Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (3 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Comencé a pensar seriamente que alguien como yo podía seguir una carrera dedicada simplemente a estudiar el mundo físico, algo sobre lo que había leído a menudo en la ficción. Hasta el Sputnik había tenido un rendimiento razonable en el instituto, sacaba notables y sobresalientes, pero no me consideraba uno de los miembros realmente brillantes de la clase. Suponía que probablemente acabaría siendo ingeniero, pero realmente quería ser escritor. Cuando saqué un muy buen resultado en la selectividad de 1958 nadie quedó más sorprendido que yo. Pero ese resultado abrió la puerta a los cursos especializados en mi último año, y a todo un nuevo paisaje.

Ese nuevo camino me llevó directamente a una tarde de 1967, en la que dos físicos y un administrativo de la oficina de personal del
Lawrence
Radiation Laboratory
me escoltaron sin preámbulos a una gran oficina, en la que estaba sentado un distraído Edward Teller tras una mesa repleta de altas pilas de revistas de física.

Para mi sorpresa, los otros físicos se excusaron con prontitud y se marcharon. Teller era entonces el director científico del laboratorio y un personaje famoso por haber participado en el desarrollo de las bombas A y H, y por su épica discusión con Robert Oppenheirner.

Me dejaron ante Teller sin advertirme. Había ido a Livermore para discutir la posibilidad de trabajar allí como físico de investigación, después de mi tesis doctoral en la Universidad de California en San Diego. Nadie me dijo que Teller insistía en evaluar por sí mismo a todo candidato al programa. «No queríamos que te pusieras nervioso», me dijo más tarde uno de ellos. Funcionó: simplemente estaba aterrorizado.

Era el entrevistador más intimidante que pueda imaginarse. No era sólo un gran físico, también representaba un gran papel en uno de los mitos centrales de la ciencia ficción moderna, la bomba atómica. Durante la siguiente hora nadie nos molestó mientras Teller me preguntaba detalles sobre mi tesis. Repasaba cada aspecto con atención, encontrando dificultades no descubiertas, algún problema que no había tenido en cuenta y tal vez cálculos no del todo fiables.

Era brillante. Saltaba por delante de mis tímidas explicaciones para ver implicaciones que yo sólo había percibido de forma vaga. Su mente se movía como la mejor que he conocido nunca, incluyendo la de algún premio Nobel. Para mi infinita sorpresa, parece que superé la inspección. Al final hizo una larga pausa y me anunció que tenía «la prregunta más imporrtante de todas». Inclinándose hacia mí, dijo, «estarría dispuesto a trabajarr en arrmas».

Espontáneamente saltaron a mi mente imágenes de la película de Stanley Kubrick
Teléfono rojo
,
volamos hacia Moscú.
Pero Teller me había parecido un hombre profundo y reflexivo. Dije que podría hacerlo; al menos alguna vez. Había crecido bajo la sombra más oscura de la Guerra Fría. Mi padre era oficial de carrera en el ejército y, acabada la guerra, yo había pasado seis años viviendo con mi familia en la Alemania y en el Japón ocupados. Me parecía que la misma imposibilidad de emplear las armas nucleares era la mejor, de hecho la única, forma de evitar la guerra estratégica convencional, cuyo resultado había presenciado en las ruinas de Tokio y Berlín. En paralelo a esas experiencias directas estaban mis lecturas de ciencia ficción, género que, sobre esos temas, siempre había mirado hacia adelante, trabajando sobre el futuro que implica la ciencia actual.

Esa tarde comenzó mi larga y compleja relación con la ciencia y la ficción modernas, el choque inevitable entre la parte noble e imaginaria de la ciencia y de la ficción y los elementos prácticos y molestos. Nunca he resuelto emocionalmente las tensiones entre esos dos modos de pensar. Crecer entre las ruinas de Alemania y Japón, con un padre que había luchado en la Segunda Guerra Mundial y había pasado largos años ocupando tierra enemiga, me enseñó la inestabilidad que afectaba incluso a las naciones avanzadas. La mayor de ellas podía caer con mayor facilidad.

Dejé Livermore en 1971 para convertirme en profesor de la Universidad de California en Irvine. En novelas como
En el océano de la noche
, escrita después de mis días en el «Rad Lab», veo ahora retrospectivamente que estaba haciendo uso de mis sentimientos encontrados. A menudo me dirigí a otros científicos para ver cómo mi experiencia encajaba en la historia de ambas, la ciencia y la ficción de nuestro tiempo. Entonces no vi lo interrelacionadas que estaban, y en qué medida nos enfrentamos al futuro utilizando las leyendas del pasado.

Sixa contra Seilla

Hablar de «Arrmas» nos hace recordar inmediatamente la fábula central de la ciencia ficción de aquellos días; el suceso que dejó su impronta sobre la revista
Astounding
de John Campbell. En la primavera de 1944, con el título de
Deadline
, Cleve Cartmill publicó en
Astounding SF
una descripción clara de cómo funcionaba una bomba atómica. En realidad, la bomba de Cartmill no hubiese podido funcionar, pero dejó claro que el problema principal era separar los isótopos no fisionables del crucial uranio 235.

Esa historia se convirtió en leyenda, mostrada con orgullo por los fans después de la guerra como prueba de los poderes de predicción de la ciencia ficción. Era la historia de una malvada alianza llamada el Eje
(«axis»
en inglés) —no, no, la Sixa— a la que se impide lanzar una bomba atómica, mientras sus oponentes, los Aliados
(«allies»
en inglés) —no, los Seilla— no utilizan la bomba temiendo sus implicaciones.

En marzo de 1994, un capitán de la división de inteligencia y seguridad del Proyecto Manhattan pidió una investigación sobre Cartmill. Sospechaba que había habido un fallo de seguridad, y quería descubrir de donde provenía. Las fuerzas de seguridad aterrizaron en la oficina de Campbell, pero Campbell les dijo sinceramente que Cartmill se había documentado usando sólo material de las bibliotecas públicas.

Un agente especial investigó al propio Cartmill, llegando al extremo de reclutar a su cartero para que le preguntase por casualidad sobre el origen de la historia. El cartero recordó que John Campbell había enviado una carta a Cartmill varios días antes de que el agente especial interceptase el correo de Cartmill. Eso encajaba con el día en que los agentes habían visitado la oficina de Campbell. Campbell alertaba a su autor. Pronto, los agentes de seguridad llamaron a la puerta.

A los escritores de ciencia ficción se les pregunta a menudo de dónde sacan sus ideas. Esa era una ocasión en la cual la respuesta tenía mucha importancia. Cartmill dijo a los agentes que había trabajado para una empresa de productos del radio en los años veinte, lo que le había llevado a interesarse por la investigación sobre el uranio. También les enseñó dos cartas de Campbell, una de ellas escrita unos dos años antes del bombardeo de Hiroshima, en las que Campbell le animaba a explorar esas ideas: «El uranio 235 —y cito hechos, no teorías— ha sido separado en cantidades suficientes para realizar investigaciones preliminares sobre la energía atómica. Lo han sacado de mineral de uranio ordinario por medio de nuevos métodos de separación de isótopos; tienen cantidades que se miden en libras...» Como la masa crítica mínima es de menos de unas cien libras, eso estaba muy cerca de ser material de alto secreto.

«Podrías descubrir que la historia funciona mejor como una alegoría» le aconsejó Campbell, orientando a Cartmill para que se distanciase de los sucesos del momento. Está claro que Campbell quería acercarse a secretos que pudo haber adivinado. El historiador literario Albert Berger obtuvo el informe sobre el caso Cartmill, en su momento secreto, y contó, en
Analog
(septiembre de 1984), que Campbell nunca había advertido a Cartmill que la censura de guerra prohibía toda mención de la energía atómica. Campbell animaba a su escritor a penetrar en territorio peligroso.

Cartmill estaba nervioso, respondió que no quería acercarse tanto al presente como para resultar «ridículo. Y existe el peligro de sugerir medios de acción que podrían emplearse». Sin embargo, había usado el recurso fácil de invertir los nombres del Eje
(Axis)
y los Aliados (
Allies
), un disfraz poco sutil. Campbell no le pidió que lo cambiase, lo que da a entender que a ambos hombres les atraía el encanto de la realidad escondida tras los sueños.

La Oficina de Censura entró en el asunto. Algunos propusieron suspender los privilegios de correo de
Astounding
, lo que hubiese acabado con la revista. Al final, la estrategia más inteligente pareció ser no llamar la atención sobre la historia de Cartmill y la revista. Seguridad temía que «... si esos artículos llegasen a la atención del personal del Proyecto, provocarían una gran cantidad de especulaciones innecesarias».

Sólo aquellos que estaban al mando del Proyecto Manhattan sabían lo que sucedía.
Deadline
podría haber hecho que operarios en la planta de separación y en los talleres descubriesen para qué era el uranio, y que hablasen sobre el tema. El Proyecto temía a la imaginación, especialmente a las ensoñaciones disciplinadas con números y hechos bien ordenados. Temían a la ciencia ficción misma.

Esas historias ya las había aceptado, pero yo sentía curiosidad por aquellos que se encontraban en lo más alto del Proyecto, como Teller. Con cuidado, siendo un simple físico posdoctorado, al principio no pregunté por ninguno de esos sucesos legendarios. También estaba ocupado, aprendiendo cómo funciona la ciencia en aquellas elevadas regiones.

Mientras estuve en el laboratorio discutí con Teller tanto de física como de política. Lo encontraba deliciosamente excéntrico y original. Un caluroso día de verano en Livermore, seguimos hablando hasta la hora del almuerzo. Teller quería ir a nadar, pero se negó a dejar la discusión. «No debemos limitarrnos a usarr sólo la mente todo el tiempo.»

Fui con él. Resultaba una extraña figura al pasar por entre los bañistas musculosos, con la mente fija en algún punto remoto de la física teórica, con la piel pálida como el vientre de un pez. Se sentó al borde de la piscina y se quitó el traje, la corbata, la camisa, todo hasta quedarse no en ropa interior sino en bañador.
Este hombre planea por adelantado
, pensé.

De muchacho, en Budapest, Teller había quedado segundo en una carrera con un tranvía, perdiendo un pie. Sin experimentar vergüenza dejó su pierna artificial al lado de la piscina (en
Teléfono rojo volamos hacia Moscú
, no pude evitar recordarlo, se trataba de un brazo artificial) . Seguía hablando de física mientras se metía en el agua. Concluyó su razonamiento, asintió satisfecho, y entonces pareció comprender dónde se encontraba. Casi podía oírle pensar: «Ah, sí, siguiente prroblema. Nadarr. Dónnde es...?» «Edward» empecé a decir yo, y Teller se arrojó de inmediato al agua como una rana deforme, siendo cómico sin saberlo.

Momentos como ésos son los que me permitieron ver a través del aura cultural que oscurece a figuras como Teller. Son mayores y más distintas de lo que creemos, más graciosas, extrañas y humanas. El doctor Strangelove de
Teléfono rojo volamos hacia Moscú
no existe. Teller se había ganado su reputación en Los Alamos planeando por adelantado. Propuso la bomba de fusión de hidrógeno, la Súper, mientras la bomba atómica estaba en desarrollo, presionó para saltársela e ir directamente al arma mayor.

Con su inclinación a la resolución de problemas, Teller era un símbolo de la escuela bélica de la «solución tecnológica», y en los años sesenta los tiempos estaban en su contra. En un almuerzo de Livermore, un negociador del control de armamento me dijo furioso: «¡Es el Satán de las armas! Debemos detenerle.» Muchos científicos tenían esa misma opinión.

H. Bruce Franklin en
War Stars: The Superweapon and the American Imagination
defendía la tesis de que la ciencia ficción, y muy especialmente en las revistas pulp, había influido decisivamente en la política exterior de Estados Unidos. En los años treinta, Harry Traman había leído en las revistas pulp las grandiosas descripciones de superarmas capaces de detener la destrucción producida por los poderes del mal. A menudo después se las tenía preparadas, para garantizar la seguridad del país en un futuro incierto.

Truman no estaba solo. La raíces de la cultura popular crecen profundas. En Livermore oí una y otra vez a los físicos citar obras de ciencia ficción como argumentos a favor o en contra de la utilidad de esas armas hipotéticas. A medida que conocí mejor a la comunidad de los físicos, esa compleja trama se hizo más intrincada.

Bips

En Livermore me vi implicado en la teoría de taquiones, las partículas teóricamente posibles que pueden viajar a velocidades superiores a la de la luz. No es algo que uno imaginaría posible en un laboratorio militar, pero Teller daba muchas libertades a los teóricos. Cuando la idea de los taquiones apareció en las revistas de física la discutí con Teller. El pensaba que eran muy improbables, y yo estaba de acuerdo, pero trabajaba sobre ellos sólo por mero interés especulativo. Con Bill Newcomb y David Book publiqué en
Physical Review
un artículo titulado «The Tachyonic Antitelephone». Desmontamos el argumento de la época, que había evitado las paradojas temporales aireinterpretar las trayectorias taquiónicas moviéndose atrás en el tiempo mientras sus antipartículas se movían hacia adelante en el tiempo. Fue simple demostrar que el imponer una señal a los taquiones (y enviar así un mensaje) acababa con esa reinterpretación, por lo que permanecían los problemas causales. Enviar a tu abuelo un soplo sobre una carrera de caballos que le hacía tan rico que abandonaba a tu abuela y se iba a París, era una violación igual de grave de la secuencia causa y efecto.

Teller invocaba un argumento diferente contra los taquiones. Era un argumento que recordaba las legendariamente fructíferas discusiones durante los almuerzos en Los Alamos. En una de ellas, Enrico Fermi hizo su famosa pregunta, «¿Dónde están?», y planteó el todavía muy discutido tema de por qué los alienígenas, si hay muchos en la galaxia, no nos han visitado todavía (esa pregunta inspiró sin duda la propuesta de que las emisiones de radio podrían contener emisiones extraterrestres, la hicieron Giuseppe Cocconi y Philip Morrison en 1959, el mismo Morrison que había trabajado en el Proyecto Manhattan) . Usando una lógica similar, Teller señaló que los taquiones podrían emplearse para enviar un mensaje hacia el pasado. «¿Porr qué no se han enviado? ¿Dónde están los mensajes del futurro?»

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