Todo sería una inmersión ininterrumpida.
Adiós cerveza helada, adiós pizza, adiós Alan el dildo, adiós Palacio de Almas Afines.
Pero no tenía tiempo para detenerse en sus aprensiones. La presencia del director y los demás había deshecho el milagro. Ahora comprendían que era sólo una persona, y para colmo una mujer, y los hombres sentían amenazada su autoridad. Había renunciado a una vida, pero no tenía tiempo de llorar por eso si quería afianzar su vida nueva. Notó que Cutec la miraba de modo extraño, como si buscara el modo de aprovechar ese momento de vacilación para recobrar su posición. Había permanecido en el círculo, como tratando de reivindicarse.
Tomó con firmeza la mano de Ucan, y se dejó rodear por las mujeres, que se le habían acercado espontáneamente como si ella fuera un imán.
—La Virgen es Gente Blanda —dijo Cutec, caminando hacia su mujer y sus hijos como un padre preocupado por su familia—. No debemos dejar que nos contamine.
Mara pensó en usar su pistola de bengalas, pero se contuvo. Muchas miradas se volvieron hacia Cutec y hacia ella. Mara apretó la mano de Ucan, buscando protección. La Virgen de las Nubes estaba demasiado agotada para nuevos enfrentamientos. Notó que Ucan estaba tenso, desconcertado. También él había afrontado demasiadas revelaciones en un solo día. Pero Ucan le acercó la cara y le besó la mejilla, demostrando que no la abandonaría, y en ese momento Mara supo que la nobleza que había visto en su corazón con los ojos de Dios era real.
Hubo un momento de tensión e incertidumbre.
Entonces la mujer de Cutec echó a andar hacia el campamento, llevando a sus hijos de la mano, pasando junto a Cutec como si él no existiera.
Cutec vociferó, se dispuso a seguirla, apretó los puños, pero había algo en la serena apostura de su mujer que lo frenaba.
Una por una, las mujeres siguieron a la esposa de Cutec, con sus hijos, y también muchos hombres.
Mara y Ucan echaron a andar con ellos. Mara se puso a recitar su poema como si fuera un himno, y Ucan la acompañó. Las mujeres, sin entender la letra, tararearon ese ritmo, y los hombres pronto se sumaron.
Pasaron junto a Cutec como si no lo vieran, como si no estuviera allí, y Cutec tuvo que apartarse para que no lo empujaran. Cutec se palpó el cuerpo como para cerciorarse de que existía, con una genuina expresión de terror en la cara. También los miembros del consejo pasaron junto a él como si fuera un invisible fantasma.
Lentamente Cutec cayó de rodillas en el polvo. Berreaba y sollozaba, pero nadie oía su llanto.
Todos se fueron sumando al coro, y el ritmo del poema se convirtió en música mientras todos marchaban hacia el campamento en busca de sus cosas, disponiéndose a reanudar el viaje, la peregrinación.
Una hora después, mientras amanecía, la caravana cruzo el rio.
Ucan y Mara precedían la marcha. No se habían hablado desde que se habían tomado la mano, y tampoco se habían soltado las manos un instante. Los unía una intimidad que no necesitaba palabras, o al menos no necesitaba más palabras que las de ese poema.
Mara aspiró el olor del Páramo: el viento seco, los cardales, el estiércol. Todo era repulsivo y sofocante: los balidos y cacareos, la suciedad que se le pegaba al cuerpo, el aplastante resplandor del sol de la mañana.
Apretó con más fuerza la mano de Ucan, suplicando, exigiendo un apoyo que quizás él no pudiera darle. Temió que Ucan sintiera la misma repulsión al tocar su piel suave y su blanda carne de hija de la Urdimbre.
Al cabo de un trecho se detuvo un instante para masajearse los pies doloridos. Ucan trató de decirle algo, y Mara no le entendió bien. ¡Ella, que había estado en su mente!
Sintió ganas de reír a carcajadas.
—Tal vez deba aprender tagalo —dijo, y rompió a llorar mientras él trataba en vano de consolarla.
Mara miró el cielo cubriéndose los ojos húmedos. Sintió un mareo. Vio el rostro de su padre moribundo.
Una fuga, pensó. Trató de resistirse pero no pudo.
El rostro de su padre moribundo flotaba sobre el horizonte a la altura del sol:
Estoy muerto pero no estoy muerto porque ahora soy mi hija Mara.
Y el dolorido rostro se fusionó lentamente con el disco del sol, como si el fuego bueno lo purificara, y Mara vio con nuevos ojos, y oyó nuevos sonidos, y aspiró nuevos olores.
Su profundo abatimiento no se disipó, pero se convirtió lentamente en un caparazón que albergaba una profunda alegría. Ya no era los ojos, sino la carne y la sangre de un Dios en celo. Marchaba hacia el Valle Radiante a la cabeza de su pueblo.
Y había alabanza en su corazón.
Robert J. Sawyer
Pierre Tardivel, un muchacho de dieciocho años, estaba de pie ante una extraña casa en la zona suburbana de Toronto. Llevaba el cuello de su roja cazadora de la McGill University vuelto hacia arriba para protegerse del aire frío y seco que azotaba la calle sucia por la sal.
Ahora que había llegado hasta aquí el asunto ya no parecía una idea tan buena. Tal vez debiera dar la vuelta e ir de nuevo a la estación de autobuses para volver a Montreal. Su madre se sentiría encantada si abandonaba ahora y..., bien, si era cierto lo que esa esposa de Henry Spade le había contado sobre su marido, Pierre no estaba seguro de poder encararse con el hombre. Simplemente podría...
No. No, ya había llegado hasta aquí. Tenía que verlo por sí mismo.
Pierre respiró profundamente, inhaló el vigorizante aire intentando calmar las mariposas que revoloteaban en su estómago. Avanzó a través del porche hacia la puerta de la casa, pulsó el timbre y escuchó el sordo sonido del carillón en el interior.
—Hola, señora Spade. Soy Pierre Tardivel —era consciente de cuán fuera de lugar resultaba aquí su acento de Québec. Otra forma de recordar que era un intruso.
Hubo un momento, mientras la señora Spade contemplaba a Pierre de arriba a abajo, durante el cual éste pensó que había percibido un destello de reconocimiento en la cara de la mujer. Pierre simplemente le había dicho por teléfono que sus padres habían sido amigos de su esposo, años atrás, cuando Henry Spade vivía en Montreal al inicio de los años sesenta. Y la mujer tenía que haberse dado cuenta de que debía de existir una razón especial para que Pierre quisiera visitarles. ¿Qué había dicho la madre de Pierre cuando éste la había enfrentado a lo evidente?: «Sabía que eras de Henry... eres su viva imagen.»
—Hola, Pierre —dijo la señora Spade. La voz era ahora más confiada de lo que había parecido por teléfono, pero todavía persistían restos de cautela— Puedes llamarme Dorothy. Porfavor, pasa.
Se apartó a un lado y Pierre entró en el vestíbulo. En lo físico, Dorothy tenía cierto parecido con su madre: cabello oscuro, ojos azul-gris, labios gruesos. Quizás Henry Spade se sentía atraído por un tipo específico de mujer. Pierre abrió la cremallera de la cazadora, pero no hizo ademán de quitársela.
—Henry está arriba, en su habitación —dijo Dorothy.
Su habitación.
¿Camas separadas? Qué poco cálido—. Está mejor cuando está estirado. ¿Te importa si le ves allí?
Pierre asintió con un gesto de cabeza.
—Muy bien —dijo ella—. Sube conmigo.
Avanzaron por la sala de estar brillantemente iluminada. Una escalera llevaba al segundo piso. En un lateral se veía el raíl de un carro de ruedas a motor. El carro estaba arriba. Dorothy condujo a Pierre escaleras arriba y le llevó hasta la primera puerta de la izquierda.
Pierre luchó para mantener una expresión neutral.
Tendido en la cama se hallaba un hombre que parecía bailar sobre su espalda. Sus brazos y piernas se movían constantemente, rotando en torno a hombros y caderas, codos y rodillas, muñecas y tobillos. La cabeza se dejaba caer repantigada a izquierda y derecha por la almohada. El cabello era gris y, por supuesto, los ojos castaños.
—Bonjour
—dijo Pierre tan sorprendido que empezó a hablar en francés. Volvió a empezar de nuevo—: Hola. Soy Pierre Tardivel.
La voz del hombre era débil y su pronunciación poco clara. Hablar era para él un esfuerzo evidente.
—Hola, Pierre —dijo. Hizo una pausa, tal vez paracomponer sus pensamientos o, simplemente, para esperar que su cuerpo lograra un poco de control. Pierre no podía decirlo—. ¿Cómo es... está tu madre?
Pierre parpadeó varias veces. No quería insultar al hombre rompiendo a llorar ante él.
—Está bien.
—¿Es feliz? —preguntó Henry con esfuerzo.
—Le gusta su trabajo, y no hay problemas de dinero. Cobramos mucho del seguro cuando mi padre murió.
Henry tragó saliva, según parecía con notable dificultad.
—Yo... ah, no sabía que Alain había muerto. Dile... dile a tu madre que lo siento.
Las palabras parecían sinceras. No había sarcasmo, no había doble sentido. Alain Tardivel había sido su rival, pero Henry parecía genuinamente afligido por su muerte. Pierre mantuvo la mandíbula rígida y contraída por un momento y después asintió con un gesto de la cabeza.
—Se lo diré.
—Es una mujer maravillosa —dijo Henry.
—Tengo una foto suya —dijo Pierre. Sacó la cartera y la abrió por el pequeño retrato de su madre vistiendo una blusa blanca de seda. Sostuvo la cartera de forma que Henry pudiera verla.
Henry la contempló durante un buen rato y después dijo:
—Me temo que yo he cambiado más que ella.
Pierre forzó una breve sonrisa.
—¿Eres ... único hijo? —alguna palabra se había perdido durante la convulsión que sacudió como una ola el cuerpo de Henry. —Sí.
—Eres un joven bien parecido —dijo Henry.
Pierre sonrió, de forma sincera esta vez, y Henry le devolvió la sonrisa.
Dorothy, tal vez detectando lo que iba por debajo del diálogo o, simplemente, aburrida por una conversación sobre gente a la que no conocía, dijo:
—Bueno, veo que los dos tenéis cosas de las que hablar. Me voy abajo. Pierre, ¿puedo traerte algo de beber? ¿Café?
—No, gracias —dijo Pierre.
—Muy bien, entonces —dijo Dorothy, y se fue.
Pierre se mantuvo de pie al lado de la cama de Henry. Ahora estaba bien claro por qué tenía su propia habitación. ¿Cómo podría haber sido de otra manera? Nadie podría dormir a su lado, dado el constante agitar de sus extremidades.
El hombre tendido en la cama alzó el brazo derecho hacia Pierre. Lo movía lentamente de un lado a otro, como la rama de un árbol agitada por el viento. Pierre lo alcanzó y asió la mano sujetándola con firmeza. Henry sonrió.
—Te pareces... a mí... cuando tenía tu edad —dijo Henry.
—¿Sabes quién soy? —una lágrima rodó rápida por la mejilla de Pierre.
Henry asintió.
—Yo... cuando tu madre quedó embarazada, creí que había alguna esperanza. Pero ella decidió romper nuestra relación. Creí que... si estaba en lo cierto, oí algo antes de ahora. —La cabeza se le movía pero logró mantener los ojos fijos en Pierre casi todo el tiempo—. Desearía... haberlo sabido.
Pierre apretó la mano.
—Yo también. —Una pausa—. ¿Tienes... tienes otros hijos?
—Hijas —dijo Henry—. Dos hijas. Adoptadas. Dorothy... Dorothy no podía...
Pierre asintió con un gesto de la cabeza.
—Ha sido mejor, en cierto sentido —dijo Henry, y esta vez, por fin, dejó que su mirada vagara lejos de Pierre—. La enfermedad de Huntington es... es...
—Hereditaria. Lo sé. —Pierre tragó saliva.
La cabeza de Henry se movió arriba y abajo con mayor rapidez que lo normal. Una señal deliberada pero perdida en el ruido muscular.
—Si hubiera sabido que la tenía... nunca me hubiera permitido tener un hijo. Lo siento. Lo siento mucho.
Pierre asintió.
—Debes de tenerla tú también.
Pierre no dijo nada.
—Pero no hay ningún test concluyente —siguió Henry—. Lo siento.
Pierre observó el movimiento de Henry en la cama, espasmos en las rodillas, los brazos en oleadas libres. Y todavía, en medio de todo eso se hallaba una cara que no era muy distinta de la suya, ancha y redonda, con profundos ojos castaños. Se dio cuenta entonces de que no sabía la edad de Henry. ¿Cuarenta y cinco? Tal vez cincuenta. Seguro que no más. El brazo derecho de Henry empezó a agitarse con rapidez. Pierre, sin saber qué hacer, soltó su mano.
—Está... está bien haberte encontrado al fin —dijo Pierre, y entonces, al darse cuenta de que ya no habría otra oportunidad, añadió una única palabra—: Papá.
Los ojos de Henry se humedecieron.
—¿Necesitas algo? ¿Dinero?
Pierre negó con un gesto de la cabeza:
—No. Estoy bien. De verdad que lo estoy. Sólo quería encontrarme contigo.
El labio inferior de Henry temblaba. Al principio Pierre no podría decir si se trataba de un efecto de la enfermedad o tenía un significado más profundo.
Pero cuando Henry habló de nuevo su voz mostraba todo el dolor del mundo:
—He... he olvidado tu nombre.
—Pierre. Pierre Jacques Tardivel.
—Pierre —repitió Henry—. Buen nombre. —Hizo una pausa que duró varios segundos y continuó—: ¿Cómo está tu madre? ¿Has traído alguna foto suya?
Pierre volvió a Montreal. El médico de cabecera le envió a un especialista en enfermedades genéticas.
—La enfermedad de Huntington la porta un gene dominante le dijo el doctor Laviolette, en francés—. Tiene exactamente un cincuenta por ciento de probabilidades de haberla heredado. —Hizo una pausa y alisó su cabello de color gris acero—. Su caso es muy poco usual, quiero decir eso de descubrir cuando se es adulto que el riesgo existe. La mayoría de los sujetos de riesgo lo saben muchos años antes. ¿Cómo se enteró?
Pierre permaneció quieto por un momento, pensaba. ¿Era necesario entrar en detalles? ¿Que había descubierto en la clase de genética del primer curso que era imposible que dos padres de ojos azules tuvieran un hijo con ojos de color castaño? ¿Que se había enfrentado con su madre, Elisabeth, precisamente por eso? ¿Que ella le había confesado haber tenido un asunto con un tal Henry Spade, durante los primeros años de su matrimonio con Alain Tardivel, el hombre que Pierre había considerado
su
padre, un hombre que había muerto hacía ya dos años? ¿Que Elisabeth, católica, había sido incapaz de divorciarse de Alain? ¿Que Elisabeth había tenido éxito y logrado esconder a Alain que su hijo de ojos castaños no era su hijo biológico? ¿Y que Henry Spade se había ido a vivir a Toronto, sin saber nunca que había tenido un hijo?