Por favor, cuida de mamá (16 page)

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Authors: Kyung-Sook Shin

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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A tus parientes les gustaba tu mujer. Cuando iban a veros, tú te limitabas a decirles «hola» cuando llegaban y «adiós» cuando se marchaban, pero tus numerosos parientes iban a tu casa por tu mujer. Todo el mundo decía que su comida rebosaba cariño. Aunque simplemente fuera al huerto a buscar verduras para hacer sopa de pasta de judías y un plato de col salada, la gente lo devoraba todo con avidez y elogiaba la sopa de pasta de judías y la col salada. Tus sobrinos pasaban con vosotros las vacaciones escolares y, cuando se iban, decían que habían engordado tanto que no podían abrocharse el uniforme. Todo el mundo decía que el arroz de tu mujer engordaba. Cuando tus vecinos y tú plantabais arroz en tus arrozales, y tu mujer les llevaba pez sable con arroz y patatas nuevas para almorzar, todos dejaban de trabajar para llenarse la boca de comida. Incluso la gente que pasaba por ahí se detenía a comer. Los vecinos se peleaban por ayudar en tus campos. Decían que cuando comían la comida de tu mujer, se quedaban tan ahítos que podían hacer el doble de trabajo hasta que volvían a tener hambre. Si un vendedor de melones o de ropa se asomaba por la verja mientras comíais, tu mujer era la clase de persona que lo invitaba a sentarse y comer. Tu mujer, que compartía alegremente la comida con los desconocidos, se llevaba bien con todo el mundo menos con tu hermana.

Cuando tu mujer tenía problemas de estómago, se quejaba como si el agravio hubiera ocurrido el día anterior. «Me habría ido tan bien tomar dos paquetes más del remedio chino… Hasta tú dijiste que necesitaba dos dosis más porque acababa de dar a luz y tenía que recuperarme. Pero tu hermana repuso con cara larga: “¿Para qué quieres más? Ya es suficiente”. Y no me trajo más. Si hubiera tomado otros dos paquetes, ahora no estaría pasando por todo esto». Pero tú no te acordabas de nada. Y aunque ella siempre estaba con la misma cantinela, nunca le compraste el remedio cuando tenía diarrea.

«Debería haber tomado más medicina. Ahora nada me hace efecto». Cuando tu mujer tenía diarrea, dejaba de comer. Tú no entendías cómo alguien podía estar sin comer durante días. Cuando eras joven hacías la vista gorda; solo cuando te hiciste algo mayor le preguntaste si no debería comer algo. Ella respondió con aire desgraciado: «Los animales no comen cuando están enfermos. Las vacas, los cerdos… cuando están enfermos dejan de comer. También los pollos. El perro no come cuando está enfermo. Si está enfermo, no mira la comida ni aunque le ofrezca algo rico, cava un hoyo delante de la caseta y se tumba encima. Unos días después se levanta y entonces come. Las personas somos iguales. Tengo el estómago mal, y la comida, aunque esté buenísima, dentro de mí es como veneno».

Cuando la diarrea no se le cortaba, molía caquis secos y comía una cucharada. Se negaba a ir al hospital. No hacía caso cuando le decías: «¿Cómo van a curarte unos caquis secos? Ve al hospital, a que te vea el médico, y compra un medicamento en la farmacia». Al final, si insistías, replicaba: «¿No te he dicho que no voy a ir al hospital?», y no dejaba que volvieras a sacar el tema.

Un año te fuiste de casa en verano y cuando volviste en invierno encontraste un bulto en el pecho izquierdo de tu mujer. Le comentaste que no era normal, pero ella ni se inmutó. Solo cuando el pezón se le hundió y le supuró, la llevaste al hospital de la ciudad, con la toalla de faena todavía enrollada en la cabeza. En el momento no pudieron deciros qué era, pero la examinaron y os dijeron que tardarían diez días en tener los resultados. Tu mujer suspiró. ¿Qué pasó durante esos diez días? ¿Qué estabais haciendo tan importante para que no pudieseis ir a recoger los resultados? ¿Por qué pospusisteis el momento de saber qué le pasaba? Cuando finalmente le salió un absceso en el pezón, cogiste a tu mujer y la llevaste de nuevo al hospital. El médico dijo que tenía cáncer de mama.

«¿Cáncer?». Tu mujer dijo que era imposible: no tenía tiempo para quedarse en la cama enferma, tenía demasiadas cosas que hacer. El médico explicó que tu mujer no encajaba con el perfil de persona con riesgo de contraer cáncer de mama: no había tenido hijos a una edad avanzada, había amamantado a sus cinco hijos, no había tenido el período demasiado joven, pues le vino el mismo año en que se casó contigo, y no comía carne (de hecho, no se la podía permitir). Pero en el pecho izquierdo de tu mujer crecían células cancerígenas. Si hubieras regresado para saber los resultados inmediatamente, no habrían tenido que quitarle el pecho. Después de la operación, con el torso todavía vendado, tu mujer plantó patatas. Al enterrarlas en el campo, que ya no era tuyo porque lo habías vendido para pagar la operación, declaró: «¡Nunca volveré a un hospital!». No solo se negaba a ir a un hospital, sino que tampoco dejaba que te acercaras a ella.

Poco antes de que fuerais a Seúl para celebrar tu cumpleaños, tu mujer volvió a tener problemas de estómago. Te preocupó que hiciera el viaje encontrándose tan débil, pero ella te pidió que fueras a la ciudad y compraras plátanos, pues había oído hablar de un remedio. Antes de que os fuerais a Seúl, se comió una mezcla de dos caquis secos y medio plátano en tres comidas seguidas. Aunque nunca se había quedado en cama durante más de una semana después de dar a luz, ese problema de estómago la tuvo en cama diez días. Y empezó a olvidar las fechas de los ritos ancestrales. Cuando hacía
kimchi
, de pronto se detenía y se quedaba ahí sentada mirando el vacío. Si le preguntabas qué pasaba, decía: «No sé si he puesto ajo o no…». Cogía una cazuela llena de pasta de judías fermentadas con las manos desnudas y se quemaba. Tú pensabas: «Ya no es joven». Pensabas: «A mí se me pasan los días sin siquiera acordarme de los tambores tradicionales, que tanto me gustaban. A esta edad nuestro cuerpo ya no responde del mismo modo». Pensabas: «Ya va siendo hora de que algo se estropee». Dabas por sentado que los achaques eran un compañero constante a esa edad y creíste que tu mujer también pasaba por esa fase.

* * *

—¿Estás en casa?

Abres los ojos de golpe al oír la voz de tu hermana. Por un momento crees que es la voz de tu mujer, aunque sabes muy bien que solo tu hermana se presentaría en tu casa a una hora tan temprana.

—¡Voy a entrar! —grita, y abre la puerta de tu dormitorio.

Lleva una bandeja con un cuenco de arroz y varios platos de acompañamiento, todo cubierto con un trapo blanco. Deja la bandeja en un extremo de la habitación y te mira. Vivió aquí contigo hasta que hace cuarenta años se construyó una casa junto a la carretera nueva, y desde entonces se despierta al amanecer, fuma un cigarrillo, se alisa el pelo, se lo sujeta con una horquilla y se va a tu casa; da una vuelta alrededor a la luz del amanecer y vuelve a la suya. Tu mujer siempre oía los pasos de tu hermana rodeando la casa desde el patio delantero al patio lateral y hasta el trasero. Los pasos de tu hermana eran el sonido que despertaba a tu mujer. Gruñía, se daba la vuelta, murmuraba: «Ha vuelto», y se levantaba. Tu hermana simplemente daba una vuelta alrededor de tu casa y se iba… tal vez quería comprobar que seguía intacta. Cuando era joven perdió a sus dos hermanos mayores al mismo tiempo, luego perdió a sus padres con dos días de diferencia, y durante la guerra casi te perdió a ti. Después de casarse, en lugar de ir ella a la casa de sus suegros, su marido vino a vivir a tu pueblo. La herida de la pérdida de su joven marido en un incendio doméstico poco después de casarse arraigó profundamente en ella y se convirtió en un gran árbol, tan grande que no podía talarse.

—¿Ni siquiera te molestas en dormir en tu estera?

Los ojos de tu hermana, que solían ser feroces y resueltos como los de una joven viuda sin hijos, ahora parecen cansados. Su pelo, pulcramente peinado y sujeto con una horquilla, está totalmente blanco. Es ocho años mayor que tú, pero tiene una postura más erguida. Se sienta a tu lado, saca un cigarrillo y se lo pone entre los labios.

—¿No habías dejado de fumar? —preguntas.

Sin responder, tu hermana lo enciende con un mechero con el nombre de un bar de la ciudad y da una calada.

—El perro está en mi casa. Puedes traértelo si quieres.

—Déjalo allí de momento… Creo que debo volver a Seúl.

—¿Qué vas a hacer?

No contestas.

—¿Por qué has vuelto solo? ¡Deberías haberla encontrado y traído de vuelta!

—Pensé que tal vez me esperaba aquí.

—Si hubiera vuelto, yo te habría llamado inmediatamente, ¿no?

Te quedas callado.

—¿Cómo puedes ser tan inútil? ¿Cómo puede perder un marido a su esposa? ¿Cómo has podido volver aquí como si nada cuando esa pobre mujer está por ahí sola?

Miras a tu hermana de pelo blanco. Nunca la habías oído hablar así de tu mujer. Tu hermana siempre chasqueaba la lengua con desaprobación. Durante los dos años que siguieron a tu boda le dio la lata porque no se quedaba embarazada, pero cuando tu mujer tuvo a Hyong-chol, tu hermana dijo con desdén: «Tampoco es que haya hecho nada del otro mundo». Vivió con tu familia durante los años en que tu mujer tenía que moler el grano en el mortero de madera para todas las comidas y ni una sola vez se ofreció a ayudarla. Pero cuidó de ella cuando dio a luz.

—Quería decirle varias cosas antes de morirme. ¿A quién voy a decírselas ahora si ella no está? —se queja tu hermana.

—¿Qué querías decirle?

—No son solo un par de cosas…

—¿Te refieres a lo mezquina que eras con ella?

—¿Te dijo ella que era mezquina?

Miras a tu hermana sin reírte siquiera. «¿Me estás diciendo que no lo eras?». Todo el mundo se daba cuenta de que tu hermana se comportaba más como una suegra que como una cuñada. Todo el mundo lo pensaba. Tu hermana no soportaba oír eso. Afirmaba que las cosas debían ser así porque no había ningún mayor en la familia. Es posible.

Tu hermana saca otro cigarrillo de la pitillera y se lo lleva a los labios. Se lo enciendes. La desaparición de tu mujer debe de haberla empujado a fumar otra vez. Aunque te cuesta recordarla sin un cigarrillo en la boca. Lo primero que hace cada mañana cuando se despierta es buscar a tientas uno, y a lo largo de todo el día busca los cigarrillos antes de ponerse a hacer algo, antes de ir a alguna parte, antes de comer, antes de acostarse. En tu opinión, fumaba demasiado, pero nunca le dijiste que lo dejara. En realidad, no podías. Cuando la viste justo después de que su marido muriera en el incendio, estaba mirando fijamente la casa quemada, fumando. Se quedaba ahí sentada, fumando un cigarrillo tras otro, sin llorar ni reír. En lugar de comer o dormir, fumaba. Tres meses después del incendio te llegaba el olor a tabaco antes de acercarte a ella, estaba impregnado en sus dedos.

—Ya no viviré mucho. —Tu hermana decía eso desde que había cumplido los cincuenta—. Todos estos años, la vida que me ha tocado en suerte, me ha parecido especialmente… dura y triste. ¿Qué me queda? No tengo hijos ni nada. Cuando murieron nuestros hermanos pensé que debería haber muerto yo en lugar de ellos, pero luego murieron nuestros padres y, aunque me quedé en estado de shock, pude cuidar de ti y de Kyun. Parecía que nos habíamos quedado solos en el mundo. Y como mi marido murió en ese incendio antes de que pudiera cogerle cariño…, tú no eres solo mi hermano, también eres mi hijo. Mi hijo y mi amor…

Seguramente era cierto.

Si no, cuando estuviste postrado en cama, medio paralizado por un infarto en la mediana edad, tu hermana no habría cruzado los campos para recoger el rocío de la cosecha en primavera, verano y otoño porque había oído decir que si uno bebía cada día un bol de rocío del amanecer, se curaba. Para llenar un bol de rocío antes de que saliera el sol, se despertaba en medio de la noche y esperaba a que se hiciera de día. Por esa época tu mujer dejó de quejarse de ella y empezó a tratarla con respeto, como si fuera realmente su suegra. «¡No creo que yo pudiera hacer eso por ti!», te decía con una mirada llena de asombro.

—Antes de morir, quería decirle que lamento tres cosas —continúa tu hermana.

—¿Qué cosas?

—Que lamento lo de Kyun…, y la vez que le chillé por talar el albaricoquero…, y no haberle comprado más remedio cuando tuvo problemas de estómago…

Kyun. Guardas silencio.

Tu hermana se levanta y señala la bandeja cubierta con el trapo blanco.

—Ahí te dejo comida. Cómela cuando tengas hambre. ¿Te apetece ahora?

—No, aún no tengo hambre. Acabo de despertarme.

Tú también te levantas. Sigues a tu hermana mientras recorre la casa. La casa, sin los cuidados de las manos de tu mujer, está cubierta de polvo. Tu hermana quita el polvo de las tapas de los tarros al salir por el patio trasero.

—¿Crees que Kyun fue al cielo? —pregunta de pronto.

—¿Por qué hablas de él?

—Kyun también debe de estar buscándola. De pronto lo veo en mis sueños. Me pregunto cómo sería ahora de haber vivido.

—¿Qué quieres decir? Sería viejo, como tú y como yo…

Cuando tu mujer de diecisiete años se casó contigo, que tenías veinte, tu hermano pequeño Kyun hacía sexto. Era un niño inteligente que destacaba entre sus compañeros. Era perspicaz, abierto, guapo y sacaba buenas notas. Cuando la gente pasaba por su lado, se volvía para mirarlo y se preguntaba quién sería la afortunada familia que lo tenía de hijo. Pero, debido a vuestras estrecheces económicas, no pudo seguir estudiando aunque os lo suplicó a tu hermana y a ti. Casi puedes oírlo: «Por favor, mándame a la escuela, hermano. Por favor, mándame a la escuela, hermana». Cada día lloraba a mares pidiéndoos que lo llevarais a la escuela. Aunque habían pasado unos años desde la guerra, vuestra situación era lamentable; erais increíblemente pobres. A veces piensas en esos tiempos como si fueran un sueño. Sobreviviste de milagro después de que te clavaran una lanza de bambú en el cuello, pero te encontrabas en una situación desesperada como primogénito de una gran familia, responsable de dar de comer a todos. Tal vez por eso querías irte de esta casa, por lo difícil que era todo. Era difícil conseguir comida, y más aún llevar a tu hermano a la escuela. Al ver que tu hermana y tú no le hacíais caso, él acudió a tu mujer.

—Por favor, cuñada, mándame a la escuela. Por favor, mándame a la escuela. Te compensaré durante toda mi vida.

Tu mujer te preguntó:

—Si lo desea tan desesperadamente, ¿no deberíamos mandarlo a la escuela como fuera?

—¡Yo tampoco pude ir! Al menos él ha podido acabar la primaria —replicaste tú.

Tú no pudiste ir por tu padre. Después de haber perdido a sus dos hijos mayores en una epidemia, tu padre, que era médico de medicina china, no te dejaba ir a ninguna parte donde hubiera mucha gente, ya fuera a la escuela o a cualquier otro lugar. Tu padre, sentado contigo rodillas con rodillas, te enseñó los caracteres chinos.

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