Pues bien, eso es exactamente lo que han hecho los genes con los seres vivos. Nos han diseñado y programado, con instrucciones más o menos específicas en función de la clase de máquina biológica de que se trate. Pero siempre con la clara misión de convertirnos en robots de replicación y supervivencia trabajando a su servicio
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EL CRUZAMIENTO GENÉTICO
Al igual que un buen futbolista trataría de escapar de un mal equipo que limita su potencial y le impide ganar tanto como lo haría en otro equipo, los genes necesitan combinarse con otros genes para aumentar su probabilidad de éxito. En algunos casos, encontrarán malos equipos que les servirán de escasa ayuda en su misión; en otros, dar con los compañeros adecuados supondrá auténticos golpes de suerte.
Como ocurre con la mayoría de las especies, en la nuestra el cruzamiento genético tiene lugar cuando quiera que nos reproducimos. Cada vez que un óvulo se ve fecundado por un espermatozoide, los genes de una persona se barajan con los de su pareja. Así es como se producen «nuevas alineaciones», ya sean perjudiciales o beneficiosas para un gen concreto.
Como es lógico, el que un gran número de dichas reagrupaciones se produzca, suele redundar en beneficio de los genes. A fin de cuentas, las malas alineaciones tienden a desaparecer. Las buenas, tienden a perpetuarse y podrán dar lugar a incluso mejores combinaciones en el futuro. Cuantas más de estas reagrupaciones se produzcan, más probabilidades habrá de que algunas de ellas resulten excelentes.
LA ATRACCIÓN COMO HERRAMIENTA DE LOS GENES
Bajo esta nueva perspectiva, no nos sorprende ya que la atracción exista y que esta no se elija. A fin de cuentas, no se trata más que de parte del programa con el que somos arrojados a la existencia.
Aunque parte de la atracción puede educarse culturalmente y a través de otros factores, gran parte de sus mecanismos están «instalados» en nosotros por defecto. Utilizando una nueva analogía, podríamos decir que «vienen de serie». La finalidad de dichos mecanismos es, ante todo, salvaguardar la supervivencia y una replicación mínima de los genes.
Pero la atracción y sus mecanismos también obedecen a objetivos más ambiciosos
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. Uno de ellos es sacar el mayor partido del cruzamiento genético, ayudando a los genes particulares de un cuerpo a obtener el máximo número posible de «excelentes» alineaciones.
Por simplificar, podríamos decir que el objetivo último de los genes es obtener el mayor número posible de copias. Algo que, a su vez, solo se logra obteniendo el mayor número posible de buenas alineaciones.
Como pronto veremos, dicho objetivo se consigue por caminos distintos en el caso del hombre y aquel de la mujer, dando lugar a estrategias reproductivas diferentes.
LA ATRACCIÓN ES SELECTIVA
Si el único objetivo de la atracción fuese promover el sexo, hombres y mujeres sentirían ganas de acostarse unos con otros indiscriminadamente. Esa señora gorda y con arrugas que atravesó el umbral de la menopausia hace ya tiempo te «pondría» lo mismo que aquella veinteañera con la que te cruzas a diario y que ha pasado a formar parte de tus fantasías.
Si, en cambio, su único objetivo fuese promover la procreación tanto como sea posible, seguramente esa señora menopáusica no te «pondría» tanto como tu vecinita o compañera, porque algo en ti sentiría que no es tan fértil como esta y, por lo tanto, no tan apta para la procreación. Tampoco lo harían otras que no están «tan buenas» o son «más feas» porque, de nuevo, algo en ti interpreta dichos rasgos como menos aptos para la procreación y la maternidad
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. O incluso como enfermizos o peligrosos, poniéndolos en directo conflicto con tu programa de supervivencia. Dicho sea de paso, que el objetivo de la atracción consista en hacernos procrear con mujeres sanas y fértiles, parece en sintonía con el objetivo de los genes de «obtener el mayor número de buenas alineaciones posibles» que hemos mencionado en el apartado anterior.
Vaya, ¿dices que esta descripción cuadra con cómo funciona, por encima, tu propio mecanismo de atracción? Pues bien, no me sorprende.
LA MUJER NOS CONFUNDE DE NUEVO
Sin embargo, puede que la descripción anterior no haga justicia a cómo funciona la atracción en la mayoría de las mujeres.
Si así fuese, ¿no querrían ellas acostarse con cualquier hombre fértil y sano? Y, ¿no antepondrían los de aspecto más joven, en forma y saludable a todos los demás?
Si así fuese, cualquier hombre medianamente apuesto, joven y sano, lo tendría mucho más fácil de lo que en realidad lo tiene para acostarse con TBs. Como bien sabes, este no es el caso.
Por ello, podemos decir, que al menos en su caso, su mecanismo de atracción no está programado para «promover al máximo la procreación», como sí parece hacerlo en el caso del hombre.
La mujer nos desconcierta de nuevo. Parecemos estar como al principio. Ahora bien, ¿no avanzaríamos más si nos preguntásemos cómo pueden beneficiar más a sus genes el hombre y la mujer de forma separada? ¿Y si su mejor estrategia reproductiva posible fuese diferente?
Presta atención, porque esa precisamente parece ser la clave.
Supongamos que
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, como hemos dicho no hace mucho, el verdadero objetivo de la atracción que siente un cuerpo fuese «garantizar el mayor número posible de excelentes alineaciones de sus genes en el presente y en el futuro
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».
En el caso del hombre parece claro que un índice elevado de promiscuidad le ayuda a ello. A fin de cuentas, si rellenas más cupones tienes más probabilidades de ganar. Si el coste de rellenar un cupón es relativamente bajo y sus posibles beneficios muy altos, está claro que compensa rellenar tantos cupones como sea posible.
En la práctica de un hombre, esto se traduciría en acostarse con tantas mujeres jóvenes, de aspecto fértil y sano como fuera posible. A fin de cuentas, es poco probable que una mujer de aspecto sano te contagie una enfermedad y ponga en peligro tu supervivencia. Por otra parte, el gasto de tiempo y energía parece desdeñable en comparación con las increíbles recompensas que esperan a sus genes por lograr dicha meta.
Por cierto, esto no parece alejado de lo que, al menos, desearía hacer la mayor parte de los hombres. Se trata, incluso, de un principio que refleja muy bien el comportamiento de un extensísimo número de mamíferos macho.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si en el caso de la mujer el coste de rellenar un cupón fuese mayor? ¿Y qué ocurriría si fuese exponencialmente mayor? ¿Y si, además, el premio no fuese tan grande?
¿QUÉ SE JUEGA LA MUJER CON EL SEXO?
Sabemos que un comportamiento altamente promiscuo interesa a los genes del hombre dado el relativo bajo coste que el sexo tiene para ellos. Ahora bien, los genes de una mujer, ¿qué invierten en una relación sexual?
No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que, en el pasado, cada vez que una mujer copulaba con un hombre se estaba jugando muchas cosas. Si ella quedaba encinta, la inversión de tiempo y energía serían mucho mayores, al igual que el riesgo que todo el proceso supondría para su supervivencia. Por lo pronto, le esperaba un año de total incapacidad reproductiva gracias al embarazo. También le aguardaban varios años en los que el cuidado de un niño la harían más débil y dependiente que otras mujeres. Además, su salud se iba a ver en serio peligro con todas las complicaciones que pueden conllevar parto y embarazo.
En otras palabras, cada vez que una mujer copulaba con otro hombre se estaba jugando un valioso cartucho de juventud y fertilidad, que podía acabar desperdiciando.
Y eso en el mejor de los casos. En el peor, se jugaba la vida.
¿QUÉ GANA LA MUJER CON EL SEXO INDISCRIMINADO?
La promiscuidad no solo interesaba a los genes del hombre por el bajo coste que esta suponía para ellos. También lo hacía por las altas recompensas que extraían de ella. En otras palabras, si un hombre era capaz de aparearse con cientos de mujeres en un año, podía tener cientos de descendientes al siguiente. De tantas alineaciones de genes resultantes, está claro que muchas iban a resultar excelentes. El beneficio, pues, para sus genes no podía ser mayor.
Los genes de la mujer, por otra parte, ¿qué podían esperar del sexo? Lo más que podían esperar era un hijo por año y solo durante unos treinta y cinco años, como máximo, de fertilidad. Y esto, como sabemos, es una exageración
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.
En la práctica, cualquier mujer con un número superior a cinco hijos podía darse más que por satisfecha
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.
La conclusión es clara. Donde el hombre medio puede ser padre potencial de miles de descendientes a lo largo de una prolongada fertilidad
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, la mujer no puede aspirar a tener más de treinta y cinco.
LA MUJER PROMISCUA NO SIRVE BIEN A SUS GENES
Como hemos visto, el riesgo del sexo indiscriminado es más alto en la mujer que en el hombre. Y sus recompensas potenciales, mucho más reducidas
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.
Un equipo de genes que programase al cuerpo de la mujer en que residen para practicar sexo indiscriminado, se estaría exponiendo a muchas cosas. Por un lado, se estaría exponiendo a realizar malas alineaciones con genes de hombres pobremente cualificados, las cuales obstaculizarían alineaciones mejores. Otro riesgo sería que el hombre abandonase a la mujer a su suerte con un niño, debiendo afrontar todos los problemas que esto generaría para ella y su descendencia. Además, con cada embarazo, la mujer corre el peligro de morir.
Por ello, una mujer que en el pasado hiciese un uso negligente de los escasos «cartuchos de procreación» que le ha proporcionado la naturaleza no estaría dando las mejores oportunidades a sus genes. En otras palabras, no estaría garantizando a sus genes «el mayor número posible de excelentes alineaciones», ni en el presente ni en el futuro. Al menos, no lo estaría haciendo tan bien como otra que sacase más partido de su escasa y valiosa capacidad reproductiva, maximizando las posibles ganancias y minimizando los posibles riesgos de cada relación sexual.
Y, cuando se trata de selección natural, no hacerlo tan bien como alguien ya sabemos en lo que desemboca. Generalmente en que, con el tiempo, ese alguien acabe ocupando tu lugar.
LA MUJER SELECTIVA SE IMPUSO EN LA EVOLUCIÓN
Aun cuando en el pasado haya habido máquinas de replicación y supervivencia femeninas programadas para comportarse de un modo muy promiscuo, otras máquinas con programas mejor adaptados a su situación no tardarían en reemplazarlas.
Mientras las máquinas promiscuas femeninas alineaban sus genes con los de máquinas masculinas que no ofrecían garantía alguna de calidad, ventajas especiales o de asistencia, otras máquinas más selectivas diseñaban sistemas que las ayudaban a «dar en el blanco» cada vez que usaban uno de sus cartuchos reproductivos. Estos sistemas de selección les proporcionaban una cierta seguridad de que las máquinas masculinas con que se apareaban contaban con buenos genes. Paralelamente, también hacían más probable el que aquellas seleccionadas contasen con recursos adicionales y estuviesen además dispuestas a asistirlas durante el difícil periodo de la cría de su progenie
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No hace falta devanarse los sesos para darse cuenta de cuál de los dos programas femeninos podría, a la larga, garantizar el mayor número posible de excelentes alineaciones de sus genes. Tarde o temprano, pues, aquellos genes que programasen a sus mujeres para ser selectivas acabarían imponiéndose a aquellos que promovían el sexo indiscriminado. Algo que, indefectiblemente, acabaría dando lugar a lo que se conoce por Factor Fulana
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LOS HOMBRES SE COMPORTAN COMO ESPERMATOZOIDES; LAS MUJERES, COMO ÓVULOS
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Dadas las diferentes características en el hombre y la mujer, ambos sexos desarrollarían estrategias reproductivas diferentes.
En la práctica, la mujer estaba destinada a convertirse en un recurso sexualmente escaso, y el hombre en uno abundante. Y esto sería así aun cuando hubiese un número similar de hombres que de mujeres.
A fin de cuentas, la mujer solo es fértil en un periodo concreto del mes, en tanto que el hombre lo es siempre. Ella deja de serlo una vez es fecundada, al menos durante nueve meses, en tanto que el hombre no encuentra este problema.
Así, del mismo modo que los espermatozoides no seleccionan al óvulo, los hombres competirían unos con otros prácticamente por cualquier mujer fértil y sana
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. Las mujeres, en cambio, tenderían a comportarse de un modo mucho más selectivo, como el de los óvulos. Tal estrategia reproductiva, les llevaría a buscar tres cosas en el hombre por encima de todo:
DESCALIFICAR ES MÁS IMPORTANTE QUE SELECCIONAR
Hemos visto que la mujer tiene que seleccionar, y los criterios que utiliza para hacerlo. Sin embargo, descalificar es mucho más importante aún que seleccionar.
La razón es simple. Aun cuando no elija al mejor candidato, sus genes tienen aún una oportunidad de sobrevivir y replicarse, siempre que supere unos mínimos de calidad. Ahora bien, ¿qué ocurriría si, debido a algún error, dejase «colarse» en el proceso de selección algún candidato claramente erróneo? Si este lograse fecundarla, acapararía durante un largo tiempo su capacidad reproductiva, asestando un costoso golpe a sus genes.
Por ello, ante la menor duda, la mujer tiende a descalificar. También podríamos decir que la mujer selecciona, pero solo dentro del grupo de hombres que no han sido descalificados previamente.
En este sentido, su proceso de selección no es perfecto. Dado su carácter sobreprotector, no asegura siempre el triunfo del mejor candidato. Sí le ofrece a la mujer, no obstante, muchas garantías de que ningún candidato totalmente «no apto» pueda tener hijos con ella. A fin de cuentas, el que esto ocurra supone un riesgo tan grave para sus genes, que por descartarlo vale la pena exponerse al «mal menor» de eliminar de la competición a algunos hombres excepcionalmente válidos
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