Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (6 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Pero tu padre no te había hecho esto, tu padre no te dejaba en medio del Páramo enfrentando una decisión que no era tuya. Esto sucedió cuando vivíamos en ciudades, y la decisión de abandonar las ciudades para internarse en el Páramo y buscar una nueva tierra fue tuya. Las cosas te fueron más fáciles. Es una vieja historia, decías, y ha sucedido una y otra vez. Los hombres de fe no se resignan a la esclavitud y afrontan el riesgo. El Dios Bueno te ayudará.

Pero yo no sé nada del Dios Bueno, ni sé nada de viejas historias. No sé cómo continuarla.

Ucan'jo alzó al cielo una mirada implorante.

Y tuvo una visión.

Fue como si una aguja de luz se le clavara en el cerebro y le inyectara imágenes.

Una nube cruzó la enorme luna que flotaba sobre el monte, y de la nube bajó una vaharada de vapor que se convirtió en una brumosa escalera. Por la escalera bajaba una mujer radiante: radiante como el Valle Radiante, radiante como el Pueblo Radiante. La mujer miraba a Ucan'jo con una sonrisa alentadora.

La Virgen de las Nubes, pensó Ucan'jo, sin saber por qué estaba tan seguro de que ése era su nombre. Su padre le había hablado del Valle Radiante y del Dios Bueno, nunca de la Virgen de las Nubes, pero tuvo la certeza de que la enviaba el Dios Bueno, de que ella lo guiaría. Y la Virgen de las Nubes caminó hacia él, le tomó la muñeca y le guió la mano hacia el lugar indicado. Ucan'jo miró de reojo a la muchedumbre, preguntándose si alguien más la había visto. Aparentemente él era el único.

La llama de la antorcha lamió la hierba amarilla. El fuego estalló alegremente, mil lenguas salieron entre los resquicios de los troncos envolviéndolos con ferocidad, elevándose hacia el feliz cuerpo del muerto.

La multitud calló, y sólo se oyó el chisporroteo de las llamas. Avivadas por el viento, consumieron la paja y las ramas, hincaron los dientes en los troncos. Chispas rojas volaban al cielo, ahora negro como carbón. El fuego alcanzó las ropas del cadáver. El coro cantó:

Irás de la noche a la luz

a pasear por pampas ondulantes

a cantar en el carnaval de la eternidad

estás naciendo

estás naciendo

estás naciendo.

El fuego envolvió el cuerpo del Padre, devorando grasa, carne y tendones, ojos, huesos y médula, transformándolos en humo.

Humo.

El humo cubría el cielo como agua, y se convertía en nubes. La virgen que había guiado la mano de Ucan'jo también se convirtió en humo y se alejó en esas nubes.

Ucan'jo retrocedió, trastabilló. Miró hacia atrás y notó que nadie más veía a la Virgen de las Nubes.

Miró el cielo. Ya no sentía angustia. Las chispas se confundían con las estrellas, y él sólo sentía la dicha de su visión. La Virgen de las Nubes lo había ayudado, y el muerto feliz iría a cantar y bailar en el carnaval de la eternidad.

Agachó la cabeza y rezó.

El Dios Bueno me guiará, pensó. La Virgen de las Nubes me ayudará. Ni siquiera Cutec podrá vencerme.

Pidió fuerzas para mantenerse en pie toda la noche.

Y con el paso de las horas, mientras las cenizas del muerto volaban al viento y se dispersaban por el Páramo, Ucan'jo dejó de ser Ucan'jo para ser Ucan, la reencarnación del espíritu de su padre. Al mismo tiempo que las fuerzas lo abandonaban, sentía que un nuevo poder entraba en él, impidiéndole caer. Cuanto más se fatigaban sus músculos, más se fortalecía su alma, como si bailara en el carnaval del cielo y aspirase el olor de pampas ondulantes.

Al amanecer la pira funeraria era un montón de cenizas donde sólo ardían algunas ascuas. El nuevo Ucan aún permanecía de pie frente al fuego moribundo. El canto de la multitud se había reducido a un murmullo zumbón. Muchos estaban acostados o sentados, envueltos en sus ponchos y mantas.

El nuevo Ucan alzó los brazos para saludar al sol que asomaba en el horizonte. Y mientras el nuevo Padre saludaba al nuevo sol, la multitud se levantó para saludar al nuevo Padre.

—Ucan, Ucan, Ucan— gritaron todos.

Cuando se apagó el grito, se oyeron llantos de bebés que despertaban alarmados y madres que intentaban calmarlos.

Ucan miró en su interior. Aún sentía miedo e incertidumbre, pero tenía la sensación de que los fatigados músculos se le habían endurecido como bronce, que el fuego que había consumido el cadáver también había templado su espíritu.

Y había alabanza en su corazón.

2

La multitud deja de cantar para gritar Ucan, Ucan, Ucan
, escribió Mara. Pulsó la tecla que activaba la macro que indicaba la conclusión del informe y realizaba el formateo y la corrección.

Se levantó de la silla. Se sentía agotada, confundida y sucia, como de costumbre después de una inmersión.

—¿Has terminado el informe? —preguntó Alan.

—Con mi eficiencia habitual —replicó Mara de mal humor.

Alan no respondió. Sabía que ella siempre se ponía así después de una inmersión, y se esforzaba por ser paciente.

Mara notaba ese esfuerzo y en general lo agradecía, pero esta vez la exasperaba. Esta vez sentía más irritación que de costumbre. Era un hervidero de sentimientos contradictorios. En parte podía ser por el cambio de foco, por haber pasado de Ucan padre a Ucan hijo. Desde el padre había experimentado el cosquilleo de la muerte; desde el hijo, el dolor por la pérdida de un ser querido. Y su ánimo además reflejaba los sentimientos contradictorios del nuevo Ucan.

Necesitaba tomar aire. Salió al balcón del observatorio, apoyó las manos en la baranda, aspiró profundamente, movió los hombros para relajarse.

Ucan, Ucan, Ucan.
El nombre aún le rebotaba en la cabeza. De nuevo aspiró profundamente, se llenó del olor a pino, a flores, un olor limpio. Abrió los ojos como para absorber cada detalle con la visión: el observatorio, el cielo luminoso, los reflejos del sol en el casco del minicóptero.

El observatorio era una cabaña de troncos situada en la ladera de un valle cruzado por dos ríos, poblado de pinos y alerces hasta la chata extensión de fértiles tierras que bordeaban ambos ríos. Por la posición del sol, debía de ser media mañana, y era refrescante ver la profusión de rojos y dorados cubriendo ese verdor prístino después de haber vivido esa lúgubre ceremonia. Sentía que su cuerpo apestaba a grasa quemada.

Necesitaba lavarse. Entró, llenó la bañera y se quedó un par de horas en el agua, poniendo la mente en blanco. Una inmersión para lavar otra inmersión. En algún momento notó que se había dormido. Salió envuelta en una toalla. Alan había leído el informe y estaba en línea con el Instituto.

Cuando ella salió del baño, Alan cerró la comunicación, se le acercó, le husmeó el cuello.

—Jazmín —dijo Alan.

—Lavanda.

—Nunca fui bueno para los olores. Pero puedo aprender.

—No me fastidies ahora, Alan, por favor.

—No, ya sé. Una larga inmersión. El discreto Alan debe contenerse.

¿Había una sombra de rencor en su voz? Era raro. Alan era el perfecto psicotécnico, el hombre que afrontaba todo con total distanciamiento profesional. Parecía que Mara no era la única a quien esta larga inmersión había afectado de manera especial.

Mara suspiró. Aún la rodeaba ese aura de muerte. Horas atrás estaba recibiendo los datos sensoriales que Ucan'jo transmitía sin saberlo: una gran llamarada, una gran humareda, las chispas confundiéndose con las estrellas, el canto de su pueblo, los achaparrados árboles del monte, los cardales, las tiendas de cuero del campamento.

Aún sentía en la nariz el tufo del cadáver en llamas, el olor a grasa en medio del perfume violento de esa pampa agreste que la tribu llamaba el Páramo.

—¿El informe está claro? —preguntó mecánicamente.

—Óptimo, como de costumbre. Pero aquí, doctora, tenemos algo más que de costumbre.

—¿Ah, sí?

Mara se sentó, arropándose en la toalla. Alan demostraba un entusiasmo que la ponía nerviosa. No sólo no era bueno para los olores, sino que jamás
mencionaba
los olores. Por alguna razón eso la irritaba. La depresión que seguía a las inmersiones era mucho más aguda esta vez, y también eran más agudos los habituales sentimientos de rencor y exasperación. Pero rara vez se irritaba con Alan. En general sentía rabia contra esa gente, contra la tribu. Esta vez los sentimientos eran más confusos.

—¿Estás ahí? —preguntó Alan, moviendo la mano ante los ojos de Mara.

Mara le apartó la mano con brusquedad.

—Nunca hablamos de estas cosas inmediatamente después de una inmersión, Alan. ¿Qué te pasa? Ni siquiera he dormido.

—Siempre
hablamos de estas cosas. Y siempre estás interesada en contármelo.

—De acuerdo. Y siempre te aburre que te cuente lo que ya consta en el informe.

—Interesante observación —comentó Alan, tocándose la cabeza como si tomara nota—. Pero la inmersión de hoy presenta un cambio.

Pulsó el botón de grabación de su máquina y repitió la frase para grabarla.

—Por Dios, Alan, no jodas.

—El discreto Alan se retira para dejarte en paz —dijo Alan, yendo al cuarto contiguo.

Mara sacudió la cabeza. El muy idiota ni siquiera le había servido un café, y ella estaba tan agotada que no tenía fuerzas para pedírselo. Sólo podía pensar en el Pueblo Radiante y su peregrinación, en Ucan y Cutec, en esos nombres que sonaban como madera reseca.

El Pueblo Radiante.

Parecía una broma, pero así se llamaban a sí mismos. Esos cerdos, esos salvajes que deambulaban por el Páramo. Estaba harta de convivir con ellos, de ver sus inmundas y estúpidas ceremonias, de verles comer carne grasienta, copular en sus tiendas de cuero maloliente, parir en medio de la roña, defecar entre los cardales, lavarse los pies en lagunas barrosas. Estaba harta de ver todo eso y describir minuciosamente cada uno de sus repugnantes actos en informes clínicos y distantes. Tiempo atrás, cuando era estudiante y escribía monografías plagadas de palabras largas y rimbombantes, sosteniendo que las exoculturas representaban el alma virgen de la humanidad, no pensaba en esa pestilencia ni en esas costumbres infectas. Tiempo atrás la vida primitiva le parecía romántica.

No, no debía pensar así. Como observadora, no
podía
pensar así. Esto era sólo un efecto de la inmersión. Respeto a esa gente y su modo de vida, se repitió, respeto a esa gente y su modo de vida.

¿Entonces por qué sentía tanto asco?

Cerró
los ojos y vio el rostro del cadáver de Ucan. Debajo, poco a poco, se dibujó el rostro de otro cadáver, el de su propio padre. Abrió los ojos sobresaltada. Papá, pensó, quiero que vuelvas.

Recordó que era la misma frase que había dicho cuando velaban a su padre. Habían pasado años. Nunca había vuelto a ver esa imagen con tanta nitidez, ni a sentir ese dolor con tanta agudeza. Creía que todo eso estaba sepultado, y de pronto aparecía a flor de piel. Sintió ganas de llorar, pero tenía los ojos secos.

Oyó un ruido, irguió la cara. Alan había vuelto y estaba revoloteando alrededor.

—¿Qué es, Alan? ¿Qué querías decirme?

—Ah —dijo Alan—, estás de vuelta. Tal vez no estés preparada para lo que voy a decirte, pero esto, doctora, es material para un premio Malinowski.

—Premio Malinowski. Has bebido de más.

—Claro que no. Pero los dos beberemos de más dentro de un rato, para festejar.

—¿Festejar qué?

—No quiero adelantarme a los hechos, pero sé muy bien cómo funciona la gente del Instituto.

—Sin duda. De lo contrario no estarías aquí.

Alan la miró con mala cara, pero se tragó su réplica.

—De acuerdo. De lo contrario no estaría aquí. Tampoco estaría aquí si no fuera un experto en OJOS.

—No hay expertos en OJOS, Alan. Sólo hay algunos que balbucean menos que otros, pero nadie entiende esta cosa. Si algo anduviera mal, realmente mal, no podrías salvarme.

—El discreto Alan está demasiado feliz para ofenderse, Mara, así que hago de cuenta que no oí nada. Prefiero concentrarme en algo más positivo.

—Hoy te noto muy raro, Alan. ¿Qué es esto del premio Malinowski?

—Este informe, Mara, es excepcional. La descripción de la ceremonia fúnebre de un líder. La realeza, como quien dice. Y la riqueza de detalles es maravillosa. Es como si lo hubieras vivido.

—Lo he vivido. Siempre es así.

—Sí, claro. Pero hay algo más. Es como si tu sintonía se hubiera perfeccionado. Me asombran la precisión y la nitidez del estilo.

—Es sólo un informe.

—No, no es sólo un informe. Pero no quiero detenerme en esto. Hay algo más. —¿Sí?

Alan le mostró imágenes en las pantallas de los monitores. Las amplificó.

—El tiempo ayudó. Tenemos excelentes fotos del satélite. Material etnográfico de primera.

—Alguien se muere y se convierte en material etnográfico.

—De primera, Mara. No es tan malo. Nadie dirá eso de nuestro funeral.

Mara miró desganadamente las imágenes. Todo le resultaba familiar, pero sumamente extraño. Coincidía con lo que ella había visto desde la perspectiva de Ucan'jo, aunque esta toma era «objetiva», una visión desde arriba: la pira funeraria, Ucan'jo, la muchedumbre.

Se restregó los ojos, que le dolían de repente.

Ojos.

Ellos tenían los ojos de Dios. Podían ver desde muy adentro y también desde muy afuera. La inmersión le permitía presenciar las cosas desde una perspectiva íntima, sintiendo y pensando lo que otro sentía y pensaba, y las cámaras orbitales le permitían presenciar todo como si estuviera sentada en el trono desde donde se manejaba el universo. Pero las dos perspectivas nunca coincidían del todo, y no sólo por el ángulo de enfoque. La muerte que veía la cámara no era la muerte que ella había visto, la muerte que había vivido.

Ojos.

Alan no le quitaba los ojos de encima.

—¿Cómo has sentido el cambio de sintonía? —preguntó.

—Está en el informe.

—Sí, claro que está en el informe. Pero ahora quiero tus palabras.

—¿Mis palabras?
Esas
son mis palabras, Alan. Me han dado bastante trabajo. Recién te asombraban la precisión y la nitidez de mi estilo. ¿De repente cambiaste de opinión?

—Sí, seguro, son tus palabras. Pero no son
tus
palabras. No son las palabras que usa mi Mara para describir sus sensaciones.

No soy tu Mara, quiso decirle Mara, no soy la Mara de nadie. Pero lo dejó pasar.

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