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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (4 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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—¿No tienes que irte?

En algún momento del pasado tus visitas a casa se habían hecho más breves; ibas unas horas y volvías a la ciudad. Pensaste en tu cita del día siguiente, pero le dijiste que te quedarías a dormir. Recuerdas la sonrisa que iluminó su cara.

Dejaste en la cocina el pulpo vivo que habías comprado en el mercado del pescado de Pohang —ni tu mamá ni tú sabíais qué hacer con él—, y te sentaste a la mesa enfrente de ella, como en los viejos tiempos, para comer algo sencillo: arroz y
panchan
acompañado de
kimchi
, tofu estofado, anchoas salteadas y algas tostadas. Cuando mamá envolvió un puñado de arroz en un trozo de alga, como hacía cuando eras pequeña, y te lo ofreció, tú lo cogiste y te lo comiste. Después de cenar, para hacer la digestión, salisteis a caminar alrededor de la casa. Ya no era la misma casa en la que habías crecido, pero los tres patios —el delantero, el lateral y el de atrás— seguían comunicados. En el patio trasero, en una repisa, había todavía muchos tarros altos de barro. Cuando eras joven estaban llenos de salsa de soja, pasta de pimientos rojos, sal y pasta de judías, pero ahora estaban vacíos. Mientras caminabais, mamá a veces adelantándose, a veces quedándose rezagada, te preguntó de pronto la razón de tu visita.

—Fui a Pohang…

—Pohang está muy lejos de aquí.

—Sí.

—El viaje es más largo desde Pohang que desde Seúl.

—Sí, es cierto.

—¿Qué te ha empujado a viajar desde Pohang cuando parece que nunca tienes tiempo para venir a vernos?

En lugar de responder, le cogiste la mano con desesperación, como si te aferraras a una cuerda de salvamento en la oscuridad, porque no sabías cómo explicar tus emociones. Le dijiste que a primera hora de la mañana habías ido a dar una conferencia a una biblioteca de braille de Pohang.

—¿Una biblioteca de braille? —preguntó mamá.

—Braille es lo que leen los ciegos con los dedos.

Mamá asintió. Mientras rodeabais la casa, le contaste tu viaje a Pohang. La biblioteca Braille llevaba años pidiéndote que fueras, pero cada vez ponías como excusa algún compromiso previo. A principios de primavera recibiste otra llamada. Acababas de publicar tu última obra. El bibliotecario te dijo que querían publicar tu libro en braille. ¡En braille! No sabías gran cosa sobre el tema, salvo que era el lenguaje de los ciegos, como le dijiste a mamá. Escuchaste al bibliotecario sin inmutarte, como si oyeras hablar sobre un libro que aún no habías leído. El bibliotecario dijo que necesitaban tu autorización. Si no hubiera dicho «autorización», tal vez no habrías accedido a ir a la biblioteca Braille. La palabra «autorización» te conmovió: los ciegos querían leer tu libro, te pedían permiso para reproducir tu libro en el lenguaje a través del cual solo ellos podían comunicarse… Respondiste: «Por supuesto», y de pronto te sentiste impotente. El bibliotecario dijo que el libro estaría listo en noviembre. Como el día del Braille también caía en noviembre, dijo que agradecerían que fueras ese día y participaras en la ceremonia de presentación del libro. Te preguntaste cómo habían podido llegar las cosas hasta ese punto, pero ya no podías retirar tu «por supuesto». Probablemente tuvo que ver que era a principios de primavera, y noviembre parecía muy lejano. Pero el tiempo pasó. La primavera pasó, el verano llegó y se fue, el otoño llegó y enseguida fue noviembre. Y de pronto era el día.

La mayoría de las cosas de este mundo, si uno piensa detenidamente en ellas, no son inesperadas. Incluso lo que uno calificaría de inusitado, si uno lo piensa, en realidad es algo que tenía que ocurrir. A menudo, toparte con acontecimientos inusitados significa que no has pensado mucho en el asunto en cuestión. Tu visita a la biblioteca Braille y todo lo que ocurrió allí eran cosas que podrías haber imaginado si te hubieras detenido a pensar en la biblioteca Braille. Pero estuviste ocupada en primavera, en verano y en otoño. Ni siquiera el día que fuiste a la biblioteca Braille pensaste en la gente que ibas a encontrar allí; lo único que te preocupaba era llegar tarde a la reunión de las diez. Cogiste por los pelos el vuelo de las ocho de la mañana a Pohang, fuiste en taxi hasta la biblioteca Braille y te dirigiste a la sala de espera. El director se sentó frente a ti con la ayuda de un voluntario. Te saludó con tono educado: «Gracias por venir hasta aquí» y te tendió una mano. Intentando ocultar tu nerviosismo, se la estrechaste y respondiste alegremente: «Hola». La mano que te ofreció el director era blanda. Habló de tu libro hasta un momento antes de tu intervención. Sonreíste y asentiste a ese hombre ciego que había leído tu libro, aunque él no podía verte sonreír ni asentir.

Era el día del Braille, su fiesta. Cuando entraste en el auditorio, te esperaban cuatrocientas personas, algunas todavía se dirigían despacio hacia sus asientos con la ayuda de voluntarios. Había hombres y mujeres de todas las edades, pero ningún niño. Empezó el acto y varias personas subieron al escenario, de una en una, para pronunciar pequeños discursos. Algunas recibieron diplomas de agradecimiento. Luego hablaron de tu novela y subiste al escenario para recibir una copia editada en braille. Tu libro en braille ocupaba cuatro volúmenes. Los libros que te dio el director eran dos veces más gruesos que el tuyo pero más ligeros. Oíste aplausos y volviste a tu asiento con los libros. El acto continuó. Mientras repartían placas para felicitar a los lectores, abriste uno de los volúmenes. Te mareaste al instante. Un sinfín de puntos sobre papel blanco. Era como si hubieras caído en un agujero negro. Como si caminaras por unas escaleras que conocías tan bien que ni siquiera habían quedado registradas en tu mente y, al pensar en otra cosa, dieras un traspié y cayeras rodando. El braille proliferaba sobre el papel blanco, cada letra un agujero hecho con un punzón, palabras que no podías descifrar. Le contaste a mamá que pasaste la primera página, la segunda, la tercera, y luego cerraste el libro. Como tu mamá escuchaba tu historia con atención, continuaste.

Al final de la ceremonia, te levantaste para decir unas palabras sobre tu novela. Cuando dejaste los volúmenes en la tarima y miraste al público, te pusiste tensa. De pie frente a cuatrocientas personas que no podían ver, no tenías ni idea de dónde fijar la mirada.

—¿Y qué hiciste? —preguntó tu mamá.

Le explicaste que los cincuenta minutos se te hicieron eternos. Eres la clase de persona que mira a los ojos de la gente cuando habla. A veces cuentas la historia completa y a veces la dejas a la mitad, dependiendo de lo que veas en los ojos de tu interlocutor. Delante de ciertos ojos, te salen historias que nunca has contado a nadie. Te preguntaste: «¿Sabe mamá que soy así?». Frente a cuatrocientas personas ciegas, no sabías a quién mirar ni cómo empezar. Algunos ojos estaban cerrados; otros, entreabiertos; otros se ocultaban tras gafas oscuras, y otros parecían observarte directamente a ti y tu nerviosismo. Te quedaste callada frente a todos esos ojos que no podían verte pero te apuntaban. Te preguntaste qué sentido tenía hablar de tu libro ante esos ojos invidentes. Pero no era apropiado hablar de nada más, no ibas a contarles anécdotas de tu vida. Si acaso, eran ellos los que deberían contarte la suya. Atascada, lo primero que dijiste hacia el micrófono fue: «¿De qué hablo?». Estallaron en carcajadas. ¿Se reían porque creían que con eso querías decir que podías contarles cualquier cosa? ¿O para que te sintieras más cómoda? Un hombre de unos cuarenta y cinco años replicó: «¿No ha venido a hablar de su obra?». Tenía los ojos dirigidos hacia ti, pero cerrados. Concentrándote en ellos, empezaste a hablar de la fuente de inspiración del libro, de lo que habías experimentado emocionalmente mientras lo escribías, de tus expectativas cuando lo acabaste. Estabas sorprendida. De todos los públicos ante los que habías hablado, ese era el que escuchaba tus palabras con más interés. Su lenguaje corporal demostraba que escuchaba con atención. Un asistente asentía, otro adelantó un pie y un tercero se inclinó hacia delante. Aunque no entendías una palabra de su sistema de escritura, habían leído tu libro, y querían hacerte preguntas y compartir sus pensamientos. Le dijiste a mamá que habían revelado sentimientos muy positivos acerca de ese libro, más que cualquier otra persona que hubieras conocido. Mamá, que te escuchaba en silencio, dijo:

—Pero aun así han leído tu libro.

Un breve silencio flotó entre vosotras. Mamá te pidió que continuaras. Tú continuaste.

Cuando terminaste, una persona levantó la mano y preguntó si podía hacerte una pregunta. Le dijiste que adelante.

—Era ciego, mamá, pero dijo que su hobby era viajar.

Te quedaste atónita. ¿Adónde iba a viajar un ciego? Dijo que había leído algo que habías escrito hacía mucho sobre Perú. El protagonista de esa novela iba al Machu Picchu, y había una escena en la que un tren empezaba a ir hacia atrás. El hombre dijo que después de leerla le entraron ganas de hacer ese viaje en tren en Perú. Te preguntó si tú habías hecho ese trayecto en tren. Se refería a un libro que habías escrito hacía más de diez años. Tú, que tenías tan mala memoria que a veces abrías la nevera y te quedabas un rato ahí parada, intentando recordar para qué la habías abierto, mientras el frío te envolvía, hasta que te rendías y la cerrabas, empezaste a hablar de Perú, adonde viajaste antes de escribir el libro. Lima; Cuzco, llamado el Ombligo del Mundo; la estación de San Pedro, donde cogiste el tren a Machu Picchu al amanecer. Y el tren, que dio muchas sacudidas hacia delante y hacia atrás hasta que partió hacia Machu Picchu. Y entonces le dijiste a mamá:

—Todos los nombres de los lugares y las montañas que había olvidado me salieron de corrido.

Percibiendo amistad en unos ojos que nunca habían visto, unos ojos que parecían comprender y aceptar cualquier defecto en los tuyos, dijiste algo que nunca habías dicho a nadie sobre ese libro.

—¿Qué fue? —preguntó mamá.

—Dije que si volviera a escribirlo, no creía que lo hiciera igual.

—¿Eso es decir algo muy gordo?

—¡Sí, porque significaba que rechazaba lo que ya existe, mamá!

Mamá te miró en la oscuridad y dijo:

—¿Por qué escondes esas palabras? Tienes que vivir en libertad, y decir lo que sientes. —Apartó la mano que tenías entre las tuyas y te frotó la espalda. Cuando eras niña, solía lavarte la cara del mismo modo, con sus grandes manos relajantes—. Qué historias tan buenas cuentas…

—¿Yo?

Mamá asintió.

—Sí, me ha gustado.

«¿Le ha gustado mi historia?». Te emocionaste. Sabías que lo que le habías contado no tenía nada especial; la cuestión era que después de tu experiencia en la biblioteca Braille le habías hablado de un modo diferente. Desde que te marchaste a la ciudad, siempre le hablabas como si estuvieras enfadada con ella. Como si le dijeras: «¿Qué sabes tú, mamá?». «¿Por qué ibas a hacer eso como madre?», le reprochabas. «¿Por qué quieres saberlo?», le replicabas fríamente. Después de descubrir que mamá ya no tenía el poder de regañarte, si ella te preguntaba «¿Por qué vas?», tú le respondías, cortante: «Porque tengo que ir». Incluso cuando tenías que coger un avión porque habían publicado un libro tuyo en otro país o porque ibas a participar en un seminario en el extranjero, cuando ella te preguntaba «¿Por qué vas?», tú replicabas, seca: «Porque tengo asuntos que atender». Mamá te pedía que no cogieras aviones: «Si hay un accidente, mueren doscientas personas en el acto». «Tengo trabajo que hacer», decías. Y si mamá te preguntaba «¿Por qué tienes siempre tanto trabajo?», respondías con hosquedad: «Sí, vale, mamá». Te resultaba difícil hablar con ella de tu vida porque no tenía nada que ver con la suya. Pero cuando le hablaste de lo perdida que te sentiste viendo la edición en braille de tu libro y el creciente pánico que experimentaste de pie frente a cuatrocientas personas ciegas, ella te escuchó con tanta atención como si la jaqueca hubiera desaparecido. ¿Cuándo había sido la última vez que le contaste algo que te había pasado? En algún momento, la conversación entre mamá y tú se volvió muy simple. El cambio ni siquiera se produjo cara a cara, sino por teléfono. Tus palabras tenían que ver con si comía, si estaba bien de salud, cómo se encontraba padre, que debía tener cuidado y no pillar un resfriado, que ibas a mandarles dinero. Mamá hablaba de que había hecho
kimchi
y te había enviado un poco, que tenía sueños extraños, que te había enviado arroz o pasta de judías fermentadas, que te había hecho extracto de agripalma, y que no desconectaras el móvil porque el mensajero te llamaría antes de entregar todos esos paquetes.

* * *

Con tus libros en braille dentro de una bolsa de papel, te despediste de la gente de la biblioteca Braille. Te quedaban dos horas muertas antes del vuelo de regreso. Recordabas que en el escenario habías mirado por la ventana, rehuyendo sus ojos, y habías visto el puerto salpicado de barcos. «Si hay un puerto, debe de haber un mercado de pescado», pensaste. Paraste un taxi y le pediste que te llevara allí. Te gusta visitar el mercado cuando tienes tiempo libre en un lugar donde nunca has estado. Aunque era un día entre semana, el mercado del pescado estaba de bote en bote. Fuera viste dos personas cortando un pescado tan grande como un sedán. Preguntaste si era un atún, por el tamaño, pero el vendedor dijo que era un pez luna. Te hizo pensar en un personaje de un libro cuyo título no recordabas. Procedía de una ciudad marítima, y cada vez que tenía un problema, iba al acuario para hablar con el pez luna. Se quejaba de que su madre se había llevado todos sus ahorros y se había ido a otra ciudad con un hombre más joven, y al final decía: «Pero echo de menos a mamá. ¡Eres el único al que puedo contarle esto, pez luna!». Te preguntaste si se trataba del mismo pez.

—¿De verdad se llama pez luna? —preguntaste, pensando que era un nombre excepcional para un pez.

—¡También lo llamamos Mola mola! —respondió el vendedor.

En cuanto oíste las palabras «Mola mola», la tensión que habías sentido dentro de la biblioteca se desvaneció. ¿Por qué pensaste en mamá mientras vagabas entre montones de marisco tres veces más barato que en Seúl, pulpos vivos con la cabeza más grande que la de un ser humano, abulones frescos, peces sable, caballa, cangrejo? ¿Fue el pez luna lo que te hizo pensar en mamá y en la primera vez que fuiste con ella a un mercado de pescado? ¿Hizo que recordaras cómo preparabais las dos juntas las rayas junto al pozo? Todavía podías ver las manos heladas de mamá arrancando la mucosidad marronácea pegada a la carne. Te detuviste en un puesto de cuyo techo colgaba un pulpo vivo hervido del tamaño del torso de un niño y compraste un pulpo por quince mil won. También compraste abulones; eran de piscifactoría pero los habían alimentado con distintas clases de algas. Cuando dijiste que ibas a Seúl, el vendedor se ofreció a ponerlos en una caja de hielo por dos mil won más. Al salir del mercado de pescado te diste cuenta de que todavía faltaba un montón de tiempo para tu vuelo. Con los libros de braille en una mano y la caja de hielo en la otra, te subiste a otro taxi y dijiste al conductor que querías ir a la playa. Tardaste solo tres minutos en llegar. En noviembre, salvo por dos parejas, la playa estaba vacía. Era una playa grande. Mientras te encaminabas hacia la orilla estuviste dos veces a punto de caerte. Te sentaste en la arena fina y observaste el mar. Al cabo de un rato te volviste para mirar las tiendas y los edificios de apartamentos que había al otro lado de la carretera, frente al mar. La gente que vivía allí podía darse un chapuzón en el mar en una noche calurosa y luego volver a casa y ducharse. Distraída, sacaste de la bolsa de papel uno de los volúmenes en braille y lo abriste. Los puntos blancos en relieve en las páginas brillaron a la luz del sol.

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