Corr.
> Menos mal que ya lo había acostumbrado a requemarle la sangre, y no sospechó.
Mercen.
> En el fondo, también lo voy a echar de menos. Un escritor capaz de incluir ocho veces las palabras «execrables y obscenas abominaciones» en el mismo párrafo es ciertamente notable.
Corr.
> Sin contar lo de aquellos «musculosos esqueletos semovientes» contra los que peleó Stewart Flanaghan, que me llegó al alma.
R. J.
> He estado repasando una selección de relatos de espadas y brujería de los inicios de la Era Espacial y se parecen mucho al del señor Collins, que conste.
Corr.
> Sí, el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con su mismo cerebro...
R. J.
> No seas malo, Jonathan. En serio, ¿cómo va la novela? Durante las dos semanas de asuntos propios que me debía la Universidad, no he podido conectar con vosotros.
Corr.
> Abandonada su vocación de fino estratega, el señor Collins se dedica ahora a meter en aprietos a la princesa Vanessa para que el ínclito Stewart Flanaghan pueda lucirse rescatándola. De todos modos, la cosa se va poniendo cada vez más interesante, y no precisamente por su calidad literaria.
Mercen.
> Hasta yo me he dado cuenta, señora. Este hombre tiene un serio problema.
R. J.
> Me temo que no habláis precisamente de Stewart Flanaghan, ¿verdad?
Mercen.
> El amigo corrector me señaló que el carácter de un autor se revela a veces en los personajes que crea, pero el señor Collins se pasa: es transparente como el cristal más puro. La novela sigue fielmente los altibajos de su intercambio epistolar con esa estudiante, Vanessa Selkurt.
Corr.
> No te creas que Mercenario exagera, Ruth. Al día siguiente de la famosa (y abortada) carga de caballería, ella le escribió que había decidido matricularse en su curso. ¿La reacción? Flanaghan y la princesa iniciaron un romántico viaje de placer por las paradisíacas islas del Sol Sonriente y la Perlada Espuma. Nunca imaginé que describir un simple cocotero resultara una tarea tan complicada, palabra de honor. Fueron cinco capítulos de escarceos amorosos, y justo cuando la doncellez de la princesa iba a ser ofrecida al galante Stewart, aparece un correo electrónico en el que la alumna expresa con todo lujo de detalles cuánto se aburrió en la primera clase recibida. Obviamente, el argumento cambió: la princesa fue raptada por los bogavantes escualiformes gigantes que habitaban las profundidades del Mar de las Olas Onduladas. En las mazmorras más lóbregas de su cubil, los bogavantes sometieron a Vanessa a las más atroces torturas hasta que, menos mal, el señor Collins consiguió convencer a su alumna de que las revisiones bibliográficas son tareas enriquecedoras y apasionantes. Como cabía esperar, Stewart Flanaghan acudió entonces al rescate de la princesa.
Mercen.
> Sí, descendiendo 200 metros en apnea hasta la cueva, y teniendo que liquidar a un tiburón asesino de 15 metrosde largo que se cruzó en su camino con golpes de karate. No sé cómo fui capaz de contenerme.
Corr.
> La falta de costumbre. En suma, Stewart salvó a la princesa que, agradecida, le propuso otro viaje, en esta ocasión a los famosos Jardines Pendulinos de las Montañas de la Nieve Fría Y cuando todo iba como una seda, adivina lo que ocurrió.
R. J.
> Otro e-mensaje en el que la estudiante no se mostraba seducida por los ocultos encantos de las revisiones bibliográficas me temo.
Corr.
> No sólo eso, sino que hizo una comparación inmisericorde entre las maravillas que ofrecía la asignatura de Apoplastología Crasuloide frente a la del señor Collins. Ni yo mismo sería capaz de una crueldad tan refinada. Como consecuencia, la princesa fue raptada de nuevo, esta vez por los guerreros albinos alados de ojos rojos de Sh'Qh'rrhyyrrh', en la arcana y perdida isla de Mealmidoné. El emperador de aquella vieja y, cómo no, obscena raza sometió a la princesa a perrerías sin cuento.
Mercen.
> Si te diste cuenta, el señor Collins sufre una curiosa fijación. Después de varios días de martirio, Vanessa aún seguía con su virginidad intacta. Por lo visto, tampoco sabe que cuando se tortura a una mujer, lo primero que se suele hacer es viol
R. J.
> A mí me lo vas a decir...
Corr.
> Eres un bocazas, Mercenario.
Mercen.
> ¡Válgame...! Estoy desolado, señora. Le ruego que acepte mis más sinceras disculpas; soy un sandio de la peor especie.
R. J.
> Tranquilo; fue hace tiempo, y ya está superado. Es lo malo de las guerras cuando te pillan en el lugar equivocado y el peor momento. ¿Qué pasó con la princesa, Jonathan?
Corr.
> Justo cuando el emperador iba a dejar caer a Vanessa en el foso de los cocodrilos bicéfalos, colgada por los pies de una cuerda que iba bajando muy lentamente, parece que uno de los videolibros que el señor Collins recomendó a la estudiante atrajo mínimamente su interés. Por tanto, allí llegó el indomable Stewart, empezó a repartir mamporros, venció al emperador en singular combate, acabó con los cocodrilos a navajazo limpio, le prendió fuego a Sh'Qh'rrhyyrrh' y salió zumbando de la isla en un caballo alado.
R. J.
> ¿Dónde lo invitó esta vez la princesa?
Corr.
> Para variar, al exótico Valle de los Volcanes de Fuego, donde comenzó un tórrido romance. Y en el preciso instante en que Stewart ¡por fin! se la había logrado llevar al huerto (perdón por la expresión), y se disponía a consumar y consumir el acto, llegó el correo. El videolibro, en el fondo, era de lo más aburrido, no como los que recomendaban en Apoplastología, interactivos y que podían ser conectados a un orgasmatrón para experimentar los procesos de fertilización de diversos vegetales en carne propia. Esta crítica sumió al señor Collins en profunda desesperanza, y condenó a la princesa a ser secuestrada de nuevo, ahora por los zombis que moraban en las obscenas catacumbas de la Ciudad Muerta de Hypernekros. Su obsceno rey, un brujo inmortal e inhumano, sometió a Vanessa a toda suerte de obscenas vejaciones
R. J.
> Salvo la pérdida de su virtud, ¿no?
Mercen.
> Uh... Evidentemente, señora.
Corr.
> No lances más indirectas al pobre Mercenario, Ruth, que ya se ha arrepentido de su desliz.
R. J.
> Era broma, hombre. Venga, seguid contando, aunque creo adivinar cómo concluye la historia.
Corr.
> Unos días después, Vanessa Selkurt invitó al señor Collins a conocer a su círculo de amistades, por lo que el intrépido Stewart fue a salvar de nuevo a la inútil de la princesa, antes de que el brujo se la cepillara en todos los sentidos de la palabra. Tuvo que luchar contra los musculosos esqueletos semovientes y los pútridos zombis de
Mercen.
> La exhibición de artes marciales de Flanaghan fue memorable. Menos mal que el corrector me retuvo, porque hubiera sido capaz de saltar allí mismo y espetarle cuatro verdades sobre tácticas de combate cuerpo a cuerpo.
Corr.
> Lo dicho, falta de costumbre. Si llevaras como yo más de cien páginas de florida prosa...
Mercen.
> ¡Pero es que el muy besugo tenía una pistola de plasma en el cinto! En vez de usarla para achicharrar a sus contendientes, se puso a dar una lección magistral de karate y a arrancar cabezas a patada limpia, a sabiendas de que a los zombis eso no les afectaba para nada...
Corr.
> Licencias literarias, amigo mío.
Mercen.
> ¿Licencias? ¡Y una leche! Huy, señora, perdone; se me ha escapado.
R. J.
> Como diría Jonathan, la falta de costumbre. Ahora que lo mencionáis, ya me pareció notar algo extraño ayer tarde, cuando pasé por la cantina de estudiantes. El señor Collins estaba allí vestido a la última moda, o al menos intentándolo, mientras conversaba con un grupo de alumnos que, cuando no se daba cuenta, lo miraban como a un bicho raro.
Corr.
> Al principio sus relaciones debieron de ir viento en popa, porque la princesa Vanessa se llevó a su héroe al Bosque Sagrado de Qualanalista, morada de los elfos verdigrises, con objeto de enseñarle los misterios de tan peculiar raza (que, por cierto no hace otra cosa que cantar y dedicarse a la Ingeniería Forestal) . Sin embargo, barrunto que los intentos de ligarse a la señorita Selkurt no han dado frutos: hace dos días que unos orcos raptarona la princesa y la encerraron en la Fortaleza de los Sollozos Desesperanzados, gobernada por el malvado Megañord, lugartenientede los dragones medusoides. Y así va la novela por el momento, Ruth.
Mercen.
> Lo de este hombre da para escribir todo un ensayo sobre Psicología. O Sociología, si cabe.
R. J.
> Vosotros os reiréis, pero a mí me da mucha pena. Creo que el señor Collins se siente solo y busca desesperadamente alguien que le haga caso, con quien compartir sus inquietudes. Un romance a la antigua usanza, vamos.
Corr.
> Pues el pobre ha venido a caer en el mundo menos adecuado para establecer una amistad profunda. En Hlanith, como los planetas más superpoblados de Rígel o el Viejo Sol, la gente es incapaz de relacionarse entre sí a menos que se apoyen en las drogas o en una interfase con el ordenador.
R. J.
> Para mí que, como lo tienen todo solucionado en la vida, ya no les quedan preocupaciones, pero tampoco ilusiones ni alicientes. Hay que gozar del momento y olvidarse de todo lo demás, intensificar las sensaciones al máximo, no pensar en el futuro...
Corr.
> Carpe diem...
Mercen.
> Me pregunto cómo diantres puede funcionar una sociedad así.
Corr.
> Yo también, amigo mío; algún día tendré que ponerme a estudiar Economía en serio. Supongo que quienes mantienen todo esto en marcha son los ordenadores, las máquinas, los inmigrantes y las multiplanetarias corporativas.
Mercen.
> En resumen, que los únicos prescindibles son los hlanithianos. Curioso.
Corr.
> Sí, tarde o temprano llegará nuestra hora y
R. J.
> Dejaos de contubernios. Lo del señor Collins es triste: a su edad, teniendo que vestirse de un modo que no le va y que le sienta como a un Santo Cristo dos pistolas, que dirían los neocatólicos. El no se da cuenta, pero mueve a compasión verlo correr detrás de esa alumna, tratando de comportarse como lo que no es, y todo por mendigar un poco de cariño. Seguro que estásufriendo.
Mercen.
> Falta de palos, eso es lo que le pasa.
R. J.
> Me recuerdas a los abuelos shaddaítas en los barrios de refugiados de Hlanith, cuando dicen a los críos que no se quieren comer la sopa: «¡Vosotros tendríais que haber pasado una guerra!»
Su razón tienen; aprendes a no complicarte la existencia y a apreciar las pequeñas cosas en todo su valor: un rato de charla, un buen libro, qué sé yo...
Mercen
. > Pues él se lo pierde, por tonto. En fin, señora Jajleel, camarada corrector, mi tiempo se ha cumplido y debo marcharme. Ya les he dejado una e-dirección en la que pueden localizarme de forma extraoficial si tienen algún problema, o aunque sólo sea para saludarnos y enterarme de cómo les va.
Corr.
> Descuida, no nos olvidaremos de ti.
R. J.
> Ha sido un placer conocerte, Mercenario. Confío en que la próxima vez que hablemos no sea por culpa de otro Sapo Cancionero.
Mercen.
> Ojalá, señora. Adiós y ¡buena suerte!
R. J.
> Ay, Jonathan, otra vez solos. La verdad es que a pesar de que intentaba parecer rudo, Mercenario era un pedazo de pan.
Corr.
> Supongo que, dado su oficio, habrá sido testigo de mucho sufrimiento.
R. J.
> Sí, tiene más de médico que de militar. Bueno, Jonathan, yo también me marcho; un día de éstos me va a pillar el señor Collins...
Corr.
> Tranquila, Ruth. Tú sigue con tu trabajo, que yo me encargo del resto. Date prisa; tiene que estar al caer. En fin, voy a prepararme para la cotidiana sesión de tortura, digo, de redacción literaria.
R. J.
> Que te sea leve, Jonathan. Adiós.
24/6/10 - 9:17 h.
Usuario
> D. Collins
Clave
> Burdrubrurbu
ACCESO ADMITIDO
> ppp lucsomcr.l
El malvado Megañord bajó por las lóbregas escaleras que conducían a las mazmorras del castillo. En las paredes, tapizadas de baboso y pútrido musgo y obscenas excrecencias fungosas, veíase de vez en cuando una chisporroteante tea, cuyas llamas dibujaban cimbreantes sombras en los húmedos muros.
El malvado Megañord pasó junto a los calabozos donde se pudrían quienes habían osado enfrentarse a su perversa tiranía.
Agónicos gritos escuchábanse tras las puertas cerradas, donde los maestros torturadores ejercían su horrendo oficio. En otros angostos cubículos, resecos esqueletos que pendían de argollas y grilletes, tristes despojos de los caprichos del malvado Megañord, lo miraban sin ver al pasar con sus cuencas vacías.
El malvado Megañord llegó a la última puerta de tan lóbrego recinto. Tomó una llave del manojo de llaves que portaba en el cinto y abrió la puerta, que se abrió con siniestro y horrísono chirrido. En el centro de aquel infame antro, un brasero con brasas al rojo vivo, rodeado por espantosos instrumentos de tortura, iluminaba la escena con un tono rojizo, como sangre licuada
Corr.
> Buenos días, señor Collins. No quisiera herir sus sentimientos, pero ¿sabe usted las veces que ha repetido «como sangre licuada» a lo largo del relato? Sin contar las aliteraciones en el presente
D. C.
> ¿Quieres dejar de interrumpirme, que se me va la inspiración?
Corr.
> ¿Se le va? Creo que huyó despavorida hace mucho...
D. C.
> Qué desagradable... Por cierto, ¿no dijiste que ibas a dejar de interrumpirme tan a menudo, ya que estabas redactando un informe final sobre los defectos de la novela?
Corr.
> Sí, llevo unos 300 megas de
D.
C.
>
F9
El malvado Megañord se acercó al rincón donde yacía la princesa Vanessa, tumbada en un infecto jergón. Escasos jirones de ropa velaban a duras penas las curvilíneas morbideces de su bien torneado cuerpo, y su cara exhibía las huellas del sufrimiento pasado, aunque no había perdido la dignidad inherente a su egregia alma.