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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (13 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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Se desploma de rodillas en el suelo de la salita.

3

Ya estoy en casa

HAY UNA CHICA frente a la verja azul firmemente cerrada, mirando.

—¿Quién eres?

Cuando carraspeas detrás de ella, se vuelve. Tiene la frente lisa y el pelo pulcramente recogido, y le brillan los ojos de alegría.

—¡Hola! —dice.

Te quedas mirándola y ella sonríe.

—Esta es la casa de tía Park So-nyo, ¿verdad?

En la placa de la casa que ha estado tantos días vacía solo se lee tu nombre. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oíste a alguien llamar tía, y no abuela, a tu mujer.

—¿Qué quieres?

—¿No está en casa?

Guardas silencio.

—¿Es verdad que ha desaparecido?

Miras fijamente a la chica.

—¿Quién eres?

—Soy Hong Tae-hee, de la Casa de la Esperanza de Namsan-dong.

¿Hong Tae-hee? ¿La Casa de la Esperanza?

—Es un orfanato. Estaba angustiada porque hace mucho que no viene y encontré esto. —La chica te enseña el anuncio que puso tu hijo en el periódico—. He venido un par de veces para preguntar qué había ocurrido, pero la verja siempre estaba cerrada. Hoy también pensaba que volvería con las manos vacías, pero… Solo quiero saber qué ha pasado. Tenía que leerle un libro…

Levantas la piedra que hay delante de la verja, coges la llave de su escondite y abres. Empujas la verja de la casa que lleva tanto tiempo vacía y miras esperanzado. Pero no se oye nada.

Dejas pasar a Hong Tae-hee. ¿Leerle un libro? ¿A tu mujer? Nunca has oído hablar a tu mujer de la Casa de la Esperanza ni de Hong Tae-hee. En cuanto cruza la verja, la chica llama a tu mujer. Como si no pudiera creer que ha desaparecido realmente. Al ver que no hay respuesta, su expresión se vuelve más cautelosa.

—¿Se fue de casa?

—No, ha desaparecido.

—¿Qué?

—Desapareció en Seúl.

—¿De verdad? —Tae-hee abre mucho los ojos.

Te explica que hace más de diez años que tu mujer va a la Casa de la Esperanza para bañar a los niños, lavarles la ropa y cuidar el jardín.

¿Tu mujer?

Tae-hee dice que tu mujer es una persona muy respetada en la Casa de la Esperanza y que dona cuatrocientos cincuenta mil won al mes. Siempre ha dado esta cantidad.

¿Cuatrocientos cincuenta mil won al mes?

Todos los meses tus hijos juntaban seiscientos mil won y se los enviaban a tu mujer. Al parecer creían que dos ancianos podían vivir con esa cantidad en el campo. Y no es una suma pequeña. Al principio tu mujer compartía el dinero contigo, pero a partir de cierto momento dijo que se quedaba con todo. Tú quisiste saber adónde iba a parar, pero tu mujer te pidió que no le hicieras preguntas. Dijo que tenía derecho a utilizar ese dinero porque ella había sido quien había criado a todos tus hijos. Parecía tenerlo planeado desde hacía tiempo. De lo contrario no habría dicho: «Creo que tengo derecho a utilizar este dinero». Eso no era propio de tu esposa. Sonó como algo sacado de una teleserie. Tu mujer debió de practicar la frase ella sola varios días.

Hace años, ninguno de vuestros hijos llamó el día de los Padres, en mayo. Tu mujer fue a la papelería de la ciudad y compró dos capullos de clavel, cada uno con una cinta en la que se leía: «Gracias por darme la vida y criarme». Te encontró a un lado de la carretera y te apremió a que volvieras a casa: «¿Y si viene alguien a vernos?». La seguiste hasta casa. Ella te persuadió para que entraras y cerraras la puerta, y te prendió un clavel en la solapa. «¿Qué dirá la gente si vas por ahí sin una flor en la solapa cuando todo el mundo sabe los hijos que tenemos? Por eso los he comprado». Ella también se prendió una flor en la ropa. Como no paraba de caérsele, la sujetó con dos alfileres. Tú te la quitaste en cuando saliste de nuevo de casa, pero tu mujer la llevó todo el día en el pecho.

Al día siguiente no se levantó de lo mal que se encontraba. Dio vueltas en la cama durante varias noches, luego se sentó bruscamente y te pidió que le transfirieras tres
majigi
de tierra a su nombre. Le preguntaste la razón y ella respondió que su vida no tenía sentido. Se sentía inútil ahora que sus hijos habían seguido su camino. Cuando le explicaste que todas tus tierras también eran de ella y que si solo le transferías tres
majigi
saldría perdiendo, porque eso significaría que el resto era tuyo, pareció decepcionada y dijo: «Supongo que es cierto».

Pero se mostró firme al anunciar que quería todo el dinero que os pasaban vuestros hijos. No te veías con fuerzas para llevarle la contraria cuando se ponía así. Creías que acabaríais teniendo una fuerte discusión si lo hacías. Aceptaste con una condición. Ella se quedaría con todo el dinero pero no te pediría más. Tu mujer respondió que por ella bien. No parecía que se comprara ropa ni que hiciera nada especial, pero cuando echaste un vistazo a su cartilla, viste que alguien retiraba cuatrocientos cincuenta mil won de la cuenta el mismo día de cada mes, todo de golpe. Si el dinero se retrasaba, llamaba a Chi-hon, que se ocupaba de reunir el dinero de los hermanos y enviarlo, para recordárselo. Eso tampoco era propio de tu mujer. No le preguntaste qué hacía con el dinero porque le habías prometido que no harías preguntas, pero imaginabas que cada mes ingresaba los cuatrocientos cincuenta mil won en alguna cuenta de ahorros para volver a dar sentido a su vida. En una ocasión buscaste una libreta de ahorros, pero nunca encontraste ninguna. Si es cierto lo que dice Hong Tae-hee, tu mujer ha estado donando cuatrocientos cincuenta mil won al mes a la Casa de la Esperanza de Namsan-dong. Te sientes intimidado por tu esposa.

Hong Tae-hee dice que, más que ella, son los niños los que están esperando a tu mujer. Te habla de un niño llamado Kyun, para quien tu mujer ha sido como una madre, que está muy triste porque tu esposa ha dejado de pronto de ir al orfanato. Dice que lo abandonaron antes de que cumpliera los seis meses, sin un nombre siquiera, y que tu mujer le puso Kyun.

—¿Has dicho Kyun?

—Sí, Kyun.

Hong Tae-hee dice que Kyun empezará la secundaria el año que viene, y que tu mujer prometió comprarle un uniforme y una cartera cuando lo hiciera. Kyun. Se te hiela el corazón. Escuchas en silencio a Hong Tae-hee. No puedes creer que tu mujer lleve más de una década yendo a un orfanato y tú no te hayas enterado. Te preguntas si tu mujer desaparecida puede ser la misma persona de la que está hablando Hong Tae-hee. ¿Cuándo iba a la Casa de la Esperanza? ¿Por qué nunca te dijo nada? Miras la foto de tu mujer del anuncio del periódico que ha traído Hong Tae-hee y entras en tu habitación. Coges un álbum escondido en el fondo de un cajón y arrancas una foto. Tu mujer y tu hija de pie en el embarcadero de una playa, sujetándose la ropa, que flamea con el viento. Tiendes la foto a Tae-hee.

—¿Estás hablando de esta persona?

—¡Oh, es la tía! —exclama Tae-hee alegremente, como si tu mujer estuviera frente a ella.

Tu mujer, entrecerrando los ojos bajo el sol, te mira.

—Has dicho que tenías que leerle… ¿A qué te referías?

—Ella hacía todos los trabajos duros de la Casa de la Esperanza. Lo que más le gustaba era bañar a los niños. Era tan eficiente que, cuando se iba, todo el orfanato relucía de lo limpio que lo había dejado. Cuando yo le preguntaba qué podía hacer para agradecérselo, ella decía que no era nada, pero en cierta ocasión trajo un libro y me pidió que cada día le leyera en voz alta durante una hora. Dijo que era un libro que le gustaba mucho pero que ya no podía leerlo porque tenía mal la vista.

Te quedas callado.

—Es éste.

Miras el libro que Hong Tae-hee saca del bolso. Es de tu hija.

—La escritora es de aquí. He oído decir que fue a la escuela del barrio. Creo que por eso a la tía le gusta. El último libro que le leí también era de esta escritora.

Coges el libro de tu hija.
El amor colmado
. De modo que tu mujer quería leer las novelas de tu hija… Nunca te lo comentó. Y a ti nunca se te pasó por la cabeza leérselas. ¿Alguien más de la familia está al corriente de que tu mujer no sabe leer? Recuerdas lo dolida que pareció ella, como si la hubieras insultado, el día que te enteraste. Creía que tu comportamiento con ella —marcharte de casa cuando eras más joven, gritarle a veces, responder con rudeza a sus preguntas con un «¿Por qué quieres saberlo?»— se debía a que la mirabas por encima del hombro debido a su analfabetismo… Esa no era la razón por la que actuabas así, pero cuanto más lo negabas, más se convencía ella de que era cierto. Te preguntas si, inconscientemente, la mirabas por encima del hombro, como ella se obstinaba en creer. No tenías ni idea de que una desconocida leía a tu mujer las novelas de Chi-hon. Cuánto debía de haberle costado ocultar a esa joven que no sabía leer. Tu mujer, que deseaba desesperadamente leer las novelas de Chi-hon, no podía desvelar que la escritora era su hija, de modo que, con el pretexto de tener mal la vista, le había pedido que se las leyera en voz alta. Te escuecen los ojos. ¿Cómo pudo contenerse de presumir de hija ante esa joven?

—Qué mala persona.

—¿Cómo dice? —Hong Tae-hee te mira sorprendida.

«Si tan desesperada estaba por leer sus libros, podría haberme pedido a mí que se los leyera». Te frotas la cara, seca y áspera, con las manos. Si tu mujer te hubiera pedido que le leyeras esa novela, ¿se la habrías leído? Antes de que desapareciera, pasabas los días sin pensar en ella. Cuando lo hacías era para pedirle algo, echarle la culpa de algo o ignorarla. Los hábitos pueden ser terribles. Hablabas educadamente con los demás, pero tus palabras se volvían hoscas cuando te dirigías a tu mujer. A veces hasta la maldecías. Actuabas como si fuera superior a tus fuerzas hablar con ella con educación. Eso es lo que hacías.

—Ya estoy aquí —murmuras hacia la casa vacía en cuanto Hong Tae-hee se va.

Lo único que querías era largarte de esta casa… cuando eras joven, después de casarte y después incluso de tener a tus hijos. Qué aislado te sentiste cuando comprendiste que ibas a pasarte la vida en esta casa, en esta aburrida ciudad del sur del país, en el mismo lugar donde habías nacido. Cuando eso ocurrió, te fuiste sin decir nada y deambulaste por el país. Pero regresaste con los ritos ancestrales, como si obedecieras órdenes genéticas. Luego te marchaste otra vez y solo regresaste a rastras cuando caíste enfermo. Un día, después de recuperarte de alguna enfermedad, aprendiste a montar en motocicleta. Volviste a irte de casa, y llevabas de paquete a una mujer que no era tu esposa. A veces creías que nunca volverías. Querías forjarte otra vida, olvidar esta casa y establecerte por tu cuenta. Pero no conseguías aguantar más de tres estaciones lejos de aquí.

Cuando las cosas que te resultaban desconocidas lejos de casa se convirtieron en algo común, todo lo que tu mujer cultivaba y criaba flotó ante tus ojos: cachorros, pollos, patatas que nunca parabas de desenterrar… y tus hijos.

Antes de que la perdieras de vista en la estación de metro de Seúl, tu mujer solo había sido para ti la madre de tus hijos. Hasta que te diste cuenta de que quizá ya no volverías a verla, era como un árbol firme… un árbol que no desaparecería hasta que no lo talaran o lo arrancaran. Después de que la madre de tus hijos desapareciera, comprendiste que era tu mujer quien había desaparecido. Tu mujer, a quien habías olvidado durante cincuenta años, estaba presente en tu corazón. Solo después de que desapareciera se hizo tangible para ti, como si pudieras alargar una mano y tocarla.

Hasta ahora no te habías dado cuenta realmente del estado en que se encontraba tu mujer en los dos o tres últimos años. Sumida en el aturdimiento, se sorprendía a sí misma sin recordar nada. A veces se sentaba en una calle que conocía de sobra porque era incapaz de encontrar el camino a casa. Miraba con expresión interrogante un tarro o una jarra que llevaba cincuenta años utilizando. ¿Para qué sirve esto? Se volvió descuidada en las tareas domésticas; por toda la casa había pelusa sin barrer. A veces no era capaz de seguir el argumento de la teleserie que veía todos los días. Se olvidaba de la canción que llevaba décadas cantando, la que empezaba con: «Si me preguntas qué es el amor…». A veces tu mujer parecía que no se acordaba de quién eras. Tal vez ni siquiera sabía quién era ella.

Pero no había sido así siempre.

Tu mujer se acordaba de algún detalle, como si hubiera recuperado algo que se estaba evaporando. Un día comentó que en cierta ocasión envolviste dinero en papel de periódico y encajaste el fajo en el quicio de la puerta antes de irte. Te dijo que, aunque entonces se calló, agradeció que le hubieras dejado esos billetes. No sabía cómo se las habría arreglado si no hubiera descubierto ese dinero envuelto en papel de periódico. En otra ocasión te recordó que teníais que haceros un nuevo retrato de familia porque en el más reciente no salía el bebé de tu hija pequeña, que había nacido en Estados Unidos.

Solo ahora te das dolorosamente cuenta de que cerraste los ojos ante la confusión de tu mujer.

Cuando tu mujer tenía jaqueca y perdía el conocimiento, pensabas que estaba dormida; te molestaba que se tumbara con un paño enrollado alrededor de la cabeza y se pusiera a dormir en cualquier parte. Cuando se ponía nerviosa porque no podía abrir la puerta, le decías que mirara por dónde iba. Tú, que nunca te habías parado a pensar que tenías que cuidarla, no atinabas a comprender lo confusa que se había vuelto su noción del tiempo. Cuando preparaba alguna bazofia, la echaba al comedero de la pocilga vacía, se sentaba al lado, gritaba el nombre de la cerda que habíais tenido cuando erais jóvenes y decía: «Esta vez ten tres cerditos, no solo uno… Sería tan bonito…», creías que bromeaba. Hacía mucho tiempo esa cerda había tenido una camada de tres crías. Tu mujer las vendió para comprar una bicicleta a Hyong-chol.

—¿Estás en casa? ¡Ya estoy aquí! —gritas hacia la casa vacía, y te detienes para escuchar.

Esperabas que tu mujer contestara: «¡Has vuelto!», pero la casa continúa en silencio. Cuando volvías y gritabas: «¡Ya estoy aquí!», tu mujer asomaba la cabeza de donde estuviera.

Tu mujer no se cansaba de reprenderte: «¿Por qué no dejas de beber? Podrías vivir sin mí, pero no puedes vivir sin alcohol. ¡Los niños me dicen que están preocupados por ti y tú sigues sin dejar esa costumbre!». Continuaba reprendiéndote aun mientras te tendía un vaso de té de uva japonés. «Si vuelves borracho a casa otra vez, te dejaré. ¿No te dijo el médico del hospital que el alcohol era lo peor para ti? ¡Si quieres dejar de ver este bonito mundo, sigue bebiendo!».

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