—Gracias. Oye, quiero que tengas esto —dice y me entrega el libro gordo que, había escondido en mi mochila—. Sólo por si me ocurre algo, supongo que eso te ayudará a entender algo de este enredado asunto, así le das tregua a ese pobre cerebro —sonríe, luego agrega —estoy seguro que no has dejado de estrujarlo.
—¿En qué momento lo sacaste? —pregunto mientras le quito la mochila y lo vuelvo a guardar dentro.
—Mientras te cambiabas de ropa.
¿Está diciendo que subió hasta su cuarto y hurgó en la cama con esas convulsiones en el cuerpo?
—No habías tomado la Vigilia aún —no es una pregunta—. ¿Y el dolor?
Una emoción que no sé reconocer se apodera de su semblante, pero Irah es demasiado rápido, demasiado astuto para dejarme ver algo que no quiere, y se las ingenia para darme una sonrisa.
—Intento no pensar en eso.
—¿Duele ahora?
Hace una mueca con la boca y vuelve a cargar mi bolso en su hombro.
—Menos que antes —Admite y me gusta que esta vez diga la verdad, incluso si quiere protegerme, ninguna verdad me dañará más que sus mentiras.
Es gracioso ver el entusiasmo de Irah, cualquiera pensaría que va de excursión con un grupo de amigos. Va vestido con “pantalones de combate”, sus palabras, no las mías. Básicamente son verdes, pero también tienen manchas negras y marrones, todas entremezcladas, me dijo que ese efecto servía para camuflarse, claro, como si unos pantalones, una camiseta negra y una gorra del mismo color, tuvieran el poder suficiente para entrar a La Große.
Voy disfrazada de gato otra vez, he decidido mantener ese nombre porque es demasiado repugnante admitir que traigo puestas las prendas de un “Hom-bre”. El sol me está matando, pero esta vez Irah se apiadó de mí, y consiguió ropas más ligeras que las toneladas de ropa que me forzó a usar la primera vez que nos dirigimos hacia la torre.
Esta vez, Irah me prestó una camiseta larga, pero es tan ancha que dudo que sea de él, más bien parece de Jairo y bajo ella están mis pantaloncillos cortos. Se siente bien poder usar algo propio de nuevo, además de la ropa interior. Por otra parte, no puse ninguna resistencia cuando él me ofreció llevar gorra, la misma de ayer en realidad, supongo que le tomé cierto aprecio.
—¿Ves esa entrada?
Todo lo que veo son arbustos en medio de montículos de tierra y una calle desierta que va en picada. Más allá, casi al final de la calle, se asoman las primeras casas. No parece que sea el lugar más lujoso de La Große,
—Allá —dice apuntando hacia abajo y bueno, veo algo, pero es más una rendija que está sobre la vereda que una entrada.
—No entramos por ahí, es muy pequeño
—Lo haremos una vez que saque la tapa —dice mientras se acerca a la orilla de la calle, yo lo sigo mirando hacia todos lados, nunca sé si aparecerá alguien con cartel en mano dispuesto a entregarme.
Lo veo inclinarse y pego un brinco cuando el grita emocionado.
—¡Listo! —suena más que pagado de sí mismo—. Y tú no querías que me tomara la Vigilia. Durmiendo como un tronco no hubiera podido hacer esto.
—Deja de quejarte tanto, dormir no es tan malo. Tiene bastantes beneficios para la salud, sobre todo la salud mental, aunque suene irónico.
—¿A sí?, dime…
—Anoche soñé contigo.
La expresión de Irah pasa por muchas variantes de rojo, está tan ruborizado como debía estar mi propia cara. Sus ojos dorados se agrandan y aunque lucen irritados y ojerosos debido a su falta de sueño, siguen pareciéndome de ensueño.
—¡Virgen! Olvidé echarme bloqueador.
—No lo necesitarás a dónde vamos.
Siento mis piernas aflojarse cuando él estira su mano hacia mí para que me meta por en ese agujero oscuro.
—Huele mal—le digo, pero de todos modos acepto su mano. No estamos en posición de ponernos regodeones. Me arrodillo junto a él y permanezco inmóvil cuando levanta la mano y acaricia mis mejillas. Encima cierra los ojos y ahí me olvido de cómo pensar.
Por desgracia, la visera de su gorra no me deja ver sus pestañas, sé que son largas y proyectan sombras hipnóticas sobre los ángulos afilados de su mejilla. Lo que sí puedo ver es su lunar y me dan deseos de besarlo. Sin proponérmelo, levanto mi mano y le devuelvo el gesto, me encantaba el tacto de su piel y la forma en que deja de respirar cuando lo toco o me acerco más de lo acostumbrado.
Pronto siento su palma sobre mi mano, aferrándome a él, presionando mi toque en su mejilla. Sus acciones siempre me han dicho más que sus palabras. Le lleva un par de respiraciones volver a abrir los ojos.
—Hay que irnos —dice con la voz agitada y da un vistazo a su reloj—. Ahora.
Irah es el primero en bajar por la alcantarilla. Tiene una pequeña escalerilla en su interior, pero él no la usa, salta.
—¡Ten cuidado con la mochila! —digo pensando en el libro y las linternas guardadas en su interior.
—¿Vas a saltar o no?
Cierro mis ojos y me tapo la nariz con una mano, el esfuerzo es inutil, ya que en cuanto me lanzo abro mis brazos desesperada, buscando en qué agarrarme, luego suelto un grito desgarrador.
—Te tengo —dice cuando me atrapa. Le lleva un tiempo soltarme, lo que está bien porque hay agua acá abajo. Mientras me tiene en sus brazos, aspiro su aroma, ¡Virgen santa!, su olor es lo único bueno en este agujero lleno de porquería.
—¿Qué fue ese chillido? —le pregunto—. Ahí está otra vez, ¿oíste?
—Debe ser algún roedor
Comienza a bajarme de sus brazos, el agua me llega hasta las rodillas, me asusto y automáticamente me cuelgo de su cuello otra vez.
—Tranquila, ellos te tienen más miedo del que tú les tienes.
—¿En serio?
—Pues claro, ¿no te has visto al espejo?
Entorno los ojos, me descuelgo del cuello de Irah, sin antes olerlo por última vez, y comienzo a avanzar en medio del túnel oscuro.
—Toma —me entrega una de las linternas que metimos en la mochila, luego toma mi mano antes de avanzar.
Después de una media hora en medio de desperdicios flotantes, unas ratas del tamaño de un perrito bebe y un hedor entre metálico y podrido. Finalmente Irah anuncia que hemos llegado.
—¿Sabes? —le digo mientras lo observo escalar hasta la superficie—. Entre tu metamorfosis de gato a hombre, la droga esa a la que es adicto tu amigo y ese libro de horror que tengo que leer, pensé que nada podría superar todo eso, pero este paseo a la ciudad de las ratas se lleva el premio mayor.
—Podría dejarte ahí abajo —dice girando su rostro hacia mí luciendo molesto—. No me mires así, lo digo en serio. Piénsalo, tú realmente podrías construir una nueva sociedad acá.
—Concéntrate en el camino —le digo molesta,
—Lo tengo, lo tengo: voy a la torre, saco a tu amiga de ahí.
—Pero…
—No me interrumpas —me calla —La traigo para las cloacas y ustedes dos se dedican a criar ratitas.
Irah está a sólo unos centímetros de la rejilla que nos conduce hacia aires menos tóxicos, cuando finalmente llega, quita la reja y el aire que se escurre llega hasta mis fosas nasales aliviándome. Es artificial, mucho mejor que el denso aire de la alcantarilla.
—Eso es muy conmovedor —digo cuando él estira la mano para ayudarme. El túnel tiene menos de dos metros de altura, pero sigue siendo alto para alguien de uno sesenta y siete.
—Lo sé, ahora dame la mano y cierra tu boca —pongo cara de pocos amigos—, por favor.
Por fin estoy dentro de La Große. La alcantarilla nos condujo hasta una especie de cocina, ya que todos visten de blanco y nosotros estamos bajo un carrito lleno de servilletas de género blanco, pulcramente dobladas. Supongo que el túnel es el desague donde vierten todos los desperdicios de la cocina, entre otras cosas.
Irah capta mi atención dándome tres golpecitos en el hombro con su dedo índice, luego se lo lleva a sus labios para indicarme que debo permanecer en silencio. Menuda novedad.
—Necesito un cambio de ropa —le susurro—. Si no nos reconocen por nuestras caras, seguro que nos atrapan por el olor. Apestamos.
—Olvídate —tiene la mandíbula tensa, u no separa los dientes al hablar—, por si no lo has notado, todo este sitio apesta, apenas notarán la diferencia, están acostumbrados al olor.
«Pero yo no lo estoy»,
Mira otra vez a Irah, analizo nuestras posibilidades de éxito. Vestimos ropa negra, exceptuando sus pantalones, pero son tan oscuros que apenas y se nota la diferencia. Punto en contra, si todos en esta torre visten de blanco. Nuestras gorras es lo único que no está empapado con esa agua turbia, punto a favor, porque no estoy segura si podría pensar en algo coherente con esa fetidez encima de la cabeza.
—A la cuenta de tres —me dice Irah, sacándome rápido de mis cavilaciones.
Ni siquiera me da tiempo de procesarlo cuando se echa a correr conmigo a rastras, otra vez—. ¡Idiota! —le recrimino cuando se detiene en un espacioso comedor.
—No nos pillaron ¿o sí?
—No, pero… ¡Irah, ¿qué es eso?!
A nuestras espaldas hay un camino de huellas rojas encima de la baldosa gris perla, parece sangre y van desde la puerta hasta donde estamos nosotros.
—Levanta un pie —me ordena.
—No veo nada —, la planta es negra y luce mojada, nada más.
—Da otro paso.
Yo lo hago y mis botas dejan un nuevo par de huellas. Irah luce tan contrariado como yo.
—Mi turno —dice —. Y ocurre exactamente lo mismo.
Esto no está pasando, no puede ser real.
—Déjame ver tu ropa —Se acerca a mí con paso dudoso aumentando mi ansiedad y necesidad de entender qué rayos pasa. Comienza a estrujar mi camiseta, un líquido rojo y con olor entre metálico y podrido comienza a gotear.
—¡Mierda! —maldice mirándose las piernas.
—¡Tú pantalón! —le grito. La tela ha comenzado a secarse en algunas partes y el líquido oscuro ha pasado de café a rojizo. Es sangre, estamos bañados de sangre.
—¿Sabes lo que estoy pensando?
No tengo la más mínima idea, pero ni siquiera soy capaz de hablar, estoy asqueada. La ropa húmeda se me adhiere a la piel. La levanto un poco y me miro el vientre, está todo teñido con sangre.
—Esa no era una cocina —expresa con un tono que me asusta. A lo lejos se escucha un bebe llorar, miro en dirección al llanto, luego vuelvo hacia Irah.
—¿Qué era entonces? ¬
—No estoy seguro de querer averiguarlo.
Escuchamos un par de voces acercándose y a medida que avanzan, también aumenta el llanto del bebé. Miro hacia la derecha, luego a la izquierda, buscando un sitio para esconderme.
—En el armario —me dice Irah y me arrastra a volandas en su dirección, al mismo tiempo, dos mujeres vestidas de blanco entran al comedor con el bebé en brazos.
El armario tiene un fuerte olor a antiséptico, al menos contrarresta el hedor a sangre. Donde sea que mire hay cajas con medicamentos.
—No mires —musita en mi oído llevando una mano hasta mis ojos, pero él se tarda mucho. Irah no es lo suficiente rápido para impedirme ver lo que se está llevando a cabo en el comedor, y por primera en el tiempo que le conozco estoy deseando lo contrario, que sea rápido. Que ofrezca disculpas, no permiso, que haga lo que su instinto le dicta sin considerar mis necesidades. Que sea el gato testarudo en lugar del hombre arrepentido. Quiero seguir creyendo que esa mesa es la de un comedor, pero no lo es, es una camilla de hospital.
La puerta del armario tiene tres aberturas horizontales, cada una de medio centímetro de grosor, por ellas se escurre la luz y puedo captar retazos de lo que está ocurriendo afuera.
Pestañeo aturdida, intentando asimilar lo que han visto mis ojos.
El niño dejó de llorar en cuanto el líquido de la jeringa entró en su sistema. Lo veo y trato de evadirme, le exijo a mi cerebro que no haga caso al entendimiento, pero lo hace y sé lo que están realizando sobre esa fría camilla. Lloro, y deseo con todo mi corazón que el bebé también lo haga. Por favor que esté vivo. Podría haber sido el hijo de Emil dentro de unos meses, esa vida pude ser yo o incluso Irah.
El bebé no llora, ya no pide ayuda… ya no chilla por su mamá.
—Bueno —dice Irah sacando las manos de mis ojos tarde, demasiado tarde—. Supongo que ya sé porque no hay hombres defectuosos.
—O mujeres —me oigo decir, mi voz suena entrecortada y volteo el rostro hacia su pecho, porque sólo él sabe cómo reconfortarme. Y es cuando me abraza, cuando me quedo sin excusas, sin prejuicios, sólo estamos él y yo, escondidos en un armario intentando tragar el sabor amargo que deja la impotencia, el remordimiento de ser silenciosos cómplices de un asesinato.
El camino de regreso a casa no es como el anterior, esta vez cuando me sumerjo a en la cloaca no me contengo y dejo libre todas las emociones. Lloro tanto y tan desgarradoramente que Irah tiene que tomarme en brazos, nos detenemos un par de veces para que yo pueda vomitar y él no pone trabas.
Es bueno que nos alumbre sólo una linterna, no tengo estomago para soportar el hecho de que estoy caminando sobre desperdicios humanos, ni siquiera tengo fuerzas para sentirme culpable por permitir que Irah me cargue en sus brazos, sé que está cansado, sé que su herida podría agravarse, pero no me importa, al menos, no más que ese bebé al que asesinaron.
Un halo de luz rebota sobre algo rosado que flota al borde del túnel. He ahí la respuesta a mi anterior dilema. Caminamos sobre manitos tiernas y pies chiquitos. Me obsesiona tanto esa idea, que oigo el llanto de un niño. Irah se detiene otra vez y me baja, sujeta mi gorra y mi pelo mientras vomito hasta el alma. Sólo después de preguntarme tres veces si estoy bien, vuelve a cargarme.