—Odio estas cosas —dijo, tanteando las aguas, esperando que ella estuviera de acuerdo—. Mata la sensación.
Molly deslizó su palma por el pecho del tío, siguió deslizándola por su musculoso brazo hasta alcanzar la mano y tomar los condones. Los puso de nuevo en el cajón que seguía abierto.
—Entonces, ¿por qué preocuparse? —dijo, sonriendo abiertamente.
Pierre Tardivel se convirtió en un hombre juicioso, dedicado al estudio. Decidió especializarse en genética, la temática que, después de todo, había dado un vuelco a su vida. Se esforzó, tuvo éxito y empezó una brillante carrera como investigador en Canadá.
En marzo de 1993 leyó algo sobre un nuevo avance: se había descubierto el gen de la enfermedad de Huntington, lo que hacía posible un sencillo y barato test del ADN para saber si uno era portador del gen y, por lo tanto, al final iba a desarrollar la enfermedad. Pese a ello Pierre no se hizo el test. Casi sentía terror de saberlo. ¿Aflojaría si no tenía la enfermedad? ¿Volvería a malgastar su vida? ¿Se dejaría arrastrar de nuevo por la vida durante décadas?
Al llegar a los treinta y dos años, Pierre obtuvo una beca especial de postdoctorado en el Lawrence Berkeley Laboratory, situado en lo alto de una colina en la Universidad de California en Berkeley. Fue asignado al Proyecto Genoma Humano, el esfuerzo internacional por establecer un mapa y la secuencia completa del ADN que hacen a un ser humano. El nuevo jefe de Pierre era el malhumorado Burian Klimus, que había obtenido el premio Nobel por sus descubrimientos para secuenciar el ADN, la llamada «técnica Klimus» que ya se usaba ampliamente en muchos laboratorios de todo el mundo. Klimus tenía ochenta y un años, era un hombre rechoncho, completamente calvo y tenía un cuello de casi medio metro de circunferencia. Tenía los ojos marrones y su rostro estaba lleno de arrugas, aunque sólo mostraba las arrugas que corresponden a un cuerpo que se encoge. No se veían las líneas que deja la risa. En realidad Pierre no vio ninguna señal de que Klimus hubiera reído al menos una vez en su vida.
Molly aceptó el trabajo de profesora asociada en la Universidad de California en Berkeley. La eligió precisamente porque estaba lo bastante lejos de su madre y de Paul (que seguía por allí, para sorpresa de Molly) y de su hermana Jessica (que ya había pasado por un breve matrimonio y un divorcio), y por lo tanto era dudoso que fueran a visitarla.
Una nueva vida, una nueva ciudad... pero, pese a todo, seguía cometiendo los mismos errores estúpidos, seguía pensando que, de alguna manera, esta vez las cosas serían distintas, que podría pasar una velada lejos de un tío con pensamientos obscenos sobre ella.
Rudy no había sido peor que las esporádicas citas anteriores de Molly, hasta que se metió un par de copas en el cuerpo y, a partir de entonces, sus pensamientos superficiales no fueron otra cosa que un torrente constante de pornografía. Al final no pudo soportarlo más. Eran tan sólo las ocho y cuarenta, muy temprano para poner fin a una cita que había empezado a las siete y media, pero Molly sentía que tenía que irse de allí.
—Perdona —dijo Molly—. Tengo que...la salsa de pesto me ha sentado mal. No me encuentro bien. Creo que debo volver a casa.
—Lo siento. —Rudy parecía preocupado. Hizo un gesto al camarero—. Aquí, vamos a marcharnos. Te llevaré a casa.
—No —dijo Molly—. Gracias. Iré andando. Estoy segura que un pequeño paseo me ayudará con la digestión.
—Iré contigo.
—No. De verdad. Estaré bien. Eres muy amable al querer acompañarme. Gracias. —Tomó el monedero del bolso—. Mi parte deben de ser unos quince dólares —dijo, poniendo esa cantidad encima del mantel.
Rudy parecía decepcionado, pero al menos su preocupación por la salud de Molly era lo bastante genuina para eliminar de su mente el comentario típico del
Penthouse Forum.
—Lo siento— repitió de nuevo.
—Yo también —Molly forzó una sonrisa.
—Te llamaré —prometió Rudy.
Molly asintió con un gesto de la cabeza y se apresuró a salir del restaurante.
El aire nocturno era cálido y agradable. Arrancó a andar sin siquiera saber hacia dónde se dirigía. Todo lo que sabía era que no quería volver a su apartamento. No un viernes por la noche, era demasiado solitario, demasiado vacío.
Se hallaba en la avenida de la Universidad que, lógicamente, acabaría llevándola al campus. Pasó al lado de varias parejas (algunas heterosexuales, otras gay) que iban en dirección contraria, y pescó algunos pensamientos sexuales de aquellos en cuya zona entraba sin darse cuenta. Pero no cabía preocuparse ya que los pensamientos no se referían a ella. Llegó a la Biblioteca Doe y decidió entrar en ella.
—Buenas noches, profesora Bond —le dijo el bibliotecario, que estaba en el mostrador de información. Era un hombre larguirucho de mediana edad.
—Hola, Pablo. No hay mucha gente por aquí esta noche.
Pablo asintió con un gesto de la cabeza y sonrió.
—Es cierto. Aunque siguen viniendo los habituales. El vigilante nocturno está aquí, como siempre. —Apuntó con un dedo a una mesa de roble un poco alejada. Un hombre de buen ver, de unos treinta años, con cara redonda y cabello color chocolate, estaba sentado encorvado ante un libro.
—¿El vigilante nocturno? —preguntó Molly.
—El doctor Tardivel —respondió Pablo—, del Lawrence Berkeley Laboratory. Viene aquí casi todas las noches y se queda hasta que cerramos. Sigue haciéndome ir a buscarle varias revistas.
Molly dejó a Pablo y se
adentró
despacio en la sala principal de lectura. Los más recientes ejemplares de algunas revistas estaban almacenados en la estantería de madera que estaba cercana a la mesa que utilizaba ese Tardivel. Molly se acercó a la estantería y empezó a buscar el último ejemplar de
Developmental Psychology
o de
Cognition
para pasar una o dos horas. Se agachó para buscar entre las pilas de revistas en la estantería inferior y el pantalón se estrechó contra sus nalgas al hacerlo.
Un pensamiento cruzó por su mente como el destello de una pluma en la piel desnuda... pero era algo incomprensible.
Las revistas estaban desordenadas. Siguió buscando en esa pila, ordenándolas de forma que los ejemplares más recientes estuvieran en la parte superior.
Otro pensamiento revoloteó ante su mente. Y de repente se dio cuenta de la causa que le hacía difícil entenderlo. El pensamiento estaba en francés, Molly reconoció el sonido mental de ese idioma.
Por fin encontró el último ejemplar de
DP
, lo tomó y buscó un lugar para sentarse. La sala estaba llena de sillas vacías, por supuesto, pero, bueno...
Francés.
El tío pensaba en francés.
Y era un tío astuto, además.
Molly se sentó a su lado y abrió la revista. El alzó la vista con un expresión de ligera sorpresa en el rostro. Ella le sonrió y entonces, sin realmente pensar en ello, le dijo:
—Una noche agradable.
—Sí que lo es —le respondió él sonriendo.
El corazón de Molly se agitó. El seguía pensando en francés. Ya había conocido extranjeros antes, pero todos ellos pasaban a pensar en inglés cuando lo hablaban.
—Oh, ¡qué acento tan curioso! ¿Eres francés?
—Franco-canadiense —dijo Pierre—. De Montreal.
—¿Eres estudiante de un proyecto de intercambio internacional? —preguntó Molly, aunque sabía muy bien que no lo era por lo que le había dicho Pablo.
—No, no —dijo él—. Tengo una beca postdoctorado en el Lawrence Berkeley Laboratory.
—Oh, entonces debes de conocer a Burian Klimus. —Molly fingió un escalofrío—. Es un tipo muy frío.
—Si que lo es —rió Pierre.
—Me llamo Molly Bond —dijo Molly—. Soy profesora asociada en el departamento de psicología.
—Enchanté
—dijo Pierre—. Soy Pierre Tardivcl. —Hizo una pausa— Psicología, ¿eh? Siempre me ha interesado la psicología.
—Uau —dijo Molly suavemente.
—¿Uau?
—Realmente lo decís. Los canadienses, quiero decir. Decís realmente «eh».
Pierre pareció sonrojarse un poco.
—También decimos «sé bienvenido».
—Por ahí, si dices «gracias» a alguno, todos suelen replicar «uh, uh». Nosotros decimos «sé bienvenido»,
Molly rió.
—Touché
—dijo. Y entonces se tapó la boca con la mano—. ¡Oye!, creo que sé algo de francés después de todo.
Pierre sonrió. Era una sonrisa agradable.
—Y... —Molly miró alrededor a las viejas estanterías de libros—, ¿vienes aquí muy a menudo?
Pierre asintió con un gesto de la cabeza. Había un montón de pensamientos en la superficie de su mente pero, para satisfacción de Molly, no podía entender ninguno de ellos. Y el francés... el francés era una lengua tan bella, era casi como una música de fondo y no como el ruido irritante de muchos de los pensamientos articulados de la gente.
Antes de darse realmente cuenta de lo que hacía, las palabras salieron de sus labios:
—¿Quieres una taza de café? —le dijo. Y entonces, como si la oferta necesitara alguna justificación, añadió—: En Bancroft hacen un cappucino muy bueno.
El rostro de Pierre mostró una expresión extraña, una mezcla de incredulidad y de agradable sorpresa ante su inesperada buena suerte.
—Estaría muy bien —confirmó.
Sí, pensó Molly. Iba a estarlo.
Hablaron durante largas horas. El acompañamiento de fondo de los pensamientos en francés de Pierre nunca fue una intrusión. Podía ser tan cerdo como el resto de los hombres, pero Molly lo dudaba. Pierre parecía realmente interesado en lo que ella decía, escuchaba con atención. Y tenía un maravilloso sentido del humor.
Molly no podía recordar otra ocasión en que hubiera disfrutado tanto de la compañía de otra persona.
De repente era ya medianoche y el café iba a cerrar.
—Dios mío —dijo Molly—. ¿Dónde se ha ido el tiempo?
—Se fue —respondió Pierre—. Se fue hacia el pasado... Y he disfrutado de cada uno de sus instantes. —Movió la cabeza en un signo de negación—. No he tenido un rato tan agradable como éste en muchas semanas. —Sus ojos se encontraron con los de Molly—.
Merci beaucoup.
Molly sonrió.
—A estas horas de la noche, con toda seguridad has de ser escoltada para que llegues sana y salva al coche o a casa —dijo Pierre—. ¿Puedo acompañarte?
Molly sonrió de nuevo.
—Sería estupendo. Vivo a sólo unas manzanas de aquí.
Dejaron el café. Pierre andaba con las manos cruzadas a su espalda. Molly se preguntaba si intentaría tomarla de la mano, pero él no lo hizo.
—Realmente debería conocer más esta zona —dijo Pierre—. He pensado en ir a San Francisco mañana, para hacer un poco de turismo.
—¿Quieres que te acompañe?
Habían llegado a la entrada del edificio del apartamento de Molly.
—Me gustaría —respondió Pierre—. Gracias.
Hubo un momento de silencio. Molly pensaba que, bueno, por supuesto, se iban a encontrar de nuevo por la mañana, a menos que... el pensamiento, o quizás el fresco de la noche, le hizo estremecer, a menos que él se quedase a pasar la noche. Pero lo que Pierre pensaba era un completo misterio para ella.
—Tal vez podemos encontrarnos para tomar un desayuno-comida a las once —dijo Pierre.
—Muy bien. Ese local que está justo al otro lado de la calle es bueno —dijo ella apuntando hacia allí.
Molly se preguntaba si él iba a besarla. Estaba emocionada al no saber lo que él pensaba hacer. El momento se dilató. Pierre no hizo nada... y eso era también emocionante.
—Hasta mañana, entonces —dijo al final—.
Au revoir.
Molly entró en el edificio. Sonreía de oreja a oreja.
La relación entre Pierre y Molly iba creciendo muy agradablemente, y ella iba a acudir de nuevo a su apartamento esta noche. Pierre había ordenado algo las cosas, recogiendo los calcetines y la ropa interior del suelo de la sala de estar, apartando los periódicos del sofá de color verde y naranja, y haciendo lo que a él le había parecidoun correcto trabajo de quitar el polvo por el procedimientode pasar la manga de su jersey de los Montreal Candiens que llevaba puesto por encima del aparato de televisión y la cadena de alta fidelidad. Para cenar, habían pedido una pizza a domicilio.
Tras haber comido el tercer trozo, Molly preguntó de repente:
—¿Qué piensas de los niños?
Pierre se detuvo a coger un cuarto trozo de pizza.
—Me gustan.
—A mí también —dijo Molly—. Siempre he querido ser madre.
Pierre asintió, sin saber qué era lo que se suponía que debía decir.
—Quiero decir —continuó Molly—, alcanzar el doctorado me llevó mucho tiempo y, bueno, nunca encontré la persona adecuada.
—Eso ocurre a veces —dijo Pierre sonriendo.
Molly dio un mordisco a la pizza.
—Oh, sí. Por supuesto no es un problema del todo insuperable... el tener un marido, quiero decir. Tengo varias amigas que son madres solteras. Seguro que para la mayoría de ellas no ha ocurrido precisamente igual a como lo habían previsto, pero les va bien. En realidad, yo...
—¿Qué?
—No, nada —Molly miró hacia otra parte.
—Cuéntamelo. —Había despertado la curiosidad de Pierre.
Molly lo estuvo pensando un rato y después dijo:
—Hice algo muy estúpido... oh, creo que fue hace unos seis años.
Pierre levantó las cejas.
—Tenía veinticinco años y, bueno, con franqueza, ya había abandonado cualquier esperanza de encontrar un hombre con quien pudiera mantener una relación a largo plazo. —Levantó una mano—. Sé que veinticinco suena como muy joven, pero tenía ya seis años más que mi madre cuando me tuvo a mí, y..., bueno, no quiero meterme ahora con las razones que tuve para ello. Me había ido muy mal con los tíos y no veía cómo la cosa iba a cambiar. Pero quería tener un niño y por eso... bueno, elegí algunos hombres, cuatro o cinco distintos, de esos de una noche. —Alzó de nuevo la mano, como si notara la necesidad de hacer que todo ello pareciera de alguna forma menos sórdido—. Todos eran estudiantes de medicina, intentaba elegir con cuidado. Cada vez que lo hice fue en el momento adecuado del ciclo. Quería quedar embarazada de uno de ellos. No buscaba un marido, ¿sabes?, era sólo por, bueno, por un poco de esperma.
La cabeza de Pierre estaba inclinada a un lado. Evidentemente no sabía qué responder.
Molly se encogió de hombros.