Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Esa noche, pasadas las doce, Hyong-chol oyó un ruido fuera y miró por la ventana. Mamá estaba en el patio. Tocó la verja, puso una mano en la parra, se sentó en los escalones de la entrada. Miró el cielo nocturno y se acercó al caqui. Él abrió la ventana y gritó:
—¡Ven a dormir!
—¿Qué haces que no duermes? —dijo mamá, y como si pronunciara su nombre por primera vez, añadió con cierto misterio—: Ven aquí, Hyong-chol.
Cuando llegó hasta ella, mamá sacó un sobre de su bolsillo y se lo puso en la mano.
—Ahora lo único que te falta es una placa con tu nombre. Utiliza este dinero para comprar una placa con tu nombre. —Él miró a mamá y el sobre abultado que tenía en la mano—. Siento no haber podido ayudarte a comprar esta casa —dijo ella. Más tarde, al regresar del cuarto de baño al amanecer, él abrió la puerta de la habitación de mamá sin hacer ruido. Mamá y Chi-hon estaban tumbadas una al lado de la otra, profundamente dormidas. Mamá parecía sonreír en sueños; el brazo de su hermana estaba extendido hacia fuera, como siempre, libre.
Desde esa primera noche que mamá había pasado con él en la sala del turno de noche del centro social, no había tenido un lugar cómodo en el que mamá pudiera quedarse a dormir en Seúl. A menudo sus hermanos y él iban a recogerla porque llegaba en un autocar alquilado para asistir a la boda de algún pariente. Iba muy cargada. Antes incluso de que terminara la ceremonia, les metía prisa para volver a la habitación alquilada donde vivían. Se quitaba el traje que había llevado a la boda; de sus fardos salía rodando comida envuelta en periódicos, plásticos y hojas de calabaza. No tardaba ni un minuto en ponerse una camisa holgada y unos pantalones con estampado de flores que había metido en uno de los fardos. Los acompañamientos que salían de los periódicos, los plásticos y las hojas de calabaza eran colocados en fuentes y cuencos del armario, y mamá se frotaba bien las manos, quitaba rápidamente las fundas de los edredones y las lavaba. Hacía
kimchi
con la col salada que había llevado, restregaba la cazuela ennegrecida por el fuego de carbón, limpiaba la estufa portátil hasta que relucía, cosía de nuevo las fundas de los edredones en cuanto se secaban al sol sobre el tejado, luego lavaba el arroz, hacía salsa de pasta de judías y ponía la mesa para cenar. En la mesa había generosas raciones de carne estofada, anchoas salteadas, y
kimchi
de hoja de sésamo que había llevado de casa. Cuando sus hermanos y él se servían una cucharada de arroz, mamá ponía encima un pedazo de carne guisada. Le rogaban que comiera con ellos, pero ella respondía: «No tengo hambre». Después de lavarlo todo, llenaba la palangana de plástico con agua del grifo y salía a comprar una sandía para enfriarla en ella. Luego se ponía rápidamente el vestido, el único que tenía y que solo llevaba en las bodas, y les decía: «Llevadme a la estación». Como era tarde, ellos le decían: «Quédate a pasar la noche y vete mañana, mamá». Pero ella respondía: «He de irme. Mañana tengo cosas que hacer». Lo único que tenía que hacer era trabajar en los arrozales y los campos. Esa clase de trabajo podía esperar. Pero mamá siempre regresaba en el tren nocturno. En realidad volvía porque solo había una habitación minúscula donde sus tres hijos adultos tenían que dormir apretujados, sin poder moverse, pero mamá se limitaba a decir: «He de irme. Mañana tengo cosas que hacer».
Hyong-chol siempre renovaba sus propósitos cuando acompañaba a mamá, exhausta, a la estación de Seúl para esperar el tren nocturno que la llevaría a casa con las manos vacías. «Ganaré dinero y me trasladaré a un piso de dos habitaciones. Alquilaré una casa. Compraré una casa en la ciudad. Entonces tendré una habitación en la que esta mujer podrá dormir cómodamente». Compraba un billete de andén y la acompañaba hasta el tren. Buscaba un asiento en un vagón y le daba una bolsa con cosas para picar, quizá un batido de plátano o mandarinas.
—No te duermas. Acuérdate de bajarte en la estación de Chongup.
—Aquí tú haces de padre y madre de tus hermanos —le decía ella, a veces con tristeza, a veces con firmeza.
Viéndolo ahí de pie, frotándose las manos, con poco más de veinte años, mamá se levantaba de su asiento, le separaba las manos y le ponía la espalda recta.
—El hermano mayor debe tener un porte digno. Ha de ser el modelo. Si el hermano mayor se equivoca de camino, los demás también lo harán.
Cuando el tren estaba a punto de irse, los ojos de mamá se llenaban de lágrimas y decía:
—Lo siento, Hyong-chol.
Eran las tantas de la noche cuando mamá se apeaba en Chongup. El primer autobús que iba al pueblo no pasaba hasta las seis. Mamá se bajaba del tren y caminaba en la oscuridad hacia casa.
* * *
—Ojalá hubiéramos traído más volantes para colgarlos por aquí —dice Hyong-chol, metiendo las manos en los bolsillos contra el frío de la noche.
—Volveré mañana y lo haré —afirma Chi-hon al tiempo que mete las manos en los bolsillos.
Mañana él tiene que acompañar a los ayudantes del jefe a la casa piloto de Hongchon. No puede permitirse el lujo de no ir.
—¿Le pido a mi mujer que lo haga?
—Déjale descansar. Ya está cuidando de padre.
—Podrías llamar a la pequeña.
—Me ayudará él.
—¿Él?
—Yu-bin. Cuando encontremos a mamá, me casaré con él. Mamá siempre quiso que me casara.
—Si tomar esa decisión te resulta tan fácil, ya deberías haberlo hecho.
—Cuando mamá desapareció, comprendí que hay una respuesta para cada cosa. Podría haber hecho todo lo que ella quería que hiciera. No era importante. No sé por qué me irritaba por cosas así. Tampoco pienso volver a subirme a un avión.
Hyong-chol da unas palmaditas a su hermana en el hombro y suspira. A mamá no le gustaba que su hermana cogiera aviones y se fuera al extranjero. En su opinión, a menos que hubiera una guerra y no se pudiera evitar, era absurdo abandonarte a la suerte de ese modo, como si no te importara la vida. Cuando la intromisión de mamá en ese tema fue a más, su hermana viajaba en avión en secreto. Tanto por trabajo como por placer, si tenía que subirse a un avión no se lo contaba a mamá.
—Eran tan bonitos los rosales de esa casa… —dice su hermana.
Él la mira en la oscuridad. También él estaba pensando en esos rosales. La primera primavera después de que él comprara la casa de Yokchon-dong, mamá fue a verlo y propuso que fueran a comprar rosas. ¿Rosas? Cuando la palabra volvió a salir de la boca de mamá, él tuvo que preguntar, como si no la hubiera oído bien:
—¿Quieres decir rosas?
—Rosas rojas. Vamos, ¿no hay ningún lugar donde las vendan?
—Sí.
Él la llevó a un vivero que proveía los rosales jóvenes que bordeaban las calles de Kupabal.
—Creo que es la flor más bonita —dijo ella y compró muchos más rosales de los que él esperaba.
Más tarde cavó hoyos cerca del muro de la casa y los plantó. Nunca la había visto plantar algo por el mero placer de contemplarlo en lugar de para cosecharlo y comerlo, como judías, patatas, coles, rábanos o pimientos. Mirando por encima de su figura inclinada, le preguntó si no los estaba plantando demasiado cerca del muro. Ella levantó la vista y respondió:
—Así la gente que pase por la calle también podrá disfrutarlas.
Todos los años florecen los rosales en primavera. La gente que pasa junto al muro en la temporada de las rosas se detiene a inhalar su fragancia, como era el deseo de mamá. Cuando ha llovido, hay pétalos rojos desparramados a ambos lados del muro.
En el bar del centro comercial de Yokchon-dong, su hermana, que en vez de cenar se ha bebido dos cervezas de barril, saca un cuaderno del bolso, lo abre en una página determinada y lo empuja hacia él. Tiene la cara roja de haber bebido con el estómago vacío. Él acerca el cuaderno a la luz y lee. A diferencia de su personalidad, imaginativa y emocional, la letra de Chi-hon es sorprendentemente compacta:
Quiero leer a niños que no pueden ver.
Quiero aprender chino.
Quiero ser dueña de un pequeño teatro, si gano mucho dinero.
Quiero ir al Polo Sur.
Quiero ir de peregrinación a Santiago.
Debajo había treinta frases más que empezaban por «quiero».
—¿Qué es esto?
—La pasada Nochevieja hice una lista de lo que quería hacer con mi vida, aparte de escribir. Por diversión. Las cosas que quería hacer en los próximos diez años. No planeé hacer nada con mamá. Mientras lo escribía, no me di cuenta. Pero cuando lo leo ahora, después de que ha desaparecido…
Está borracho. Sale del ascensor y toca el timbre. No hay respuesta. Saca las llaves del bolsillo y, tambaleándose, abre la puerta. Después de despedirse de su hermana ha ido a dos bares más. Cuando ante sus ojos danzó la imagen de la mujer con sandalias de goma azules, la mujer que podría ser mamá, la mujer que había caminado tanto que las sandalias se le habían incrustado en la piel dejando el hueso casi al descubierto, se tomó otra copa.
La luz de la salita está encendida; reina el silencio. La estatua de María que le regaló mamá lo observa. Tambaleándose, se dirige hacia su dormitorio, pero antes se detiene y empuja sin hacer ruido la puerta de la habitación de su hija, donde padre se ha instalado. Lo ve dormido de lado sobre una estera en el suelo, junto a la cama de su hija. Entra y lo tapa con la manta que padre ha empujado en sueños, luego sale y cierra la puerta con suavidad. En la cocina, se sirve un vaso de agua de la botella que está sobre la mesa y mira alrededor mientras bebe. Nada ha cambiado. El zumbido de la nevera es el mismo, y el fregadero está lleno, como siempre, de platos amontonados; su mujer nunca tiene prisa en lavarlos. Baja la cabeza, entra en su dormitorio y mira a su mujer dormida. En su cuello brillan unas cuentas. Coge las mantas que la tapan y las aparta. Ella se sienta y se frota los ojos.
—¿Cuándo has llegado? —pregunta, y a continuación suspira ante su brusquedad, que encierra un callado reproche: «¡Cómo puedes dormir!».
Desde que mamá desapareció, él no hace más que recriminar cosas a todos. Su enfado crece cuando llega a casa. Si su hermano llama para ver cómo va la búsqueda, él contesta a unas pocas preguntas y luego suelta: «¿Y tú no tienes nada que decirme? ¿Qué demonios estás haciendo?». Cuando padre anunció que volvía a casa porque no había nada que él pudiera hacer en Seúl, gritó: «¿Y qué vas a hacer en el campo?». Por las mañanas se va de casa sin mirar siquiera el desayuno que su mujer le ha preparado.
—¿Has estado bebiendo? —Su mujer le arranca las mantas de las manos y se tapa.
—¿Cómo puedes dormir? —Esta vez él eleva la voz.
Ella se estira el camisón.
—¡He dicho que cómo puedes dormir!
—¿Qué quieres que haga? —grita ella a su vez.
—¡Tú tienes la culpa! —Pronuncia mal las palabras. Hasta él sabe que es una exageración.
—¿Por qué es mi culpa?
—¡Deberías haber ido a recogerlos!
—Te dije que iba a llevar comida a Chin.
—¿Por qué tuviste que ir precisamente ese día? ¿Por qué fuiste justo cuando mis padres venían del campo para celebrar sus cumpleaños?
—¡Padre dijo que sabía el camino! Y no somos los únicos familiares que tienen en la ciudad. Y ese día querían ir a casa de tu hermano. Y tus hermanas también viven aquí. Tus padres no tienen por qué quedarse siempre en nuestra casa, ¡y no hay ninguna norma que diga que he de ser yo quien vaya a recogerlos! Hacía dos semanas que no iba a ver a Chin, y no tenía nada que comer, ¿cómo no iba a ir a verla? Yo también estoy cansada de ocuparme de Chin y de todo. Está estudiando para su examen… ¿Sabes lo importante que es este examen para ella?
—¿Cuánto tiempo piensas llevar comida a una chica que ni siquiera se presenta en casa cuando su abuela ha desaparecido?
—¿Y qué podría hacer ella? Le dije que no hacía falta que viniera. Hemos buscado por todas partes. ¿Qué podemos hacer nosotros si ni siquiera la policía ha podido encontrarla? ¿Ir de puerta en puerta, tocar el timbre y preguntar: «Está aquí nuestra madre»? ¿Qué puede hacer Chin cuando ni siquiera los adultos podemos hacer nada? Un estudiante tiene que acudir a clase. ¿Vamos a dejar todos de hacer lo que debemos porque madre no está aquí?
—No digas que no está aquí. Solo ha desaparecido.
—¿Y qué quieres que haga yo? ¡Bien que tú vas a trabajar!
—¿Qué? —Coge un palo de golf de una esquina y está a punto de lanzarlo a la otra punta de la habitación.
—¡Hyong-chol! —Padre está de pie en el umbral.
Hyong-chol deja el palo de golf. Padre fue a Seúl a celebrar su cumpleaños porque a sus hijos les iba mejor. Si lo hubieran celebrado, como estaba previsto, mientras estaban sentados a la mesa del restaurante de cocina coreana tradicional donde semanas atrás su mujer había hecho una reserva, mamá habría dicho: «También estamos celebrando mi cumpleaños». Pero con la desaparición de mamá, el cumpleaños de padre se ha quedado sin celebración y la tía se hizo cargo de los ritos ancestrales del verano.
Sigue a su padre hasta el pasillo.
—Toda la culpa es mía —dice padre, volviéndose hacia la puerta de la habitación de su nieta.
Hyong-chol guarda silencio.
—No os peléis. Sé cómo te sientes, pero pelearse no sirve de nada. Desde que tu mamá me conoció ha llevado una vida muy dura. Pero es una persona bondadosa. Así que estoy seguro de que al menos está viva. Y si está viva, tendremos noticias.
Hyong-chol se queda callado.
—Quiero irme a casa.
Padre lo mira un rato y luego entra en la habitación. Mirando la puerta cerrada, Hyong-chol se muerde el labio y siente un ardor en el pecho. Se lo frota con las manos. Está a punto de frotarse la cara con las manos, como acostumbra hacer, pero se contiene. Todavía puede sentir el suave roce de las manos de mamá. Mamá no soportaba que se frotara las manos o se encorvara. Si lo hacía delante de ella, le apartaba inmediatamente las manos o le empujaba los hombros. Si estaba a punto de agachar la cabeza, le daba una palmada en la espalda y le decía: «Un hombre ha de tener un porte digno». No ha llegado a ser fiscal. Mamá siempre dijo que ese era el sueño de Hyong-Chol, y él nunca comprendió que también era el sueño de ella. Solo lo veía como un deseo de juventud que no logró hacer realidad; nunca se le ocurrió pensar que también había decepcionado las aspiraciones de mamá. Cae en la cuenta de que mamá ha vivido toda su vida creyendo que ella había sido quien le había impedido realizar ese sueño. «Lo siento, mamá. No cumplí mi promesa». Su corazón rebosa del deseo de no hacer nada más que cuidar de mamá cuando la encuentren. Pero ya ha perdido esa oportunidad.