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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (15 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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* * *

El tercer día que pasas en casa, te despiertas en medio de la noche y te quedas quieto, mirando el techo. ¿Qué es eso…? Tienes la mirada clavada en una caja con el símbolo del yin y el yang que hay encima del armario y te apresuras a levantarte. Te asalta el recuerdo de un día en que tu mujer se despertó al amanecer y te llamó. No respondiste, aunque estabas despierto, porque no querías que te molestara.

—Debes de estar dormido —dijo, y soltó un suspiro—. No vivas más que yo, por favor.

Permaneciste quieto.

—Tengo tu sudario preparado. Está en esa caja del yin y el yang que hay encima del armario. El mío también está allí. Si yo me voy primero, no te asustes. Cógelo. He derrochado un poco. Los he hecho con el mejor cáñamo. Me dijeron que ellos mismos lo habían plantado y tejido Te quedarás asombrado cuando lo veas… Es precioso.

Tu mujer murmuraba como si pronunciara un encantamiento, aunque no sabía si escuchabas.

—Cuando la tía Tamyang murió, su marido se bañó en lágrimas. Dijo que la tía, antes de morir, le había hecho prometer que no le compraría un sudario caro. Le contó que se había planchado el
hanbok
de la boda y le había pedido que se lo pusiera cuando la mandara al otro mundo. Dijo que lamentaba irse primero, sin ver siquiera cómo se casaba su hija, y que no debía gastar dinero en ella. El tío Tamyang se inclinó hacia mí mientras me lo explicaba y lloró tanto que me dejó la ropa empapada. Me dijo que solo la había hecho trabajar mucho, y que no era justo que se muriera ahora que ya no pasaban tantas estrecheces, y que ella le había hecho prometer que no le compraría un vestido bonito ni siquiera cuando muriera. Yo no quiero hacer eso. Quiero llevar ropa bonita. ¿Quieres verla?

Como no te moviste, tu mujer volvió a suspirar profundamente.

—Tú deberías irte antes que yo. Creo que eso sería lo mejor. Dicen que las personas venimos a este mundo siguiendo un orden y nos vamos sin orden, pero deberíamos irnos en el mismo orden en que llegamos. Como tú eres tres años mayor que yo, deberías irte tres años antes. Si eso no te gusta, vete tres días antes. Yo seguiría viviendo en esta casa, y si no pudiera arreglármelas sola, me iría a casa de Hyong-chol y les echaría una mano pelando ajos y lavando. Pero ¿qué harías tú? No sabes hacer nada. Toda la vida te ha atendido alguien. Lo estoy viendo. A nadie le gusta que un viejo callado y maloliente ocupe una habitación. Ahora somos una carga para nuestros hijos, no servimos para nada. La gente dice que se sabe en qué casa vive un viejo porque el olor llega hasta la calle. Una mujer sabe arreglárselas, pero un hombre que vive solo se vuelve patético. Por mucho que quieras tener una larga vida, no vivas más que yo. Te daré un buen entierro y te seguiré…, puedo hacerlo. Subes a una silla para coger la caja que hay encima del armario. En realidad son dos cajas. Por el tamaño, parece que la de delante es la tuya y la de detrás la de tu mujer. Son mucho más grandes de lo que te pareció cuando estabas tumbado. Ella dijo que no había visto una tela más bonita en toda su vida, que había ido muy lejos para comprarla. Abres la caja y ves ropa de cáñamo, un sudario envuelto en un algodón de un blanco deslumbrante. Deshaces todos los nudos. El cáñamo para cubrir el colchón, cáñamo para cubrir la manta, cáñamo para envolver los pies, cáñamo para envolver las manos, todo dentro, en orden. «Dijiste que me enterrarías primero y luego me seguirías…» Parpadeas y miras las fundas que deberían envolver los dedos de tus manos y de tus pies, y los de tu mujer, después de morir.

* * *

Dos niñas entran corriendo por la verja lateral y se acercan a ti gritando:

—¡Abuelo!

Son las hijas de Tae-sop, que viven cerca del arroyo. Enseguida te dejan para explorar la casa. Deben de estar buscando a tu mujer. Tae-sop, que tiene un restaurante chino en Taejon, dejó a sus dos hijas con su anciana madre, tan anciana que apenas podía cuidar de sí misma, y nunca regresó. Tal vez no le fue muy bien. Tu mujer, cuando veía a las niñas, siempre chasqueaba la lengua y decía: «Aunque Tae-sop sea como es, ¿qué clase de persona es su mujer para hacer algo así?». Los vecinos murmuraban que la mujer de Tae-sop había huido con el cocinero del restaurante. Tu mujer, no su abuela, era quien se ocupaba de que las niñas comieran. Una vez vio que no habían comido y se las llevó a casa para darles de desayunar; a la mañana siguiente las niñas volvieron con cara soñolienta. Tu mujer puso dos cucharas más en la mesa y las sentó; después de eso, las niñas iban cada día a la casa a las horas de comer. A veces llegaban antes de que la comida estuviera lista, entonces se tumbaban boca abajo a jugar, y cuando la mesa estaba puesta, se acercaban corriendo y se sentaban. Se llenaban la boca como si no fueran a ver comida nunca más. Tú te quedabas pasmado, pero tu mujer se ponía de su parte, como si fueran sus nietas secretas, y decía: «Deben de tener mucha hambre para hacer eso. Ahora no es como antes, cuando pasábamos estrecheces… Es bonito tenerlas aquí, así no estamos tan solos». Cuando las niñas empezaron a ir a las horas de todas las comidas, tu mujer preparaba un plato de berenjenas y hacía caballa al vapor incluso por la mañana. Si tus hijos llegaban de Seúl con fruta o un pastel, los guardaba hasta que las niñas asomaban la cabeza por la puerta a eso de las cuatro de la tarde. Las niñas enseguida empezaron a esperar un tentempié, además de las tres comidas, y tu mujer dio por hecho que debía dárselo. No comprendes cómo se las arreglaba para darles de comer cuando Pyong-sik, el dueño de la tienda del pueblo, tuvo que acompañarla un día a casa porque la había encontrado sentada en la parada del autobús sin saber cuál debía coger para volver a casa. O cuando se fue al huerto a coger
adlay
y Ok-chol la encontró sentada en los campos más allá de las vías del tren. ¿Qué habían comido las niñas en su ausencia? Tú no te acordaste de ellas mientras estuviste en Seúl.

—Abuelo, ¿dónde está la abuela? —te pregunta la niña mayor, después de mirar en el pozo, en el cobertizo y en el patio trasero, y de abrir incluso las puertas de todas las habitaciones.

Es la mayor la que hace la pregunta, pero la pequeña se acerca derecha a ti a la espera de una respuesta. Te entran ganas de preguntar lo mismo. ¿Dónde está realmente? ¿Sigue en este mundo? Les dices que esperen, rascas un poco de arroz del tarro, lo lavas y lo echas en la arrocera eléctrica. Las niñas corren por la casa y abren las puertas de todas las habitaciones. Como si en algún momento tu mujer fuera a salir de una de ellas. Titubeas, no sabes cuánta agua echar porque nunca habías hecho eso antes; añades media taza más y aprietas el interruptor.

Aquel día, en el metro que salió de la estación de Seúl, ¿cuántos minutos tardaste en darte cuenta de que tu mujer no estaba contigo en ese vagón en movimiento? Diste por hecho que había subido detrás de ti. Cuando el metro se detuvo en la estación de Namyong y volvió a ponerse en marcha, se apoderó de ti un terror repentino. Antes de que pudieras examinar siquiera la causa de ese sentimiento, la desesperación por haber cometido un grave error que ya no era posible subsanar te atenazó el alma. El corazón te latía con tanta fuerza que podías oírlo. Temías mirar atrás. En cuanto te volviste, golpeando sin querer el hombro de la persona que estaba a tu lado, y se confirmó que habías dejado a tu mujer en la estación de Seúl, que te habías subido al metro y éste había salido sin ella, comprendiste que tu vida había sufrido un daño irreparable. No tardaste ni un minuto en darte cuenta de que tu vida se había descarrilado debido a tus rápidos andares, debido a tu costumbre de caminar siempre delante de tu mujer durante todos esos años de matrimonio, primero cuando eras joven, y luego ya mayor, así durante cincuenta años. Si en el momento en que subías al vagón te hubieras vuelto para asegurarte de que te seguía, ¿habrían acabado así las cosas? Los comentarios que tu mujer hizo durante años… tu mujer, que siempre se quedaba atrás cuando ibais juntos a alguna parte, te seguía con la frente perlada de sudor y gruñía a tus espaldas: «Podrías ir un poco más despacio, a mi ritmo… ¿Qué prisa tenemos?», y que, si por fin te parabas para esperarla, sonreía avergonzada y decía: «Voy demasiado despacio, ¿verdad?».

Te decía: «Lo siento, pero ¿qué diría la gente si nos viera? Si nos vieran, a nosotros que vivimos juntos, caminar uno siempre tan delante y el otro tan atrás, pensarían: “Esos deben de odiarse tanto que no pueden andar el uno al lado del otro”. No es bueno causar esta impresión. No te cogeré de la mano ni nada parecido, pero ve un poco más despacio. ¿Qué harás si me pierdes de vista?».

Debía de saber que pasaría eso. Lo que más veces te repitió tu mujer desde que la conociste a los veinte años fue que caminaras más despacio. ¿Por qué no le hiciste caso si se pasó toda la vida pidiéndotelo? Te parabas y la esperabas, pero nunca caminabas a su lado como ella quería… ni una sola vez.

Desde que tu mujer desapareció, cada vez que piensas en tus rápidos andares te parece que el corazón te va a estallar.

Toda tu vida has caminado delante de tu mujer. A veces doblabas una esquina sin siquiera mirar atrás. Cuando tu mujer te llamaba, gruñías preguntándole por qué caminaba tan despacio. Y así pasaron cincuenta años. Cuando la esperabas, ella se detenía a tu lado, con las mejillas encendidas, y decía con una sonrisa: «De todos modos, me gustaría que fueras más despacio». Diste por hecho que así sería el resto de vuestra vida.

Pero desde aquel día en que abandonaste la estación de Seúl a bordo del vagón de metro, ese día que ella estaba solo unos pasos detrás de ti, tu mujer no te ha alcanzado.

Levantas una pierna, la que te han operado de artritis, y la apoyas en la barandilla del porche mientras observas cómo las niñas devoran el arroz poco cocido con solo
kimchi
para acompañar. Después de la operación, se acabaron los dolores y los problemas de circulación, pero no puedes doblar la pierna izquierda.

—¿Quieres que te ponga una compresa caliente?

Casi puedes oír a tu mujer preguntártelo. Sus manos moteadas de oscuras manchas de sol, sus manos que ponían una olla con agua a hervir, sumergían una toalla en el agua caliente y te la ponían sobre la rodilla aunque no respondieras. Cada vez que veías sus manos amorfas apretando la toalla sobre tu rodilla, esperabas que viviera al menos un día más que tú. Esperabas que, al morir, las manos de tu mujer te cerraran los ojos, te lavaran el cuerpo ya frío frente a tus hijos y te pusieran el sudario.

—¿Dónde estás? —gritas a tu mujer desaparecida, a la que se quedó atrás, en cuanto se van las niñas después de comer, con una pierna apoyada en el porche de la casa vacía.

Gritas tratando de no sucumbir a los sollozos que han estado trepando por tu garganta desde que tu mujer desapareció. No podías gritar ni llorar delante de tus hijos ni tus nueras, pero ahora, debido a la rabia o lo que sea que sientes, las lágrimas se deslizan por tus mejillas, incontenibles. Lágrimas que no brotaron cuando tus vecinos enterraron a tus padres, que murieron con solo dos días de diferencia cuando el cólera hizo estragos en el pueblo. No tenías ni diez años y no pudiste llorar aunque querías. Después del entierro, bajaste de la montaña tiritando de frío y miedo. Lágrimas que no rodaron por tu cara durante la guerra. Tu familia tenía una vaca. De día, mientras los soldados surcoreanos estaban apostados en tu pueblo, arabas los campos con esa vaca. En esa época, los soldados norcoreanos bajaban de las montañas al amparo de la noche y se llevaban a personas y vacas. Cuando se ponía el sol, ibas a la ciudad con la vaca, la atabas junto a la comisaría y dormías apoyado en el estómago del animal. Al amanecer regresabas al pueblo con ella y arabas los campos. Una noche no fuiste a la comisaría porque creías que los soldados norcoreanos habían abandonado la región, pero mientras dormías invadieron el pueblo y trataron de llevarse al animal. No soltaste a la vaca, aunque te dieron patadas y te golpearon. Corriste tras ella, apartaste de un empujón a tu hermana, que intentaba impedírtelo, y cuando te golpearon con la culata de un rifle, no lloraste. Tú, que no derramaste una sola lágrima cuando te tiraron con otros aldeanos a un arrozal anegado, acusado de reaccionario porque tu tío era detective; tú, que no lloraste cuando una flecha de bambú se te clavó en el cuello… estás llorando desconsoladamente. Te das cuenta de lo egoísta que eras al desear que tu mujer te sobreviviera. Y que fue tu egoísmo lo que te hizo pasar por alto que estaba gravemente enferma. En un rincón de tu corazón debías de saber que tu mujer, que a menudo parecía dormir cuando llegabas a casa por la noche, solo tenía los ojos cerrados porque el dolor de cabeza era demasiado fuerte. Simplemente no le dabas muchas vueltas. En algún momento te diste cuenta de que tu mujer salía para dar de comer al perro pero en cambio se encaminaba hacia el pozo, o que salía de casa pero al llegar a la verja se detenía en seco porque no se acordaba de adónde iba, hasta que se rendía y volvía a entrar. Te limitaste a observarla cuando entraba a rastras en la habitación, lograba con gran esfuerzo encontrar una almohada, y se echaba con el entrecejo fruncido.

Siempre eras tú el que se quejaba de alguna dolencia y tu mujer la que te cuidaba. Cuando ella alguna vez te decía que le dolía el estómago, tú eras la clase de persona que replicaba: «Y a mí la espalda». Si caías enfermo, tu mujer te ponía una mano en la frente, te frotaba el estómago, iba a la farmacia para comprar medicinas y te preparaba potaje de judías mungo. Pero cuando ella no se encontraba bien, te limitabas a decirle que se tomara algo.

Te das cuenta de que nunca le ofreciste a tu mujer un vaso de agua tibia cuando no podía retener los alimentos durante días, con el estómago revuelto.

Todo empezó cuando vagabas por el país empeñado en tocar los tambores tradicionales. Dos semanas después volviste a casa y tu mujer acababa de dar a luz a tu hija. Tu hermana, que la había asistido, dijo que había sido un parto fácil, pero tu mujer tenía diarrea. Tan fuerte que estaba pálida y los pómulos se le marcaban mucho a pesar de que acababa de tener un bebé. Su estado no mejoraba. Te pareció que no se curaría a menos que hicieras algo. Diste dinero a tu hermana para que comprara un remedio de medicina china.

Sentado en el porche de la casa vacía, lloras cada vez más.

De pronto caes en la cuenta de que esa fue la única vez que compraste un medicamento para tu mujer. Tu hermana compró tres paquetes del remedio chino, lo hirvió y se lo dio. Después, cuando tu mujer tenía problemas de estómago, siempre decía: «Si hubiera tenido otros dos paquetes del remedio chino me habría curado».

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