Le echó varios vistazos de camino a casa, pero hasta que aparcó el coche en el garaje no se decidió a hablar con ella.
—¿Has cenado? —le preguntó con cierta dulzura mientras arqueaba las cejas.
—No… ¿Sí? —respondió de modo dubitativo.
Lo cierto es que no tenía la menor idea de qué ni cuándo había comido por última vez. Lo único que recordaba, y de forma muy vaga e imprecisa, era que Kate le había preparado un plato con cerezas.
—¿Estás nerviosa por el primer día de clase? El penúltimo año de instituto es muy importante.
—Supongo que sí —comentó Helena algo abstraída de la conversación.
Jerry observó a su hija y se mordió el labio inferior. Tomó aire antes de hablar.
—He estado pensando que quizá deberías hacerle una visita al doctor Cunningham y pedirle unas pastillas para esa fobia, ya sabes, esa en que la gente se angustia cuando está rodeada de multitud de personas… ¡Fobia social! Ese es el nombre —exclamó al recordarlo—. ¿Crees que podrían ayudarte?
Helena esbozó una tierna sonrisa mientras jugueteaba con el colgante de su collar.
—No lo creo, papá. No tengo miedo a los desconocidos, sencillamente soy tímida.
Sabía que mentía. No solo era tímida. Cada vez que se erguía y llamaba la atención, aunque fuera de manera fortuita, sentía un dolor horrible en el estómago, similar a los retortijones típicos de la menstruación o a la tortura de una gastroenteritis.
Sin embargo, antes se quemaría el cabello con una cerilla que confesárselo a su padre.
—¿Y no te importa? Ya sé que nunca me lo pedirías, pero ¿necesitas ayuda? Porque creo que tu timidez te está reprimiendo… —anunció Jerry, empezando así la discusión de siempre.
Pero Helena enseguida le cortó. —¡Estoy bien! De verdad. No deseo hablar con el doctor Cunningham y no quiero tomar ningún tipo de medicación. Lo único que me apetece es entrar en casa y comer algo —dijo apresuradamente mientras salía de la furgoneta.
Su padre la observó con una pequeña sonrisa mientras ella descargaba su bicicleta, pasada de moda y muy pesada, del portaequipajes del todoterreno para después apoyarla en el suelo.
Tocó el timbre del manillar con garbo y desenvoltura y le dedicó una amplia sonrisa a su padre.
—¿Lo ves? Estoy la mar de bien —afirmó.
—Si supieras lo difícil que es para una chica de tu edad hacer lo que tú acabas de hacer, entenderías a lo que me refiero. Tú no eres como las demás, Helena. Lo intentas, pero no lo eres. De hecho, eres idéntica a ella.
Por enésima vez, Helena maldecía a aquella madre que no lograba recordar y que le había roto el corazón a su padre.
¿Cómo alguien era capaz de abandonar a un tipo como su padre sin tan siquiera despedirse? ¿Sin dejar una fotografía para que pudiera recordarla?
—¡Está bien, tú ganas! No soy como las demás, soy especial, al igual que lo es todo el mundo —bromeó Helena, que estaba ansiosa por subir el ánimo a su padre. Al pasar junto a él, empujando su bicicleta, le dio un suave golpe con la cadera y añadió—: Bueno, ¿qué tenemos para cenar? Me muero de hambre y esta semana te toca a ti pringar en la cocina.
Todavía sin coche propio, Helena tuvo que ir a la escuela en bicicleta a la mañana siguiente. A las ocho menos cuarto solía hacer una temperatura agradable, aunque a veces, si soplaba la brisa marina, podía incluso refrescar. Pero en cuanto se despertó, pudo sentir el aire caliente y húmedo sobre su cuerpo, como si de un abrigo de pieles se tratara. En mitad de la noche se había destapado, empujando las sábanas con los pies hasta el suelo, se había quitado la camiseta con cierta dificultad, se había bebido el vaso de agua de un sorbo y aun así se levantó exhausta por el bochorno. Aquel clima era muy poco habitual. Helena no quería levantarse e ir a la escuela, bajo ningún concepto.
Pedaleó con lentitud en un intento de evitar pasar el resto del día oliendo a sudor. Lo cierto era que, en general, no acostumbraba a sudar mucho, pero se había despertado con tal letargo aquella mañana que no lograba recordar si se había echado desodorante. Agitó los codos, como si fuera una gallina, para comprobar su olor sin dejar de dar pedaladas y se sintió aliviada al percibir un perfume afrutado. El aroma era apenas perceptible, lo cual significaba que era de ayer; lo único que necesitaba era que no se evaporara hasta la hora de entreno de atletismo, justo después de las clases, lo cual sería un milagro, pero qué más podía hacer.
Mientras avanzaba por la calle Surfside, notó que los cabellos más cortos se le escurrían de la goma de pelo por el viento y se le enganchaban en las mejillas y en la frente. A decir verdad, el camino de su casa al instituto no era muy largo, pero con aquella humedad su cabello, peinado con máximo esmero para el primer día de clase, se había alborotado por completo; cuando al fin aparcó la bicicleta en el armazón, ya era un absoluto desastre. Tenía la costumbre de ponerle el candado únicamente en la estación más turística, puesto que era más que evidente que nadie de la escuela se dignaría robarla. Además, el candado era malísimo y cualquiera podría abrirlo.
Se quitó todas las horquillas y gomas de pelo e intentó desenredarse el cabello peinándolo con los dedos. Al final, se lo ató con una sencilla y aburrida coleta. Soltó un suspiro de resignación y se colgó la mochila con los libros de un hombro y la bolsa de deporte del otro. Agachó ligeramente la cabeza y se dirigió hacia la entrada del instituto caminando con los hombros caídos.
Llegó justo un segundo antes que Lindsey Clifford, así que tuvo que sujetarle la puerta abierta.
—Gracias, bicho raro. ¿Intentarás no arrancar la puerta de sus bisagras? —se burló la chica con aires de superioridad al pasar junto a ella.
Helena se quedó como una estúpida en las escaleras, manteniendo la puerta abierta mientras otros estudiantes pasaban ante ella sin tan solo dirigirle la palabra. Nantucket era una isla pequeña, de modo que todos conocían cada detalle de la vida de los demás; a veces, sin embargo, deseaba con todas sus fuerzas que Lindsey supiera menos cosas sobre ella. Habían sido grandes amigas hasta quinto de primaria, cuando cierto día, mientras Lindsey, Helena y Claire estaban jugando al escondite en casa de la primera, Helena arrancó la puerta del baño accidentalmente.
Había intentado pedirle perdón, pero al día siguiente empezó a mirarla de forma extraña y a llamarla «bicho raro». Desde entonces, le daba la sensación de que Lindsey invertía todos sus esfuerzos en amargarle la vida. Tampoco ayudaba mucho que ahora se juntara con los chicos más populares del instituto, mientras Helena se refugiaba entre los cerebritos de la clase.
Ansiaba contestarle con desprecio, espetarle algo ingenioso, tal y como Claire haría, pero no conseguía que las palabras salieran de su garganta. Así pues, se limitó a deslizar la cuña para mantener la puerta abierta para el resto de los alumnos. Oficialmente, había empezado un año más de pasar desapercibida entre la multitud.
El tutor de Helena era el señor Hergeshimer, jefe del Departamento de Inglés, y a decir verdad tenía un estilo un tanto loco para un tipo que rondaba los cincuenta años. Lucía pañuelos de seda cuando hacía calor, bufandas de cachemir de colores chillones y horteras en invierno, y conducía un descapotable Alpha Romeo de estilo
vintage
. Era millonario y no necesitaba trabajar, pero, aun así, ejercía como profesor. Según él, lo hacía porque no quería estar obligado a tratar con paganos analfabetos allá por donde fuera. O eso decía, quién sabe. Sin embargo, Helena creía que lo que sucedía era que le encantaba su trabajo. Muchos alumnos le detestaban y argumentaban que era un aspirante a esnob británico, un quiero y no puedo, pero Helena creía que era el mejor profesor que jamás había tenido.
—Señorita Hamilton —saludó con una sonrisa al ver entrar a Helena al mismo tiempo que sonaba el timbre del instituto—. Tan puntual como siempre. No me cabe la menor duda de que se sentará junto a su cohorte, pero antes déjeme advertirle de que si observo cualquier demostración del talento por el cual se ha ganado el sobrenombre de Risitas las separaré de inmediato.
—De eso ni se preocupe, Hergie —contestó Claire con desparpajo.
Helena se deslizó hacia el pupitre y vio que Hergie ponía los ojos en blanco ante la falta de respeto afable de su amiga, aunque parecía contento.
—Resulta gratificante saber que al menos una de mis alumnas sabe que «sobrenombre» es sinónimo de «apodo», sin tener en cuenta la impertinencia de su contestación. Bien, alumnos, otra advertencia. Como este año se preparan para el SAT, la prueba de aptitud para los alumnos que dentro de dos años irían a la universidad, espero que todos traigan la definición de una nueva e interesante palabra cada mañana.
Todos los alumnos se quejaron. Tan solo el señor Hergeshimer podría ser lo bastante sádico como para mandarles deberes para la clase de tutoría. Iba en contra del orden natural.
—¿Podría ser la palabra «impertinencia» la que aprendamos para mañana? —preguntó Zach Brant con cierta ansiedad.
Zach siempre se mostraba ansioso por alguna cosa, incluso cuando estaba en la guardería. Junto a él se sentaba Matt Millis, que miró de reojo a Zach y sacudió la cabeza como diciendo:
«Yo en tu lugar no lo intentaría».
Matt, Zach y Claire eran los alumnos más avanzados del aula y asistían a clases especiales. Habían sido amigos desde la infancia, pero a medida que fueron creciendo se dieron cuenta de que solo uno de ellos podría obtener el título de El Mejor de la Promoción y entrar en Harvard. Helena prefirió mantenerse alejada de esa competición porque Zach no le daba buena espina.
Desde que a su padre lo nombraron entrenador del equipo de fútbol y empezó a presionarlo para ser el número uno tanto en la cancha como en el aula, se había convertido en alguien tan competitivo que Helena apenas soportaba estar cerca de él.
Una parte de ella sentía lástima por Zach. Le habría compadecido aún más si él no se comportara de un modo tan hostil hacia ella. El chico parecía que tenía que serlo todo: presidente de tal club, capitán del equipo y el tipo que conocía todos los rumores que circulaban por el instituto. Sin embargo, tampoco parecía disfrutarlo. Claire estaba convencida de que Zach estaba enamorado en secreto de Helena, pero ella jamás lo creyó; de hecho, en ciertas ocasiones sentía que la menospreciaba, y eso le molestaba. De pequeños, Zach solía compartir sus galletas de animales durante el recreo con Helena y ahora buscaba cualquier oportunidad para emprender una discusión con ella.
¿Cuándo empezaron a complicarse tanto las cosas? ¿Y por qué no podían ser simplemente amigos, como lo habían sido en primaria?
—Señor Brant —articuló el señor Hergeshimer—, usted puede utilizar «impertinente» como palabra si lo desea, pero de alguien con sus facultades mentales esperaría algo más. ¿Qué le parece escribir una redacción sobre un ejemplo de impertinencia en la literatura inglesa? —preguntó. Después asintió y añadió—: Sí, cinco páginas sobre cómo Salinger utiliza la impertinencia en su controvertida obra
El guardián entre el centeno
. Para el lunes, por favor.
Zach aceptó la tarea en silencio y con las palmas sudorosas.
La capacidad de Hergie para mandar lecturas adicionales a los estudiantes más competentes era legendaria y, por lo visto, estaba decidido a castigar ejemplarmente a Zach el primer día de clase. Helena agradeció a su angelito de la guarda no haber sido ella la escogida.
Sin embargo, la alegría duró muy poco. Después de que el señor Hergeshimer entregara los horarios, llamó a Helena para que se acercara a su escritorio. Comentó al resto que podían charlar libremente y, de inmediato, todos se lanzaron a cuchichear sobre el primer día de clase. Hergie colocó una silla para Helena junto a la suya para evitar hablar con el escritorio en medio de ambos. Al parecer, no quería que ningún alumno escuchara su conversación, lo cual la calmó momentáneamente.
—He visto que ha decidido no matricularse en ninguna clase avanzada este año —anunció mirándola por encima de sus gafas de lectura—. Pensé que no podría con todo el trabajo extra —farfulló mientras colocaba las manos bajo los muslos para disimular cómo le temblaban—. Creo que usted es perfectamente capaz de hacer mucho más de lo que está dispuesta a admitir —prosiguió Hergie frunciendo el ceño—. Sé que no es una holgazana, Helena. También soy consciente de que es una de las estudiantes más brillantes de su clase. ¿Qué le impide aprovecharse de todo lo que nuestro sistema educativo pone a su disposición?
—Tengo que trabajar —respondió indecisa mientras se encogía de hombros—. Necesito ahorrar dinero para ir a la universidad.
—Si asistiera a las clases avanzadas y se aplicara para el SAT, tendría más oportunidades de conseguir suficiente dinero para la universidad gracias a una beca que trabajando a cambio de un sueldo ridículo en la tienda de su padre.
—Mi padre me necesita. No somos ricos, como el resto de la población de la isla, así que tenemos que ayudarnos mutuamente —contestó un tanto a la defensiva.
—Y eso merece toda mi admiración —admitió Hergie con tono serio—, pero usted está a punto de acabar el instituto y es momento de pensar en su propio futuro.
—Lo sé —admitió Helena asintiendo con la cabeza. El rostro arrugado por la expresión preocupada de su profesor le demostraba que hablaba en serio, que intentaba ayudarla—. Creo que podré conseguir una buena beca gracias al atletismo. Lo cierto es que soy más rápida que el año pasado. De verdad.
El señor Hergeshimer contempló el semblante serio de su alumna, rogándole que dejara el tema y, al final, se dio por vencido.
—De acuerdo. Pero si siente que necesita más retos académicos, sepa que es más que bienvenida a unirse a mi clase avanzada de inglés en cualquier momento del semestre.
—Gracias, señor Hergeshimer. Si al final decido asistir a las clases avanzadas, se lo comunicaré de inmediato —contestó ella, agradecida de que su tutor dejara el tema en paz.
De repente, mientras se dirigía hacia su pupitre se le ocurrió que debía mantener a Hergie y a su padre alejados entre ellos a toda costa. No quería que se pusieran a comparar notas hasta decidir que necesitaba asistir a clases especiales para competir por una mención especial. Solo de pensarlo le dolía el estómago. ¿Por qué no podían dejarla en paz y ya está?