Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
—¿Entonces no fuiste a averiguar qué había en el Crichton? —le pregunto a Jon ocultándole mi propia furia, después de asegurarle que estoy bien y explicarle que la misma persona que me recluyó me ha liberado.
—Pues no, Alar. Pero ahora que estás aquí podemos ocuparnos de eso, si quires. Aunque antes tendríamos que encargarnos de tu agresor. Tuvo que ser uno de ellos —hace una pausa—. Fue la muchacha a quien me mandaste vigilar, ¿verdad?
—Yo me encargaré, Jon —le aviso—. Tú preocúpate del Crichton. Estaremos en contacto.
—Eso espero —dice Jonathan—. Si vuelves a desaparecer, obligaré a la chica a traerte de vuelta y después la mataré.
No discuto, pero cuando nos enfurecemos es imposible que nadie nos haga recuperar la cordura. Yo mismo no estoy seguro de qué es lo que quiero hacer con ella... No me puedo creer que haya sido tan landina y astuta.
Es una suerte que sea viernes, pues así tengo todo el fin de semana para recuperar parte de mi control y evitar cometer alguna estupidez que luego pueda salpicarme a mí y a todos los míos. Tampoco quiero hacer nada de lo que luego me pueda arrepentir, como sé qué ocurriría si descargara mi furia contra Liadan. Porque soy consciente de lo que puedo llegar a hacer. Esta noche paso mucho tiempo con Caitlin, ya que se ha estresado mucho en mi ausencia y necesita que la consuele. Y la responsabilidad que conlleva tratar con Caitlin me proporciona un poco de serenidad, que es lo que más necesito en estos momentos.
Aun así el lunes sigo fuera de mis casillas, tal como se dice ahora. Pese a lo que intento, no puedo esperar a que el instituto se vacíe para dar rienda suelta a mi furia. Me encamino al pasillo del segundo piso, donde sé que podré encontrar a Liadan un lunes por la mañana, si es que es valiente y temeraria como para acudir al instituto. No conoce a los míos si cree que con una nota de aviso sobre la hierba puede aplacarme y alejarme de ella.
A mi paso por las escaleras los alumnos entre los que me muevo comentan el frío que ha crecido de golpe. Si fuesen más observadores, se habrían dado cuenta de que la repentina brisa gélida que se ha levantado de súbito no es algo natural en un edificio cerrado, aunque sea antiguo y tenga fisuras entre las piedras. La ciencia, cuando no entiende una cosa, miente. Avanzo entre risas y escalofríos, cada vez más sombrío, hasta que veo de lejos el brillo del pelo naranja desvaído y la piel pálida de Liadan. Entonces todo lo demás deja de existir para mí, y sólo soy consciente en parte de que he atravesado a algunas personas.
Constato con indiferencia la expresión de pánico atroz que cruza por el rostro de Liadan. Puedo imaginarme el aspecto que tiene mi propio rostro en este momento, y lo que me extraña es que no haya echado a correr. Pero no lo hace, se limita a ponerse pálida como la cera y a cogerse de la mano de su amiga, que se sorprende pero le dedica una sonrisa, amable e ignorante de lo que sucede a su alrededor.
Consciente de que deseo hacerle daño, de que me gustaría verla llorar, me acerco mucho a Liadan mientras ella permanece paralizada como el topillo ante el búho que se le echa encima. Sé que si no echa a correr despavorida es porque trata de no parecer trastornada ante sus compañeros, y eso hace que la parte de mí que quiere que sufra se regodee. Me cuesta contener esa parte más de lo que hubiese podido llegar a creer. Me inclino sobre su rostro, viendo cómo su aliento entrecortado se convierte en un vaho gélido. Suspiro furioso y ella aprieta los labios, pero lo que me sorprende más es el comportamiento de su amiga. Aithne, la joven rubia de rostro cándido, se estremece mirando a Liadan. Ha captado sus nervios como capta el miedo un perro de presa. Mientras la observo con el ceño fruncido, la joven parece reconocer algo en la expresión aterrada de Liadan y la coge más fuertemente de la mano. Ignorándola, me centro en mi víctima.
—¿Cómo te atreves a desafiarme así? —le digo sin molestarme en no alzar la voz.
Liadan grita asustada, y su amiga se pone pálida, y yo me quedo estupefacto, preguntándome si será posible que ella también me haya oído. Miro a mi alrededor, pero el resto de los alumnos sigue ignorándonos a los tres, pues están demasiado ocupados poniéndose abrigos y disponiéndose a visitar al conserje para saber si se ha estropeado la calefacción. Mientras mantenía mi ira desviada de ella, Liadan ha tenido tiempo de recobrar un poco la compostura, y sé que lo está haciendo por su amiga.
—Vete —me susurra Liadan—. Ahora no.
—¿Qué? —dice Aithne asustada.
—Nada.
—Liadan... —insiste su amiga.
Liadan me mira a mí mientras yo miro a Aithne que parece al borde de sufrir un colapso nervioso. Sin duda esta joven es tan frágil como parece y me siento mal, no por Liadan pero sí por ella. Decido alejarme, pues no tiene sentido permitir que todo el instituto se ponga alerta porque yo desee hacer sufrir a una chica.
Además, no tendré que esperar mucho. Si no me equivoco y conozco a Liadan y su extraña valentía, tan sólo tengo que aguardar unas pocas horas en la biblioteca. Y ella vendrá a mí.
E
s buena persona. Está enfadado, pero es buena persona». Eso me repito a mí misma desde que Alar ha desaparecido como una exhalación llevándose consigo el frío que todos han sentido. Mis compañeros bromean. Aseguran que hemos sido testigos de un fenómeno paranormal, y yo intento sonreír como si les siguiera la broma. Pero la sonrisa se me congela en los labios. Me noto al borde del desmayo.
Cuando nos sentamos en nuestros sitios en la clase de lengua, escondo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan. Aithne, a mi lado, no está mucho mejor. No deja de mirarme fijamente, como dispuesta a sostenerme en el momento en que yo caiga. Y tengo la sensación de que intenta decirme algo, sin atreverse. Creo que piensa que he sufrido un brote psicótico. Ella, pobrecita, tuvo unos malos episodios cuando despertó del coma en que estuvo sumida tantos meses. Nunca me lo ha explicado del todo, pero parece que por un tiempo creyó que se había separado de su cuerpo. Trato de parecer tranquila para sosegarla, para darle a entender que no me ha sucedido nada más que una reacción al frío. Pero no me resulta tan sencillo. Ella no ha visto a Alar, y suerte que tiene. Jamás creí que un rostro tan agraciado pudiera resultar tan aterrador. Ni la mejor película de miedo podría conseguir semejante efecto.
Los hermosos ojos de un verde casi transparente de Alar se han vuelto oscuros. No sus pupilas, sino sus cavidades oculares enteras, desde las cejas hasta las orejas. Simplemente ni siquiera se le veían los ojos: tan sólo dos manchas negras y borrosas en un rostro pálido, severo y amenazante en extremo. Creía que me moría del susto. Y el frío, el aire gélido que lo acompañaba y que se nos ha metido en los huecos tanto a Aithne como a mí, ha sido espeluznante. Todavía oigo a algunos de mis compañeros comentando en voz baja lo rara que ha sido la corriente de aire que se ha levantado de repente. Y no todos bromeaban cuando dicen que ha sido cosa de fantasmas.
Me estremezco, y Aith me mira con ojos aterrados. Le devuelvo una sonrisa inocente, dándole a entender que no sucede nada fuera de lo normal. Pero le cuesta devolverme el gesto, y sus ojos azules muestran espanto. Pobre Aithne, está trastornada y me habría gustado decirle que no me estoy volviendo loca. Estoy a punto de dejarme llevar por una risa histérica cuando me imagino diciéndole que a veces veo muertos de verdad.
Por suerte para la hora de comer, Aith ha llegado a tranquilizarse. Es lo bueno de ella, que siempre cree sincera a la gente y me ha creído cuando le he dicho que estoy bien, que ha sido el frío repentino y que no ha pasado nada malo. Pero estoy aterrada, y miro a mi alrededor alerta. Me sobresalto a cada momento, hasta que mis compañeros empiezan a pensar que tengo una crisis de ansiedad. Por suerte se acercan los exámenes de invierno, así que no soy la única a la que atacan los nervios.
Pero estoy decidida a volver a la biblioteca. Si fuese más juiciosa no iría, pero otros dos sentimientos se oponen a la sensatez. Por un lado, no me da la gana huir de la biblioteca como una cobarde. Me gusta estar allí, puedo estudiar y leer tranquila, y no me quiero ir. Y por otro, tengo ganas de arreglar las cosas con Alar. No me gusta que piensen mal de mí.
Trato de convencerme de que eso es lo que tengo que hacer. Enfrentarme a Alar. Y pedirle perdón. Así que cuando se acaban las clases de la tarde, me quedo sentada en un rincón donde nadie me ve, preparándome psicológicamente para lo que voy a hacer.
Inspiro hondo varias veces, vacilo cuando hago el amago de levantarme del escalón de la escalera de caracol y vuelvo a respirar hondo. Entonces las piernas me sostienen y me encamino hacia la biblioteca aleccionándome a mí misma, recordándome que no debo mostrar temor ni inseguridad. Los animales huelen el miedo, y quién sabe si los fantasmas también. Juraría que Alar ha olido mi miedo, y se ha regodeado con él. Además, me convenzo de que tiene derecho a estar furioso por lo que le he hecho, y mucha gente se enfada y luego se desenfada y ya está. Sólo que en él es más vistoso...
Aun así sé que estoy haciendo es una locura. Así que simplemente trato de convencerme de que, si hubiera querido matarme, lo habría hecho ya.
Me cuesta abrir la puerta de la biblioteca, porque me tiembla tanto la mano que no acierto a introducir la llave en la ranura del picaporte. Sólo con empujar la puerta, ya me doy cuenta de que algo no va bien. Hace un frío que hiela, y mi aliento se condensa. Sintiendo mi corazón bombear frenético contra el pecho, me apresuro a encender las luces con los dedos casi insensibles por lo helados que los tengo. No veo a nadie a simple vista, así que me obligo a avanzar con calma hasta la mesa del bibliotecario y dejar allí mi mochila. Como siempre. Me encamino lentamente, tratando de simular indiferencia, hacia el pasillo que lleva a la sala de lectura. Como si no hubiese hecho nada malo y no tuviera nada que temer. En el saloncito el frío es más intenso, tanto que se me mete en los huesos. Me obligo a seguir avanzando, tendré que enfrentarme a Alar tarde o temprano. Peor me doy cuenta de que es una necedad en cuanto llego a la sala de archivos.
Alar está apoyado en la mesa mirando hacia la puerta, si es que ve algo a través de los borrones negros en que se han convertido sus ojos. Está completamente inmóvil, estático, como si él y el mundo que lo rodea no estuviesen conectados. Probablemente no lo estén. El suéter verde y los tejanos desgastados no suavizan de ninguna forma esa imagen terrorífica, amenazante. Pese a lo mucho que me he convencido a mí misma de que no debo mostrar miedo alguno, gimo cuando sus labios se curvan en una sonrisa que me parece perversa. Él sabía que iba a ser tan tonta como para venir. Su figura empieza a cobrar vida de pronto, pensando en acercarse a mí. Y con eso, el miedo me puede de nuevo.
—No —musito, y echo a correr hacia la puerta de la biblioteca.
Aturdida por el subidón de adrenalina, atravieso la sala de lecturas sin oír nada a mis espaldas, y tuerzo hacia el pasillo de las estanterías que me llevará a la sala principal. Estoy dispuesta a dejar aquí la mochila y el abrigo, prefiero enfrentarme al frío de noviembre de las calles de Edimburgo que al frío paranormal que me amenaza aquí dentro. Me lanzo con desespero hacia la puerta. Y me detengo con un grito ahogado. Alar está ahí, aguardando, tan inmóvil como antes. Lejos ha quedado ya su sonrisa fácil y su amabilidad de días pasados.
Retrocedo asustada, sabiéndome acorralada, pero incapaz de mantenerme cerca de él por mucho que no pueda escapar. El instinto de supervivencia nos vuelve necios, supongo. Acabo dándome con la estantería que hay a mi espalda. Mi cuerpo tiembla incontrolablemente por el frío que emana de Alar. Y por el pánico. Me rodeo el torso con los brazos y desvío la mirada al suelo de baldosas de color negro y crema. Lo he visto en los documentales: nunca mires a los ojos de una fiera que esté pensando atacarte. Además, ojos que no ven, corazón que no siente. Y yo veo que voy a sufrir.
Lo siento cernirse sobre mí.
—¿Eres consciente de louqe me has hecho? —murmura con la voz más cavernosa que nunca.
—Sí —le respondo.
Se dice que la sinceridad siempre nos lleva por el buen camino.
Pero Alar no parece compartir esa opinión y las luces parpadean hasta apagarse dejándonos tan sólo con el tétrico resplandor verdoso de las luces de emergencia. Separo un poco los brazos para mirarlo. Su piel se ha vuelto más blanca y la negrura de sus ojos aún más opaca, casi brilla en la oscuridad, como si condensara enegría calorífica. Así se enfada un fantasma, deduzco con mi lógica dispersa por el miedo.
—¿Eres consciente de lo que me has hecho? —repite incrédulo.
Su voz retumba en mis oídos como un eco atronador.
—Eres un fantasma. ¡Estaba asustada! —Grito, sin saber si entenderá mis palabras amortiguadas contra las mangas con las que me tapo la cara—. Pero te he devuelto, ¿no?
Por un momento el silencio es absoluto en la biblioteca, si no tengo en cuenta mi dificultosa respiración. Deseo destaparme la cara para saber si sigue ahí, pero no me atrevo.
—No sabes lo que has hecho —me espeta Alar de pronto, casi con desdén—. Toma.
Vuelvo a hacer un hueco a través de mis brazos para mirar. Sujeta algo en la mano extendida, manteniéndose apartado de mí. Se trata de mi cálido abrigo de lana pura. Sin mirarle directamente, me yergo con cuanta dignidad puedo y cojo la chaqueta tratando de evitar el tembleque de mis manos. Entonces, armándome de un valor que desconocía poseer, levanto la mirada hacia el rostro de Alar. Está tratando de encender de nuevo las luces, accionando una y otra vez los interruptores con los labios apretados. Dioses, esto es surrealista.