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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (3 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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Tal vez te convertiste en una invitada antes de eso, cuando te fuiste a vivir a la ciudad. Después de que te marchases de casa, tu mamá dejó de reñirte. Antes era severa contigo si hacías algo que no le parecía bien. Desde pequeña, siempre se dirigió a ti como: «Eh, niña». Normalmente os lo decía a ti y a tu hermana para diferenciar a sus hijas de sus hijos, pero también te llamaba así, «Eh, niña», cuando quería que corrigieras tus hábitos: tu manera de comer la fruta, tu forma de andar, de vestir, de hablar. Pero a veces parecía inquieta y te escudriñaba la cara. Te estudiaba con expresión preocupada cuando necesitaba que la ayudaras a estirar por las puntas las colchas almidonadas o cuando te pedía que echaras astillas en el horno de la vieja cocina para cocer arroz. Un día frío de invierno, tu mamá y tú estabais cerca del pozo, limpiando la raya para los ritos ancestrales de Año Nuevo, cuando ella dijo: «Tienes que estudiar mucho en la escuela, así podrás acceder a un mundo mejor». ¿Entendiste entonces sus palabras? Cuantas más veces te reprendía ella, más a menudo la llamabas «mamá». La palabra «mamá» es familiar y esconde una petición: «Por favor, cuídame; por favor, deja de gritarme y acaríciame la cabeza; por favor, apóyame tenga o no razón». Nunca dejaste de llamarla «mamá». Incluso ahora, cuando mamá ha desaparecido. Cuando dices en voz alta «mamá», quieres creer que está sana. Que mamá es fuerte. Que mamá no se arredra ante nada. Que mamá es la persona a la que quieres llamar cuando te desesperas por algo en esta ciudad.

El pasado otoño no le avisaste que ibas a verla, pero no lo hiciste para evitar que se liara a preparar tu llegada. En ese momento estabas en Pohang. La casa de tus padres queda lejos de Pohang, adonde habías llegado en uno de los primeros vuelos de la mañana. Cuando te despertaste al amanecer, te lavaste el pelo y fuiste al aeropuerto, no sabías que irías a ver a mamá a Chongup. Está más lejos y es más difícil ir a Chongup desde Pohang que desde Seúl. No lo tenías previsto.

Cuando llegaste a la casa de tus padres, encontraste la verja abierta. La puerta de la casa también estaba abierta. Al día siguiente habías quedado para comer con Yu-bin en la ciudad de modo que tenías planeado volver a casa en el tren de la noche. Aunque habías nacido allí, el pueblo se había vuelto un lugar desconocido. Lo único que quedaba de tu niñez eran los tres almeces, ya muy crecidos, junto al riachuelo. Cuando ibas a casa de tus padres, en vez de la carretera tomabas el pequeño sendero hacia los almeces alineados del riachuelo. Este camino te llevaba directamente a la verja trasera de la casa de tu niñez. Mucho tiempo atrás había habido un pozo comunal justo al otro lado de la verja. Lo taparon cuando el moderno sistema de cañerías llegó a todas las casas, pero tú siempre te detenías en ese lugar antes de cruzar la verja. Golpeabas con el pie el sólido cemento justo donde había estado el pozo. Te invadía la nostalgia. ¿Qué debía de hacer el pozo en la oscuridad, debajo de la calle, el pozo que había proporcionado agua a toda la gente del callejón y que seguía borboteando? No estabas allí cuando lo cegaron. Un día fuiste de visita y el pozo había desaparecido, justo por ahí pasaba una carretera de cemento. Seguramente, como no viste con tus propios ojos cómo lo cegaron, seguías imaginando que el pozo todavía estaba allí, rebosante de agua, bajo el cemento.

Te quedaste un rato donde había estado el pozo, luego cruzaste la verja y gritaste: «¡Mamá!». Pero no hubo respuesta. La luz del sol poniente de otoño inundaba el patio de la casa, orientada al oeste. Entraste a buscarla, pero no estaba en la salita ni en el dormitorio. Había mucho desorden. Una botella de agua abierta encima de la mesa y una taza en el borde del fregadero. En la alfombra de la salita había una cesta de trapos volcada, y del sofá colgaba una camisa sucia con las mangas separadas, como si padre acabara de quitársela. El sol del atardecer iluminaba el espacio vacío. «¡Mamá!». Aunque sabías que allí no había nadie, gritaste una vez más: «¡Mamá!». Saliste por la puerta principal y, en el patio lateral, viste a mamá tumbada en la tarima del cobertizo sin puerta. «¡Mamá!», gritaste, pero no respondió. Te pusiste los zapatos y fuiste hasta el cobertizo. Desde allí se veía todo el patio. Muchos años atrás, mamá hacía malta en el cobertizo. Era un lugar práctico, sobre todo desde que lo ampliaron ocupando la pocilga contigua. En los estantes que había clavado en una pared, amontonaba los viejos utensilios de cocina que ya no utilizaba, y debajo tenía sus frascos de cristal llenos de encurtidos y conservas. Era ella quien había trasladado la tarima al cobertizo. Cuando derribaron la vieja casa y construyeron la de estilo occidental, se sentaba en la tarima para hacer las tareas culinarias que no resultaban cómodas dentro de la cocina moderna. Machacaba pimienta roja en el mortero para hacer
kimchi
, sacudía los tallos de las judías para desvainarlas, hacía pasta de pimientos rojos y col salada para el
kimchi
de invierno, o ponía a secar tortas de semillas de soja fermentadas.

La caseta del perro que había junto al cobertizo estaba vacía; la cadena yacía en el suelo. Caíste en la cuenta de que no lo habías oído ladrar al entrar en la casa. Buscaste al perro con la mirada mientras te acercabas a mamá, que no se movió. Debía de haber estado cortando calabacines para ponerlos a secar al sol. A su lado había una tabla, un cuchillo y una maltrecha cesta de bambú llena de rodajas de calabacín. Al principio te preguntaste: «¿Está dormida?». Pero al recordar que a ella no le iba lo de echarse la siesta, te fijaste en su cara. Tenía una mano en la cabeza y luchaba con todas sus fuerzas. Tenía los labios entreabiertos, el entrecejo fruncido y la cara surcada por profundas arrugas.

—¡Mamá!

No abrió los ojos.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Te arrodillaste delante de ella, la sacudiste con fuerza y abrió ligeramente los ojos. Los tenía muy rojos y tenía la frente cubierta de gotas de sudor. Tú mamá no parecía reconocerte. Abrumada por el dolor, su rostro mostraba una terrible confusión. Solo una malevolencia invisible podría ser la causa de semejante expresión. Volvió a cerrar los ojos.

—¡Mamá!

Subiste a la tarima y apoyaste el rostro torturado de mamá en tu regazo. Le pasaste un brazo por la axila para que no se resbalara de tus rodillas. ¿Cómo podían haberla dejado sola en ese estado? Te sentías indignada, como si alguien la hubiera arrojado así al cobertizo. Pero la que se había ido de su lado eras tú. Cuando uno sufre un shock es difícil tomar decisiones. «¿Llamo a una ambulancia? ¿Debería entrarla en casa? ¿Dónde está padre?». Estos pensamientos cruzaron tu mente a toda velocidad, pero acabaste mirando a mamá apoyada en tu regazo. Nunca habías visto su cara tan contorsionada, reflejando tanto dolor. La mano con que se apretaba la frente cayó sin fuerzas sobre la tarima. Mamá respiraba con dificultad, agotada. Sus miembros se aflojaron, como si ya no pudiera hacer el esfuerzo de intentar evitar el dolor.

—¡Mamá!

El corazón te latía con fuerza. Se te ocurrió que podía estar muriéndose, así, sin más. Pero entonces mamá abrió los ojos muy despacio y te miró fijamente. Al verte debería haberse sorprendido, pero su mirada era vacía. Parecía sentirse demasiado débil para reaccionar. Unos segundos más tarde pronunció tu nombre, con cara inexpresiva. Y murmuró algo débilmente. Te inclinaste.

—Cuando mi hermana murió, ni siquiera pude llorar.

Mamá estaba tan pálida que no lograste decir nada.

El funeral de tu tía fue en primavera. Tú no asististe. Ni siquiera habías ido a verla, aunque estuvo casi un año enferma. ¿Qué estabas haciendo? Cuando eras joven, tu tía fue una segunda madre para ti. En las vacaciones de verano te instalabas en su casa, al otro lado de la montaña. De todos tus hermanos, tú eras con quien ella tenía una relación más estrecha. Seguramente porque te parecías mucho a mamá. Tu tía siempre decía: «¡Tú y tu madre estáis cortadas por el mismo patrón!». Como si reviviera su niñez con su hermana, tu tía te llevaba con ella a dar de comer a los conejos y te hacía trenzas. Cocinaba una olla de cebada con una porción de arroz encima y guardaba el arroz para ti. Por la noche te apoyabas en su regazo y escuchabas las historias que te contaba. Recordaste que solía deslizar un brazo debajo de tu cuello, a modo de almohada. Aunque se había ido de este mundo, todavía recordabas su aroma de aquellos veranos. Tu tía, en su vejez, se dedicó a cuidar de sus nietos mientras sus padres llevaban una panadería. Se cayó por la escalera cargando un niño a la espalda y la llevaron corriendo al hospital, donde descubrieron que tenía un cáncer tan extendido por todo el cuerpo que ya no se podía hacer nada. Mamá te dio la noticia.

—¡Mi pobre hermana mayor!

—¿Cómo no se lo han detectado hasta ahora?

—Nunca se hizo ninguna revisión.

Tu mamá iba a ver a su hermana, le llevaba gachas de sésamo y se las daba a cucharadas. Tú escuchabas en silencio cuando te llamaba por teléfono y decía: «Ayer fui a ver a tu tía. Hice gachas de sésamo y se las comió con apetito».

Fuiste la primera a la que mamá llamó cuando tu tía murió.

—Mi hermana ha muerto.

No dijiste nada.

—Si estás ocupada no hace falta que vengas.

Aunque tu mamá no hubiera dicho esas palabras, no habrías podido ir al funeral de tu tía porque tenías que entregar un proyecto. Hyong-chol, que sí fue, te contó que le había preocupado ver a mamá tan destrozada, pero que no lloró y que le dijo que no quería ir al cementerio.

—¿De verdad? —preguntaste.

Hyong-chol dijo que a él también le había extrañado, pero que respetó su deseo.

Ese día, en el cobertizo, mamá, con aquella expresión de dolor, te contó que cuando murió su hermana ni siquiera pudo llorar.

—¿Por qué no? Deberías haber llorado si querías hacerlo —dijiste, sintiéndote algo aliviada al ver a la mamá que conocías, aunque se mostrara tan inexpresiva.

Tu mamá parpadeó tranquila.

—Ya no puedo llorar.

No dijiste nada.

—Si lo hago, la cabeza me duele tanto que tengo la sensación de que me va a estallar.

Con el sol poniente calentando tu espalda, miraste la cara de mamá apoyada en tu regazo como si fuera la primera vez que la veías. ¿Mamá tenía jaquecas? ¿Y tan fuertes que ni siquiera podía llorar? Sus ojos oscuros, que solían verse redondos y brillantes como los de una vaca a punto de dar a luz, quedaban ahora ocultos bajo las arrugas. Sus carnosos y pálidos labios estaban secos y cuarteados. Le cogiste un brazo, el que ella había dejado caer en la tarima, y se lo pusiste sobre la barriga. Miraste las oscuras manchas del sol en el dorso de su mano, revelaban toda una vida de trabajo. Ya no podías decir que conocías a mamá.

* * *

Cuando tu tío vivía, iba a ver a mamá todos los miércoles. Acababa de volver a Chongup después de haber llevado una vida nómada por todo el país. No tenía un motivo concreto para la visita; llegaba en su bicicleta, veía a mamá y se iba. A veces, en lugar de entrar en la casa, la llamaba desde la verja: «¡Hermana! ¿Estás bien?». Y antes de que tu mamá pudiera salir al jardín, gritaba: «¡Me voy!», daba la vuelta a la bicicleta y se iba. Por lo que tú sabías, mamá y su hermano no estaban muy unidos. Poco antes de que tú nacieras, tu tío pidió prestado mucho dinero a padre y nunca se lo devolvió. Tu mamá a veces hablaba de ello con amargura. Decía que por culpa de tu tío siempre se había sentido en deuda con padre y con la hermana de padre. Aunque el que debía el dinero era tu tío, a tu mamá le costaba aceptar que no lo hubiera devuelto. Después de cuatro o cinco años sin tener noticias de él, tu mamá siempre se preguntaba: «¿Qué estará haciendo tu tío?». No sabrías decir si estaba preocupada o si le guardaba rencor.

Un día, tu mamá oyó que alguien abría la verja y entraba.

—Hermana, ¿estás en casa?

Mamá, que estaba dentro comiendo mandarinas contigo, abrió la puerta y salió corriendo. Todo ocurrió muy deprisa. ¿Por qué se había emocionado tanto? Intrigada, saliste detrás de ella. Mamá se detuvo en el porche y, mirando hacia la verja, gritó:

—¡Hermano!

Y corrió hacia la persona que estaba de pie junto a la verja sin importarle ir descalza. Era tu tío. Tu mamá salió a su encuentro corriendo como el viento, le golpeó el pecho con el puño y gritó:

—¡Hermano! ¡Hermano!

La observaste desde el porche. Era la primera vez que la oías llamar a alguien «hermano». Siempre se refería a su hermano como «tu tío». No sabías por qué te había sorprendido tanto verla correr hacia tu tío y llamarlo «hermano» con un tono nasal de satisfacción, cuando siempre habías sabido que tenías un tío. Te dijiste: ¡Mamá también tiene un hermano! A veces te reías tú sola al recordar a tu mamá ese día, ya entrada en años, bajando de un salto del porche y cruzando el jardín a todo correr, hacia tu tío, gritando: «¡Hermano!», como si fuera una niña… Mamá comportándose como una niña aún más pequeña que tú. Esa mamá la tenías grabada en la mente. Te recordaba que hasta mamá… No comprendías por qué habías tardado tanto tiempo en darte cuenta de algo tan obvio. Para ti, mamá era siempre mamá. Nunca se te pasó por la cabeza que un día había dado su primer paso, o que había tenido tres, doce o veinte años. Mamá era mamá. Había nacido siendo mamá. Hasta que la viste correr de ese modo hacia tu tío, no caíste en la cuenta de que era un ser humano que sentía exactamente lo mismo que tú por tus hermanos, y ese descubrimiento te llevó a tomar conciencia de que ella también había tenido infancia. Desde entonces, a veces pensabas en mamá como niña, como adolescente, como recién casada, como madre que acababa de darte a luz.

Después de haber visto a mamá en ese estado en el cobertizo, no podías dejarla y volver a la ciudad. Padre estaba en Sokcho con ciertas personas del Centro Regional de las Artes Tradicionales Coreanas de Interpretación. Se suponía que volvería en un par de días. Aunque el dolor más intenso pasó, la jaqueca persistía y ni podía sonreír, no digamos llorar. Ni siquiera entendió tu propuesta de ir al hospital. Cuando la ayudaste a entrar en la casa, caminó con cautela, intentando mantener a raya el dolor. Pasó mucho rato hasta que pudo hablar. Dijo que siempre tenía jaquecas, pero que las jaquecas terribles solo llegaban «de vez en cuando», y que pasados esos momentos podía sobrellevarlo.

¿Estaban tus hermanos al corriente de las jaquecas de mamá? ¿Y padre?

Querías contárselo a tus hermanos y llevar a mamá a un gran hospital en cuanto volvieras a la ciudad. Cuando fue capaz de moverse por sí sola, te preguntó:

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