintura. Era asombroso que pudiera andar. De haber sido posible, habría ido a verlo con berenjenas o calabazas atadas a las piernas. Llevaba los bolsillos llenos de pimientos jóvenes, castañas sin cascara o ajos pelados envueltos en papel de periódico. Al ir a su encuentro, él veía el montón de paquetes que tenía a sus pies y se maravillaba de que una mujer pudiera haber cargado ella sola con todo eso. De pie, en medio de los paquetes, mamá lo esperaba mirando alrededor con las mejillas encendidas.
La mujer se acerca a él, indecisa, señala la foto de mamá impresa en el volante y dice:
—Perdone, pero creo que la vi delante del centro social de Yongsan-dong.
En el volante que ha hecho su hermana, su mamá luce una sonrisa radiante y viste un
hanbok
azul pálido.
—No iba así vestida —continúa la mujer—, pero tenía los mismos ojos. Los recuerdo porque parecían honestos y nobles. —Mira de nuevo los ojos de su mamá en el volante y añade—: Tenía un corte en el pie.
Le explica que llevaba unas sandalias de goma azules, y que una se le clavaba tanto en el pie que se le había desprendido un trozo de carne cerca del dedo gordo y había abierto un surco, tal vez de tanto andar. Dice que las moscas zumbaban alrededor y se posaban cerca de la herida llena de pus, y que ella no paraba de ahuyentarlas con la mano, como si estuviera enfadada. Y aunque el corte parecía doloroso, ella no hacía sino mirar hacia el interior del centro social, como si no sintiera dolor. Eso fue hace una semana.
¿Una semana?
No sabe qué hacer con la información que le ha dado la mujer, así que, cuando ella se va, sigue repartiendo volantes. Su familia ha pegado y repartido volantes por todas partes, desde la estación de Seúl hasta Namyong-dong, en restaurantes, tiendas de ropa, librerías y cibercafés. Cuando les arrancan volantes porque los han pegado donde se supone que no podían, vuelven a pegarlos en el mismo sitio. No se han limitado a los alrededores de la estación de Seúl, sino que han repartido y pegado volantes en Namdaemun, en Chungnim-dong e incluso en Sodaemun. No han recibido ninguna llamada por el anuncio que pusieron en el periódico, pero han telefoneado varias personas que han visto los volantes. Una de ellas dijo que una mujer como mamá había estado en cierto restaurante; fueron enseguida, pero no era mamá, era una mujer de su edad que trabajaba allí. Un hombre que llamó dijo que había invitado a mamá a su casa y les dio su dirección; ellos, llenos de esperanza, fueron corriendo, pero esa dirección no existía. Hubo uno que incluso se ofreció a buscar a mamá si le pagaban por adelantado los cinco millones de won. Pero después de dos semanas las llamadas son cada vez más escasas. Los miembros de su familia, que habían ido de aquí para allá con el corazón esperanzado, a menudo coinciden, desanimados, debajo de la torre del reloj de la estación de Seúl. Cuando alguien arrugaba el volante y lo tiraba al suelo sin mirarlo, su hermana pequeña, la escritora, lo recogía, lo alisaba y se lo daba a otra persona.
Su hermana, que ha ido a la estación de Seúl con los brazos llenos de volantes, se detiene a su lado y lo mira con sus ojos secos. Él le repite las palabras de la mujer y pregunta: