Dicho más claramente: su función ha quedado obsoleta. Tanto como muchas de las programaciones que nos han instalado nuestros genes
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. Así, cuando hablamos de Alfa, recuerda que lo importante no es serlo a un nivel genético, sino comunicar que lo eres. Y ni siquiera tienes que utilizar un lenguaje «correcto» para hacerlo. Mejores resultados te dará utilizar algo —lo que quiera que sea— que haga llegar el mensaje al anticuado robot que tienes en frente. Tan anticuado como tú
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En definitiva, céntrate en la percepción, porque, hoy en día, ser percibido como Macho Alfa basta para optar a la vida sexual de un Macho Alfa
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En otras palabras, el Macho Alfa ha dejado de ser una realidad objetiva para convertirse en un rol que, en un momento dado, prácticamente cualquier hombre podría adoptar.
Y hacerlo es, entre otras cosas, algo que vas a aprender en este libro.
LA GUERRA DE SEXOS HA PASADO A SER UN JUEGO
Con la aparición de los anticonceptivos, el sexo se ha ido desvinculando de la reproducción. De hecho, hoy en día no solo se puede tener sexo sin reproducirse. Es posible reproducirse sin sexo.
Una mujer que mantuviera una relación sexual con el hombre equivocado, o un hombre que no lograra encontrar una mujer dispuesta a darle hijos, se jugaban mucho. Básicamente, la supervivencia y replicación de sus genes.
Hoy en día, por lo general solo nos jugamos emociones negativas o positivas. Emociones suministradas por mecanismos viejos y anticuados.
JUGANDO CON MÁQUINAS ARCAICAS
A causa de las antiguallas de nuestros genes, nuestros respectivos mecanismos de atracción siguen ahí. Pero apenas tienen ya validez biológica.
El proceso de cortejo puede verse ahora como un juego: el Juego de la Atracción. Un juego en el que vale casi todo. Un juego en el que verás recurrir a trampas y artimañas por ambas partes.
Verás mujeres que se operan. Mujeres que se pasan horas maquillándose para «venderle la moto» a sus pretendientes. Mujeres, incluso, que se ponen rellenos en los pechos. O mujeres que interpretan el papel de virgencitas o de diablesas, según mejor les convenga.
Verás hombres que mienten sobre su trabajo o sus aficiones. Hombres que cuentan batallitas, que «vacilan» a las chicas. Hombres que se sobrealimentan, se pinchan hormonas y levantan pesos sobrenaturales en el gimnasio. Y hombres que, a menudo con mal juego, juran fidelidad y amor eterno a una completa desconocida.
El juego es dinámico y vivo, por lo que constantemente ocurrirán cosas que te sorprenderán.
Pero lo dicho: la atracción, hoy en día, es solo un juego. No dejes que te afecte. Si pierdes, será solo porque te falte experiencia o no hayas estudiado lo suficiente. Nada, pues, que no pueda cambiarse.
La atracción es un juego… ¡A jugar!
Hubo una época en que trataba de mantener conversaciones normales con las mujeres que me gustaban. Habría jurado que ellas hacían cosas raras pero, estaba tan inmerso en intentar gustarles, que no le daba demasiadas vueltas al asunto.
Solo cuando me sentía realmente frustrado empezaba a plantearme la posibilidad de que hubiese algo más, algo en nuestra comunicación, que se me estaba pasando de largo.
¿A qué viene esto? Viene a que, si te pareces a mí, es posible que hasta ahora te hayas perdido de la misa, la mitad. Si, como ocurría en mi caso, crees que la expresión «comunicación sexual» se refiere a lo que escuchas cuando llamas a uno de esos teléfonos eróticos, necesitas una puesta a punto urgente.
Pero la culpa no es tuya. Seguramente, te has formado en la escuela equivocada, nada más. Yo, por ejemplo, tuve como mentores principales a mi madre y a mi tía. A ellas y a alguna que otra amiga del alma por cuyos huesos me moría pero que me ponía cara de asco cada vez que no le daba la razón, hablaba o me comportaba como un «cerdo machista», hacía «comentarios de salido» o me fijaba en «cosas típicas de un superficial de mierda». Amigas a las que me daba pavor contradecir pues, cada vez que lo hacía, era penalizado con alguna muestra clara de desaprobación, pérdida de interés o incluso ruptura de la amistad.
Solo ahora, tras haber recorrido un largo camino, sé que esos no eran los mejores profesores cuando uno quiere convertirse en un seductor irresistible. Pero lo triste es que, aun cuando hubiese tenido a un auténtico maestro de la seducción delante de mis narices (seguramente lo tuve) no habría podido darme cuenta de ello, por no hablar ya de sacar partido de su ejemplo.
No habría podido porque me faltaba el marco mental adecuado, porque carecía de las nociones más esenciales sobre el juego. Conceptos sin los cuales uno apenas se da cuenta de que existe un juego siquiera.
El objetivo que me he propuesto con este capítulo es evitar que a ti te ocurra algo parecido. Por ello, antes de abordar el juego de lleno, con sus diferentes aspectos, sus principios y hasta un excelente método que te servirá siempre para guiarte, compartiré contigo algunos conceptos básicos que te conviene tener muy claros.
Para que entiendas hasta qué punto esto es importante, comenzaré ofreciéndote una historia extraída de mi propia vida.
Te hablo de una tarde que jamás lograré borrar de mi memoria.
Era viernes. Acompañaba a un veterano de la empresa para la que había empezado a trabajar. Durante la semana, se había dedicado a presentarme los clientes de la zona que me había sido asignada, así que ahora volvíamos a casa en busca de un merecido descanso. Mientras contemplaba la estepa manchega que se extendía a ambos lados de la A3, caí en la cuenta de que mi problema no era la falta de descanso. Era la carencia de estímulos.
Llevaba meses sin acostarme con una mujer. Con todo, había esperanzas. Durante todo ese tiempo, había logrado atesorar más de treinta números de conocidas en el móvil. Por miedo a estropearlo, no había llamado ni escrito a la mayoría de ellas.
«Mario», me dije, «esto es ridículo. Has estado con mujeres en el pasado, algunas de ellas incluso bastante colgadas por ti. Puede que no seas Brad Pitt, pero ni mucho menos eres un tío feo. Eres agradable, culto, sensible, comprensivo, atento, inteligente, tienes saber estar y hablas varios idiomas. Sabes cocinar, estás emancipado y cuidas de ti mismo en todos los aspectos. Has viajado por el mundo, practicas toda clase de deportes y posees un cuerpo atlético. No te gusta el fútbol ni te asusta hablar de tus sentimientos. No eres, para nada, el típico cerdo machista del que se quejan las mujeres. Tú, desde luego, sabes escuchar. Y, para colmo, eres honesto, noble y dices las cosas de frente».
«Puede que no seas el tipo de alguna chica concreta, pero eso no tiene nada de traumático. Te aproximas mucho a lo que la mayoría de las mujeres dicen que quieren en su vida. Además, desear encontrar a una mujer es la cosa más natural para un hombre. Y los hombres, hombres mediocres que no encajan tanto como tú en el modelo que demandan las mujeres, salen con mujeres a diario. ¿Qué tienes tú que temer?».
Sostenía el móvil en la mano y extraviaba la vista por la inmensa meseta mientras me hacía estos razonamientos a mí mismo. Por aquel entonces, me afectaba bastante cada vez que una conocida me rechazaba o no contestaba a mis mensajes o llamadas. Por ello, trataba de que esto no ocurriera demasiado.
Sin embargo, llevado de mis propios argumentos, en ese momento tuve una idea que me pareció genial. Por mucho que el destino se empeñase en lo contrario, ¡ese fin de semana iba a quedar con alguna chica!
La idea era simple y no podía fallar. Consistía en enviar el mismo mensaje a los más de treinta números que tenía almacenados en la memoria del teléfono. Si les proponía a todas quedar para dar una vuelta, alguna podría decirme que no. Dos, tres, cinco quizá… Una decena a lo sumo. Pero ¡treinta y pico…! Estaba claro que de treinta y pico mujeres, alguna tenía que decirme que sí. Era pura estadística.
Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que…
EL JUEGO NO ES ESTADÍSTICA
«Hola, soy Mario. ¿Qué tal? ¿Qué haces mañana por la tarde? ¿Te gustaría dar una vuelta conmigo?».
Ese era el mensaje. Educado, simple, claro, directo.
Lo recuerdo bien porque lo envié más de treinta veces a más de treinta chicas distintas.
La lógica, el sentido común y todas las leyes matemáticas posibles estaban de mi parte. Sin embargo, eso no impidió que pasara aquel fin de semana más solo que la una.
Algunas no podían porque se iban a nosédónde. Otras habían quedado ya. A otras les habría encantado y esperaban que otra vez las avisase con más antelación. Otras pensaban que a su novio no les parecería bien. Y muchas ni siquiera se dignaban en contestar.
AUNQUE LA SUERTE INFLUYE, EL JUEGO NO ES SUERTE
Claro, mala suerte.
Al menos, eso era lo que la mayoría de la gente me decía. Si le preguntaba a mi madre o a mi tía, sencillamente no se lo creían. Si le pedía la opinión a alguna amiga, me contestaba que aún no había encontrado a esa chica especial, a «mi chica».
Llevaba años oyendo lo mismo. Pero la chica, «mi chica», ya no aparecía ni en mis sueños. Como tantos chicos cuya vida ha sido marcada por una influencia claramente femenina y han contado con pocos o ningún ejemplo válido masculino, yo me había tragado el mito de la Media Naranja
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. Como hacerlo resultaba esencial para obtener la aprobación de los seres más importantes para mí, deseaba creer en él de todo corazón. Y, en parte, lo hacía. Por ello, la mejor explicación a mi problema era que había sido gafado por alguna especie de siniestra maldición.
Con todo, a veces odiaba a las mujeres por no tenerme en cuenta sexualmente. En otras ocasiones, pensaba que eran seres demasiado perfectos para resultar culpables de nada y que, por lo tanto, su rechazo no era más que la prueba de que, en el fondo, yo no era más que un tipejo sucio e indigno. Para alguien tan vil, solo quedaba implorar el perdón de esos seres divinos y en posesión de la verdad. Y si me rebelaba, si desafiaba u ofendía a alguna de aquellas diosas justicieras, todas las vaginas del universo se cerrarían como moluscos para siempre. Y yo me lo habría merecido
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Pero, volviendo a aquella tarde, treinta y pico ya eran demasiadas. Aunque el mismísimo Dios fuera mujer, el castigo parecía demasiado injusto
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. Había tíos ahí fuera que solo a simple vista ya parecían auténticos cretinos y paseaban con nenas que quitaban el aliento cogidas de su brazo. De hecho, conocía a auténticos cretinos a los que les faltaba tiempo para compaginar las mujeres con las que se acostaban. Mujeres, cada una de ellas, por una noche en cuya compañía yo me habría dejado arrancar una muela sin anestesia.
Treinta y pico ya no eran cuestión de suerte. Ahí había algo más. Por supuesto, la hipótesis de la maldición todavía seguía en pie. El problema era que una mente cartesiana como la mía no digería bien las maldiciones.
Y, desde luego, ahí había algo más que suerte. La cosa apestaba a gato encerrado desde hacía años. Tarde o temprano, yo iba a dar con el dichoso animalejo.
PARA VER EL JUEGO, HAY QUE TOMAR LA PÍLDORA ROJA
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Me sentía tan inquieto como Neo antes de aceptar la píldora de las manos de Morfeo. Sabía que había demasiadas cosas que no encajaban pero, cuando hablaba sobre ello, la gente de mi círculo me tomaba por loco.
La cosa se agravó durante las semanas sucesivas. No solo no había logrado quedar con ninguna de las treinta y pico chicas el finde en que lo intenté. Había seguido insistiendo a lo largo de días y semanas, pero lo mejor que obtuve fue un comentario por parte de una de ellas. Me dijo que se sentía muy halagada de que quisiera verla y que sentía de verdad no poder hacerlo.
Creo que aquella fue una de las anécdotas más frustrantes de mi vida con las mujeres. Me gustaría decir que aquello me sublevó, que me hizo tomar la firme decisión de desvelar el secreto que se llevaban entre manos las mujeres de una vez por todas. Y que, a partir de entonces, aquello me permitió empezar a ver El Juego, con sus hilos invisibles que se ocultan a nuestros ojos. Pero no lo hizo.
No lo haría hasta meses más tarde, hasta el día que terminé de tocar fondo
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La razón es simple. Para ver el juego, hay que estar totalmente decidido a hacerlo. Hay que saltar el precipicio, abalanzarse sobre su vacío sin volver la cabeza. Hay que tomar la píldora roja.
Y… una vez hecho, no hay vuelta atrás.
LO QUE YO DESCONOCÍA: LA OBVIEDAD ESQUIVA
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No puedo culparme, porque había demasiadas cosas que entonces yo desconocía. Aun cuando hubiese querido, no habría podido entender lo que ocurría. Mi situación era similar a la del etólogo que pretende estudiar a algún insecto, pero carece de las lentes adecuadas que le permiten ver el color ultravioleta que guía muchos de sus comportamientos.
Yo no podía ver ese color ultravioleta. No podía ver que, lo que tomaba por comunicación, era solo como una corteza seca, bajo la cual la verdadera interacción fluía como savia viva. Ante mis propias narices, se estaba llevando a cabo un intercambio de información mucho más rico y complejo que el que mi cerebro creía procesar. Una conversación harto más interesante que la que se producía con palabras estaba teniendo lugar allí mismo, pero yo no podía oírla. Y, curiosamente, todo lo que parecía totalmente absurdo, necio o incluso aburrido, hubiese cobrado perfecto sentido a la luz de esa lógica que, entonces, se me esfumaba como agua entre los dedos.