Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (11 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Cutec se le acercó, le lanzó un puñetazo. Ucan lo esquivó, retrocedió. Cutec se echó a reír, escupió, hizo una mueca para asustarlo, lo consiguió.

Ucan trató de mantener la compostura, pero con tanto esfuerzo que trastabilló. Cutec se le abalanzó, lanzó otro puñetazo, Ucan logró eludirlo, pero había perdido el equilibrio y se desplomó. Cutec le arrojó una patada a las costillas. Ucan rodó en el piso, recibió el golpe en un muslo. Siguió rodando para alejarse, se levantó, se frotó el muslo dolorido. Buscó alguna debilidad en su oponente, no la encontró.

Miró el cielo buscando inspiración y tampoco la encontró.

Cutec se acarició lentamente los genitales. Era un gesto obsceno fuera de la Torre, pero en la Torre la desnudez no era desnudez. Las mujeres podían mirar sin ofender ni sentirse ofendidas. Era un alarde, un modo de decir:
Soy el futuro Padre, nadie tiene cojones para impedirlo.

Ucan pensó en imitarlo. Yo también soy hombre, diría. Yo también puedo desnudarme sin vergüenza. Y entonces recordó una imagen de su Padre. Vio a su Padre con la mente y comprendió que él jamás habría aprobado esa conducta. Era impúdica, aunque estuviera permitida. Ante todo, era imbécil.

Entonces tuvo la inspiración. Le habría ganado a Cutec en una carrera, en un certamen de ingenio o en un concurso de salto. Si corría mejor, tenía más ingenio y saltaba mejor, tenía algo a su favor. Cutec acababa de desaprovechar la oportunidad de molerlo a golpes porque deseaba una victoria lenta, una victoria que se grabara a fuego en la memoria de la gente. Pero también se había puesto vulnerable.

Antes no tenía punto débil. Ahora tenía el punto débil más clásico. Un golpe en los genitales no era precisamente elegante, pero era legítimo, casi obligatorio, si el otro se desnudaba. Ucan sólo tenía que resistir, esperar el momento apropiado.

Cutec se le abalanzó, intentó abrazarlo, sofocarlo con una llave. Ucan logró escabullirse, pero recibió un puñetazo en la cara, un rodillazo en el estómago y un codazo en la espalda. La sucesión de golpes lo aturdió, pero intentó concentrarse. No te olvides, se dijo, no te olvides. Debía aguantar los golpes, aparentar que estaba más débil de lo que estaba, tentar a Cutec, lograr que se acercara.

Otro encontronazo, otra lluvia de golpes. Sentía la cara hinchada. Le goteaba sangre delanariz, la boca y las cejas, enturbiándole la visión. Otro rodillazo en el estómago. Ucan se encorvó, dio una arcada. Cutec, en vez de rematarlo, se volvió hacia la multitud para saludar. De nuevo se palpó los genitales, dando la espalda a Ucan.

Era el momento que Ucan había esperado. Tenía que reunir la voluntad para mover un cuerpo renuente. La voluntad era todo en ese momento.

Concentrarse.

Para concentrarse, eligió el clamor de la multitud:
Cutec
,
Cutec, Cutec.
Al ritmo de ese clamor, se deslizó por la lona, moviendo las rodillas paso a paso.
Cutec
, un paso.
Cutec
, otro paso.
Cutec
, otro paso. Patinando sobre un pie dolorido, usaba el otro como un remo mientras Cutec se pavoneaba frente a la multitud.

Cutec, Cutec, Cutec.

Ucan se apoyó en el pie dolorido, alzó la otra pierna bajo el arco de la entrepierna de Cutec. Acertó justo en los testículos. Cutec resopló, dolorido y sorprendido. Ucan trastabilló, siguió caminando de rodillas —
Cutec
, un paso,
Cutec
, otro paso—, se acercó por delante a su paralizado adversario y repitió el golpe, esta vez con los puños. Cutec se encorvó. Ahora al pecho, al estómago, tratando de cortarle la respiración. En la cabeza, tratando de aturdirlo. Le ardía todo el cuerpo de dolor, pero no debía pensar en eso.
Cutec
, un golpe,
Cutec
, otro golpe. Debía seguir golpeando sin cesar. Si aflojaba un solo instante, si le daba una sola oportunidad, sería el fin.

En ese momento el clamor languideció, y eso lo desconcentró un poco. El mismo murmuró
Cutec, Cutec
, moviendo con esfuerzo los labios hinchados, desconcertando a su rival. Juntó las dos manos para golpearle la boca. Cutec cayó de bruces, bufó, escupió sangre. En cualquier momento se repondría y entonces ya no perdería tiempo en pavonearse. Ucan lo empujó hacia el borde de la plataforma. Cutec rugió, rodó, se aferró del borde. Ucan, reanimado , se levantó, saltó al aire y dio una voltereta, como si fuera a caer sobre los dedos de Cutec, pero cayó a medio metro de distancia porque no daba más. El cuerpo se le ablandó, y de nuevo cayó de rodillas, lamentando la oportunidad perdida y comprendiendo con asombro que había logrado el mismo efecto. Cutec, que habría resistido sin inmutarse una lluvia de golpes en el cuerpo, aflojó instintivamente los dedos y osciló en el borde de la plataforma. Ucan ni se le acercó, pero el otro cayó hacia atrás arrastrado por su propio peso, en medio de las carcajadas de los espectadores.

Ucan sintió nuevamente la tentación de desnudarse, de exhibir los genitales para decir
Yo soy el Padre
,
y nadie tiene cojones para impedirlo.
Era su derecho. Pensó en su Padre, y se preguntó qué habría hecho su Padre.

Su Padre habría mirado el cielo.

Ucan miró el cielo. Pensó en la Virgen de las Nubes, pensó en el Dios Bueno. Recordó a su padre en una oportunidad similar. Ucan padre, sin decir una palabra, había bajado por la escalera de la Torre, había caminado hacia su rival y lo había llamado su hijo. Había silenciado los hurras que ensalzaban al vencedor y los abucheos que humillaban al vencido.

Cutec estaba levantándose, frotándose los genitales doloridos, ya sin orgullo. Y ahora Ucan comprendió la verdadera impudicia de ese acto. Cutec, fuera de la Torre, era sólo un hombre desnudo, desnudo frente a las mujeres de la tribu. Sólo un vencedor podía permitirse ese gesto fanfarrón, un vencedor que tuviera la certeza de poder cubrirse antes de bajar. Ahora Cutec era como un ave desplumada.

Ucan se le acercó. Cutec, confundido por su derrota, alzó los puños como para defenderse. Ucan sonrió y le dijo:

—Hijo mío.

Hubo aclamaciones en derredor. Ucan acalló las aclamaciones.

—Todos somos una familia —dijo—. Ninguna discordia debe opacar el fulgor del Pueblo Radiante.

Cutec se arrodilló. Ucan le apoyó las manos en la cabeza, lo miró a los ojos y se alegró de ver el rostro de un hombre que había aceptado su derrota y estaba dispuesto a seguirlo incondicionalmente. Ya no distinguía la sombra del cóndor en esos ojos.

8

Mara inició la inmersión. La cara de Cutec apareció ante sus ojos, primero trémula y difusa, como si estuviera bajo aguas turbias, y poco a poco se focalizó, cobró nitidez.

Cutec la miraba a los ojos.

Era una sensación extraña. Había aprendido a ver por los ojos de Ucan, pero sabía que veía algo más que él. Recibía los procesos mentales de él, pero también veía con su propia mirada, que no era la mirada de un muchacho inocente. Los ojos de Cutec ardían de rabia, y Mara supo que ese hombre no cumpliría con su palabra, al tiempo que supo que Ucan creía cándidamente en su honestidad.

Veía el mundo por los ojos de Ucan. Había comido, cazado, amado, defecado con él. En sus fugas soñaba que era Ucan. Casi podía anticiparse a sus pensamientos. Había querido que Ucan comprendiera que su fuerza durante la pelea estaba en su ingenio y su agilidad, en esperar el momento propicio en que el altanero Cutec se descuidara. Y era precisamente lo que Ucan había hecho. No era tonto, aunque tal vez aún fuera demasiado ingenuo para guiar a su tribu. ¿Ucan padre se había equivocado en su elección? ¿Sólo lo había elegido porque era su hijo carnal?

No, Ucan había elegido bien. El muchacho era inexperto, pero tenía fe en sus propósitos. De su padre había heredado una nobleza que era esencial en un líder, y su padre había visto esa cualidad. Ella también la veía, pero Ucan padre no había necesitado los ojos de Dios para verla.

Esta ocurrencia turbó momentáneamente a Mara, y por un momento la imagen perdió foco. Además comprendió que siempre pensaba en Ucan como una especie de niño, aunque ambos tenían más o menos la misma edad.

Desechó estas divagaciones, se concentró.

Caminó con Ucan hacia una laguna. Se concentró más. Fue Ucan. Se desvistió entre los juncos y se bañó en el agua entibiada por el sol, muy poco profunda a esa altura del año. Unas perezosas aves acuáticas echaron a volar.

Oyó pasos blandos. En la orilla apareció una muchacha. La muchacha se desnudó y se metió en el agua.

No la conozco, pensó Mara, nunca la he visto. Ella debe de ser el premio al vencedor. Era tradicional que quien vencía en la Torre obtuviera una nueva amante, y era tradicional que no faltaran voluntarias. Se preguntó qué pensaría la muchacha. Ella sonreía, parecía feliz. Siendo mujer, Mara reconocía la admiración en los ojos de esa muchacha. Pero no podía saber qué pensaba.

Objetividad, pensó Mara. Pero hemos elegido
un
punto de vista, el del jefe, y el de un hombre. Conocía todas estas limitaciones desde el principio del proyecto, pero ahora cobraban todo su relieve. Ahora dejaban de ser abstractas.

La imagen mostraba un primer plano de la piel mojada de la muchacha: pechos vientre ombligo monte de Venus muslos. Mara sintió excitación.

No, se dijo. No debo sentir esto, sólo
registrar
sensaciones. No soy él. No soy hombre. Y no me gustan las mujeres.

La vista se le enturbió un instante. Oyó jadeos. Ucan repetía un nombre.

Alan le acercó la mano.

Mara la apartó. No jodas con esa mano, dijo o pensó mecánicamente.

¿Qué estaba haciendo Alan?

Vio la cara de Alan en un pantallazo, notó que ella estaba jadeando como Ucan y eso lo había excitado.

¿Había salido de la inmersión? No, no había salido. Entraba y salía, como si estuviera a flor de la superficie. Sentía el flujo de las dos realidades como si hendiera agua.

Esto era peligroso. Le costaba creer que Alan actuara así. Intentó apartarlo. Alan rió, siguió acariciándola.

De nuevo inmersión. Ya no se sentía a sí misma, era Ucan. Veía primeros planos de la piel de la muchacha: cuello, mejilla, oreja.

Era decepcionante. Quería más sensaciones, estar allí, ser él penetrando a esa muchacha.

De pronto tuvo esas sensaciones.

Emergió.

Alan le estaba haciendo el amor. Ella estaba montada sobre él, a horcajadas. Quiso reprochárselo, pero no pudo. Era lo que más necesitaba en ese momento. Alan era un sustituto: ella podía ser Ucan, Alan podía ser la muchacha.

Pero al ser Ucan se enamoraba de Ucan. Al abrazar a Alan, era más Mara. Cuanto más se bifurcaba, más se unía a ese salvaje, más se enamoraba de él.

Salvaje no, exótico, neoprimitivo, corrigió su mente académica, objetiva, su mente abierta de estudiosa de exoculturas.

Pamplinas, se dijo. Quiero ser ese salvaje.

Se zambulló sin reservas. Estaba medio hundida en las aguas barrosas de la laguna, medio hundida en Alan, porque sentía que era ella quien lo penetraba a él. Entraba y salía, entraba y salía de las aguas de dos mundos de percepción. La cara de la muchacha alternaba con la de Alan. La cara tosca y morena de la muchacha, la cara delicada y blanca de Alan.

Sintió en el vientre una explosión que era una implosión, la sensación de estar volcándose dentro de esa muchacha, de tener un orgasmo con Alan adentro.

Húmeda y desconcertada, sintió languidez, satisfacción, miedo. Satisfacción por la victoria en la Torre, miedo de no llegar nunca al Valle Radiante.

Ese miedo era de Ucan.

Debía cortar la conexión, debía emerger. Era el momento. La imagen se desdibujaba, se confundía con imágenes delentorno. Estaba cansada. Sufría una fractura temporal.

Cerró los ojos. Los abrió. Notó que Alan, tendido sobre la cama la miraba con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

Mara sacudió la cabeza para despejarse. No se despejó. Seguía en contacto. Vio el Páramo por los ojos de Ucan.

Abrió la mente como si abriera los pulmones para respirar. Abrió la mente hasta dejarla porosa, para que la mente respirase la voz como si fuese aire.

Muchas veces había visto el Páramo con los ojos de Ucan y los ojos del padre de Ucan, pero ahora captaba otros detalles, otros matices. Las plantas, el polvo, los olores formaban un lenguaje nuevo que sólo ahora empezaba a comprender. En cierto modo, el Páramo le hablaba.

Una fractura: miró hacia arriba y vio el cielo raso de madera de la cabaña. Cerró los ojos.

Ahora caminaba por un sendero. A juzgar por la luz, habían pasado un par de horas. Ucan recordaba cosas. Su padre hablándole de las voces del Páramo, de la llamada del Valle Radiante. Vio el Valle Radiante hacia el que conducía a su pueblo.

Mara aspiró, olió. Lo primero que notó fueron los olores fuertes. Aire libre, pinos, agua limpia. Sintió fascinación por los olores. Al mismo tiempo olía su transpiración y su perfume, y también la transpiración de Ucan, y el olor del agua de la laguna. Era abrumador, desconcertante. Trató de concentrarse en el valle.

Conozco ese valle, pensó. Pero una voz la distrajo.

La voz de Ucan. No, otra voz, una voz que retumbaba en la cabeza de Ucan. Una voz femenina.

Un poema.

Túmulos de cúmulos ondeantes

murallas de negrura pantanosa.

Y el ritmo que le retumbaba en la cabeza cobró el ritmo del poema, fue el poema.

Ucan quiso detenerse a descansar, a comer algo, pero ese ritmo no se lo permitía.

La voz le repetía en la cabeza:

Ella asoma radiante entre las nubes.

Ucan se detuvo en esas palabras, tratando de repetir los sonidos, que le resultaban agradables. Mara reconocía ese verso. Reconocía esa voz femenina.

Ella asoma radiante entre las nubes
,

cuchillo de luz en las tinieblas
,

ocaso de la sombra y de la bruma
,

alborada en plena medianoche.

La voz femenina que recitaba el poema no hablaba en el dialecto del Pueblo Radiante. Mara lo entendía, pero a Ucan le costaba entenderlo, aunque se dejaba mecer por el ritmo. El sentido de las palabras se le escapaba, pero el corte de los sonidos era tan nítido que se le grababa en la memoria. El ritmo cantarín le recordaba el viento que agitaba los árboles del Valle Radiante. Poco a poco la imagen fue una con los sonidos, y la voz parecía cubrir el cielo del valle como una pincelada.

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