Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (10 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Pero la justificación óptica tenía sus riesgos. Alguien la había probado para observar pacientes esquizofrénicos. Había logrado introducirse en sus mentes, pero no había tomado ningún recaudo. Había recibido una sobrecarga, una lluvia de meteoritos mentales que le habían dejado el cerebro como el Valle de la Luna, un paisaje de ojos muertos.

Ojos.

Mara volvió a ver el Instituto, el director reunido con docentes e investigadores, entre los cuales estaban ella y Alan.

—Espero que usted comprenda los riesgos —había señalado el director—, y entienda que en cierto modo estaremos actuando a ciegas.

Mara repitió mecánicamente el gesto que había hecho en ese momento: asintió con entusiasmo. Sí, comprendía los riesgos, pero también comprendía las reglas del juego. Era capaz, joven, ambiciosa. Tenía excelentes antecedentes en investigación y tenía su cátedra en línea. Sus publicaciones eran reconocidas, incluso honradas con el plagio. Sus credenciales eran impecables, pero no contaba con una posición asentada en el mundo académico. Nadie más se prestaría a ser sujeto de ese experimento, pensaba el comité directivo, aunque no lo decía. La justificación sensorial era una tecnología inexplorada, y tenía tanto potencial en sus riesgos como en sus usos. Ella estaba dispuesta a afrontar el peligro porque tenía mucho que ganar. Era una apuesta de todo o nada. Los veteranos que ocupaban las cátedras más prestigiosas o los puestos más altos del escalafón no correrían el riesgo de incinerarse el cerebro en aras de la ciencia.

Por otra parte, si todo salía bien, sería la heroína del Instituto. El observador de pacientes esquizofrénicos había terminado en chaleco de fuerza, pero su actuación no era un modelo de pulcritud experimental. Ni siquiera había usado sistemas de amortiguación para protegerse de los efectos de la justificación.

Mara y Alan trabajarían en condiciones seguras, un medio plácido y aislado, un observatorio en un valle, y Alan la supervisaría continuamente. La ubicación del laboratorio, en la ladera de un cerro, les permitiría obtener una transmisión limpia, con mínimas interferencias. Lógicamente, la Urdimbre los mantendría en contacto con las autoridades del Instituto. Un hijo de la Urdimbre nunca estaba alejado de nada, pero no tenía que soportar las presiones agobiantes que hasta años atrás habían sufrido los habitantes de las ciudades. Esa situación de relativa independencia en un medio natural, pensaba la gente del Instituto, contribuiría a una mayor concentración. Era norma del Instituto que sus investigaciones nunca funcionaran mediante sistemas autoritarios de supervisión estricta.

El director había cedido la palabra a Alan.

—La justificación óptico-sensorial —comentó Alan— nos permitirá encontrar semejanzas entre sistemas mentales totalmente ajenos.

No totalmente ajenos, había pensado Mara, y ahora recordó que ni siquiera en su momento de embeleso lo había visto como la verdad revelada. Ya tenía sus dudas.

—Ojos permitirá observar las exoculturas sin injerencia —continuó Alan—, estudiar sus costumbres sin modificar ni distorsionar sus valores y tradiciones.

Ojos, explicó ante la mirada aprobatoria de los directivos, equivalía a insertar electrodos a distancia. El sistema de observación sintonizaba a un sujeto determinado, convertía sus percepciones sensoriales en ondas electromagnéticas y las enviaba a una estación receptora. Desde allí las ondas se transmitíana un «observador» humano que las reconvertía en datos sensoriales.

—Una antena —dijo Mara.

Una antena, había confirmado Alan. Su cabeza canalizaría esas percepciones. Ella vería, oiría y olería todo lo que viera, oyera y oliera el sujeto perceptor. El sistema permitía tener «vivencias» directas en vez de meras imágenes.

—Usted será como ellos, será uno de ellos —concluyó Alan, que entonces no la tuteaba.

—Grandioso —bromeó Mara.

—Según nuestra limitada experiencia, puede haber efectos laterales. Migrañas, vómitos, desorientación. Episodios esquizoides o paranoides. Ahí entro yo. —Alan sonrió forzadamente—. Yo deberé supervisarla. Mantener lubricado, como quien dice, el aparato receptor.

—Ojalá eso signifique precisamente lo que estoy pensando —dijo Mara, sonriendo.

Alan se ruborizó. Los directivos carraspearon. Alan siguió hablando con toda seriedad.

—Llamamos al sistema, en broma, los ojos de Dios. Como verá, nos permite ver cosas que antes nadie podía ver. Nos permite explorar los pensamientos y las emociones de los demás como no se ha hecho nunca.

—No crea —replicó Mara—. Los poetas lo han hecho desde siempre, aunque con otros métodos.

Alan la miró desconcertado.

—No debería hablar tan a la ligera de los ojos de Dios —le dijo Mara.

Alan miró al director, que sonrió y acudió en su ayuda.

—Mara es nuestro espíritu místico —comentó con aire bonachón.

Alan se encogió de hombros.

—Es su cerebro, no el mío —dijo de mal humor—. Yo soy sólo un psicotécnico, pero me pregunto si ella es la persona adecuada.

—Es lo mejor que tenemos, licenciado.

Alan evitó mirarla cuando comentó:

—Si se refiere a sus credenciales académicas, las he visto y son excelentes...

—Me refiero a sus excelentes genitales, licenciado. Mara cuenta con toda la confianza de nuestro equipo.

Mara sonrió. Había oído el comentario a sus espaldas, en pasillos o en fiestas:
Mara tiene cojones.

Alan tragó saliva. Continuó con sus explicaciones.

Después de cada sesión —cada «inmersión»— debería preparar un informe donde volcaría minuciosamente sus impresiones. Existía una corroboración objetiva de estas impresiones, imágenes por satélite que se recibían por otra vía.

Por varias razones, el Instituto eligió al Pueblo Radiante. En ese momento no tenía ese nombre, sino que era apenas un ejemplo representativo de lo que denominaban «grupos posurbanos», y el campo de las culturas posurbanas era la especialidad de Mara. Estas comunidades tribales nómadas constituían un típico producto de esa época de colapso de las grandes urbes. En este caso se trataba de peones migratorios que recorrían tierras abandonadas en busca de localidades que les dieran trabajo. Muchos otros preferían vivir de la caza y el saqueo. Las ciudades, que en otros tiempos se consideraban centros de civilización, se convirtieron en centros de barbarie donde proliferaban los trabajos improductivos, el rencor, la miseria y las guerras entre vecindarios. Surgían líderes y profetas, y muchos de ellos agrupaban a la gente en tribus nómadas que huían de las megalópolis contaminadas para vivir de la caza y el saqueo. Mientras los más sofisticados afianzaban su condición de hijos de la Urdimbre, cultores de una tecnología «limpia» que convertía gran parte del planeta en la proverbial aldea global, muchos regresaban a la vida agreste o se dividían en pandillas para pelearse por las sobras en calles llenas de inmundicia.

En ese contexto, el Pueblo Radiante había presentado un desarrollo insólito una vez que iniciaron la observación con el sistema OJOS. Era, en cierto modo, una inversión del proceso que en el siglo anterior había llevado a la proliferación de callampas y villas miserias. En ese caso, los trabajadores rurales habían emigrado a las ciudades buscando mejores niveles de vida y resignándose a vivir en condiciones a veces infrahumanas. Ucan Padre, en cambio, había arrancado a su gente de la miseria de las ciudades decadentes para regresar al campo. Su prédica mezclaba historias bíblicas con presuntas tradiciones ancestrales —mucha de esta gente tenía sangre indígena— que en realidad estaban mezcladas con siglos de mestizaje, catolicismo y televisión.

De un modo u otro, Ucan Padre había arrancado a su tribu de la vida nómada. Se presentó como un profeta y anunció grandes flagelos y plagas que azotarían la ciudad donde residían en ese momento. Poco después la ciudad sufrió tormentas e inundaciones, seguidas por una epidemia de una fiebre desconocida que causó estragos, dadas las pésimas condiciones sanitarias. El Pueblo Radiante se salvó de esa calamidad porque residía en las afueras. Las profecías de Ucan despertaron pánico y respeto, y el Pueblo reanudó su viaje, pero convirtiendo su nomadismo en peregrinación.

Ucan, habiendo conseguido el respeto incondicional de su pueblo, prometía que lo llevaría a lo que él llamaba el Valle Radiante. Más de una vez habían estado a punto de perecer en las áridas pampas, pero este andrajoso Moisés se las había ingeniado para encontrar las rutas más apropiadas.

Durante la peregrinación, Mara y Alan habían podido estudiar las costumbres, el dialecto y los mitos del Pueblo Radiante. El dialecto era una versión corrompida del castellano, totalmente ajeno a las afectaciones del idioma de la Urdimbre. Los ritos y ceremonias eran versiones rudimentarias de escenas de viejos teleteatros, subproductos de subproductos de la vida urbana con mezcla de las nuevas costumbres del desierto. Ucan era analfabeto pero no inculto, aunque por cierto no pertenecía a la raza de los infoadictos que navegaban por la red electrónica de la Urdimbre.

Y este Moisés, como su predecesor bíblico, había muerto a las orillas de su tierra prometida, legando a su hijo el papel de líder o Padre.

Mara pestañeó, volvió al presente. La vividez de sus recuerdos la sorprendía tanto que no sabía si definirlos o no como fuga, pero decidió no pensar en ello. Estaba preocupada por ese padre. Miró sus apuntes sobre el Páramo. Era pasmoso que hubiera visto esto a través de los ojos de otro, pero no se sentía Dios. Pensó en su «brindis» de la noche anterior con Alan, en la repentina avidez carnal con que había querido acallar la voz de los intrusos.

Ahora empezaba a sentir lo mismo.

Ojos. Dios.

Los ojos de un Dios en celo, pensó.

Sus ojos de Dios en celo vieron el Páramo. Ella podía captar los datos sensoriales, colores y formas y ruidos, pero aun así no podía ver tal como él veía...

Vio la palma de Alan moviéndose frente a sus ojos.

No jodas más con esa mano, pensó.

—No temas, estoy viva —dijo.

—¿Una tregua?

Mara cabeceó.

Alan le acarició la mejilla. Mara le apartó la mano.

—Tregua, no armisticio.

Alan resopló.

—Estás haciendo de esto algo personal, y no es personal.

—¿No?

—Mara, esa gente nos interesa porque es distinta. Nos interesa porque es exo. Usamos los ojos de Dios precisamente para no intervenir. Queremos estudiarlos, no cambiarlos.

—Porque respetamos su forma de vida.

—Exacto.

—Si usáramos los ojos con gente de la Urdimbre, lo consideraríamos una intrusión, una violación de la intimidad.

—Legalmente, tal vez. En la práctica, la intimidad ya no existe. Mucha gente de la Urdimbre daría la vida para que alguien viera por sus ojos.

—El colmo del exhibicionismo.

—Qué más da.

—Para ellos la intimidad existe. Viven por dentro, una rareza en nosotros.

Alan enarcó las cejas con escepticismo.

—No somos perfectos —concedió-pero tenemos mejor dentadura que ellos.

—En todo caso —Insistió Mara-no los hemos consultado.

—¿Consultarlos? Vamos, Mara. Esa gente ni siquiera permite que sus mujeres hablen en el consejo, y ya has visto cuál es su idea del consenso en las decisiones. ¿Me estás tomando el pelo?

—Hay algo que no estamos haciendo bien. El respeto debe formar parte de nuestra actitud hacia los que estudiamos. Los estudiamos para aprender, no para sentirnos superiores.

—Nosotros
los respetamos y tratamos de entender sus costumbres. Son
ellos
los que se sienten superiores y nos llaman Gente Blanda.

Mara salió al balcón. Odiaba comprender que él tenía algo de razón, pero eso no era todo. Aún sentía ese hervidero de contradicciones. Necesitaba alejarse de Alan, y al mismo tiempo necesitaba que él estuviera en su mejor forma para supervisar la próxima sesión. Necesitaba una nueva inmersión cuanto antes, aunque tuviera que forzarse al máximo.

Temía por Ucan. Era un muchacho frágil, y Cutec era un energúmeno. Pero eso le daba parte de razón a Alan. ¿Cómo podían consultarlos? Esa gente decidía el destino de sus familias a puñetazos entre dos hombres. ¿Cómo podía esperarse que las cosas les fueran bien?

En cierto modo estaremos actuando a ciegas
, había dicho el director. Ya lo creo, pensó Mara. Observación por Justificación Óptico-Sensorial. Ese nombre torpe que se tropezaba consigo mismo no podía definir la mirada, sólo una forma de la ceguera.

Regresó adentro, sonrió de mala gana, alzó una mano mostrando la palma.

—¿Hora de hacer las paces? —preguntó Alan.

—Siempre hacemos las paces.

—¿De qué estás hablando?

—Antes me acordaba del día en que nos conocimos, cuando nos contrataron para el proyecto.

—No recuerdo que nos hayamos peleado.

—Cuestionaste mi misticismo.

—¿Tu misticismo?

—Así lo llamó el director.

—No sé si es el nombre más apropiado.

—Yo tampoco. El nombre más apropiado sería chifladura. Y no es bueno que una antena esté chiflada, así que conviene lubricar el sistema receptor —dijo Mara, echándose a reír.

—Sigo sin entender de qué estás hablando. Creo que estamos en otra sintonía.

—¿Ves? —dijo Mara—. Eso es precisamente lo que no me pasa con Ucan.

7

Ucan había visto peleas en la Torre, y conocía muy bien la técnica, que consistía en que no había técnicas. Su Padre había vencido a dos oponentes, y con ambos se las había ingeniado para ser magnánimo. ¿Pero cómo haría él con Cutec?

Ucan era pequeño, esmirriado. Al nombrarlo heredero, su padre le había dicho: «No temas los malos momentos. La inspiración llegará.» Ucan había pensado mucho en esa palabra, inspiración.

Subió a la Torre y se encontró frente a Cutec, un rival robusto, musculoso, un luchador experimentado que conocía todos los trucos sucios. El no necesitaba inspiración.

Cutec se quitó el abrigo, el chaquetón, hasta quedar totalmente en cueros. Se pavoneó ante la multitud.

Le sonrió despectivamente, alzó el puño en el aire, se tocó los testículos, subió a la plataforma de lona.

Ucan también se desnudó, pero sólo de la cintura para arriba. Y también sonrió, pero con poca convicción. Iba a recibir golpes.

Lo sabía y estaba dispuesto a aguantarlos, pero se preguntaba qué sabría hacer para devolverlos. En una carrera, habría vencido. En un concurso de ingenio, habría vencido. En una competencia de salto, habría vencido. Aquí llevaba las de perder.

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