Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
En primavera, la perra gruñía tumbada con su nueva camada debajo del porche, donde estaban desperdigados los zapatos de invierno de toda la familia. Se oía el goteo del agua de los aleros. ¿Por qué esa perra tan tranquila se volvía agresiva cuando tenía crías? Nadie que no fuera de la familia podía acercarse a ella. Cuando tenía una camada, Hyong-chol volvía a pintar el letrero de la verja azul que siempre había colgado allí, en el que se leía: CUIDADO CON EL PERRO. Una vez cogí un cachorro del porche mientras la perra dormía después de comer, lo puse en una cesta, lo cubrí con una manta, tapé con mis propias manos lo que creí que eran los ojos y se lo llevé a la tía.
—¿Por qué le tapas los ojos si está tan oscuro, mamá? —me preguntó mi hija pequeña, siguiéndome.
Parecía confusa aun cuando le expliqué que, si no lo hacía, el cachorro encontraría el camino de vuelta.
—¿Aunque esté tan oscuro?
—¡Sí, aunque esté tan oscuro!
Cuando la perra descubrió que el cachorro había desaparecido, se negó a comer y se quedó tumbada, enferma. Debía alimentarse para producir leche y amamantar a los demás cachorros. Me pareció que si yo no hacía algo se moriría, de modo que fui a buscar el cachorro y se lo puse al lado. La perra empezó a comer de nuevo. Esa perra vivía debajo del porche.
Oh, no sé dónde detener estos recuerdos, recuerdos que brotan por todas partes como verduras de primavera. Las cosas que había olvidado vuelven a toda velocidad. Desde los cuencos de arroz del estante de la cocina hasta los tarros de barro grandes y pequeños de la repisa de los condimentos, la estrecha escalera de madera que llevaba al desván o la frondosa calabaza que trepaba debajo del muro de tierra.
No deberías salir de casa con este frío.
Si es demasiado para ti, pide ayuda a nuestra joven nuera. Siempre arreglaba todo en su casa, aunque no era de propiedad. Tiene ojo para esta clase de cosas, y es meticulosa y afectuosa. Aunque trabaja fuera, su casa siempre está reluciente, y ni siquiera tiene asistenta. Si te cuesta mantener la casa, intenta hablar con ella. Hazme caso, todo lo que toca se vuelve nuevo. ¿No te acuerdas de cuando alquilaron una casa de ladrillo, en una zona en desarrollo, cuyo propietario no se ocupaba del mantenimiento, y ella sola mezcló cemento y la arregló con sus propias manos? Una casa adquiere las características de la persona que vive en ella, y, dependiendo de quién sea esa persona, puede convertirse en una buena casa o en una casa muy extraña. Por favor, cuando llegue la primavera, planta flores en el patio, frota los suelos y arregla la parte del tejado que se ha hundido con la nieve.
Hace unos años, un día en que estabas borracho alguien te preguntó dónde vivías, y dijiste que en Yokchon-dong. A pesar de que hace veinte años que Hyong-chol se fue de Yokchon-dong. A pesar de que Yokchon-dong se ha difuminado en mi memoria. Tú nunca dabas muestras de verdadera felicidad o tristeza. Cuando Hyong-chol compró su primera casa en Yokchon-dong, Seúl, no dijiste gran cosa, pero supongo que en el fondo te sentías muy orgulloso. Por eso, ese día en que estabas borracho, te olvidaste de esta casa y nombraste esa, a la que íbamos de invitados tres o cuatro veces al año para pasar un par de noches. Ojalá pensaras en esta casa del mismo modo. Alrededor de esta casa brotaban cada año, sin que yo las plantara, unas florecitas preciosas que vivían en la esquina del patio o cerca del patio trasero hasta que se marchitaban. En el patio, debajo del porche o en la parte trasera siempre había algo reuniéndose, yendo, viniendo, muriendo. Los pájaros se posaban en las cuerdas del tendedero como colada parloteante, y jugaban, chismorreaban, piaban. Creo que una casa empieza a parecerse a la gente que vive en ella. Si no, ¿acaso los patos habrían deambulado por el patio poniendo huevos en todas partes? Si no, ¿acaso me acordaría con tanta claridad de que en los días soleados ponía en una bandeja de mimbre finas rodajas de rábanos secos o raíces de taro hervidas y la colocaba en lo alto del muro de tierra? ¿Conservaría tan vivida la imagen de las zapatillas blancas recién lavadas de mi hija secándose al sol? A Chi-hon le gustaba mirar el cielo reflejado en el agua del pozo. Casi puedo ver cómo deja de sacar agua y se queda mirando abajo con la barbilla apoyada en las manos.
Cuídate… Yo me voy ya de esta casa.
* * *
El verano pasado, cuando me quedé atrás en la estación de Seúl, solo conseguía recordar cosas de cuando tenía tres años. Como lo había olvidado todo, lo único que podía hacer era echar a andar. No sabía ni quién era. Anduve y anduve. Todo estaba brumoso. El patio en el que solía jugar cuando tenía tres años apareció con toda claridad. Fue en esa época cuando mi padre, que andaba buscando oro y carbón en las minas, volvió a casa. Anduve lo más lejos que pude. Entre bloques de pisos, por colinas cubiertas de hierba, a través de campos de fútbol, anduve sin parar. ¿Adónde quería llegar caminando de ese modo? ¿Tal vez al patio en el que jugaba cuando tenía tres años? Cuando padre volvió a casa, cada mañana se iba a trabajar en la construcción de una nueva estación de tren que estaba a diez
ri
de distancia. ¿Qué le pasó? ¿Qué clase de accidente fue el que le costó la vida? Dicen que cuando los vecinos llegaron para contarle a mamá lo del accidente de padre, yo estaba corriendo por el patio. Seguí jugando mientras mamá se tambaleaba, se ponía pálida, e iba al lugar del accidente con ayuda de los vecinos. Alguien pasó por mi lado y dijo: «¿Qué haces ahí riéndote como una boba?, ¿es que no sabes que tu padre ha muerto?». Y me dio una palmada en el trasero. Con solo ese recuerdo, anduve y anduve hasta que me desplomé de agotamiento.
* * *
Allí.
Mamá está sentada en el porche de la lúgubre casa donde nací.
Levanta la cabeza y me mira. Mi abuela tuvo un sueño mientras yo nacía. Una vaca de pelo castaño brillante se estiraba, recién despertada, y se levantaba sobre sus rodillas. Dijo que yo sería muy enérgica, ya que había nacido justo cuando la vaca utilizaba su energía para levantarse, y que deberían cuidarme, pues me convertiría en una fuente de alegría. Mamá me mira los pies. Las tiras de la sandalia de goma azul se me están clavando. Se ve el hueso a través de la herida. La cara de mamá se descompone de dolor. Es la misma cara que vi cuando me miré en el espejo del armario después de dar a luz un hijo muerto. «Mi niña», dice mamá, y abre los brazos. Me sujeta por las axilas, como si sostuviera a un niño que acaba de morir. Me quita las sandalias de goma azules y pone mis pies en su regazo. No sonríe. No llora. ¿Lo supo? ¿Supo mamá que yo también iba a necesitarla toda mi vida?
El rosario de palo de rosa
HACE NUEVE MESES que mamá desapareció.
Estás en Italia. Sentada en la escalera de mármol que baja a la plaza de San Pedro de Ciudad del Vaticano, miras el obelisco de Egipto. El guía, con la frente cubierta de sudor, grita:
—¡Por aquí! —Y dirige a la gente de tu grupo al pie de la escalera, a la sombra, cerca de la gran pina—. En los museos y en la catedral está prohibido hablar, así que les explicaré lo más importante antes de entrar. Voy a repartir auriculares, de modo que escuchen, por favor.
Coges los auriculares pero no te los pones.
—Si no oyen nada por los auriculares —continúa el guía— es que están demasiado lejos de mí. Habrá tanta gente que no podré estar pendiente de cada uno de ustedes. Solo podré guiarlos si están cerca de mí, donde puedan oír mi voz.
Vas al aseo con los auriculares colgados alrededor del cuello. La gente de tu grupo te observa mientras te alejas. Te lavas las manos y, al abrir el bolso para coger un pañuelo con el que secártelas, ves dentro la carta arrugada de tu hermana. La cogiste del buzón de tu apartamento hace tres días, cuando te ibas de Seúl con Yu-bin. Con la maleta en una mano, delante de la puerta, leíste el nombre de tu hermana en el sobre. Era la primera vez que recibías una carta de tu hermana. Y era una carta escrita a mano, no un simple e-mail. Te preguntaste si deberías abrirla, pero la metiste en el bolso. Tal vez pensaste que si la leías no podrías coger el avión con Yu-bin.
Sales del aseo y te sientas con el grupo. Pero en lugar de ponerte los auriculares, sacas la carta de tu hermana, la sostienes un momento en la mano y luego rasgas el sobre.
Hermana:
Cuando fui a ver a mamá al volver de Estados Unidos, me regaló un caqui que me llegaba a las rodillas. Fui para recoger las cosas que le había dejado allí y me encontré a mamá desplomada en la despensa que hay junto al cobertizo, donde me guardaba la nevera, la cocina y la mesa. Yacía allí, con los miembros lánguidos. Los gatos del vecindario a los que daba de comer estaban sentados a su alrededor. Cuando la zarandeé, logró abrir los ojos, como si se despertara, y me miró y sonrió. «¡Estás aquí, hijita!», exclamó. Me aseguró que estaba bien. Ahora me doy cuenta de que perdió el conocimiento, pero ella insistió en que se encontraba bien, que había ido a la despensa para dar de comer a los gatos. Me había guardado todo lo que yo había dejado allí cuando me fui a Estados Unidos. Hasta los guantes de goma que le dije que utilizara. Me explicó que había estado a punto de usar la cocina de gas portátil para un rito ancestral, pero que al final no lo hizo. «¿Por qué no?», pregunté, y ella dijo: «Porque así, cuando regresaras, podría devolvértelo todo tal como lo habías dejado».
Cuando terminé de cargar todas las cosas en la furgoneta, mamá salió de detrás de la casa, donde guardaba todos los tarros con condimentos, con un caqui. Parecía avergonzada. Las raíces del árbol estaban envueltas en tierra y plástico. Lo había comprado para el patio de nuestra nueva casa. Era tan pequeño que me pregunté cuándo empezaría a dar fruto. Sinceramente no quería llevármelo. Íbamos a vivir en una casa con patio, pero no era nuestra, y me pregunté quién iba a cuidar del árbol. Mamá me caló y dijo: «Pronto verás caquis en este árbol; hasta setenta años pasan deprisa».
Yo seguía sin querer llevármelo, pero mamá dijo: «Así, cuando me muera, cogerás los caquis y pensarás en mí».
Mamá empezó a decir: «Cuando me muera…» cada vez con más frecuencia. Esa fue su arma durante mucho tiempo, ya sabes. Su única arma cuando sus hijos no hacían las cosas como ella quería. No sé cuándo empezó, pero cuando no aprobaba algo, decía: «Ya lo harás a tu manera cuando yo me haya muerto». Me llevé el pequeño caqui a Seúl en la furgoneta, aunque no sabía si sobreviviría, y enterré las raíces hasta la marca que mamá había hecho en el tronco. Más tarde, cuando mamá fue a Seúl, me dijo que lo había plantado muy cerca del muro y que debería trasplantarlo. Me pidió muchas veces que lo trasplantara. Yo le decía que sí pero no lo hacía. Mamá quería que lo trasladara a un rincón vacío del patio donde yo pensaba plantar un árbol grande si algún día tenía dinero suficiente para comprar la casa. La verdad es que no pretendía trasplantar ese arbolito que solo tenía un par de ramas y que todavía no me llegaba ni a la cintura, pero le decía que sí. Antes de su desaparición, mamá empezó a llamarme cada dos días para preguntarme: «¿Has trasplantado el caqui?». Yo me limitaba a responder: «Lo haré luego».
Hermana. Ayer, con mi niño a la espalda, fui en taxi a Soorung y compré excrementos de pollo en polvo. Luego cavé un hoyo en el lugar que mamá había señalado y planté allí el caqui. No me sentía mal por no haberle hecho caso, pero cuando lo desenterré me llevé una sorpresa. Cuando traje el árbol aquí, las raíces eran tan pequeñas que lo miraba continuamente, dudaba de que pudiera arraigar siquiera, pero cuando lo desenterré para trasplantarlo, las raíces se habían extendido mucho por debajo de la tierra, enmarañadas. Me impresionó su forma de aferrarse a la vida, su determinación de sobrevivir a toda costa en la tierra yerma. ¿Me regaló mamá el árbol para que viera cómo se multiplicaban las ramas y se ensanchaba el tronco? ¿Para decirme que si quería ver el fruto, tenía que cuidarlo bien? ¿O simplemente no tenía dinero para comprar un árbol grande? Por primera vez me sentí unida a ese caqui. Mis dudas acerca de que pudiera dar fruto se desvanecieron.
¿Te acuerdas de que hace tiempo me pediste que te contara algo sobre mamá que solo supiera yo? Yo te respondí que no la conocía. Que todo lo que sabía era que mamá había desaparecido. Pues ahora es lo mismo. No sé de dónde sacaba su fuerza. Piénsalo. Mamá hacía cosas que una persona sola no puede hacer. Creo que por eso se fue vaciando y vaciando hasta que se convirtió en alguien que no era capaz de encontrar la casa de ninguno de sus hijos. No me reconozco a mí misma; doy de comer a mis hijos, los peino, los llevo al colegio, y no puedo salir a buscar a mamá aunque haya desaparecido. Dijiste que yo era diferente, distinta de las madres jóvenes de hoy día, que una pequeña parte de mí es un poquito como ella, pero, hermana, creo que yo no puedo ser como mamá. Desde que mamá desapareció, pienso a menudo: «¿He sido una buena hija? ¿Podría hacer por mis hijos lo que ella hizo por mí?».
Solo sé una cosa. No puedo hacerlo como ella lo hizo. Aunque quisiera. Mientras doy de comer a mis hijos, a menudo me enfado, me agobio, como si me aferraran los tobillos. Quiero a mis hijos, y cuando pienso: «¿De verdad los he parido yo?», me emociono. Pero no puedo darles mi vida entera como hizo mamá. Según la situación, me comporto como si fuera a darles mis ojos si los necesitaran, pero yo no soy mamá. Sigo deseando que el pequeño se dé prisa en crecer. Tengo la sensación de que mi vida se ha estancado debido a los niños. En cuanto el pequeño sea un poco mayor, lo llevaré a una guardería o buscaré a alguien que lo cuide y me pondré a trabajar. Eso es lo que haré. Porque yo también tengo una vida. Cuando comprendí esto sobre mí misma, me pregunté cómo consiguió mamá hacer lo que hizo y descubrí que en realidad no la conocía. Por mucho que digamos que las circunstancias la obligaron a pensar solo en nosotros, ¿cómo hemos podido pensar en mamá como mamá toda su vida? Aunque soy madre, tengo muchos sueños, y recuerdo muchas cosas de la niñez, de cuando era adolescente y de mi juventud, y no he olvidado nada. ¿Por qué pensamos que mamá fue mamá desde el principio? Mamá no tuvo la oportunidad de perseguir sus sueños, y se enfrentó ella sola a todo lo que la época le ofrecía, pobreza y tristeza, y no pudo hacer nada con la suerte que le había tocado aparte de sufrirla e ir más allá, dando lo mejor de sí, entregándose en cuerpo y alma a la vida. ¿Por qué nunca me paré a pensar en los sueños de mamá?
Hermana.
Me entraron ganas de hundir la cara en el hoyo que había cavado para el caqui. Si yo no puedo vivir como mamá, ¿qué me hace pensar que ella quería vivir así? ¿Por qué nunca se me ocurrió pensarlo cuando estaba entre nosotros? Aunque soy su hija, nunca se me pasó por la cabeza lo sola que debía de sentirse. Qué injusto es que sacrificara todo por nosotros y que ninguno la entendiéramos.
Hermana, ¿crees que volveremos a estar con ella, aunque solo sea un día? ¿Crees que me concederán el tiempo suficiente para comprender a mamá, escuchar sus anécdotas y consolarla por sus viejos sueños que quedaron sepultados en las páginas del pasado? Si me dieran al menos unas pocas horas le diría que amo todo lo que hizo, que la amo por haber sido capaz de hacer todo eso, que amo esa vida suya que nadie recuerda. Que la respeto.
Por favor, no des por perdida a mamá. Por favor, búscala.