Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (7 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Me he exprimido los sesos para describir todo con mis palabras pero sin usar
mis
palabras, así que más vale que no lo desprecies. En todo caso, ¿qué puedo decirte? Me pasé la inmersión anterior en la mente de un Ucan moribundo.
Yo
me estaba muriendo, Alan. Ahora me he pasado horas en la mente del nuevo Ucan, llorando la muerte de su padre...

—¿Te afectó en algo?

—¿Te has vuelto imbécil de golpe, Alan? Claro que me afectó.

—Técnicamente, quiero decir. No la muerte ni el duelo. La transición de un sujeto al otro. ¿Alguna diferencia en la recepción?

—Límpida y clara. Pensé que un experto ya lo sabría.

—Los expertos, Mara, son los únicos que se animan a preguntar lo que no saben. —Alan le guiñó el ojo con malicia—. No siendo experta en nada, no lo entenderías.

Mara no replicó. Sabía que se merecía el sarcasmo, pero curiosamente le dolió que Alan dijera eso.

—Soy tu soporte técnico, Mara. Necesito detalles. Hay detalles que nunca figuran en los informes.

—Me alegra que te des cuenta.

Alan le acercó la mano a la mejilla, le rozó el mechón de pelo mojado que le caía sobre la frente.

—El efecto es raro —dijo—. Después de cada inmersión, es como si fueras otra persona. Me gusta esa persona.

—En cierto modo,
soy
otra persona. Tal vez sea Ucan el que te gusta.

Alan iba a sonreír, pero por algún motivo no lo hizo. Ladeó la cabeza, la observó reflexivamente. Por un instante dejó de ser Alan para ser únicamente el psicotécnico, observando a una Mara que decía esas palabras al tiempo que observaba el efecto que surtían en sí mismo. Mara notó que movía mecánicamente la mano sobre el teclado, disponiéndose a grabar.

—No grabes eso, Alan, por favor.

Alan retrajo la mano con un gesto nervioso.

—Claro que me gusta Ucan —declaró de pronto, con inesperado buen humor—. Gracias a él, seremos famosos.

—Pero soy yo quien tiene que revolcarse con él.

Pensaba en escenas de Ucan padre con sus concubinas. Había vivido esa experiencia en un par de inmersiones, y los precisos y estilizados informes que había escrito más tarde no le habían quitado el feo gusto.

—Bien —suspiró afectadamente Alan—, alguien tenía que hacer el trabajo fácil. A mí me tocó lo peor, pero no me quejo.

Mara no festejó la broma.

—¿Qué más querías decirme? —preguntó—. Sobre el informe.

—Te lo dije. Es material de primera.

—Hay mucho material de primera, Alan. ¿Por qué mencionaste el premio Malinowski?

—Es una aspiración legítima, ¿verdad?

—Es legítima, pero puede ser inalcanzable.

Alan se sentó junto a ella. Sonrió de oreja a oreja.

—No creas. Antes estuve en línea con el director. Le pasé tu informe, le adelanté algunos detalles. Todavía no lo ha leído todo, naturalmente, pero por primera vez... no quiero ilusionarte... pero por primera vez me sugirió la posibilidad de que recibamos el premio.

—¿Te lo dijo con esas palabras?

—Me dijo que si perseverábamos ésta sería la mejor investigación antropológica del año, y que el Instituto lo tendría muy en cuenta.

—¿Y?

—Te he dicho que sé cómo funciona esta gente, Mara. Esa frase es una media promesa.

—Estás haciendo muy buenas migas con el director.

Alan se encogió de hombros.

—Como he dicho, alguien tenía que hacer el trabajo difícil, pero no me quejo.

La mano que antes acariciaba el pelo mojado de Mara ahora se deslizaba debajo de la toalla húmeda.

De pronto Mara tuvo una sensación extraña. Como buena hija de la Urdimbre, siempre había estado cómoda entre máquinas e instrumentos. Los sentía como una prolongación natural de sí misma. Pero ahora Alan, con su cuerpo esmirriado, sus nerviosos movimientos de pájaro —no, no de pájaro, de insecto— le parecía una prolongación de una máquina, algo que ella podía usar como una prolongación de sí misma. Era una sensación borrosa e incómoda. Alan no era un hombre, sino un dildo.

Ojos.

Si pudieran enfocar en él los ojos de Dios, si ella pudiera ver por los ojos de Alan, sólo percibiría un paisaje borroso y sin formas.

Sin olores, por lo menos.

Eso le causó gracia, se sonrió.

Alan le masajeó los hombros, pensando que había cambiado de humor.

—Vamos —dijo—. ¿Ves que te conozco? Ya te está cambiando la cara, pero te cuesta reconocerlo.

Si me conocieras no me estarías tocando, pensó Mara. Si me conocieras sabrías que éste es el peor momento para tocarme. Un hombre acaba de morir, su hijo enfrenta la gran decisión de su vida, y también me siento como si mi padre acabara de morir aunque eso pasó años atrás. No quiero que me manoseen.

Aunque quizá no fuera tan mala idea. Quizás Alan la conociera mejor de lo que ella creía. Quizás ella sólo conociera a la Mara que quería ser, una Mara idealizada. Las caricias, aunque eran más tiernas que sensuales, empezaban a excitarla.

El premio Malinowski, pensó, no estaría mal. Eso también empezaba a excitarla.

—Es verdad —dijo—. Deberíamos estar celebrándolo.

—Así me gusta —dijo Alan. Se levantó del asiento y caminó hacia el bar—. Nos queda vodka y champán. ¿Qué elegimos?

—Ambos.

Alan aprobó con un cabeceo entusiasta.

—Así me gusta. Una celebración es una celebración.

Una celebración es una prolongación, pensó Mara. El máximo dildo.

Estoy desvariando, se dijo, y todavía no he bebido una gota.

Alan se acercó con los vasos, le dio uno a Mara, alzó el suyo, brindó.

—Por el Pueblo Radiante —dijo.

Mara se puso repentinamente seria.

—No deberíamos hablar así, Alan.

—¿Hablar cómo?

—Como si no fueran personas. Como si no nos importaran.

—No te pongas tan seria, doctora. En este negocio, el sentido del humor es imprescindible.

Chocaron las copas. Mara bebió su trago de un sorbo, sin respirar. Alan hizo una mueca de reprobación.

—Una celebración es una celebración —se justificó ella.

Alan asintió en silencio, poco convencido.

—Y ahora otro brindis —dijo Mara, abalanzándose sobre él.

El intentó llevarla a la cama, pero ella no le dio tiempo. Era pasión, o instinto, pero también era el afán de no pensar, de no detenerse, porque si se detenía un instante, si hacía una pausa, le diría exactamente lo que pensaba. ¿Y qué pensaba? No lo sabía y prefería no averiguarlo, y además quería quitarse a esos malditos intrusos de la cabeza, Ucan y su tribu harapienta en busca de su tierra prometida. Sólo quería refregarse y mecerse y contonearse, liberar el cuerpo de toda influencia de la mente.

¿Era posible? Claro que no. El cuerpo era la mente, o al menos era una parte. Qué cuernos me importa, se dijo, y mordió el cuello de Alan para desquitar su rabia. Alan gimió, quiso devolverle el mordisco, ella no lo dejó.

Se amaron y se durmieron en el piso vinílico, bajo la luz fluctuante de las pantallas. Mara soñó con ojos, un camino de ojos que llegaba hasta el horizonte y subía en espiral formando una montaña. Ella andaba por ese camino. Los ojos hacían un ruido líquido bajo sus pisadas. Cuando llegó a la cumbre de la montaña de ojos, se despertó con una sensación de vértigo.

Se levantó, se vistió, fue al baño. Miró el reloj. Había dormido más de doce horas. Vio que Alan seguía durmiendo, y pensó que era injusta con él. También Alan sentía el estrés de las inmersiones, a pesar de todo.

Miró las pantallas. Ucan'jo reunido con el consejo. Aparentemente daba su primer discurso como Padre, como jefe de la tribu.

Discursos, pensó Mara. Por suerte no estoy en tu cabeza en este momento.

3

Ucan tenía un elocuente discurso en la cabeza.

Se sentía fortalecido. El alma de su padre había entrado en él, y sin duda le permitiría enfrentar al consejo sin que le temblara la voz.

Debemos seguir viaje al Valle Radiante, diría. El gran Ucan, padre mío y Padre de todos, lo quería así, y fue el gran Ucan quien nos liberó de la Gente Blanda. El Valle Radiante es nuestro destino y la justificación de nuestro nombre. Nada ha cambiado con la muerte de Ucan, porque Ucan está vivo en mí. Yo he recibido su nombre, y también su espíritu.

Pero el discurso se negaba a salir de su cabeza. El discurso era una voz sin lengua.

Miró las caras de los miembros del consejo, y pensó: Llevo el nombre de mi padre, sí, pero no siento su espíritu.

Ese espíritu debía de estar bailando en el carnaval del cielo y se había negado a entrar en él.

El Dios Bueno nos guiará, el Dios Bueno estará en mi mano y nos hará fuertes, pensó que les diría, pero estas palabras, aún en su cabeza, ahora sonaban blandas como palabras de Gente Blanda. Cada vez lo convencían menos.

Los miembros del consejo lo miraban. Cutec, por supuesto, lo miraba.

Ojos por todas partes. Era como si esos ojos lo taladraran. Tenía que decir algo. El tiempo se prolongaba, y todos callaban por respeto, o por compasión.

Por respeto, se dijo. Callan por respeto. Ahora soy el Padre.

No, pensó. Callan por respeto al Padre, pero por respeto al Padre muerto. El era sólo un chico asustado frente a esos hombres experimentados. El no era nadie. Sentían respeto por el Padre y compasión por el torpe hijo. Se mordió un nudillo.

La Virgen de las Nubes lo salvaría.

Sin que nadie la viera, bajaría del cielo y lo ayudaría a salir del paso, como había hecho la noche anterior, cuando le había guiado la mano hacia la mecha que encendía el fuego bueno.

La Virgen no apareció.

Ucan tenía la sensación de haberse atascado el pie en una vizcachera del Páramo. Cuanto más se esforzaba por zafarse, más se le hundía el pie. Anoche había tenido ese sueño. También había soñado que las vizcachas le devoraban el pie atascado. Al despertar había desechado sus temores. Las vizcachas huirían, eran bichos asustadizos. Pero el gran discurso se hinchaba en su cabeza y no llegaba a su lengua, y el sueño se cumplía.

Notó que una sombra recorría los ojos de Cutec. Una sombra amenazadora, como el antiguo cóndor de las leyendas del Pueblo Radiante.

Tenía que hablar. Repitió las palabras en su cabeza
: Debemos seguir viaje al Valle Radiante. El gran Ucan, padre mío y Padre de todos, lo quería así, y fue el gran Ucan quien nos liberó de la Gente Blanda. El Valle Radiante es nuestro destino y la justificación de nuestro nombre...

Sintió que las vizcachas le mordían el pie, como en el sueño.

—El Valle Radiante —dijo con voz trémula—. Debemos seguir viaje al Valle Radiante.

No pudo decir más.

El gran cóndor aún batía las alas en los ojos de Cutec.

4

Mara salió al balcón, miró el valle. En la penumbra que precedía al amanecer, la luz de las estrellas bañaba ese lugar verde y reconfortante en un fulgor sobrenatural. La luz rebotaba en las vetas de cuarzo de la ladera, y todo resplandecía aun en plena noche. Era un gran contraste con la pampa desierta por donde viajaba la tribu de Ucan'jo. Miró su cerro favorito, el que tenía la forma de esa ave extinguida, el cóndor. Cuando el sol asomó detrás del cerro, la luz dorada le infundió vida, como si el ave ansiara echar a volar de nuevo.

Mara miró el cielo del alba. Su mente divagó.

Soy Ucan
, pensó, y ahora estoy muerto pero no estoy muerto porque soy mi hijo Ucan.

Una alarma sonó en su mente. No, se dijo. No soy Ucan, soy Mara.

Su mente no escuchó la alarma.

Hace años
, pensó, mi gente y yo éramos parias que sobrevivíamos a la sombra de las ciudades. Íbamos de poblado en poblado mendigando trabajo, gastando en vicios lo poco que ganábamos. Maltratábamos a nuestras mujeres y nuestros hijos, y nuestras mujeres iban de hombre en hombre, y nuestros hijos no tenían padre, y vivíamos estupidizados por el alcohol barato. Vivíamos en casas de cartón, y el futuro no significaba nada.

Nunca viví en casas de cartón, pensó Mara. Soy una hija de la Urdimbre.

Una fuga. Sabía que había tenido estas fugas, que no era la primera vez, pero ésta era la primera vez que era consciente de ello mientras sucedía. Ahora recordaba que había tenido muchas veces estos recuerdos, recuerdos que eran de Ucan.

Pero entonces el Dios Bueno me habló, y me dijo que había un lugar para nosotros, si aceptábamos ser su pueblo. Y el Dios Bueno me dijo que un hombre no necesita muchas cosas si puede cultivar sus alimentos, como nuestra gente hacía tiempo atrás. Un hombre no necesita ser esclavo de otro, y un hombre no necesita dinero. Un hombre no necesita vivir en casuchas de cartón. El Dios Bueno me recordó que al sur había mucho campo, muchas tierras abandonadas, mucha tierra salvaje que sólo esperaba que los hombres las recobraran.

Nunca le había hablado a Alan sobre las fugas porque se había negado a darles importancia, pero ésta era arrasadora, potente como una inmersión. Era Mara. y al mismo tiempo era la otra persona, era sus ojos y los ojos del otro.

Y entonces prediqué entre los míos, y muchos se burlaron de mí. Y para que no se burlaran de mí, cambié mi nombre, y me puse Ucan, porque me gustó el sonido, que era como madera, no como lata y cartón. Y dije que cambiarse el nombre era el principio de muchos cambios, y que sólo necesitábamos la voluntad de trabajar con las manos, y que no necesitábamos vivir como vivíamos. Sabíamos que había tierras buenas al sur, tierras abandonadas tiempo atrás por la Gente Blanda. Buscaríamos esas tierras, y ya no trabajaríamos para patrones, ya no trabajaríamos para otros. Los que se unieran a mí formarían conmigo una gran familia.

Mara había visto estas imágenes a través del padre de Ucan, durante una inmersión, pero ahora regresaban con turbadora claridad: el campamento de peones migratorios con sus familias, a cierta distancia de una ciudad.

Un sacerdote.

Y el cura que nos visitaba me dijo que yo no tenía derecho a hablar del Dios Bueno para incitar a la huelga, y yo le dije que no hablaba de huelga sino de éxodo. El no era el único que tenía derecho a hablar de Dios, porque cuando yo era chico un pastor me había enseñado cosas de la Biblia, y aunque nunca aprendí a leerla,
aprendí
a recordar las historias y entender el sentido de las cosas. Y
sabiendo
el sentido de las cosas, dije que yo sería un Moisés, y los que se unieran conmigo tendrían un nombre luminoso, porque serían el Pueblo Radiante.

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