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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (20 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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Cuando te aceptaron en la mejor universidad de Seúl, en la facultad de farmacia, tu título de bachillerato colgó en una pancarta de felicitación en tu honor. Cuando alguien me decía: «¡Tu hija es tan inteligente…!», estoy segura de que la sonrisa me llegaba hasta las orejas. No sabes lo orgullosa que me sentía de ser tu madre cuando pensaba en ti. No había podido hacer nada por mis otros hijos, y aunque también eran hijos míos, nunca me sentí así con ellos; me sentía culpable y arrepentida. Tú fuiste la hija que me liberó de esos sentimientos. Cuando fuiste a la universidad y participaste en las manifestaciones, no me metí contigo como lo había hecho con tus hermanos. No fui a verte cuando hiciste huelga de hambre en esa famosa iglesia que dicen que está en Myong-dong. Cuando la cara se te llenó de granos, tal vez por el gas lacrimógeno, te dejé en paz. Pensé: «No sé qué está haciendo exactamente, pero estoy segura de que lo hace porque puede». Cuando viniste al campo con tus amigos y organizasteis clases para la comunidad, cociné para vosotros. Tu tía dijo que si no te controlaba acabarías volviéndote comunista, pero yo te dejaba hablar y comportarte libremente. No pude hacer lo mismo con tus hermanos. A ellos los reñí y traté de disuadirlos. Cuando la policía dio una paliza a tu segundo hermano mayor, calenté sal y se la puse en la espalda para aliviarle el dolor, pero lo amenacé con suicidarme si seguía haciendo eso. Temía que tu hermano pensara que era estúpida. Sé que hay cosas que la gente tiene que hacer cuando es joven, pero yo hice todo lo posible por impedírselo. Contigo no. Aunque no sabía qué era lo que querías cambiar, no intenté detenerte. Un año, cuando ibas a la universidad, fuimos juntas al Ayuntamiento siguiendo un cortejo fúnebre. Era junio y yo estaba en Seúl porque había nacido tu sobrina.

Tengo muy buena memoria, ¿verdad?

Pero no es cuestión de memoria: fue un día inolvidable. Para mí fue esa clase de día. Estabas a punto de salir de casa al amanecer, y al verme, me preguntaste:

—Mamá, ¿quieres venir?

—¿Adónde?

—Donde estudió tu segundo hijo.

—¿Por qué? Ni siquiera es tu universidad.

—Hay un funeral, mamá.

—Bueno… ¿por qué debería ir?

Te quedaste mirándome en silencio, y estabas a punto de cerrar la puerta detrás de ti cuando volviste a entrar. Yo estaba doblando los pañales de tu sobrino recién nacido y me los arrancaste de las manos.

—¡Ven conmigo!

—Es casi la hora de desayunar. Tengo que preparar sopa de algas para tu cuñada…

—¿Se morirá si un día no come sopa de algas? —preguntaste con aspereza, algo nada propio de ti. Y me obligaste a que me cambiara de ropa—. Solo quiero ir contigo, mamá. ¡Vamos!

Me gustaron esas palabras. Todavía me acuerdo del tono de tu voz cuando tú, una universitaria, me dijiste a mí, que nunca me había acercado a una universidad, que te acompañara porque: «Solo quiero ir contigo, mamá».

Era la primera vez que veía a tanta gente junta. ¿Cómo se llamaba el chico que había muerto al ser alcanzado por un disparo de gas lacrimógeno y que solo tenía veinte años? Te lo pregunté muchas veces y tú me lo dijiste muchas veces, pero me cuesta recordarlo. ¿Quién era ese chico que había logrado reunir a tantas personas? ¿Cómo podía haber tanta gente? Te seguía en el cortejo fúnebre hasta la plaza del Ayuntamiento, y te buscaba y te cogía la mano una y otra vez con miedo a perderte. Me dijiste: «Mamá, si nos perdemos, no des vueltas. Quédate donde estés. Así podré encontrarte».

No sé por qué me acuerdo ahora de estas palabras. Debería haberlas recordado cuando no pude subir al vagón con tu padre en la estación de Seúl.

Cariño, tú me diste muchos buenos recuerdos como ese. Las canciones que cantabas mientras caminabas cogiéndome de la mano, el sonido de toda esa gente entonando el mismo canto… No lo entendía, pero era la primera vez que iba a una plaza. Me sentía orgullosa de que me hubieras llevado allí. No parecías mi hija. Te veía muy distinta de como eras en casa. Eras como un halcón feroz. Por primera vez vi cuánta determinación había en tus labios y cuan firme era tu voz. Cariño, hija mía. Después de eso, cada vez que iba a Seúl me sacabas de casa, lejos del resto de la familia, y me llevabas al teatro o a las tumbas reales. Me llevaste a una librería que vendía música y me pusiste unos auriculares en los oídos. Por ti me enteré de que en Seúl había un lugar como Kwanghwamun, que existía la llamada plaza del Ayuntamiento, y que en este mundo había películas y música. Pensé que tu vida sería distinta de la de los demás. Como eras la única hija que se había librado de la pobreza, lo único que deseaba para ti era que te libraras de todo. Y con esa libertad, a menudo me enseñabas otro mundo, así que yo deseaba que fueras aún más libre. Quería que fueras tan libre que vivieras la vida por otras personas.

Creo que ya me voy.

Pero… oh.

El bebé parece soñoliento. Babea y se le cierran los ojos. Ahora que los dos mayores están en el colegio, todo está en silencio. Pero ¿qué es esto? La casa es un caos. Cielos, nunca había visto una casa tan desordenada. Quiero ordenarla por ti… pero ya no puedo. Mi hija se está quedando dormida mientras duerme a su bebé. Debes de estar tan cansada… Mi niña se duerme acurrucada a su bebé. Estamos en pleno invierno, ¿por qué sudas tanto? Cariño, hija mía. Relaja la cara, por favor. Si duermes con esta expresión de agotamiento te saldrán arrugas. Tu joven cara ha desaparecido. Tus pequeños ojos como la luna creciente se han vuelto aún más pequeños. Ahora ni siquiera cuando sonríes se atisba la gracia de tu juventud. Si he vivido lo bastante para verte con arrugas, no puedo decir que mi vida haya sido corta. Sin embargo, cariño, nunca habría imaginado que vivirías así, con tres hijos. Eras tan diferente de tu temperamental hermana, que enseguida se enfadaba, lloraba y ponía morros si no se salía con la suya… Tú te trazabas un plan e intentabas seguirlo tal como habías previsto. Cuando me dijiste: «Mamá, yo no sabía que tendría tres hijos, pero cuando me quedé embarazada supe que tendría al bebé», te vi como a una extraña. Siempre pensé que sería tu hermana quien tendría un montón de hijos. Tú nunca te enfadas. De todos tus hermanos, eres la única que sabe decir las cosas con calma, punto por punto, incluso a alguien que esté enfadadísimo. Por eso pensé que te plantearías tener un solo hijo. A diferencia de tu hermana, que tenía rabietas porque quería un escritorio como el de tus hermanos, tú nunca pedías nada. Cuando te veía encorvada en el suelo, te preguntaba qué hacías, y respondías: «Estoy haciendo los deberes de matemáticas». Tu hermana nunca miró siquiera un libro de matemáticas, pero a ti se te daban muy bien. Eras una niña con un poder de concentración asombroso para resolver problemas. Cuando dabas con la solución, sonreías feliz.

Pero no eres capaz de dar con la solución a mi desaparición. Por eso sufres. Como tienes tres hijos, no puedes salir a buscarme como te gustaría. Solo puedes llamar a tu hermana cada tarde y decir: «Hermana, ¿se sabe algo de mamá?». Cariño, hija mía. Como tienes tres hijos, no has podido buscarme como te habría gustado ni has podido llorar a tus anchas. No he podido hacer gran cosa por ti últimamente, pero pensé mucho en ti cuando tenía la cabeza despejada. En ti y en tu vida, en que tienes que criar a tus tres hijos, incluido el bebé que acaba de aprender a andar. Me reprochaba que lo único que podía hacer por ti era preparar
kimchi
y mandártelo. El día que viniste a verme con el bebé y, al quitarte los zapatos, dijiste con una sonrisa: «Mira, mamá, me he puesto los calcetines desparejados», se me rompió el corazón. Qué ocupada debías de estar para que tú, que siempre habías sido tan pulcra, no tuvieras tiempo de buscar un par de calcetines iguales… A veces, cuando tenía la cabeza despejada, pensaba en todo lo que quería hacer por ti y por tus hijos, y eso me daba fuerzas para seguir viviendo… Pero luego las cosas cambiaron.

Quiero quitarme estas sandalias de goma azules…, los tacones están totalmente gastados. Y mi polvorienta ropa de verano. Quiero deshacerme de este aspecto tan desaseado; ni siquiera me reconozco. Tengo la sensación de que se me va a abrir la cabeza. Vamos, cariño, levanta un poco la tuya. Quiero abrazarte. Tengo que irme. Túmbate y apoya la cabeza en mi regazo. Descansa un poco. No estés triste por mí. Fui feliz tantos días de mi vida porque te había tenido.

* * *

Ah, aquí estás.

Cuando fui a tu casa de Komso, la cancela de madera que daba a la playa estaba rota y la puerta del dormitorio estaba cerrada con llave; debía de llevar mucho tiempo vacía. ¿Por qué cerraste el dormitorio con llave y dejaste la puerta de la cocina abierta? El viento del océano la había abierto y cerrado de golpe tantas veces que la madera estaba medio resquebrajada. Pero ¿por qué estás en el hospital? ¿Y qué hace este médico? No te está curando, solo te hace preguntas tontas. No para de preguntarte cómo te llamas. ¿Por qué lo hace? ¿Y por qué no le dices tu nombre? Solo tienes que decir «Lee Eun-gyu», así que ¿por qué no le respondes y le obligas a repetirlo una y otra vez? En serio, ¿por qué está haciendo esto el médico? Ahora ha cogido un barco de juguete y te ha preguntado: «¿Sabe qué es esto?». ¿Es una broma? ¡Es un barco! ¿Qué quiere decir con «Sabe qué es esto»? Pero lo más extraño es tu reacción. ¿Por qué no respondes? Vamos, ¿de verdad no lo sabes? ¿Quieres decir que no te acuerdas de cómo te llamas? ¿De verdad no sabes que eso es un barco de juguete?

—¿Cuántos años tiene? —vuelve a preguntar el médico.

—¡Cien!

—No, por favor, dígame cuántos años tiene.

—¡Doscientos!

Te estás comportando como un viejo gruñón. ¿Por qué dices que tienes doscientos años? Tienes cinco menos que yo, eso son… El médico vuelve a preguntarte cómo te llamas.

—¡Shin Gu!

—Por favor, piense detenidamente.

—¡Baek Il Sup!

¿El actor Shin Gu? ¿El de la televisión Baek Il Sup? ¿Estás hablando del Shin Gu y del Baek Sup que me gustan a mí?

—Por favor, no haga eso. Piense y díganos qué es esto.

Sorbes por la nariz. ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí y por qué te hacen preguntas tan tontas? ¿Por qué lloras y no eres capaz de responder unas preguntas tan fáciles? Nunca te había visto llorar. Siempre era yo la que lloraba. Tú me has visto llorar muchas veces, pero esta es la primera vez que yo te veo llorar a ti.

—¡Vamos, dígame otra vez cómo se llama, por favor!

Te quedas callado.

—¡Una vez más!

—¡Park So-nyo!

Ése no es tu nombre, es el mío. Recuerdo el día en que me preguntaste cómo me llamaba. Permaneces pavimentado en mi corazón como una vieja carretera. Como los guijarros en un campo de guijarros, la tierra en la tierra, el polvo en el polvo, las telarañas en las telarañas. Yo era joven entonces. No creo que pensara nunca en mi juventud mientras la viví, pero cuando pienso en cuando te conocí, veo mi cara joven. Una tarde volvía del molino a casa por la nueva avenida, levantando polvo, con mi fuente de níquel llena de harina sobre la cabeza. Mis pasos juveniles eran rápidos. Me dirigía a casa para hacer una masa con la harina y preparar sopa de copos de masa para los niños. El molino estaba a cuatro o cinco
ri
de distancia, al otro lado del puente. Tenía la frente cubierta de sudor debido a la fuente llena de harina que llevaba sobre la cabeza. Tú pasaste por mi lado en bicicleta, te detuviste en la carretera y me llamaste:

—¡Disculpe!

Yo seguí andando, mirando al frente. Mis pechos estaban a punto de salirse del
choggori
, que llevaba con unos pantalones holgados.

—Baje esa fuente y démela. Se la llevaré en la bicicleta.

—¿Cómo voy a fiarme de un desconocido que pasa? —repliqué, pero aflojé mi paso juvenil.

En realidad, la fuente pesaba tanto que tenía la sensación de que me estaba aplastando la cabeza. Había doblado una toalla a modo de cojín y la había puesto debajo de la fuente, pero era como si la frente y el puente de la nariz estuvieran a punto de hundirse.

—No llevo ninguna carga en la bicicleta. ¿Dónde vive?

—En el pueblo, pasado el puente…

—A la entrada del pueblo hay una tienda, ¿verdad? Se la dejaré allí. Así podrá andar más libremente. Parece muy pesada y yo no llevo nada en la bicicleta. Si me la da, podrá caminar más deprisa y llegará antes a casa.

Te miré mientras te bajabas de la bicicleta, y mordí el extremo de la toalla que me caía sobre la cara, la toalla que había puesto debajo de la fuente. Comparado con el padre de Hyong-chol, tenías un aspecto vulgar, entonces y ahora. Estabas pálido como si no hubieras trabajado un solo día de tu vida, y tu cara alargada y caballuna, y tus ojos de párpados caídos no eran lo que se dice atractivos. Tus cejas, pobladas y rectas, te hacían parecer honesto. Tu boca te hacía parecer respetable y de fiar. Tus ojos, que me miraban en silencio, me resultaron familiares, como si los hubiera visto antes en alguna parte. Al ver que en lugar de darte la fuente te estudiaba la cara, te volviste para subirte de nuevo en la bicicleta.

—No tengo ningún motivo oculto. Solo quería ayudarla porque eso parece muy pesado. No puedo obligarle a que me deje ayudarla si no quiere que lo haga.

Pusiste un pie en el firme pedal de tu bicicleta. Fue entonces cuando te di rápidamente las gracias y me bajé la fuente de la cabeza. Observé cómo desabrochabas las gruesas correas de la parte trasera de la bicicleta y sujetabas con ellas la fuente.

—¡La dejaré en la tienda!

Te alejaste a toda velocidad por la avenida…, tú, un hombre a quien acababa de conocer, llevabas la comida de mis hijos. Me quité la toalla que llevaba enrollada en la cabeza, me sacudí el polvo de los pantalones, y te observé desaparecer en la bicicleta. Una nube de polvo os envolvió a ti y a tu bicicleta; me froté los ojos y observé cómo te hacías cada vez más pequeño. Sin ese peso en la cabeza me sentí aliviada. Eché a andar por la avenida agitando los brazos libres y una agradable brisa me atravesó la ropa. ¿Cuándo fue la última vez que había caminado sola sin nada en las manos, sobre la cabeza o a la espalda? Levanté la vista hacia los pájaros que volaban en el cielo oscuro y, tarareando una canción que solía cantar con mi madre cuando era joven, me encaminé hacia la tienda. Busqué la fuente desde lejos. Miré la puerta de la tienda mientras me acercaba, pero la fuente que debería haber estado junto a la puerta no estaba. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Apresuré el paso. Me daba miedo preguntar a la mujer de la tienda: «¿Han dejado una fuente para mí?». Si lo hubieras hecho, yo ya la habría visto, pero no la veía. Con la toalla en la mano corrí hacia el dueño de la tienda, que me miró interrogante. Solo entonces lo entendí: me habías robado la cena de mis hijos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué había dado la fuente a un hombre al que nunca había visto, por qué me había fiado de él? ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué lo había hecho? Todavía puedo sentir el pavor que me inundó cuando mi inquietud momentánea al ver desaparecer tu bicicleta en el horizonte se hizo realidad. No podía volver a casa con las manos vacías. Tenía que encontrar esa fuente con la harina como fuera. Recordaba el ruido que había oído cuando fui al cobertizo por la mañana para coger grano para el desayuno. No podía rendirme sabiendo que en esa fuente había harina para diez días. Seguí andando, buscándote a ti y tu bicicleta, que debía de haber pasado a toda velocidad por delante de la tienda. Caminé y caminé, preguntando a todo el que me cruzaba si había visto a un hombre como tú. Tu identidad quedó al descubierto enseguida. Así de descuidado eras. Ni siquiera vivías lejos. Cuando averigüé que vivías en una casa con tejado de zinc a unos cinco
ri
de nuestro pueblo, antes de que la carretera llegara a la ciudad, eché a correr. Si te alcanzaba antes de que la usaras, podría regresar a casa con toda la harina.

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