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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (2 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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Desde que te enteraste de su desaparición, no has sido capaz de concentrarte en un solo pensamiento; te asaltan recuerdos largo tiempo olvidados que afloran inesperadamente. Y el arrepentimiento que nace con cada recuerdo. Hace años, unos días antes de que te marcharas de casa para ir a vivir a la gran ciudad, mamá te llevó a un puesto de ropa del mercado. Escogiste un vestido sencillo, pero ella cogió otro con volantes en las mangas y en el bajo.

—¿Qué te parece este?

—No —dijiste apartándolo.

—¿Por qué no? Pruébatelo. —Mamá, joven entonces, abrió mucho los ojos; no lo entendía. El vestido de volantes estaba a años luz de la toalla sucia que ella llevaba siempre alrededor de la cabeza, como cualquier granjera, y que le servía para secarse el sudor de la frente mientras trabajaba.

—Es infantil.

—¿Sí? —dijo mamá, pero sostuvo el vestido en alto y siguió examinándolo como si no quisiera dejarlo—. Yo que tú me lo probaría.

Sintiéndote mal por haber dicho que era infantil, añadiste:

—Ni siquiera es tu estilo.

—No —dijo mamá—. Me gusta esta clase de ropa porque no he podido llevarla.

«Debería haberme probado ese vestido». Doblas las rodillas y te acuclillas donde mamá debió de hacerlo. Unos días después de que insistieras en comprar el vestido sencillo, llegaste a esa misma estación con mamá. Agarrándote de la mano con fuerza, se abrió paso a grandes zancadas a través del mar de gente de un modo que habría intimidado hasta a los autoritarios edificios que se elevaban alrededor, y cruzó la plaza para esperar a Hyong-chol debajo de la torre del reloj. ¿Cómo podía haber desaparecido alguien así? Cuando los faros del metro iluminan la estación, la gente se precipita hacia delante y, tal vez irritada porque estás en medio, te mira de reojo mientras sigues acuclillada en el suelo.

Cuando la mano de tu mamá se soltó de la de padre, estabas en China. Estabas con tus colegas escritores, en la feria del libro de Pekín. Cuando mamá se perdió en la estación de Seúl, estabas en un stand hojeando una traducción al chino de tu libro.

—Padre, ¿por qué no cogisteis un taxi? ¡Esto no habría pasado si no hubierais ido en metro!

Padre dijo que pensó: «¿Para qué coger un taxi si la estación de tren comunica con la de metro?». Cuando sucede algo, sobre todo si es algo malo, uno repasa mentalmente ciertos momentos. Y entonces piensa: «No debería haber hecho eso». Cuando padre dijo a tus hermanos que mamá y él podían ir solos a la casa de Hyong-chol, ¿por qué, a diferencia de las otras veces, tus hermanos los dejaron? Cuando tus padres venían de visita, siempre iba alguno a recogerlos a la estación de Seúl o a la terminal de Autobuses Express. ¿Qué había empujado a padre, que cuando venía a la ciudad siempre se desplazaba en taxi o en el coche de algún familiar, a tomar el metro ese día en particular? Mamá y padre corrieron hacia el metro que acababa de llegar. Padre entró y, cuando miró hacia atrás, mamá no estaba. Encima era sábado por la tarde y había mucha gente. La multitud apartó a mamá de padre y el metro se marchó mientras ella trataba de orientarse. Padre llevaba el bolso de mamá. Cuando se quedó sola en el andén, sin nada, tú salías de la feria del libro y te dirigías hacia la plaza de Tiananmen. Era la tercera vez que estabas en Pekín, pero nunca habías pisado esa plaza. Siempre la habías visto desde un autobús o un coche. El estudiante que guiaba a tu grupo se ofreció a llevaros allí antes de cenar y a tu grupo le pareció buena idea. ¿Qué debía de hacer tu mamá sola en la estación de Seúl mientras tú bajabas del taxi frente a la Ciudad Prohibida? Tu grupo entró en la Ciudad Prohibida pero salió enseguida. Solo se podía visitar una parte; el resto estaba en obras y era casi la hora de cerrar. Todo Pekín estaba en obras, preparándose para los Juegos Olímpicos del año siguiente. Te acordaste de la escena de
El último emperador
en la que Puyi, ya anciano, regresa a la Ciudad Prohibida, donde había pasado su niñez, y enseña a un joven turista una caja que había escondido en el trono.

Cuando abre la tapa de la caja, descubre que el grillo que había tenido de niño sigue dentro, todavía vivo. Cuando tú te disponías a ir a la plaza de Tiananmen, ¿tu mamá estaba perdida entre la multitud, recibiendo empujones? ¿Esperaba que fuera alguien a buscarla? La carretera entre la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen también estaba en obras. Viste la plaza, pero solo se podía acceder a ella a través de un intrincado laberinto. Mientras contemplabas las cometas que flotaban en el cielo de la plaza de Tiananmen, tal vez tu mamá se habría derrumbado, desesperada, en el andén, gritando tu nombre. Mientras tú contemplabas las puertas de acero abrirse y un escuadrón de policía marchar levantando mucho las piernas y arriar la bandera nacional roja de cinco estrellas, tal vez tu mamá estaba vagando por la laberíntica estación de Seúl. Sabes que es cierto porque eso es lo que te dijeron algunas personas que se encontraban en aquel momento en la estación. Dijeron que habían visto a una anciana que andaba muy despacio, y que a veces se sentaba en el suelo o se detenía al pie de la escalera mecánica, con la mirada perdida. Algunos recordaban a una anciana que estuvo mucho rato sentada en el andén, hasta que se subió a un metro. Pocas horas después de que tu mamá desapareciera, tu grupo y tú cogisteis un taxi en la noche para dirigiros a la luminosa y animada calle Snack, donde, apiñados bajo luces rojas, probasteis un licor chino de 28 grados y comisteis cangrejo picante salteado en aceite de guindilla.

Padre se bajó en la siguiente parada y regresó a la estación de Seúl, pero mamá ya no estaba allí.

—¿Cómo pudo perderse solo porque no subió en el mismo vagón? Hay letreros por todas partes. Madre sabe cómo hacer una simple llamada de teléfono. Podría haber llamado desde una cabina.

Tu cuñada insistía en que debía de haberle pasado algo, que era absurdo que no hubiera encontrado la casa de su hijo solo porque no subió en el mismo metro que padre. A mamá le había pasado algo. Ése era el punto de vista de alguien que se empeñaba en pensar en mamá como en la mamá del pasado.

—Mamá puede perderse, ¿sabes? —dijiste, y tu cuñada abrió mucho los ojos, sorprendida—. Ya sabes cómo estaba últimamente —continuaste, y tu cuñada hizo una mueca como si no tuviera ni idea de a qué te referías.

Pero todos sabíais cómo estaba mamá últimamente. Y sabíais que tal vez no la encontraríais.

* * *

¿Cuándo te diste cuenta de que mamá no sabía leer?

Escribiste tu primera carta cuando tomaste nota de lo que mamá te dictó para enviárselo a Hyong-chol poco después de que se mudara a la ciudad. Hyong-chol terminó el instituto en el pequeño pueblo donde nacisteis todos, estudió un año en casa para las oposiciones a funcionario y lo destinaron a la ciudad. Era la primera vez que mamá se separaba de uno de sus hijos. Por entonces tu familia no tenía teléfono y la única forma de comunicaros era por carta. Hyong-chol le mandaba cartas escritas con letra grande. Antes de que llegara una carta de Hyong-chol, tu mamá siempre tenía una corazonada. El cartero pasaba todos los días a eso de las once de la mañana con una gran saca colgada de su bicicleta. Los días que había carta de Hyong-chol, mamá volvía corriendo del campo o del arroyo donde lavaba la ropa para recibir personalmente la carta de manos del cartero. Luego esperaba a que tú llegaras de la escuela, te llevaba al porche trasero y sacaba la carta de Hyong-chol.

—Léela en voz alta —te pedía.

Las cartas de Hyong-chol siempre empezaban con «Queridísima madre». Como si siguiera un manual sobre cómo escribir cartas, acto seguido preguntaba por la familia y decía que él estaba bien. Explicaba que una vez a la semana llevaba la ropa sucia a la mujer de un primo de padre y que ella se la lavaba, como mamá le había pedido que hiciera. Informaba que comía bien y que había encontrado un lugar donde dormir, ya que había empezado a hacer el turno de noche en el trabajo, y le pedía que no se preocupara por él. También decía que tenía la sensación de que en la ciudad podía hacer cualquier cosa y que había muchas cosas que quería hacer. Incluso le confesaba su ambición de triunfar y de dar a mamá una vida mejor. A sus veinte años, Hyong-chol añadía con galantería: «De modo que no te preocupes por mí, madre, y cuídate mucho, por favor». Cuando levantabas la vista de la carta, veías a mamá mirando fijamente los tallos de las plantas del jardín trasero o la repisa de los tarros de barro llenos de salsas. Tu mamá aguzaba el oído, no quería perderse ni una sílaba. En cuanto terminabas de leer la carta, te pedía que escribieras lo que ella te dictara. Sus primeras palabras eran: «Querido Hyong-chol». Tú escribías: «Querido Hyong-chol». Mamá no te decía que pusieras un punto después, pero tú lo ponías. Cuando decía «¡Hyong-chol!», tú escribías «¡Hyong-chol!». Cuando mamá hacía una pausa después de pronunciar su nombre, como si hubiera olvidado lo que quería decir a continuación, te ponías un mechón de la melena detrás de la oreja y, bolígrafo en mano y mirando fijamente el papel de carta, esperabas atenta a que tu mamá continuara. Cuando decía «ya ha llegao el frío», tú escribías «ha llegado el frío». Después de «Querido Hyong-chol», mamá siempre añadía algún comentario sobre el tiempo: «Hay flores ahora que es primavera»; «Como es verano, los límites del arrozal están empezando a secarse y a agrietarse»; «Es la estación de la cosecha y las judías desbordan los límites del arrozal». Mamá hablaba vuestro dialecto regional salvo cuando dictaba una carta para Hyong-chol. «No te preocupes por nada de casa y por favor cuídate. Eso es lo único que te pide tu madre». Las cartas de mamá siempre transmitían una corriente de emoción: «Siento no poder serte de más ayuda». Mientras escribías con esmero sus palabras, ella se secaba una gruesa lágrima. Las últimas palabras de tu mamá siempre eran las mismas: «No te saltes ninguna comida. Mamá».

Al ser la tercera de cinco hijos, presenciaste el dolor, la pena y la preocupación de mamá cada vez que uno de tus hermanos mayores se iba de casa. Después de que Hyong-chol se hubo marchado, todas las mañanas, al amanecer, mamá limpiaba la superficie de los tarros de barro vidriado de la repisa del patio trasero. Como el pozo estaba en el patio de delante, llevar agua a la parte de atrás era una tarea muy pesada, pero ella lavaba todos y cada uno de los tarros. Quitaba las tapas y los limpiaba por dentro y por fuera hasta que brillaban. Tu mamá cantaba bajito: «Si entre tú y yo no se interpusiera un mar, este doloroso adiós no existiría…». Con las manos ocupadas en sumergir el trapo en agua fría, escurrir y frotar los tarros, mamá cantaba: «Espero que no me dejes nunca». Si la llamabas, se volvía con sus grandes ojos inocentes llenos de lágrimas.

El amor de mamá por Hyong-chol era tan grande que, cuando llegaba tarde a casa porque se había quedado estudiando en la escuela, solía preparar un bol de
ramen
solo para él. Más adelante, cuando a veces sacabas ese tema con tu novio, Yu-bin replicaba:

—Solo era
ramen
. ¿Cuál era el problema?

—¿Qué quieres decir con «cuál era el problema»? ¡En aquel tiempo
ramen
era lo mejor que había! ¡Era algo que comías a hurtadillas para no tener que compartirlo!

Aunque le explicaras lo que significaba, él, un chico de ciudad, lo menospreciaba.

Cuando esa nueva exquisitez llamada
ramen
entró en vuestra vida, superó todos los platos que mamá había preparado hasta entonces. Mamá compraba
ramen
y lo escondía en un tarro vacío de la repisa, entre otros, porque quería guardarlo para Hyong-chol. Pero, aun entrada la noche, el olor del
ramen
hirviendo os despertaba a ti y a tus hermanos. Cuando mamá os decía muy seria: «Volved a la cama», mirabais a Hyong-chol, que estaba a punto de comer. Él se compadecía y os daba una cucharada a cada uno. Mamá preguntaba: «¿Cómo es que todos venís tan deprisa cuando se trata de comida?», y llenaba la cazuela de agua para preparar más
ramen
y repartirlo entre tus hermanos y tú. Y entonces cada uno de vosotros sostenía, feliz, un bol más lleno de caldo que de fideos.

Después de que Hyong-chol se marchara a la ciudad, cuando mamá se acercaba al tarro donde escondía el
ramen
, gritaba: «¡Hyong-chol!»; las piernas le fallaban y se caía al suelo. Tú le quitabas el trapo de las manos, le levantabas un brazo y lo pasabas alrededor de tus hombros. Entonces tu mamá, incapaz de controlar sus sentimientos desbordantes hacia su primogénito, se echaba a llorar.

Cuando la tristeza se apoderó de mamá después de que tus hermanos se fueran de casa, lo único que podías hacer por ella era leerle las cartas en voz alta y echar al buzón sus respuestas de camino a la escuela. En esa época no tenías ni idea de que ella nunca había puesto un pie en el mundo de las letras. ¿Cómo no se te ocurrió pensar que no sabía leer ni escribir al ver que confiaba en ti, una niña, para que le leyeras las cartas y escribieras sus respuestas? Te parecía que su petición era una tarea más, como cortar malvas en el jardín o ir a comprar queroseno. Después de que tú te fueras de casa, mamá no debió de encomendar esa tarea a nadie, pues nunca recibiste una carta de ella. ¿Porque tú no le escribías? Probablemente fue por el teléfono. Por la época en que tú te fuiste a la ciudad, instalaron un teléfono público cerca de la casa del mandamás del pueblo. Era el primer teléfono en tu tierra natal, una pequeña comunidad granjera donde, de vez en cuando, un tren traqueteante recorría las vías que se extendían entre el pueblo y los vastos campos. Todas las mañanas los aldeanos oían al mandamás probar el micrófono y anunciar a continuación que fulanito o menganito debía acudir para atender una llamada de Seúl. Tus hermanos empezaron a llamar al teléfono público. Después de que instalaran el teléfono, aquellos que tenían familia en otras ciudades estaban pendientes de los sonidos del micrófono, incluso desde los arrozales o los campos, preguntándose a quién buscaban.

* * *

Una madre y una hija pueden conocerse muy bien o ser dos completas desconocidas.

Hasta el pasado otoño, creíste que conocías bien a tu mamá: sabías lo que le gustaba, lo que tenías que hacer para apaciguarla cuando se enfadaba, lo que quería oír. Si alguien te preguntaba qué estaba haciendo mamá, respondías en el acto: estará secando los helechos; como es domingo, debe de estar en la iglesia. Pero el pasado otoño tu creencia de que la conocías se hizo añicos. Fuiste a verla sin avisar y descubriste que te habías convertido en una invitada. Mamá se avergonzaba del desorden en el patio y de las colchas sucias. En un momento dado recogió una toalla del suelo y la colgó, y cuando se cayó comida en la mesa, la recogió rápidamente. Echó un vistazo a lo que tenía en la nevera y, aunque trataste de detenerla, se fue al mercado. Si estás con tu familia, no deberías sentirte mal por no recoger la mesa después de comer para ir a hacer otra cosa. Te diste cuenta de que te habías convertido en una extraña cuando viste que mamá trataba de disimular el desorden de su vida cotidiana.

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