Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
—Hola, Annie —repito—. He venido a verte y a jugar contigo.
La aparición está sufriendo una especie de colapso. Sus ojos se convierten en borrones negros y se vuelven claros una y otra vez mientras Annie se divide entre el terror y la esperanza. Hace un frío mortal. No sé de dónde saco la calma, pero me agacho como haría ante un perro miedoso: ponerme a su altura, para que no se sienta desafiado. Alargo una mano hacia ella, que cambia el peso de pie mientras de su garganta se escapa un sonido horrible.
Tengo que luchar contra las ganas de huir cuando empieza a acercarse a mí lentamente. Igual que Alar cuando estaba enfadado, Annie se mueve de una forma que parece que no esté conectada con el mundo. Los borrones de sus ojos siguen ahí, pero la expresión de su rostro revela miedo y anhelo. Me mantengo impertérrita aunque veo que la mano que se acerca hacia la mía está llena de costras negras. Al fin y al cabo está muerta, es un fantasma, y no puede pasarme la peste. Ni siquiera mancharme la chaqueta.
Annie no consigue tocarme, pero siento un cosquilleo tibio cuando sus dedos traspasan los míos. Los borrones de sus ojos se acentúan al verse incapaz de tocarme, pero yo le sonrío tratando de animarla. Ella me mira con los ojos casi límpidos.
Se sienta frente a mí y me mira largo rato, tranquilizándose y tomándose la situación de repente con tranquila cotidianeidad. Supongo que los niños fantasma son igual de flexibles y abiertos a las cosas nuevas que los vivos, y no entiende de imposibilidades.
—¿Jugáis conmigo, señora? —me pregunta con esa cadencia ya extinta y la voz entrecortada por el temor a una negativa.
—Por supuesto, Annie.
Me doy cuenta de lo separadas que estamos en el tiempo y en el espacio cuando busco un juego al que podamos jugar juntas. Nada que implique tocarse. Además, Annie era muy pequeña cuando murió, y no fue una niña acomodada que pudiera dedicar su vida a los juegos, así que tengo que devanarme los sesos. Se me ocurre el escondite, pero la idea de buscar a la niña, que sigue provocándome escalofríos, por los pasillos oscuros del callejón y la posibilidad de encontrar otras almas en pena me desalientan. Así que le explico los rudimentos del un, dos, tre, toca la pared.
Mientras jugamos, me siento desfallecer de miedo. Me toca parar y cada vez que me giró está más cerca, adoptando posturas que no sabe que resultan siniestras. Cuando me giro su espeluznante espectro está ahí, cada vez un poco más cerca. A través de ella veo parte de la otra pared, y sus ojos están fijos en los míos, absolutamente quieta pero vigilándome. Me tengo que esforzar en sonreír y que parezca que me divierto. Pero ella sólo está jugando. Inocentemente, como cualquier niña Es capaz de mantenerse completamente inmóvil, obviamente ni siquiera respira, pero la alegría y la malicia infantil la traicionan y, al final, la risa le hace moverse y le toca parar a ella. Y disfruto con su felicidad.
Cuando consigo relajarme y estoy divirtiéndome, oigo una vez que me llama desde lejos. Miro el reloj y me sorprendo. Son casi las nueve de la noche. Annie se da cuenta de que algo va mal, porque sus ojos se están oscureciendo de nuevo y el frío arrecia.
—Tengo que irme, Annie —le digo asustada. De repente se me ocurre la idea de que ella quizás no quiera dejarme ir—. Pero volveré a verte.
—No —gime la niña, y los ecos de su voz resuenan en toda la habitación.
El vaho empieza a condensarse delante de mis labios y me aterra que el guía baje en mi busca.
—Tengo que irme, Annie —le digo mientras ella trata de agarrarse a mi pierna en vano—. Pero te prometo que volveré.
—Mamá dijo lo mismo. Y todavía no ha vuelto. ¿Dónde está mamá?
Sus sollozos me atraviesan como un puñal. Por supuesto, la madre la abandonó a la peste. No me extraña que no me crea, pero no puedo permitir que se descontrole. Es imposible explicarle a la niña que, si alguien me ve hablando con ella, me tratarán de loca y no me dejarán volver. Ni siquiera creo que entienda el concepto de su muerte. El frío me hace tiritar y las luces tiemblan conmigo. Los ojos de Annie empiezan a desaparecer bajo dos pozos negros de desesperación, pero yo me obligo a no fijarme en ello.
—Te juro que volveré, Annie. Mira —le digo, acercándome a su baúl y quitándome mi anillo de plata, el mismo que tiré al lago para probar a Alar—. Es mi tesoro. Lo dejo aquí, con los tuyos. Me lo cuidarás hasta que vuelva a buscarlo. ¿Vale?
La niña hipa, pero al final asiente. Está acostumbrada al abandono y prefiere arriesgarse a que le mienta a hacerme enfadar y tener la certeza de que no regresaré. Trato de acariciarle el pelo cuando paso por su lado, dándome prisa porque la voz del guía suena ya muy cerca. Cuando estoy en la puerta me giro para mirar a Annie, que vuelve a estar arrodillada junto a su arcón y vigila mi anillo como si éste pudiera escaparse.
—Volveré —le susurro antes de irme.
Y no estoy mintiendo. He tenido un miedo atroz, pero más grande es la pena que siento.
H
e estado preocupado todo el fin de semana, pues de pronto la posibilidad de que Liadan corra peligro, de que me encuentre con que un día no acude al instituto porque le ha sucedido algo, me abruma y me corroe hasta el punto de hacerme fundir las luces y causar inquietud a los guardas. La angustia es una sensación que no me gusta, es nueva y extraña y me incita a creer que jamás volveré a sentirme en calma. En el hecho de que cuando acabe este curso Liadan se irá para no volver prefiero no pensar, porque entonces las ideas que cruzan por mi mente me avergüenzan y me asustan. Me repito una y otra vez que yo no soy cruel, y que no voy a llevarme a Liadan conmigo a esta eterna existencia ingrata. Además, si hiciese eso lo más probable es que la matara sin más, pues parece ser un capricho de los dioses que alguien se quede o se vaya cuando deja su existencia terrenal.
Cuando el lunes veo aparecer a Liadan como siempre tarde, medio corriendo y peleándose con el cordón del iPod, me embarga el alivio. Las horas del día pasan lentas, acompañadas a ratos por los ruidos de súbito movimiento en el castillo que van indicando el fin de unas clases y el comienzo de otras, hasta que veo cómo la puerta de la biblioteca se abre y se hace la luz alumbrando a Liadan. Hoy lleva un jersey negro de cuello alto con una falda larga gris oscuro que le sienta muy bien. Y cuando me mira sonríe con ilusión, de la misma forma que debo de estar haciéndolo yo. Me estremece un pensamiento sombrío, debido a la sensación de que ni su sonrisa ni la mía deberían ser tan francas e intensas. Sé que algo irá mal, que todo esto no es ni bueno ni natural, pero no quiero evitarlo.
Destierro todos esos pensamientos antes de que los lea en mi rostro y me siento sobre la mesa del bibliotecario mientras Lia hace lo propio en la silla, explicándome que ella y su amiga aún no han decidido qué hacer con el trabajo de historia y que se ha pasado el fin de semana leyendo en su habitación.
—Alar... —me dice pensativa de pronto—. Tú me golpeaste la cabeza aquel día, ¿verdad?
No sé a qué viene esa pregunta de pronto, porque ya lo sabe.
—Sí.
Para mi sorpresa no se enfada de nuevo, sino que se limita a fruncir el ceño.
—Es extraño... Tú me golpeaste, y a Bobby puedo acariciarlo, pero a Annie soy incapaz de tocarla. Me pregunto por qué será...
La tranquilidad que me había reportado su relato sobre su tranquilo fin de semana se corta bruscamente.
—Perdóname, Liadan, pero ¿qué has dicho?
Liadan me mira sobresaltada. Veo en su rostro como si fuera un libro abierto el fastidio por haberse delatado a sí misma, y la concentración en que se sume para buscar la forma de salir victoriosa del lance. Veo muy poco temor por mi ira, y adivino que me ha cogido mucha confianza en este tiempo, así que intento mostrarme muy severo. Tiembla de frío, pero ni siquiera se toma eso como una amenaza.
—¿Has ido a ver a Annie, y has dejado que sepa que la ves?
Liadan se encoge de hombros.
—Me da mucha pena, Alar —me dice por toda explicación, y es sincera porque la oscuridad de sus ojos negros se vuelve un poco más opaca, triste—. Está tan sola... Y ni siquiera entiende por qué. Fui el viernes a verla. Estuvimos jugando al un, dos, tres, toca la pared —por mi cara deduce que no tengo ni idea de qué juego es y sacude la cabeza—. Y ayer jugamos otra vez. Es tan bonito verla reír...
Ni siquiera sé cómo tomarme eso. Conozco a Annie. Cada Noche de Brujas me reúno con ella y tanto Caitlin como Jonathan tratan también de hacerle pasar una noche divertida, la única en la que tiene compañía. Por eso sé cómo es Annie, y sé que cuando quiere es muy siniestra, y su aspecto no es encantador. Pero Liadan habla de ella como si fuera una niña cualquiera y eso despierta dos intensas emociones en mí. Respeto por Liadan, incluso admiración de que una de ellos pueda llegar a ser tan valiente con los míos, y también un miedo cerval por el peligro al que se expone. Tengo que conseguir que Liadan entienda el riesgo de lo que hace.
—Liadan —le digo seriamente—. No te das cuenta de lo peligroso que es lo que estás haciendo, no sabes cómo somos... ¿Has oído alguna vez hablar de alguien que se haya caído muerto de pronto, sin motivo aparente?
—Sí. Creen que se trata... —sus ojos se abren mucho—. ¿Qué me quieres decir?
—Que a muchos muertos les gustaría seguir vivos, y la envidia es muy mala.
No quiero entrar en detalles escabrosos, que entienda el mensaje es suficiente. Liadan se estremece un poco, asustada, pero no lo suficiente y me sorprendo de su terquedad.
—Además —prosigo—, ¿no te das cuenta de que si la gente te ve acariciar a Bobby y jugar con Annie te tomarán por una perturbada? No serías la primera, Liadan.
—No te pongas histérico, Alar —me dice. Está claro que no quiere o no puede entender el peligro—. Me gustas más cuando tus ojos están verdes.
Entonces de repente vuelve a tener una de sus inspiraciones, porque su hermoso rostro adquiere una expresión reflexiva que me revela que se ha olvidado de lo que estamos hablando para centrarse en los nuevos pensamientos que invaden su mente.
—Annie no es como tú —murmura—. Creía que tu aspecto era así proque eras una aparición, pero Annie parece muy normal. Salvo por las pústulas y eso, claro.
—¿Y yo no soy normal? —le pregunto divertido y fascinado por su nuevo y extraño hilo de razonamiento.
—Eres... increíble —me dice—. Nunca jamás había visto unos cabellos naranjas tan increíblemente oscuros, casi granas, y unos ojos tan claros —al ver que alzo las cejas me mira sorprendida—. Bueno..., no es nada malo, claro. Eres muy guapo —admite casi sin ruborizarse; he aprendido de ella que no le avergüenza decir una cosa si es verdad—. Te habrás dado cuenta de que nadie es como tú. ¿Acaso no te has visto?
A pesar mío eso me hace sonreír.
—La verdad es que no me he visto nunca, Liadan —le digo con suavidad.
—¿Qué?
—Que nunca me he visto. En mi época no existían los espejos aquí. Y para cuando se normalizaron yo ya no tenía cuerpo. Sé cómo soy por que Caitlin me lo ha descrito, y porque me lo dijeron cuando estaba vivo —me llevo una mano a la cara, que siento tan real—. Soy como un ciego, Liadan. Tengo conciencia de mí a través del tacto, pero nunca me he visto. Aunque tengo más suerte que un ciego, porque puedo ver otras cosas. Como a ti.
Por su rostro cruza de nuevo esa expresión de temeroso desconcierto, que delata que se había olvidado otra vez de que yo no pertenezco a su mundo. Parece que el hecho de que jamás me haya visto a mí mismo le despierta una profunda compasión. Se inclina hacia mí, mirándome el brazo como si fuera uno de los enigmas de la Historia. Alarga la mano a la vez que me mira a los ojos, como pidiéndome permiso para tocarme. Entonces me doy cuenta de que desde que la golpeé y la cogí en brazos, nunca hemos vuelto a tocarnos. Asiento con un ligero movimiento de cabeza y su mano reanuda su avance hacia mí.
Cuando sus dedos se posan delicadamente sobre mi jersey oscuro siento el frío de su tacto. Pero es una sensación grata, tanto que me arranca un suspiro que espero no haya oído. Ella sigue observando el avance de sus dedos a través de mi pecho, haciendo presión aquí y allá de vez en cuando, supongo que para comprobar que no puede atravesarme. Podría permitirlo, pero prefiero que no lo haga. Quiero que siga creyéndome sólido.
—Pareces tan real —me dice cuando alza la mirada, separando sus dedos de mi pecho.
Estoy seguro de que ambos lamentamos el fin de ese contacto.
—Bueno, no soy un producto de tu imaginación si te refieres a eso —le digo.
—¿Cómo es cuando vivías? —Me pregunta—. «Alastair: amante y amigo». ¿Tenías novia? ¿Y buenos amigos?
—Sí, tenía buenos amigos, pues la hueste unía a los hombres, y a mi edad incluso ya debería haber estado casado y tener hijos —le respondo—. Pero estábamos en guerra, éramos unos esclavos de los señores del sur, y el derecho de pernada nos hacía aborrecer el matrimonio, pues a ningún hombre le apetecía que el señor se llevara a su esposa y la desflorase en la noche de bodas.
—¿La querías? —está pensando en quién me consideró su amante, pese a que sea difícil saber por qué lo hace.
—No lo sé, hace mucho tiempo de eso. Era un matrimonio concertado, en mi época eso era lo normal. Supongo que le tenía algún cariño, y ella me lo tenía a mí. Recuerdo que, después de que muriera en aquella batalla, ella venía a menudo a visitar mi tumba. Yo me sentaba frente a ella y la miraba, la acompañaba porque me hacía sentir mal que perdiera el tiempo de aquella forma. Pero luego sus visitas se fueron haciendo más escasas. La última vez que vino llevaba el cabello recogido, como las mujeres casadas, y tenía más arrugas en la frente y un niño agarrado a las faldas. Supongo que me quiso; si no, no me habría recordado tanto tiempo, pero espero que fuera feliz con el nuevo marido que le asignaran.