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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (2 page)

BOOK: Predestinados
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Claire le atizó una suave patada en la espinilla.

—No, tonta. Hay uno para cada una. Helena se acarició la pierna, para fingir que le había hecho daño. Pero aunque su amiga le hubiera golpeado con todas sus fuerzas, jamás sería lo bastante fuerte como para dejarle un moretón.

—¿Uno para cada una? Eso es demasiado poco dramático para ti, Claire —bromeó Helena—. Es demasiado sencillo. No me lo creo. ¿Qué te parece esto? Las dos nos enamoramos del mismo chico, o del chico equivocado, o del que jamás nos amará, y entonces tú y yo nos enfrentamos a un duelo a vida o muerte.

—¿Se puede saber a qué viene tanto parloteo? —preguntó con dulzura Claire mientras contemplaba sus uñas, fingiendo así no entender los comentarios de Helena.

—Por favor, Claire, eres demasiado predecible —explicó Helena entre carcajadas—. Cada año desempolvas esa baraja de cartas que compraste en Salem aquella vez que fuimos de excursión y siempre predices que algo asombroso y alucinante nos va a ocurrir. Pero cada año lo único que me asombra y alucina es que no hayas caído en un coma de aburrimiento antes de Navidad.

—¿Se puede saber por qué te resistes a creerlo? —protestó Claire—. Sabes que en algún momento nos ocurrirá algo maravilloso. Tú y yo somos demasiado fabulosas para ser normales y corrientes.

Helena se encogió de hombros.

—Yo soy feliz siendo normal y corriente. De hecho, creo que mi mundo de vendría abajo si, para variar, predijeras algo que se cumpliera.

Claire inclinó la cabeza hacia un lado y clavó la mirada en su amiga durante unos instantes. Helena se despeinó de tal manera que los mechones de cabello le taparon el rostro. Odiaba que la contemplaran fijamente.

—Lo sé. Pero para serte sincera no creo que «normal y corriente» funcione contigo —confesó Claire con aire pensativo.

Helena cambió de tema en un abrir y cerrar de ojos. Estuvieron charlando sobre los horarios de clases, de atletismo y de si deberían o no cortarse el flequillo. Ella deseaba un cambio, pero Claire se oponía en rotundo a que Helena tocara su maravillosa cabellera rubia con unas tijeras. De repente, las dos amigas se percataron de que estaban merodeando muy cerca de lo que la gente denominaba la «zona de pervertidos» del transbordador, así que de inmediato retrocedieron a toda prisa.

Las dos detestaban esa zona, aunque Helena era mucho más susceptible. Le recordaba a aquel tipo repulsivo y espeluznante que estuvo persiguiéndola durante todo un verano, hasta que un día desapareció, sin más. En vez de sentirse aliviada al saber que jamás volvería a encontrárselo, tenía la vaga sensación de haber hecho algo mal. Jamás se lo había confesado a Claire, pero, en un momento dado, cuando se acercó a ella saltó una especie de relámpago muy brillante y pudo percibir el inconfundible hedor de cabello quemado. Después, el tipo desapareció sin dejar ni rastro. Cada vez que pensaba en aquel episodio de su vida, se estremecía, pero intentaba tomárselo con humor, como si aquello hubiera sido una broma pesada. Se obligó a esbozar una sonrisa y permitió que Claire la arrastrara hacia otra parte del transbordador.

Cuando llegaron al muelle, Jerry se unió a ellas y los tres desembarcaron. Claire se despidió y prometió que, si podía, iría a ver a Helena al trabajo al día siguiente, lo cual era bastante improbable, teniendo en cuenta que era el último día de las vacaciones de verano.

Helena trabajaba unos días a la semana para su padre, que era copropietario de una de las tiendas tradicionales de la isla, de esas de toda la vida. Además del periódico matutino y de una taza de café caliente y humeante, la tienda también ofrecía caramelos de sal marina, golosinas por un penique, caramelos y dulces que ocupaban jarras de cristal y cordones de regaliz que vendían en el astillero. Siempre había flores frescas recién cortadas, tarjetas de felicitación elaboradas a mano, regalos divertidos y trucos mágicos, cachivaches típicos para los turistas y una nevera con alimentos básicos, como leche o huevos.

Unos seis años atrás, la tienda había expandido sus horizontes y había adquirido Kate’s Cake’s. Desde entonces, el negocio subió como la espuma. Kate Rogers era simple y llanamente una maestra de la repostería. Con cualquier cosa era capaz de hacer una tarta, un pastel, un panecillo, una galleta o una magdalena.

Incluso las verduras menos apetecibles, como las coles de Bruselas o el brócoli, sucumbían a las artimañas de Kate para convertirse en un relleno de cruasán que causaba furor. A sus treinta y pocos años seguía siendo creativa y astuta.

Cuando se asoció con Jerry modernizó la parte posterior de la tienda y la convirtió en un paraíso para los escritores y artistas de la isla. De alguna forma se las había arreglado para conseguir un resultado que no incluía el «factor esnob». Kate era extremadamente cuidadosa y siempre procuraba que todos aquellos que apreciaran la repostería y un buen café, desde altos ejecutivos hasta poetas, pasando por los trabajadores isleños y los tiburones empresariales, se sintieran cómodos sentados en su mostrador leyendo el periódico. Sabía perfectamente cómo conseguir que todo el mundo se sintiera bienvenido. Helena la adoraba.

Cuando Helena fue a trabajar al día siguiente se encontró a Kate intentando colocar una entrega de harina y azúcar. A decir verdad, Kate era muy blandengue.

—¡Lennie! Gracias a Dios que has llegado. ¿Podrías ayudarme…? —balbuceó mientras señalaba los sacos de veinte kilos.

—Ya está, lo tengo. No tires de la esquina así o te harás daño en la espalda —advirtió Helena mientras se apresuraba a detener los jalones en vano de Kate. Alzó el primer saco y lo colocó fácilmente sobre su hombro—. ¿Por qué no te ha ayudado Louis con esto? ¿No trabajaba esta mañana? —preguntó Helena, aludiendo a uno de los trabajadores que también tenía el turno de mañana.

—¿Cómo lo haces? Dios, ojalá fuera tan fuerte como tú —deseó Kate—. El pedido llegó después de que Louis acabara su turno. He intentado aparcarlo hasta que llegaras tú, pero un cliente casi se tropieza y lo mínimo que podía hacer era fingir que iba a mover esos malditos sacos.

—¡Menuda tragedia! —exclamó Helena mientras se dirigía caminando hacia su puesto de trabajo.

Abrió el saco y vertió un poco de harina en un envase de plástico que Kate tenía en la cocina. Mientras la joven apilaba con sumo cuidado el resto del pedido en el almacén, Kate le sirvió una limonada rosa burbujeante. A Helena le encantaba ese refresco típico de Francia, uno de los muchos lugares desconocidos que se moría por visitar.

—Lo que me resulta extraño no es tu asombrosa fortaleza, teniendo en cuenta tu delgadez. Lo que me tiene alucinada —dijo mientras troceaba unas cerezas y unos tacos de queso como tentempié para Helena—, es que parece que nunca te cansas. Jamás te he visto jadear ni sudar. Ni siquiera con este calor tan sofocante. —Sí que jadeo —mintió Helena.

—Suspiras, que es distinto.

—Sencillamente tengo los pulmones más grandes que los tuyos.

—Pero al ser más alta, necesitarías más oxígeno, ¿o no?

Brindaron con sus respectivos vasos y probaron la deliciosa limonada, olvidando aquella conversación. Kate era un poco más bajita y regordeta que Helena, aunque eso no la convertía en una mujer rechoncha en absoluto. Cuando la veía, le venían a la cabeza las palabras «rellenita» y «curvilínea», lo cual venía a ser lo mismo que «curvas sensuales». Sin embargo, jamás lo mencionó, pues temía que Kate se lo tomara mal.

—¿Te reúnes con el club de lectura esta noche? —quiso saber Helena.

—Así es. Aunque dudo que alguien quiera debatir sobre Kundera —admitió Kate con una sonrisita mientras hacía tintinear los cubitos de hielo de su copa.

—¿Por qué? ¿Cotilleos calentitos?

—Recién sacados del horno. Se ha mudado una familia más que numerosa a la isla.

—¿A ese lugar de Sconset? —preguntó Helena.

Al ver que Kate asentía, la joven puso los ojos en blanco.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué ocurre? ¿Son demasiado buenos como para mezclarse con nosotros? —se burló Kate mientras sacudía el agua condensada de su copa y salpicaba a Helena.

Ella soltó un chillido y después dejó sola a Kate para que pudiera telefonear a un par de clientes. Cuando acabó las transacciones, regresó y retomó la conversación justo donde la había dejado.

—No es eso. Simplemente creo que no es tan raro que una familia tan numerosa adquiera una propiedad de esas dimensiones. Sobre todo si piensan quedarse por aquí al menos un año. A decir verdad, eso es mucho más sensato que el hecho de que una pareja anciana y adinerada compre una casita de verano tan gigantesca que incluso se pierdan de camino al buzón.

—Tienes razón —acordó Kate—, aunque pensé que mostrarías más interés por la familia Delos. Si no me equivoco, te graduarás con alguno de sus hijos.

De forma inesperada, Helena se levantó mientras el nombre Delos seguía retumbando en su cabeza. Aquel nombre no significaba absolutamente nada para ella, pero en algún rincón de su cerebro, la palabra «Delos» resonaba sin cesar.

—¿Lennie? ¿Adónde vas? —preguntó Kate.

Sin embargo, antes de que Helena pudiera contestar, los primeros miembros del club de lectura empezaron a llegar, ansiosos y preparados para una sesión de especulación salvaje.

El pronóstico de Kate era cierto.
La insoportable levedad del ser
no podía competir con la llegada de los nuevos vecinos, sobre todo desde que el hervidero de rumores había desvelado que se mudaban desde España. Aparentemente, eran de Boston, pero se habían trasladado a Europa hacía tres años para poder estar más cerca de su familia. Sin embargo, ahora habían decidido, de forma repentina, volver al continente americano. La parte «de forma repentina» era lo que había causado más sensación entre los isleños. La secretaria de la escuela había insinuado a algunos de los miembros del club de lectura que habían matriculado a los niños fuera del plazo establecido, así que prácticamente tuvieron que sobornar al colegio además de acordar todo tipo de pactos especiales para poder enviar su mobiliario de forma que llegara a tiempo. Al parecer, la familia Delos había abandonado España a toda prisa y todo el club de lectura estaba de acuerdo en que, sin duda, se habrían peleado con sus primos. Lo único que Helena sacó en claro de todo aquel chismorreo fue que la familia Delos era muy poco convencional. Estaba formada por dos padres que eran hermanos entre sí, su hermana menor, una madre (el otro hermano era viudo) y cinco criaturas. Y todos vivían bajo el mismo techo. Por lo visto, aquella familia era elegante a rabiar, hermosa y acaudalada. Helena ponía los ojos en blanco cada vez que escuchaba ciertos episodios de todas aquellas habladurías que enaltecían al clan Delos a dimensiones míticas. De hecho, no podía soportarlo.

Trató de permanecer detrás del mostrador para así ignorar los alborotados murmullos, pero era imposible. Cada vez que oía mencionar a un miembro de la familia Delos por su nombre, sentía una especie de atracción, como si alguien hubiera gritado ese nombre en voz alta, lo cual la fastidiaba sobremanera.

Salió del mostrador y se dirigió hacia la estantería donde estaban colocadas las revistas y comenzó a ordenarlas, simplemente para mantener las manos ocupadas. Pero incluso así, no podía evitar oír los chismes del club de lectura, cuyos miembros ahora se mostraban escandalizados tras descubrir que Casandra, de tan solo trece años, asistiría a un curso por encima del que le correspondía. Al parecer, era una niña excepcional y brillante, pero, en general, el club de lectura no aprobaba que los niños pudieran adelantar un curso, probablemente porque ninguno de sus hijos jamás lo lograría.

«No les gusta estar separados —pensó Helena—. Es más seguro si están juntos. Esa es la verdadera razón de por qué Casandra ha adelantado un curso.»

No tenía la menor idea de dónde había extraído esa conclusión, pero sabía, sin duda alguna, que era la verdad. También sabía que debía alejarse lo más posible de aquellos chismorreos o en cualquier momento empezaría a gritar a todos los amigos y amigas de Kate. Necesitaba estar ocupada, distraerse.

Mientras sacaba brillo a las estanterías y llenaba los tarros de caramelos, hacía una lista mental de los hijos de la familia Delos. «Héctor es un año mayor que Jasón y Ariadna, que por cierto son gemelos. Lucas y Casandra son hermanos y primos de los otros tres.»

Cambió el agua de las flores y telefoneó a algunos clientes.

«Héctor no asistiría al primer día de clase porque aún estaba en España con su tía Pandora, aunque nadie del pueblo conocía el motivo.»

Helena se enfundó un par de guantes de caucho que le llegaban hasta el hombro, un delantal hasta los pies y empezó a escarbar en la basura para separar todo lo que se podía reciclar.

«Lucas, Jasón y Ariadna estarán en mi mismo curso. Así que estoy rodeada.»

Se dirigió hacia la parte trasera de la cocina y puso en marcha el lavaplatos industrial. Barrió y fregó el suelo y finalmente empezó a contar el dinero.

«Lucas, qué nombre tan estúpido. ¿A quién se le ocurre? Llama demasiado la atención.»

—¿Lennie?

—¡Qué! ¡Papá! ¿Acaso no ves que estoy contando? —replicó Helena al mismo tiempo que golpeaba las manos contra el mostrador con tal dureza que un puñado de monedas saltaron.

Jerry alzó las manos en un gesto apaciguador.

—Mañana es el primer día de instituto —le recordó en su tono de voz más cariñoso.

—Lo sé —respondió ella con la mirada vacía. Inexplicablemente, todavía estaba molesta, pero intentó con todas sus fuerzas no pagarlo con su padre.

—Son casi las once, cariño —dijo Jerry.

Kate salió de la trastienda para comprobar de dónde provenía todo ese ruido.

—¿Aún estás aquí? Lo siento muchísimo, Jerry —se disculpó Kate, perpleja—. Helena, te dije que cerraras con llave y te fueras a casa hace un par de horas.

Ambos se quedaron mirando fijamente a Helena, que ya había colocado cada factura y cada moneda en su lugar.

—Me distraje —respondió Helena de forma poco convincente.

Después de lanzar una mirada de preocupación a Jerry, Kate relevó a la joven en el recuento de monedas y los envió a ambos a casa. Todavía aturdida, la chica se despidió con dos besos e intentó explicarse cómo había perdido las últimas dos horas de su vida.

Jerry acomodó la bicicleta de su hija en el maletero del
Cerdo
y puso en marcha el coche sin pronunciar una sola palabra.

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