Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Así se desesperaba tu mujer cuando salías a comer con tus amigos y te tomabas unas copas, como si todo su mundo se hubiera trastocado. Nunca imaginaste que un día echarías de menos esas reprimendas que te entraban por un oído y te salían por el otro.
Pero no oyes nada, y eso que después de bajar del tren hiciste una parada en un restaurante donde sirven caldo de morcilla y te tomaste una copa con la esperanza de oír sus quejas cuando entraras en casa.
Miras la caseta del perro, junto a la verja del patio lateral. Cuando se murió el viejo perro, tu mujer se sintió sola y tú fuiste a la ciudad y volviste con otro. El perro debería hacer algún ruido, pero el silencio en la casa es absoluto. No ves la cadena por ninguna parte; tu hermana, cansada de tener que ir hasta allí para llevarle la comida, debe de habérselo llevado. En lugar de cerrar la verja, la dejas de par en par; entras en el patio y te sientas en el porche. Cuando tu mujer iba sola a Seúl, te sentabas a menudo en el porche, igual que ahora. Tu mujer te llamaba desde allí para preguntarte: «¿Has comido?», y tú a tu vez le preguntabas: «¿Cuándo vas a volver?». «¿Por qué? ¿Me echas de menos?». «No —decías tú—, no te preocupes por mí. Quédate todo el tiempo que quieras esta vez». Pero daba igual lo que dijeras; después de oírte preguntar «¿Cuándo vas a volver?», ella regresaba, fuera cual fuese el motivo que la había llevado a Seúl. Cuando la reprendías: «¿Por qué has vuelto tan pronto? ¡Te dije que te quedaras todo lo que quisieras!», tu mujer respondía: «¿Crees que he vuelto por ti? He venido para dar de comer al perro», y te lanzaba una mirada furiosa.
* * *
Volvías a casa por todo lo que tu mujer cultivaba y criaba, aunque volver a casa significara desprenderte de todo lo que habías obtenido en distintos lugares. Cuando cruzabas esta verja, tu mujer estaba desenterrando unos ñames o haciendo levadura con una toalla sucia enrollada en la cabeza mientras observaba a Hyong-chol sentado ante su escritorio. A tu hermana le gustaba decir que tus inclinaciones nómadas eran el resultado de tu costumbre juvenil de no dormir en casa para evitar que te llamaran a filas. Sin embargo, una vez fuiste a la comisaría porque estabas cansado de esconderte. Te sacó tu tío, un detective que solo tenía cinco años más que tú. «Aunque nuestra familia esté arruinada —dijo—, el primogénito del primogénito tiene que sobrevivir». A pesar del declive de la familia, tenías que sobrevivir para mantener la tumba familiar y supervisar los ritos ancestrales. Pero, a los ojos de tu tío, eso no era motivo suficiente para poner un dedo debajo del cortapajas y perder un nudillo: no eras tú sino tu mujer quien cuidaba de la tumba familiar y se ocupaba de los ritos ancestrales cada estación. ¿Era ese el motivo? ¿Te convertiste en un vagabundo porque te viste obligado a marcharte de casa y a dormir a la intemperie cubierto de rocío? Es posible. La costumbre de dormir en la calle podría haber explicado tus escapadas. Cuando dormías bajo techo, te angustiaba que alguien entrara por la verja y te agarrara. Una vez incluso saliste corriendo en medio de la noche como si alguien te persiguiera.
Una noche de invierno regresaste a casa y descubriste que tus hijos habían crecido de golpe. Dormían acurrucados todos juntos porque fuera hacía mucho frío. Tu mujer cogió un cuenco de arroz que había dejado en el rincón más caldeado de la habitación y puso delante de ti una mesa pequeña cubierta con un mantel. Esa noche hubo tormenta de nieve. Tu mujer tostó hojas de algas en el brasero. El olor del aceite de perilla despertó a tus hijos, quienes, uno tras otro, se apiñaron alrededor de ti. Envolviste un poco de arroz en una hoja de alga y lo pusiste en la boca de cada niño. En la boca de tu hijo mayor, en la boca del segundo, en la boca de tu hija mayor. Antes de que llegaras a tu hija pequeña, Hyong-chol ya estaba esperando más. Comían tan deprisa que no dabas abasto preparando los bocados de arroz. El apetito de tus hijos te asustó. Te preguntaste qué ibas a hacer con todos ellos. Fue entonces cuando decidiste que debías olvidarte del mundo exterior, que no podías volver a irte de esta casa.
* * *
—¡Ya estoy aquí!
Abres la puerta del dormitorio. Está vacío. Hay unas pocas toallas en una esquina; tu mujer las dejó allí antes de que os fuerais juntos a Seúl. El resto del agua con que tomaste tus pastillas esa mañana se ha evaporado del vaso que dejaste en el suelo. El reloj de pared marca las tres de la tarde y la sombra del bambú entra en la habitación, que da al patio trasero.
—He dicho que ya estoy aquí —te dices a ti mismo, con los hombros hundidos, en la habitación vacía.
¿En qué estabas pensando cuando no hiciste caso a tu hijo, que no quería que volvieras solo, y cogiste el tren a casa? En un pequeño rincón de tu corazón persistía la esperanza de que, cuando entraras y gritaras: «¿Estás en casa? ¡Ya estoy aquí!», tu mujer te recibiría como en los viejos tiempos: «¡Ya estás aquí!», tal vez mientras limpiaba las habitaciones, troceaba verduras en el cobertizo o lavaba arroz en la cocina. Pensaste que podía suceder. Pero no hay nadie. La casa, después de estar tanto tiempo vacía, parece desierta.
Te levantas y abres todas las puertas.
—¿Estás ahí? —preguntas en cada una.
Abres la puerta de tu dormitorio, la de la habitación de invitados, la de la cocina y la del cuarto de la caldera. Es la primera vez que buscas a tu mujer con tanta desesperación. ¿Te buscaba ella así cada vez que te ibas de casa? Parpadeas y abres la ventana de la cocina para mirar en el cobertizo.
—¿Estás ahí?
Pero solo ves la tarima vacía.
A veces te quedabas ahí parado y observabas a tu mujer trajinar en el cobertizo, y ella miraba en tu dirección aunque no la llamaras y preguntaba: «¿Qué? ¿Necesitas algo?». Y tú preguntabas: «¿Dónde están mis calcetines? Quiero ir a la ciudad». Y ella se quitaba rápidamente los guantes y entraba a buscarlos.
Te quedas mirando el cobertizo vacío y murmuras:
—Eh… tengo hambre. Quiero comer algo.
Cuando decías que querías comer algo, tu mujer dejaba de inmediato lo que estuviera haciendo y, aunque hubiera estado cortando pimientos, doblando hojas de sésamo o salando coles, te decía: «He cogido unas
fatsia
en las colinas. ¿Quieres tortas de
fatsia
? ¿Te apetecen?». ¿Por qué no eras consciente entonces de que tenías una vida tranquila y afortunada? ¿Cómo es que recibías todo lo que tu mujer hacía por ti como si fuera lo más natural y tú ni siquiera le preparaste nunca una sopa de algas? Un día tu mujer volvió del pueblo y dijo: «¿Sabes el carnicero del mercado que te cae tan bien? Pues hoy pasaba por delante de su puesto cuando su mujer me ha llamado, de modo que me he detenido y me ha ofrecido una sopa de algas, y cuando le he preguntado: “¿Qué celebramos?”, me ha respondido que era su cumpleaños y que su marido le había preparado la sopa por la mañana». Tú la escuchabas, y ella añadió: «No estaba especialmente sabrosa. Pero por primera vez he tenido envidia de la mujer del carnicero».
«¿Dónde estás…?». Si tu mujer volviera, no solo le prepararías sopa de algas sino también tortitas. «¿Me estás castigando…?». Hay charcos de agua en tus ojos.
Te ibas de casa cuando querías y volvías cuando te daba la gana; nunca se te ocurrió pensar que tu mujer se iría de verdad.
* * *
Solo después de que tu mujer desapareciera recordaste la primera vez que la viste. Fue después de que las familias acordaran que los dos os casaríais, antes de que os conocierais. La guerra había terminado gracias a un alto al fuego firmado entre el comandante de las Naciones Unidas y el comandante comunista de Panmunjom, pero el mundo estaba más agitado que durante la guerra. En aquella época, por las noches, muchos soldados de Corea del Norte salían hambrientos de sus escondites en las colinas y saqueaban los pueblos. En cuanto caía la tarde, los padres con hijas en edad casadera se apresuraban a esconderlas. Corría el rumor de que los soldados de las colinas se llevaban a las mujeres jóvenes de los pueblos. Los había que cavaban hoyos cerca de las vías del tren y escondían allí a sus hijas. Otros se apiñaban todos juntos en la misma casa. Algunos se apresuraron a casar a sus hijas. Tu mujer había vivido en Chinmoe desde que nació hasta que se casó contigo. Tenías veinte años cuando tu hermana te dijo que ibas a casarte con una joven de Chinmoe en menos de un mes. Te explicó que era una joven cuyo horóscopo congeniaba perfectamente con el tuyo. Chinmoe. Era un pueblo de montaña que quedaba a unos diez
ri
de tu pueblo. En aquella época era habitual contraer matrimonio con alguien a quien no habías visto nunca. La ceremonia se celebraría en el patio de la casa de la joven en octubre, poco después de recoger los tallos de los arrozales. Cuando se fijó la fecha de la ceremonia, la gente te tomaba el pelo cada vez que sonreías; decían que debías de estar contento de casarte. A ti la idea ni te gustaba ni te dejaba de gustar. Como tu hermana hacía todas las tareas domésticas en tu casa, todos decían que debías darte prisa en buscar esposa. Tenía sentido, pero se te ocurrió que no podrías vivir con una mujer a la que nunca habías visto.
Nunca quisiste vivir toda tu vida trabajando la tierra en este pueblo. En una época en que había tan poca mano de obra disponible que hasta los niños iban a los campos, tú vagabas por el pueblo con tus amigos. Hiciste planes de fugarte y abrir una cervecería en una ciudad con dos amigos. No pensabas en la boda sino en cómo reunir el dinero para abrir la cervecería; así pues, ¿qué fue lo que hizo que encaminaras tus pasos hacia Chinmoe?
Tu prometida vivía en una casa de campo con un bosque de bambú en la parte de atrás y caquis maduros que colgaban de un árbol en una esquina. Llevaba una blusa de algodón y estaba sentada en el porche bordando un fénix en un bastidor. La luz brillante se reflejaba en el tejado y en el patio, pero la expresión de la joven era sombría. De vez en cuando levantaba la vista hacia el cielo despejado de otoño y estiraba el cuello. Observó unos gansos que volaban en hilera hasta que desaparecieron. Luego se levantó y salió de la casa. Sin que nadie te viera, la seguiste hasta los campos de algodón. Tu futura suegra estaba acuclillada recogiendo algodón.
—¡Mamá! —la llamó la joven.
—¿Qué? —respondió tu futura suegra, sin mirarla.
Y siguió recogiendo algodón. El algodón blanco danzaba en el aire fresco. Estabas a punto de dar media vuelta, pero algo hizo que te acercaras más y te escondieras entre los copetes blancos.
—¡Mamá! —gritó de nuevo la joven.
—¿Qué? —respondió tu futura suegra, sin mirar.
—¿Tengo que casarme?
Aguantaste la respiración.
—¿Qué?
—¿No puedo quedarme a vivir aquí contigo?
Las flores de algodón se agitaban en la brisa.
—No.
—¿Por qué no? —En la voz de la joven había dolor.
—¿Quieres que se te lleven los hombres de las montañas?
Tu prometida guardó silencio un momento, luego se desplomó en el campo de algodón y, con las piernas estiradas, se echó a llorar. Ya no era la joven recatada y acicalada a la que habías visto bordando en el porche de la casa. Lloraba con tanta pena que, al verla, a ti también te entraron ganas de llorar. Entonces tu futura suegra salió del campo de algodón y se acercó a ella.
—Escucha, te sientes así porque todavía eres muy joven. Si no fuera por la guerra, te quedarías unos años más conmigo. Pero ¿qué podemos hacer si el mundo se ha vuelto tan aterrador? Casarse no es algo malo. Es algo que no puedes evitar. Naciste en las montañas y no pude llevarte a la escuela. Si no te casas, ¿qué será de ti? Cuando comparé tu horóscopo con el del novio, vi que seríais muy afortunados. No perderás ningún hijo y tendrás muchos, y todos crecerán y saldrán adelante. ¿Qué más quieres? Viniste al mundo como ser humano, y tienes que vivir feliz con tu compañero. Has de tener tus hijos, amamantarlos y criarlos. Deja de llorar, deja de llorar. Te haré unas mantas del más puro algodón.
La joven siguió llorando ruidosamente y tu futura suegra le dio unas palmaditas en la espalda.
—Para, para de llorar…
Pero tu prometida no paró y tu futura suegra también se echó a llorar.
Si no hubieras visto por pura casualidad a las dos mujeres llorando abrazadas en el campo de algodón, es posible que te hubieses marchado en octubre. Pero cuando pensabas en esa joven bordando en el porche, en la joven que había llamado a gritos a su madre en el campo de algodón, y en que algún soldado podía llevársela a las montañas sin dejar rastro, ya no podías marcharte.
* * *
Cuando volviste a la casa vacía después de que desapareciera tu mujer, dormiste durante tres días seguidos. En la casa de Hyong-chol no conseguías conciliar el sueño; por la noche te tumbabas y cerrabas los ojos. Tenías el oído tan aguzado que tus ojos se abrían al instante si alguien salía de la habitación de enfrente para ir al cuarto de baño. Durante las comidas te sentabas a la mesa por respeto a los demás, aunque no tuvieras hambre, pero en tu casa vacía no comiste nada y dormiste como un muerto.
Creías que no querías mucho a tu mujer porque te casaste con ella después de haberla visto solo una vez, pero cada vez que te ibas de casa y pasabas un tiempo fuera, ella reaparecía en tus pensamientos. Las manos de tu mujer eran capaces de criar cualquier vida. Tu familia nunca había tenido mucha suerte con los animales. Antes de que tu mujer entrara a formar parte de ella, todos los perros que habíais tenido habían muerto antes de daros una camada. Comían raticida y se caían por el retrete. Una vez, sin que nadie se diera cuenta, el perro se coló en el sistema de calefacción de debajo del suelo, tú te diste cuenta de que olía chamuscado, lograste abrirlo y lo sacaste muerto. Tu hermana decía que tu familia no debería tener perro, pero tu mujer llegó de la casa de los vecinos con un cachorro recién nacido; le tapaba los ojos con una mano. Creía que los perros eran tan listos que, si no les tapabas los ojos cuando te los llevabas, volvían con su madre. Dio de comer al cachorro debajo del porche, y este creció y tuvo cinco o seis crías. A veces había hasta dieciocho cachorros acurrucados debajo del porche. En primavera tu mujer camelaba a las gallinas para que incubaran los huevos y lograba que criaran treinta o cuarenta pollos, sin contar con los que capturaba algún milano negro. Cuando tu mujer esparcía semillas en el huerto, las hojas verdes brotaban con furia; tardaban menos en salir que ella en arrancar los brotes tiernos para comerlos. Plantaba y cosechaba patatas, zanahorias, ñames. Cuando plantó berenjenas de semillero, colgaron por todas partes durante el verano y entrado el otoño. Todo lo que tocaba tu mujer crecía con abundancia. No tenía tiempo para quitarse de la cabeza la toalla empapada en sudor. En cuanto asomaban las malas hierbas en los campos, sus manos las arrancaban, y cortaba las sobras de la mesa en pequeños trozos y las echaba a los cachorros. Atrapaba ranas, las hervía y hacía puré para las gallinas, y recogía los excrementos de los pollos y los enterraba en el huerto, una y otra vez. Todo lo que tocaba tu mujer se volvía fértil y florecía, crecía y daba fruto. Su don era tal que hasta tu hermana, que no se cansaba de encontrarle defectos, la llamaba y le pedía ayuda para sembrar sus campos y plantar pimientos.