Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (5 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
3.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Detrás de muchas de esas cosas estaba Teller, consejero personal de Reagan. Se metió en cosas exóticas como láseres de rayos X, que yo consideraba fuera de la cuestión. La respuesta al problema no está en tecnologías muy diferentes y nuevas, sino en utilizar métodos probados con una visión estratégica diferente.

Yo era francamente muy ingenuo sobre lo que vendría después. Mientras, los soviéticos entendieron el mensaje con claridad (porque se fijaban en lo que hacíamos, y no se limitaban a escuchar el debate público) y comenzaron a pensar en tirar la toalla. Mientras tanto, incluso algunos laureados con el premio Nobel afilaron las hachas en el tema de la Iniciativa de Defensa Estratégica, la jerga técnica lo inundó todo, y los políticos actuaban para la galería: barcos cruzándose en la noche, haciendo sonar las sirenas.

Para ese fan de la ciencia ficción que leía un reportaje sobre el Sputnik, nuestro presente se ha vuelto completamente de ciencia ficción. Sin embargo, ni siquiera en los años ochenta sabía lo profundas que eran las conexiones entre la ciencia y la ciencia ficción.

Viejas leyendas

Siempre me he preguntado por la eficacia de Teller a la hora de influir en política. En los años cuarenta, como dice James Gleick en
Genius
,
a biography of Richard Feynman
, Teller tenía tanta imaginación y era tan respetado como Feynman. Teller era el hombre de las ideas en el Proyecto Manhattan. Era natural que acabara preguntándole por la conexión entre la ciencia ficción y ambas cosas: los descubrimientos científicos (taquiones) y la política científica (el Proyecto Manhattan) .

«Parra ideas a larrgo plazo confío en los verrdaderros visionarios: al menos en aquellos que prrefierro leerr. Los escrritorres de ciencia ficción. Siemprre me ha gustado el señorr Heinlein, el señorr Asimov y, por supuesto, el señorr Clarrke. A la larrga son mas imporrtantes que cualquierr secrretarrio de defensa.»

Así que hablamos de cómo, en Los Alamos de los años cuarenta, leyó revistas, compró los libros encuadernados en tapa dura cuando empezaron a aparecer en los cincuenta y, al final, presionado por los acontecimientos, seguía leyendo a unos pocos autores favoritos: los escritores de ciencia ficción dura casi siempre, pero no exclusivamente.

Me señaló un párrafo interesante en un viejo libro de bolsillo.

Buscábamos... una forma de utilizar el uranio
235 en una explosión controlada. Teníamos la visión de una bomba de una tonelada que sería un ataque aéreo por sí sola, una única explosión que arrollaría un centro industrial entero... Si pudiésemos desarrollar simultáneamente un combustible de cohetes realmente práctico, uno capaz de enviar un cohete de guerra a mil millas por hora, o más, entonces seríamos capaces de hacer que casi todos llamaran «tío» al Tío Sam.

Meditamos sobre todo esto el resto de 1943 y hasta bien entrado 1944. La guerra en Europa y los problema en Asia seguían. Después de la caída de Italia...

Ese era Robert A. Heinlein, escribiendo como «Anson MacDonald», en «Solución insatisfactoria», en el número de mayo de 1941 de
Astounding.
Incluso llegó a ordenar correctamente los principales hechos de la guerra.

«Me pareció asombroso», dijo Teller, describiendo cómo los físicos del Proyecto Manhattan en ocasiones hablaban durante el almuerzo de los relatos de ciencia ficción que habían leído. Alguien había pensado que las ideas de Heinlein eran sorprendentemente precisas. Por supuesto, no en los detalles, porque no describía una bomba como arma definitiva, sino más bien un polvo radiactivo. Esparcido sobre un país, podría ser decisivo.

Recuerdo haber pensado en los años cincuenta que en cierta forma Heinlein había tenido razón. La lluvia radiactiva de las explosiones nucleares podía matar a más gente que la explosión misma. Por suerte, las explosiones de Hiroshima y Nagasaki ocurrieron en el aire, pero levantaron poco suelo al aire y produjeron por tanto poca lluvia radiactiva. En el caso de las bombas de hidrógeno, la lluvia radiactiva es normalmente más letal.

En la descripción que Heinlein hacía de la situación estratégica, dijo Teller, los físicos encontraron un aviso lúcido. Las armas definitivas llevan a parones estratégicos sin camino de vuelta; una solución insatisfactoria. Cómo evitarlo, y todo el problema general de las armas nucleares en manos de estados brutales, era algo que preocupaba a los físicos que trabajaban en construirlas. Nunca antes en la literatura nadie se había enfrentado a un dilema fáustico de ese calibre de forma tan concreta y directa.

Publicada tres años más tarde en la misma revista,
Deadline
de Cleve Cartmill provocó sorpresa en las discusiones de sobremesa de Los Álamos. Describía realmente la separación de isótopos y la bomba con detalle, y tenía como eje principal de la trama el tema que los físicos discutían entonces entre ellos: ¿deberían usarla los Aliados? Para los físicos de muchos países reunidos en las montañas de Nuevo México, apartados de sus fuentes habituales de conocimientos humanistas, debía de parecerles particularmente interesante que Cartmill describiese un esfuerzo conjunto de unos aliados, la responsabilidad común depositada en muchas naciones.

La discusión sobre
Deadline
de Cartmill fue significativa. Los detalles de la historia eran sorprendentes, los sentimientos todavía más. ¿Apuntaba esa oscura historia a lo que el pueblo americano pensaba realmente sobre una superarma, o lo que pensaría si llegara a saber lo que se hacía?

Las charlas llaman la atención. Teller recordaba a un oficial de seguridad que se interesó por el asunto, tomando notas y hablando poco. Retrospectivamente, es fácil ver lo que sacaría un miembro de la inteligencia militar de la conversación de los físicos. ¿Quién es ese Cartmill? ¿De dónde ha sacado los detalles? ¿Quién le habló del problema de la separación de isótopos? «Y ésa es la rrazón porr la que el señorr Campbell rrecibió a sus visitantes.»

Así que la gran y fascinante leyenda de la ciencia ficción dura fue de hecho producida por la lejana y tranquila comunidad de «fans» entre los propios científicos. Para mí, cerrar la conexión en esta fábula fundamental del género completó mis propias meditaciones sobre el nexo entre la ciencia que practico y la ficción que creo de cara a pensar en las implicaciones a largo plazo de mi trabajo, y del de otros. Los sucesos entremezclados con la fábula tienen una cualidad especial, retorciéndose sobre sí mismos para traernos mensajes más enmarañados y sutiles de lo que solemos creer.

Estoy seguro de que los escritores de esa época, y quizá también los de ésta, estarán encantados al oír esta nota al pie de página de la historia. Realmente alguien nos escuchaba. Sospecho que hoy no es diferente. Quizá los escritores de ciencia ficción sean los legisladores no reconocidos del mañana.

G
REGORY
B
ENFORD

LOS OJOS DE UN DIOS EN CELO

Carlos Gardini

1

Las ropas del Padre flameaban como una hoguera de sombras. Esa hoguera parecía presagiar las llamas que pronto devorarían el cadáver que coronaba la pila de troncos.

—Hola noche, dame la luz de tus sombras
—recitó Ucan'jo al pie de la pira funeraria.

Palabras imbéciles, pensó con rabia.

Sostenía en la mano la antorcha que encendería la verdadera hoguera, llamas crujientes que morderían los troncos y devorarían tanto el tieso cadáver como la ilusoria hoguera de sombras. El cuerpo del Padre sería uno con el fuego. El espíritu del Padre sería uno con la noche.

Gracias, Ucan, padre mío, muy considerado por morirte en este momento tan oportuno, le reprochó al cadáver que descansaba sobre los troncos, envuelto en su ondulante túnica oscura. Ahora dejaré de ser un hijo del Padre para ser el Padre de todos. Cuando las llamas te hayan consumido, dejaré de ser Ucan'jo para ser el nuevo Ucan. ¿Quién quiere ser el nuevo Ucan en estas circunstancias?

—Noche, dame la luz de tus sombras
—respondió a sus espaldas la multitud, entonando el Adiós a los Muertos.

Ucan'jo dio media vuelta, enfrentó a la muchedumbre, alzó la antorcha tratando de lucir imponente. Le temblaba la mano, pero esperaba que no se notara. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y animales. Todos parecían tan ilusorios como la hoguera de sombras, contornos borrosos bajo las antorchas. El fluctuante resplandor los envolvía formando una isla de luz bajo la franja de oscuridad que los separaba del claro de luna.

No puedo ser padre de nadie, se dijo Ucan'jo. Soy sólo un hijo, un hijo que ha vivido menos de treinta veranos. Y todos lo saben. No tengo mujer ni prole, no sé dirigir una familia, mucho menos a un pueblo cansado que tiene miedo del hambre.

En cuanto encendiera la llama, tendría que tomar decisiones, enfrentar a sus oponentes, decidir qué rumbo seguirían. Todavía era un pobre chico asustado y dolorido por la muerte del Padre, que también era su padre carnal. Y ni siquiera tenía a su madre para guiarlo, porque su madre había muerto dos veranos atrás. Y aunque hubiera estado viva, no le habría servido de nada, porque ella era sólo una mujer.

¿Por qué Ucan no había elegido a otro? ¿Por qué pensaba que él serviría para sucederlo? Ucan'jo lo amaba, pero también lo odiaba. Lo odiaba porque había muerto y además del dolor le dejaba la carga de una responsabilidad que él no podía afrontar. Había tenido una buena muerte, una muerte en la vejez, después de gobernar sabiamente a un pueblo respetuoso y agradecido. Su espíritu descansaría bien si Ucan'jo encendía bien la llama.

Y si Ucan'jo no encendía bien la llama, el espíritu de Ucan volvería noche a noche para atormentarlo. ¿Sabría encenderla? Ni siquiera de eso estaba seguro. Un hombre como Cutec habría encendido la llama con mano firme, sin vacilar. Pero un hombre como Cutec sería su enemigo. Si él fallaba en este trance, Cutec intentaría aprovechar la oportunidad para desplazarlo.

Ucan'jo sintió un aguijonazo de remordimiento. Sólo pensaba en su futuro, cuando el espíritu de su padre aún no había subido al cielo. Paso a paso, pensó. Cuando su padre subiera al cielo, se reencarnaría en él, Ucan'jo sería Ucan. Si tenía fe en eso, todo se solucionaría a su tiempo.

El canto de la muchedumbre y la luz de las antorchas parecían mezclarse en una nube ondulante, una sola cosa, sonido y luz, una llamarada de voces, un coro de chispas.

—Irás de la noche a la luz
—decían ahora, continuando el Adiós a los Muertos.

Era su turno de responder.

—Irás de la noche a la luz
—cantó, pensando que él, en cambio, se quedaría en la noche, rodeado de oscuridad e incertidumbre.

Ojalá estuvieras aquí para aguantar las consecuencias de tu propia insensatez, pensó, y tuvo miedo de ese pensamiento. Si pensaba así, no podría encender bien la llama.


A pasear por pampas ondulantes-continuó el coro.

—A pasear por pampas ondulantes
—cantó Ucan'jo, pensando que entretanto él tendría que sobrevivir con su gente en esta tierra sin alma a donde los había llevado su padre.

Mientras él se paseaba por pampas ondulantes, ellos tendrían que continuar la marcha por esa árida e infinita extensión de cardales. Tendría que enfrentar a Cutec, que lo odiaba, codiciaba el poder y haría cualquier cosa por obtenerlo, pues durante la agonía de Ucan ni siquiera se había molestado en disimular sus intenciones. Lo más gracioso era que él se lo habría cedido con gusto, pero no podía hacerlo. Ucan lo había designado Padre delante de todos. Si Ucan'jo entregaba el poder sin resistirse, Cutec lo degollaría una noche y nadie se lo reprocharía, aunque actuara contra la ley.


A cantar en el carnaval de la eternidad-continuó el coro.

—A cantar en el carnaval de la eternidad
— repitió Ucan'jo. Pavoneándote entre las mujeres del paraíso mientras yo me muero de hambre y frío, viejo imbécil.

Qué estoy pensando, se preguntó. Clavó los ojos en la multitud temiendo que le leyeran los pensamientos. Eran pensamientos malos, malos, malos para tener con un muerto. Le harían temblar la mano, encendería mal la llama, el espíritu del Padre lo atormentaría noche a noche. Soy un chico, pensó. Miró al muerto. No me escuches, pensó. No digo estas palabras con el corazón. Sólo es la voz de mi dolor y mi temor. No te mueras, no te mueras.

Ni siquiera entendía por qué le pedía eso. Ucan ya estaba muerto. Por más que Ucan'jo rogara y se negara, no podía revertir el curso del tiempo.

—Estás naciendo
— cantó el coro.

Era la señal para encender la pira.

—Estás naciendo
— repitió Ucan'jo, agradeciendo que el coro repitiera las palabras una y otra vez, porque así nadie oiría sus gemidos de miedo.

Dio media vuelta, enfrentó de nuevo la pila de troncos. El cielo se había puesto más oscuro en torno del resplandor de la luna que despuntaba encima del monte. Ucan miró el cadáver, la hoguera de sombras. El viento del Páramo soplaba con más furia que nunca. Ucan parecía querer volar con el viento, como si dijera:
Mi momento ha llegado, mi momento ha llegado y debo irme.

Sí, tu momento ha llegado, respondió Ucan'jo con sus pensamientos. ¿Pero qué hay de mí? ¿Qué voy a hacer yo? Y al mismo tiempo se dijo: No debo pensar esto. Debo pensar en la hoguera. Debo encender bien la llama.

Se acercó a la estructura de troncos, buscando el lugar indicado. Varios nudos deshilachados sobresalían entre los troncos, vanas mechas. Algunos eran una mezcla de hierba seca y hierba verde. La mejor mecha era una hierba amarilla que llegaba al corazón de la estructura, donde ramas secas pronto crepitarían con un fuego intenso que mordería los troncos con fuerza en vez de lamerlos durante horas. Ese era el fuego bueno, el fuego que aquietaba a los muertos.

No pensó en nada, sólo en la mecha. Buscándola con la antorcha. La más seca, se dijo, la más amarilla. Te daré el fuego bueno.


Estás naciendo, estás naciendo, estás naciendo-repetía el coro.

Allí, se dijo Ucan'jo. Sudando a pesar del frío, acercó la antorcha. Retrocedió atemorizado. ¿Resultaría? Había visto hacer esto cuando era muy chico, cuando había muerto su abuelo y su padre —que ahora descansaba sobre la pira— había acercado la antorcha. Y el fuego había estallado alegremente, mil lenguas saliendo entre los resquicios de los troncos, envolviéndolos con ferocidad, elevándose hacia el feliz cuerpo del muerto, que pronto fue cenizas.

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
3.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ocean: The Awakening by Brian Herbert, Jan Herbert
Build My Gallows High by Geoffrey Homes
Shadow Gate by Kate Elliott
Danger! Wizard at Work! by Kate McMullan
Mine to Take by Cynthia Eden
All These Perfect Strangers by Aoife Clifford
The Monster Story-Teller by Jacqueline Wilson
No Child of Mine by Susan Lewis
To See You Again by gard, marian