Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
—¿Por qué vienes a caminar por aquí?
—Vine una vez después de la muerte de tu tía y he seguido haciéndolo.
Al cabo de un rato se detuvo en lo alto de una colina. Cuando te acercaste y miraste hacia donde ella estaba mirando, exclamaste:
—¡Ah, es este sendero!
Te habías olvidado por completo de él. Era el atajo que conducía a la casa de la madre de tu mamá, lo habías recorrido a menudo de niña. Aun después de que construyeran la gran carretera que atravesaba el pueblo, la gente solía tomar ese camino de montaña. Era el sendero por el que un día bajaste con un pollo vivo atado a una cuerda mientras tu abuela estaba ocupada preparando sus ritos ancestrales. Soltaste la cuerda y perdiste el pollo. Lo buscaste por todas partes, pero no conseguiste encontrarlo. ¿Dónde se metió? ¿Tanto había cambiado ese camino? De niña habrías podido recorrerlo con los ojos cerrados, pero ahora, si no hubiera sido por la colina, no habrías sabido que era el mismo. Mamá se quedó mirando la que había sido la casa de su madre. Ya no vivía nadie allí. Los habitantes de ese pueblo, que en otro tiempo debieron de ser más de cincuenta familias, se habían marchado. Todavía seguían en pie unas cuantas casas vacías, pero la gente había dejado de ir. ¿De modo que mamá solía subir sola hasta allí para mirar el pueblo vacío en el que había nacido? Le rodeaste la cintura con el brazo y volviste a decirle que fuera contigo a Seúl. No respondió, lo que hizo fue sacar el tema del perro. Al ver que no estaba en la caseta te había picado la curiosidad, pero no habías tenido oportunidad de preguntar.
Un año antes, cuando fuiste a casa el verano pasado, había un perro atado junto al cobertizo. Hacía un calor sofocante y la cadena era tan corta que parecía que el jadeante perro, incapaz de apartarse del sol, iba a caer muerto en cualquier momento. Le dijiste a mamá que lo soltara. Ella respondió que, si lo hacía, la gente tendría tanto miedo que no pasaría por allí. ¿Cómo podía atar así a un perro, y encima en el campo…? Por causa del perro discutiste con ella nada más llegar, ni siquiera te molestaste en saludar. «¿Por qué lo tienes atado? Déjalo suelto». Pero mamá insistió: «Nadie, ni siquiera en el campo, deja sueltos a sus perros. Todo el mundo los ata con una cadena. Si no lo haces, se pierden». Replicaste: «Entonces busca una cadena más larga. ¿Cómo va a sobrevivir un perro con este calor si lo atas a una cadena tan corta? Lo tratas así solo porque no puede defenderse». Mamá dijo que esa era la única cadena que había en la casa; era la que había utilizado para el anterior perro. «¡Pues compra una nueva!». Aunque hacía mucho que no ibas a ver a tu madre, volviste al pueblo antes de poner un pie en la casa y regresaste con una cadena tan larga que el perro podía merodear por el patio lateral. Fue entonces cuando te diste cuenta de que la caseta era pequeña. Te disponías a marcharte otra vez para comprar otra caseta para el perro cuando mamá te detuvo; dijo que en el pueblo vecino había un carpintero y que le pediría que construyera una nueva. No concebía pagar por una caseta para un animal. «Hay trozos de madera por todas partes, basta con unir unos cuantos con unos clavos. ¿Quieres pagar por eso? Debes de estar podrida de dinero». Más tarde, cuando te fuiste de vuelta a la ciudad, le diste dos cheques de diez mil won y le hiciste prometer que mandaría construir una caseta grande para el perro. Mamá prometió que lo haría. De nuevo en Seúl, la telefoneaste unas cuantas veces para asegurarte de que había encargado la caseta del perro. Aunque podría haber mentido, mamá cada vez respondía: «Tengo que hacerlo. Lo haré pronto». La cuarta vez que llamaste y te respondió lo mismo, montaste en cólera: «Te di el dinero para eso. La gente de campo sois terribles. ¿No te da pena ese perro? ¿Cómo va a vivir en ese espacio tan pequeño, y más con este calor? Hay excrementos pisoteados dentro y ni siquiera los recoges. ¿Cómo va a vivir un perro tan grande en un lugar tan pequeño? ¡Suéltalo en el patio! ¿No te da pena?».
Hubo un silencio. Empezaste a arrepentirte de haber dicho que la gente de campo era terrible.
La voz de tu mamá sonó furiosa al otro lado de la línea: «¿Te preocupa más el perro que tu madre? ¿Crees que tu madre es la clase de persona que maltrataría a un perro? ¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Lo criaré como me dé la gana!». Y colgó.
Siempre colgabas tú primero. «Mamá, te llamo después», decías, y luego no lo hacías. No tenías tiempo para sentarte y escuchar todo lo que mamá tenía que decirte. Pero esta vez había colgado ella. Era la primera vez que mamá se enfadaba tanto contigo desde que te habías ido de casa. A partir de entonces mamá siempre te decía: «Lo siento». Te confesó que te había mandado a vivir con Hyong-chol porque ella no podía cuidarte lo bastante bien. Mamá trataba por todos los medios de alargar la conversación cuando llamabas. Pero, aunque había colgado primero, estabas decepcionada con ella por cómo tenía al perro. Estabas desconcertada. ¿Cómo podía haber cambiado tanto? Mamá solía cuidar de todos los animales de la casa. Era la clase de persona que iba a Seúl para quedarse una temporada y tres días después insistía en volver a casa para dar de comer al perro. ¿Cómo podía ser tan descuidada? Estabas enfadada con tu mamá por haberse vuelto insensible.
Al cabo de unos días mamá llamó: «Antes no eras así de fría. Si tu madre te cuelga el teléfono, se supone que tienes que llamarla. ¿Cómo puedes ser tan terca?».
No se trataba de terquedad; no habías tenido mucho tiempo para pensar. Te acordabas de que mamá había colgado furiosa, pensabas: «Debería llamarla», pero por una cosa o por otra siempre acababas poniendo esa llamada al final de la lista.
«¿Sois así toda la gente culta?», espetó mamá, y colgó.
Para el Chuseok fuiste a casa de tus padres y viste una gran caseta junto al cobertizo. En el suelo había una gruesa capa de paja.
En la colina, a tu lado, tu mamá empezó a hablar:
—En octubre, mientras estaba lavando el arroz en el fregadero para preparar el desayuno, alguien me dio unos golpecitos en la espalda. Cuando me volví, no había nadie. Se repitió durante tres días seguidos: notaba unos golpecitos, como si me llamaran, pero cuando miraba no había nadie. Debió de ser el cuarto día; en cuanto me desperté, fui al cuarto de baño y vi al perro tumbado frente al retrete. El año pasado te enfadaste conmigo, dijiste que maltrataba al perro, pero había encontrado a ese perro vagando por las vías del tren, cubierto de sarna. Me dio lástima y me lo llevé a casa; lo até y le di de comer. Si no lo atas, no sabes adónde irá o si alguien se lo llevará para comérselo… Ese día de octubre no se movió. Al principio pensé que dormía. No se movió ni siquiera cuando lo zarandeé. Estaba muerto. El día anterior había comido bien y había movido la cola, pero ahora estaba muerto, y parecía tranquilo. No sé cómo se soltó de la cadena. Al principio estaba en los huesos, pero enseguida engordó y el pelo empezaba a brillarle. Y era tan listo… Atrapaba topos. —Se interrumpió con un suspiro—. Dicen que si acoges a una persona, te traicionará, pero que si acoges a un perro, te recompensará. Creo que el pobrecillo murió en mi lugar.
Esta vez suspiraste tú.
—La pasada primavera di dinero a un monje que pasó por aquí y me dijo que este año moriría un miembro de nuestra familia. Cuando lo oí me puse muy nerviosa. Pensé durante mucho tiempo en ello. Creo que la muerte vino a buscarme, pero como cada vez que vino yo estaba lavando el arroz que iba a cocinar para mí sola, se llevó al perro en lugar de a mí.
—Mamá, ¿de qué estás hablando? ¿Cómo puedes creer eso tú que vas a la iglesia? —Pensaste en la caseta vacía junto al cobertizo y en la cadena en el suelo, y la abrazaste.
—Cavé un hoyo profundo en el patio y lo enterré en él.
Tu mamá siempre contaba historias llenas de imaginación. En la noche de un rito ancestral, la hermana de padre y otras tías llegaban con cuencos de arroz. Era cuando la comida escaseaba, así que todas colaboraban. Cuando terminaban los ritos, tu mamá llenaba de comida los cuencos de los parientes para que se los llevaran a casa. Durante los ritos, los cuencos de arroz estaban colocados en hilera, y mamá decía que los pájaros habían entrado volando, se habían posado en el arroz y luego se habían ido. Si no la creías, exclamaba: «¡Los he visto con mis propios ojos! Había seis pájaros. ¡Los pájaros son vuestros antepasados que han venido a comer!». Una vez, mamá se fue a los campos a primera hora de la mañana y se llevó algo de comer para más tarde, pero ya había alguien allí arrancando malas hierbas. Cuando le preguntó quién era, él explicó que pasaba por allí y que se había detenido a arrancar malas hierbas porque había muchas. Mamá y el desconocido escardaron juntos. Ella, agradecida, compartió con él su comida. Hablaron de esto y de aquello, arrancaron malas hierbas, y cuando se hizo de noche sus caminos se separaron. Al llegar a casa, ella explicó a la hermana de padre que había estado escardando con un desconocido, y la hermana de padre se puso rígida y preguntó qué aspecto tenía. «Era el dueño del campo. Murió de una insolación mientras arrancaba malas hierbas en ese campo». Tú preguntaste: «Mamá, ¿no te dio miedo estar todo el día en el campo con un muerto?». Pero tu mamá respondió con toda naturalidad: «No, no pasé miedo. Si hubiera tenido que arrancar las malas hierbas yo sola, habría tardado dos o tres días. Así que agradecí que me ayudara».
* * *
Después de tu visita, observaste que las jaquecas de tu madre parecían consumirla. Enseguida perdió su personalidad extravertida y su vivacidad, y empezó a echarse más a menudo a descansar. Ni siquiera lograba concentrarse en los juegos de cartas con apuestas de cien won, que era una de las pocas alegrías que le quedaban. Y empezó a perder facultades. Una vez, después de poner al fuego una olla llena de trapos con lejía para blanquearlos, se desplomó en el suelo de la cocina y no pudo levantarse. El agua se evaporó, los trapos ardieron y la cocina se llenó de humo, pero tu mamá no podía moverse. De no ser porque un vecino vio la columna de humo y entró para averiguar qué pasaba, la casa habría sido pasto de las llamas.
Tu hermana, que tenía tres hijos, te preguntó una vez algo sobre tu madre y sus continuas jaquecas.
—¿Crees que a mamá le gustaba estar en la cocina? —Habló en voz baja, seria.
—¿Por qué lo preguntas?
—Algo me dice que no le gustaba.
Tu hermana, que era farmacéutica, había abierto su farmacia mientras esperaba su primer hijo. Tu cuñada hacía de canguro del niño, pero vivía tan lejos de la farmacia que el niño vivió un tiempo con ella. Tu hermana, a quien siempre le habían encantado los niños, siguió ocupándose de la farmacia a pesar de que solo podía ver a su hijo una vez a la semana. Era desgarrador verla separarse de su bebé. La despedida no podría haber sido más dolorosa. Pero tu hermana parecía llevarlo peor que el bebé. Él se adaptó bien a su vida lejos de su madre, pero cuando tu hermana lo llevaba de nuevo con tu cuñada al final de la semana, las lágrimas le caían en las manos con que aferraba el volante de regreso a casa y el lunes acudía a la farmacia con los ojos hinchados de tanto llorar. Era tan triste que tú le preguntabas: «¿De verdad que llevar una farmacia exige llegar a estos extremos?». Cuando el marido de tu hermana se fue a Estados Unidos para hacer dos años de prácticas, tu hermana cerró la farmacia, de la que había seguido ocupándose después de tener su segundo hijo. Dijo que creía que vivir en Estados Unidos sería una buena experiencia para sus hijos, y tú pensaste: «Sí, relájate y tómate unas vacaciones». No había tenido ni un día libre desde que se había casado. Tu hermana tuvo su tercer hijo en Estados Unidos y volvió. Tenía que cocinar para una familia de cinco. Te contó que por entonces comieron doscientas corvinas en un mes.
—¿Doscientas en un mes? ¿Solo comisteis corvina? —preguntaste, y ella dijo que sí.
Eso fue antes de que llegaran sus cosas de Estados Unidos. Aún no se había acostumbrado a la nueva casa y seguía amamantando al recién nacido, de modo que no tenía tiempo para ir al mercado. Su suegra le mandó un cajón de corvinas en salazón, y se lo comieron en diez días.
—Hacía sopa de brotes de soja germinada y asaba a la parrilla un par de pescados, y luego hacía sopa de pescado y calabacín —dijo tu hermana, y se rió.
Cuando preguntó a su suegra dónde podía conseguir más, descubrió que se compraban por internet. Como el primer cajón se había acabado tan rápido, encargó dos.
—Cuando llegaron las corvinas, las lavé y las conté. Había doscientas. Estaba lavándolas con la idea de envolverlas en plástico de cuatro en cuatro o de cinco en cinco y meterlas en el congelador para que fuera más fácil cocinarlas, cuando de pronto me entraron ganas de arrojarlas todas al suelo —dijo con calma—. Y pensé en mamá. Me pregunté: «¿Cómo se sintió mamá todos esos años en esa cocina anticuada cocinando para nuestra gran familia?». ¿Te acuerdas de cuánto comíamos? Había dos mesas pequeñas llenas de comida. ¿Te acuerdas de lo grande que era la cazuela del arroz? Y tenía que empaquetar el almuerzo de cada uno de nosotros, incluidos los platos de acompañamiento que hacía con lo que sacaba del campo… ¿Cómo podía arreglárselas ella sola día tras día? Y encima, como padre era el hijo mayor, siempre había algún pariente viviendo en casa. No creo que a mamá le gustara nada estar en la cocina.
El comentario te cogió desprevenida. Nunca habías pensado en mamá separada de su cocina. Mamá era la cocina y la cocina era mamá. Nunca te habías preguntado: «¿Le gustaba a mamá estar en la cocina?».
* * *
Para ganar dinero, tu mamá criaba gusanos de seda, elaboraba malta y ayudaba a hacer tofu. Pero la mejor forma de hacer dinero era no gastarlo. Mamá ahorraba en todo. A veces vendía a los forasteros una lámpara destartalada, una piedra de planchar gastada o una jarra vieja. Querían los objetos antiguos que mamá utilizaba y, aunque no les tenía apego, discutía con ellos por el precio como si se hubiera convertido en una vendedora. Al principio parecía que iba a salir perdiendo, pero siempre acababa consiguiendo lo que quería. Los escuchaba en silencio y decía: «Pues dame lo que te pido», y ellos se mofaban y respondían: «¿Quién va a querer comprar este trasto inútil por tanto dinero?». Mamá replicaba: «Entonces, ¿por qué vas por ahí comprando trastos?», y se llevaba su lámpara. «Serías una buena comerciante», gruñían ellos, y le daban lo que había pedido.
Tu mamá nunca pagaba el precio completo por nada. Casi todo lo hacía ella misma. Por eso siempre tenía las manos ocupadas. Cosía, tejía y cultivaba los campos sin descanso. Los campos de mamá nunca estaban vacíos. En primavera plantaba semillas de patatas en surcos, y también lechugas, manzanilla de flor dorada, malvas, cebollinos chinos, pimientos y maíz. Debajo de la cerca que rodeaba la casa, cavaba hoyos para plantar calabacines, y en el campo sembraba judías. Siempre cultivaba sésamo, hojas de morera y pepinos. Si no estaba en la cocina, la encontrabas en los campos o en los arrozales. Sacaba de la tierra patatas, ñames y rábanos, y arrancaba calabacines y coles. Su trabajo era la demostración de que quien no siembra no recoge. Pagaba solo por lo que no podía crecer de las semillas: los patitos o los pollos que correteaban por el patio en primavera, o los cerdos que vivían en la pocilga.