Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (4 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Nuestra respuesta era que no se había construido todavía un receptor de taquiones. Ingeniosa, quizá, pero tal vez demasiado ingeniosa. Con seguridad la naturaleza no disfrazaría un truco tan profundo. Debía de haber un forma teórica de demostrar que algo tan perturbador no podía ocurrir.

Me intrigaban tanto esas hipotéticas partículas que escribí un artículo investigando sus consecuencias. Ello me condujo a una amistad distante con Gerald Feinberg de la Universidad de Colúmbia, quien había introducido algunas ideas de la teoría de campo taquiónica. Era un hombre amable y concentrado, siempre pensando en las implicaciones del presente. Era también un físico de primera clase que mientras estaba en el instituto había editado un fanzine de ciencia ficción junto con otros dos alumnos destacados del instituto del Bronx: Sheldon Glashow y Steven Weinberg, quienes ganaron más tarde el premio Nobel por la teoría que unificaba las fuerzas electromagnética y débil. Llamado
Etaoin Shrdlu
por la frecuencia con que se emplean las letras en inglés, era el único fanzine publicado por ganadores del premio Nobel, y defendía la ciencia ficción con juvenil energía (una generación más tarde, Stephen Hawking pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo novelas de ciencia ficción en ediciones de bolsillo. Al discutirlas entusiasmado conmigo décadas más tarde, era como la mayoría de los lectores, capaz de recordar ideas y argumentos, pero no títulos ni autores) .

Los taquiones eran el tipo de idea audaz que tienen las mentes jóvenes acostumbradas a recorrer el horizonte del pensamiento convencional. Más tarde, situé parte de mi novela de taquiones,
Cronopaisaje
, en Colúmbia precisamente por Feinberg. A finales de los años setenta yo consideraba a los taquiones como algo muy improbable, ya que varios experimentos no los habían encontrado (después de una sorprendente pero errónea detección en 1972) . Sin embargo, el tema de cómo la física podría demostrar que la comunicación en el tiempo es imposible seguía siendo el tema principal para todos nosotros, incluido Teller. Los taquiones parecían una forma más adecuada para enfocar el problema que otras bestias más exóticas de la imaginación de los teóricos, como los agujeros de gusano espaciotemporales.

Así que centré la cuestión en los taquiones, explorando cómo la gente en el futuro podría resolver el problema de que no hubiera receptores: usando taquiones muy energéticos para alterar un delicado experimento en un laboratorio de física en el pasado. Gerry sonrió cuando oyó la idea, encantado de que su física teórica hubiese producido una novela sobre cómo trabajan de verdad los científicos. Le divertía la industria continua de artículos sobre taquiones, que llegaba ya a varios centenares. Cuando un experimento australiano pareció encontrar rayos cósmicos que se movían al doble de la velocidad de la luz, los especialistas redoblaron su interés. Gerry estaba intrigado y luego alicaído cuando no pudieron confirmarse los resultados.

Años más tarde, me contó que había empezado a pensar en los taquiones inspirado por el cuento corto de James Blish
Beep.
En él, un comunicador más rápido que la luz juega un papel crucial en una sociedad futura, pero tiene
un
molesto bip al final de todos los mensajes. El comunicador necesariamente permite enviar señales al pasado, incluso cuando ésa no es la intención. Al final, los personajes descubren que todos esos mensajes del futuro están comprimidos en ese bip. Es decir, el futuro podría ser conocido, más o menos por casualidad. Feinberg había decidido comprobar si ese dispositivo era teóricamente posible.

Ese modelo, una especulación que conduce a una teoría detallada, lo he encontrado muchas veces a lo largo de mi carrera. La letanía de la ciencia es muy remilgada, diciendo que son las anomalías en los datos lo que lleva a los teóricos a explorar nuevos modelos, que luego son comprobados por obedientes experimentadores, y así sucesivamente. La realidad es más caótica.

Nadie me ha impresionado tanto como Freeman Dyson con su poder de especulación científica. Sin saber quién era, me resultó un alma gemela en las pausas diarias para tomar café en el departamento de física, cuando yo todavía era estudiante en la Universidad de California en San Diego. Me sorprendía que tuviese el valor de dar charlas en el departamento sobre sus extrañas ideas. Esas ideas incluían nociones sobre la exploración del espacio empleando armas nucleares como impulsores, y especulaciones sobre extrañas formas de la vida en el universo. Acababa de publicar una breve nota sobre lo que acabaría llamándose «esferas de Dyson»: vastas civilizaciones arremolinadas alrededor de sus estrellas, para aprovechar toda la luz solar disponible y que emitirían en el infrarrojo, emisión que podríamos estudiar para detectarlas (ésa era una respuesta directa a la pregunta de Fermi y a la propuesta de Cocconi-Morrison; más eslabones en una larga cadena) .

Dyson había leído a Julio Verne de niño, y a los ocho y nueve años escribió una novela de ciencia ficción,
Sir Phillip Roherts's Erolunar Collision
, sobre unos científicos que dirigían las órbitas de los asteroides. No temía publicar conjeturas, incluso ideas muy atrevidas, en las solemnes páginas de las revistas de física. Cuando se lo comenté, me contestó con una sonrisa, «Descubrirás que no soy el primero». De hecho, descendía de una línea de pensadores británicos especializados en el futuro, desde el J. D. Bernal de
El mundo, la carne y el demonio
hasta Olaf Stapledon y Arthur C. Clarke. En
El infinito en todas direcciones
, Dyson hiño notar que «Después de todo, la ciencia ficción no es otra cosa que la exploración del futuro empleando las herramientas de la ciencia».

Ese era un punto de vista bastante común en esos tiempos exuberantes. En mi primer año de estudios de posgrado en La Jolla, vi a Leo Szilard en los coloquios del departamento, proponiendo ávidamente una miríada de ideas. Szilard era quien había persuadido a Einstein para escribir la famosa carta a Roosevelt donde explicaba que era posible construir una bomba atómica y defendiendo el Proyecto Manhattan. Era un genio en aprovechar la oportunidad. Szilard había visto muy pronto el potencial de la física nuclear, hasta el punto de aconsejar a sus colegas de mediados de los años treinta que mantuviesen sus investigaciones en secreto.

En 1961, yo ya había leído la novela de ciencia ficción satírica de Szilard
The Voice of the Dolphins
y sus cuentos cortos de ciencia ficción. Decidí esperar a tener tiempo después de un período repleto de clases para hablar con él. Estaba preparándome para unos exámenes difíciles a finales de mayo de 1964, cuando Dyson me dijo que Szilard había muerto de un ataque cardíaco esa misma mañana. Me impactó mucho, aunque apenas había intercambiado una docena de palabras con él (había dicho de su ficción que era muy cerebral, «me conmueven emocionalmente los razonamientos extraordinarios») . No aproveché la oportunidad.

A Szilard le obsesionaba el peligro nuclear, y Dyson continuó trabajando en algunas de las ideas de Szilard. En 1976, un estudiante de Dyson apareció en los titulares de los periódicos al diseñar un arma nuclear operativa empleando sólo datos ya publicados. Recordé el episodio de Cartmill. Cuando se lo comenté, Dyson dijo: «Sí, los eslabones llegan hasta ahí.» En aquel momento no supe qué quería decir.

Cohetes y estrellas de guerra

A menudo los científicos leen ciencia ficción cuando son jóvenes y luego la dejan, pero muchos conservan un lugar para ella en su corazón. Algunos, como yo, hacemos de puente entre ambas comunidades.

Por tanto no me sorprendió cuando Teller reclutó aliados en la ciencia ficción para sus batallas políticas. Especialmente eficaz en los años ochenta fue Jerry Pournelle, un enérgico tecnófilo con talento. Con una automática del 38 podía acertar a una lata de cerveza a cincuenta metros con viento de lado. Si lo deseaba, podía dirigir una campaña política, poner a punto un programa de ordenador, y escribir un bestseller de ciencia ficción... simultáneamente. Cuando, en 1982, me pidió que colaborase en el
Citizens' Advisory Council on National Space Policy
, al principio no entendí que Jerry no proponía otro grupo de presión. Aquél era un grupo que tenía línea directa con la Casa Blanca, a través del consejero de Seguridad Nacional. También Teller estaba en el ajo.

Pournelle dominaba las reuniones del consejo con su encanto de Tennesse, sus ideas tecnoconservadoras y su energía. Eramos un grupo muy variado: escritores, investigadores industriales, militares y expertos civiles en temas que iban desde la inteligencia artificial a los cohetes. El consejo, un grupo estridente con opiniones fogosas, se reunía en el espacioso hogar del escritor de ciencia ficción Larry Niven. Los hombres hablaban especialmente sobre tecnología avanzada, las mujeres de política. Pournelle era el alma del grupo. Entre buffets, saunas y jacuzzis, un bar bien provisto y muchos procesadores de texto, la imaginación se disparaba y se cocían las ideas, algunas surgían incluso más que medio hechas.

Bloquear las armas nucleares siempre me ha parecido una buena idea. Mis reservas sobre la intervención de los militares en el programa espacial y otros terrenos, que habían aparecido repetidamente en mis novelas, se desvanecían en áreas que pertenecían claramente al terreno militar. Nunca, en toda la asesoría política y técnica que realicé como profesor de la UCI, puse en duda que resolver el inmenso problema de la guerra nuclear quedaba de alguna forma fuera del campo de acción de los físicos que lo habían empezado todo. Pero los físicos podían contribuir. De hecho, debían intentarlo.

Me inclinaba, como primer objetivo, a favor de los misiles de defensa y de centros militares de
mando
, empleando sistemas terrestres de cohetes rápidos sin cabeza nuclear. Era técnicamente simple, algo no muy por encima de lo ya disponible y permitido por los tratados ya existentes que, después de todo, ya habían permitido a los soviéticos crear un anillo alrededor de Moscú con cientos de rápidos cohetes defensivos, provistos de cabeza nuclear y todavía hoy en activo.

Los especialistas más ambiciosos hablaban de «estrellas de guerra», grandes bunkers en el cielo, capaces de derribar flotas de misiles. Yo dudaba que pudiesen enfrentarse a las decenas de miles de cabezas nucleares que se lanzarían en un ataque total. Sin embargo, para mí ese hecho era el mejor argumento contra la existencia de esas miles de cabezas, antes que un argumento contra la defensa.

Finalmente, decidimos recomendar algo que reclamaba cierta altura moral, si no altas órbitas. La defensa era inevitablemente más estabilizadora que el recurrir a ofensivas que se pudieran poner en marcha por un pelo, argumentamos. Tenía también mejores principios. Y con el tiempo, la Unión Soviética podría no ser el enemigo, dijimos, aunque sin tener ni idea de que sucedería tan rápido. Cuando sucediese, las defensas podrían seguir utilizándose contra cualquier atacante, en particular las naciones belicosas deseosas de provocar ataques terroristas. Había muchas historias de ciencia ficción, la mayoría escritas décadas atrás, que trataban esa posibilidad.

El consejo se reunió en agosto de 1984 con aires de gran acontecimiento. La labor pionera había dado sus frutos en 1982: el propio Reagan había propuesto la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), sugiriendo que las armas nucleares debían convertirse en «impotentes y obsoletas». Era evidente que los soviéticos se tambaleaban ante esa perspectiva (años más tarde, oí directamente de un asesor soviético que la IDE había sido la puntilla que había acabado con la influencia militar en la política exterior. Parece que ahora ése es el consenso en la comunidad diplomática, aunque políticamente la IDE es la cabeza de turco normal, y se reduce continuamente su presupuesto) .

Nada de eso era extraño en la historia de la política y la ciencia ficción. H. G. Wells había visitado a Roosevelt, Stalin, Churchill y otras figuras importantes. En 1906, Theodore Roosevelt quedó tan impresionado por el retrato que hacía Wells de un oscuro futuro que le pidió que acudiera a la Casa Blanca para discutir ampliamente cómo evitar esa posibilidad. La atención de Wells hacia la guerra como el principal problema de la era moderna encontró eco entre los líderes mundiales. Julio Verne no había merecido tanto respeto en los corredores del poder, ni lo ha hecho tampoco ningún escritor desde Wells, pero a finales del sigloxx parecía que de nuevo se requería la visión de la ciencia ficción sobre distintas posibilidades, en esta ocasión por el mismo gobierno que se había preocupado por Cleve Cartmill.

En el verano de 1984 todo parecía posible. No me sorprendió que Robert Heinlein asistiese a las reuniones del consejo, entusiasmado y con el ingenio a punto. Y con el calor del verano llegó un visitante sorpresa: Arthur C. Clarke, quien estaba en la ciudad para promocionar el estreno de la película basada en su novela
2010.
Clarke había hablado ante el Congreso en contra de la Iniciativa de Defensa Estratégica, y consideraba la contaminación del espacio con armas, incluso las meramente defensivas, como una violación de su visión de toda la vida.

Heinlein atacó tan pronto como Clarke se acomodó en el salón de Larry Niven. La conversación se centró en detalles técnicos. ¿Podían destruirse los satélites de la IDE poniendo en órbita «rocas inteligentes» (explosivos convencionales con pequeños cohetes adosados) ? ¿Llevaría la IDE a las armas ofensivas en el espacio?

En el trasfondo había un choque de personalidades. Clarke estaba desconcertado. Su viejo amigo Heinlein consideraba las afirmaciones de Clarke como equivocadas y groseras. En nuestro suelo los extranjeros deberían andar de puntillas al comentar nuestra política de defensa, dijo. En el mejor de los casos era de mala educación. Quizá Clarke era culpable de «arrogancia británica».

Clarke no había esperado ese tipo de enfrentamiento con un viejo camarada. Todos habían creído en la Alta Iglesia del Espacio, como dijo uno de los presentes. ¿Seguro que alejarnos del planeta reduciría nuestras rivalidades?

En ese momento, cada lado consideraba que el otro traicionaba esa visión, imponiendo suposiciones sin garantía al futuro de la humanidad. Fue un momento triste para muchos cuando Clarke dijo adiós en voz baja, salió y desapareció dentro de la limusina, anonadado.

En ese momento comprendí los peligros de mezclar los elementos visionarios de la ciencia ficción con los aspectos prácticos. El género da la bienvenida a ambos, por supuesto, pero el mundo devora a quienes tienen un espíritu tan abierto.

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