Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
H
oy es un gran día, porque se terminan las clases durante dos semanas y tendré a Liadan para mí solo todo ese tiempo. Es una joven tenaz, ha conseguido que le permitan venir a estudiar por las tardes, y nadie nos molestará. Incluso el conserje estará fuera la mayoría de los días. Estoy feliz, aunque tengo una espina clavada. Caitlin estuvo muy rara toda la noche y Liadan tuvo que irse antes de que pudiera hablar con ella, pero me las arreglaré para que hagan las paces. Ese joven, Keir, no va a ser la causa de que se peleen.
Lo único que no me gusta es que Liadan le sea tan leal, me desquicia, por lo que no acudo a verla a las clases. Tendría que alegrarme de que sienta algo por uno de ellos, alguien con quien pueda compartir su vida cuando se vaya de aquí, y no puedo dejar que me nuble mi egoísmo: además de que es innoble, me da miedo. No se me olvidan las palabras de Caitlin: «Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba haciendo. Era consciente de que estaba arrastrando al vivo al fondo del lago, pero no podía evitarlo. Necesitaba ahogarlo».
Y me da miedo que me pase lo mismo, pues es la vida de Liadan lo que está en peligro. Tengo que hacerme a la idea de que no es para mí, que nunca lo será y luchar contra cualquier otro pensamiento. Así que paso el día tratando de asimilarlo y calmarme, y cuando se acerca la hora del fin de las clases me dispongo a esperarla con mi más espléndida sonrisa y mi mejor voluntad.
Pero Liadan no viene sola. Algunos alumnos entran en la biblioteca tras ella y se esparcen por los corredores como una marea de cristianos. Es el último día de clase y han venido a buscar las lecturas obligatorias, así que no pasa nada, esperaré tranquilo. Me mantengo apoyado en la librería que hay cerca de la mesa del bibliotecario, y le dedico un mohín de impaciencia a Liadan. Pero el gesto se me hiela en el rostro, y me asusto.
Porque la expresión de Liadan es la viva imagen del desconsuelo cuando me mira. Sus grandes ojos negros están vidriosos, casi mojados. La veo acercarse hacia mí, sin pensar en sus compañeros, y le hago señas para que se detenga. Un joven la llama y ella reacciona y, aunque le cuesta, parpadea y se gira a regañadientes. En su mirada antes de darme la espalda había sufrimiento, y yo empiezo a pensar que si tanto ella como Caitlin se separaron angustiadas no fue porque se pelean entre ellas.
No sé qué le pasa y eso me angustia, porque soy yo quien la pone en ese estado. Me introduzco en una librería, apartándome de su visita hasta que se vayan sus compañeros. No estoy seguro de lo que es capaz de hacer en ese estado.
Los minutos pasan lentos, y los alumnos jamás me han molestado tanto. Oigo a algunos de ellos quejarse del frío que hace en la biblioteca, pero no me importa; quizás así se vayan más rápido. El último de los jóvenes en marcharse, el mismo que vino a pedirle a Liadan ayuda con el trabajo sobre literatura, trata de convencerla de que vaya con ellos a tomar un café como despedida antes de las vacaciones. Pero Liadan se niega, y yo me alegro porque no deseo que se separe de mí en ese estado. Veo cómo lo acompaña hasta la puerta y espero hasta que se marche, antes de salir de mi escondrijo.
—¿Liadan? —pregunto preocupado. Ella no me responde. Se limita a girarse hacia mí y correr hasta abrazarme y hundir el rostro en mi pecho. Me ha rodeado el torso con los brazos y casi me mareo por el frío contacto que me envuelve. No me esperaba esto, estoy sorprendido y asustado al mismo tiempo. Jamás había tenido tanta proximidad voluntaria con un vivo, y me gusta demasiado. Pero me preocupa más su estado, porque sus hombros se convulsionan y lo único que veo de ella es su hermosa cabellera pálida bajo mi barbilla, sé que está llorando. Le rodeo la espalda con los brazos y dejo que se desahogue, mientras aprovecho esos instantes para gozar de este abrazo.
—¿Qué te pasa? —le pregunto cuando sus sollozos se hacen más suaves, menos intensos pero más desconsolados—. ¿Es porque tu amiga ya se ha ido? ¿La vas a echar de menos?
Se aparta de mí como si se hubiese indignado. Sus mejillas están surcadas de lágrimas pero de pronto me mira como si yo la hubiese ultrajado.
—¡Te voy a echar de menos a ti! —me grita.
Así que era eso. Miro al suelo, pues por una parte me halaga que se haya tomado tan a pecho el hecho de que sepa que tendremos que separarnos, pero mi parte altruista me convence de que a una de ellos no le conviene alterarse tanto por alguien como yo. Eso despierta mi espíritu bienhechor, pero no le gusta la expresión de compasión que ve en mí.
—¡No! —Me dice Liadan antes de que pueda hablar—. Ni se te ocurra decirme que tiene que ser así y que es lo mejor para mí.
Por todos los dioses, qué avispada es. Pero es es lo único que podría decirle, así que callo y ella siente la derrota, la cruda verdad. Vuelve a abrazarme con tristeza, y las lágrimas bañan sus ojos de nuevo. Sé que no debería sentirme complacido, pero así es. Me alegro de saber que ella siente algo parecido por mí y le acaricio los cabellos mientras dejo que llore, concentrándome en el tacto de sus sedosos cabellos, la frialdad palpitante de su cuerpo contra el mío, lo extraño que es que nos estemos tocando. Siento que se estremece y le alzo la barbilla para mirarla, para asegurarme de que su emoción es parecida a la mía.
Entonces y sin pensar sabiamente en lo que estoy haciendo, me inclino sobre su rostro y la beso. Si pensaba que quizás ella se asustaría, o se apartaría, estoy muy equivocado. Sus manos suben por mi cuello para rodeármelo, y me devuelve el beso con suavidad. Es la sensación más maravillosa que he sentido desde que estoy muerto, y desde que estuve vivo, me atrevería a jurar ante los dioses. Sus labios, fríos comparados con los míos pero llenos de una vida que yo no tengo, son la cosa más ducle que ha existido jamás en esta tierra. Y un profundo escalofrío me recorre todo el cuerpo, haciéndome sentir que jamás podré volver a separarme de ella sin enloquecer. Soy vagamente consciente de que una de mis manos se enreda en sus cabellos mientras la otra recorre su costado. Sólo sé que ella lo desea tanto como yo, y que el deseo no muere con el cuerpo.
Entonces siento una vibración en el aire y vuelvo a ser consciente del mundo que hay a nuestro alrededor. Fija la mirada en la puerta, y me quedo paralizado sosteniendo a Liadan todavía entre mis brazos como si así pudiera protegerla de lo que va a venir a continuación.
Su amiga, la joven rubia del rostro angelical, está parada en la puerta. Y su mirada refleja auténtico pánico.
Sé lo que ha estado viendo hasta ahora, sin importar cuánto tiempo hace que está ahí, tan incapaz de moverse como me siento yo ahora. Está viendo cómo su amiga abraza al aire, quizás incluso la ha oído hablar con nadie.
Y está convencida de que Liadan se ha vuelto loca.
M
e pregunto cómo lo más extraño y aterrador puede ser también lo más maravilloso que ha ocurrido en mi vida. Alar está muerto, pero yo me siento más viva que nunca entre sus brazos. Sus labios son cálidos como rayos de sol. No quiero pensar en lo que estoy haciendo, tan sólo dejarme llevar. Hasta el final, acabe como acabe esto.
Pero Alar no parece ser de mi misma opinión. Se ha puesto rígido de repente y, antes siquiera de darme cuenta, ha separado su rostro del mío. Se ha puesto tan sombrío que si hubiese podido pensar con claridad, estaría despavorida. Casi todo su rostro está ahora emborronado por ese pozo negro que parece ser siempre la respuesta a su miedo, a su angustia, a su ira. El frío me traspasa como un témpano que se clavara en mis costillas.
—Qué...
Dios mío. No me está mirando a mí, está mirando por detrás de mí. Y allí está la puerta. Me giro a mi vez, sabiendo que mi pequeña burbuja de felicidad va a romperse y no sé qué va a ser de los pedazos.
—¡Aithne!
Exhalo el aire que había retenido. Sólo es Aith, aunque parece al borde de la histeria. Está quieta como una estatua pero tan tensa que parece que va a estallar. Me interpongo entre ella y Alar, temiendo que él pueda reaccionar de forma extraña, y me pregunto cómo encarar la situación. No puedo evitar ponerme roja al pensar en lo que ha visto Aithne. Ella me mira con terror, mi expresión culpable la hace reaccionar.
—He venido a despedirme —se explica con la voz tomada, como si fuese a llorar.
—Voy a contártelo —le digo antes de que salga del shock—. Pero tienes que guardarme el secreto.
Me giro hacia Alar. De nuevo puedo verle los ojos, aunque su expresión muestra preocupación. Está claro que no espera que salga nada bueno de todo esto. Le interrogo con la mirada, es su secreto y no el mío el que voy a explicarle a mi amiga. Una de ellos, de nosotros.
—Creo que será lo mejor —me susurra Alar—. Está pensando que estás loca.
Me giro hacia Aithne, incrédula, pero es verdad. No sé cómo puedo estar tan ciega, cómo podía haberme supuesto que no iba a ser tan grave. Por descontado Aithne, mi amiga, me mira como si yo fuera una perturbada. Y no es eso lo que más me duele, sino la compasión que sé que siente. Aithne está sufriendo por mi culpa, y lo que menos necesita ella es alterarse de esta forma después de lo que le pasó. Y de lo que le pasa estos días.
—Aithne, entra —le digo haciéndole un gesto con la mano—. Te lo explicaré todo, de verdad, pero no tengas miedo.
—No tengas miedo tú —me dice mientras se acerca lentamente, hurgando en el bolsillo de su abrigo claro—. Voy a llamar ahora al doctor Fithmann, es un hombre estupendo. También te ayudará a ti, y todo volverá a la normalidad. De verdad, Liadan.
—¡No! —Exclamo al recordar que Fithmann es su psiquiatra—. No, Aithne, deja el teléfono. ¡Escúchame!
Se detiene, aunque sólo porque estoy alterada. Sé que tiene intención de llamar.
—Aithne, es Alar. Está aquí. Sólo que no puedes verle.
—Aquí no hay nadie, Liadan —dice Aithne con voz entrecortada, al borde de las lágrimas—. Estás sola, ¡estabas abrazando al aire! Ese Alar no existe.
—Está aquí, Aithne, déjame demostrártelo. Pero júrame que guardarás el secreto.
—Te lo juro —consiente ella; seguramente también le daban la razón como a los niños pequeños cuando estaba trastornada—. Pero si no me convences, me dejarás hacer esa llamada.
—Vale —acepto, sintiendo ganas de llorar yo también—. Alar.
Sigo mirando a Aithne cuando Alar pasa por mi lado. Se acerca lentamente a mi amiga, pero deja que el frío se extienda hacia ella. Aithne ha notado el cambio de temperatura, ve su aliento densificado. Da un respingo cuando las luces parpadean. Su subconsciente le dice que lo que está pasando no es normal, pero sigue sin querer creérselo. Alar está a su lado. Me aturde que Aithne no pueda verlo, que no pueda tocarlo como lo he hecho yo antes. Dios mío, para mí es muy real. Y no puedo evitar pensar otra vez que quizás de verdad estoy loca. Alar me mira, a la espera. Está claro que, llegados a este punto, no le importa ir más allá. Y yo necesito estar segura también de esto.
—Recuerda que me has jurado guardar el secreto —le digo a Aithne por si no estoy loca. Ella mira todavía a su alrededor como un ciervo acorralado—. Aithne, éste es Alar. El que va a apoyar su mano en tu hombro.
Alar suspira. Ni siquiera el aliento que él ha exhalado ha movido sus cabellos cuando ella se gira hacia él sin verlo. Alar alza la mano y, como le vi hacer con la mano de la limpieza, la deja caer pesadamente sobre el hombro de Aithne.
Ella se estremece y da un respingo para separarse de aquello que la toca y no ve. Está asustada, y no puede negar que lo ha sentido. Y yo por un momento siento un gran alivio, porque aunque no quiera creerlo sabe que Alar está ahí. Pero me mira con incredulidad y un miedo tan intensos que deben resultar dolorosos. Al menos a mí me duele verlos en ella.
—Hola, Aithne, soy Alar. Sé que puedes oírme, no voy a hacerte daño.
¿Que puede oírle? Ahora estoy confusa yo. De repente, mientras sigue respirando con dificultad, Aithne deja caer el teléfono que aún aferraba en la mano y sale corriendo. Está huyendo, y yo estoy demasiado aturdida como para reaccionar.
—¿La detengo? —me pregunta Alar.
—¿Como me detuviste a mí? No, gracias. Si quieres matar a alguien que sea a mí.
Salgo corriendo detrás de Aithne, deseando poder alcanzarla.
No encuentro a nadie salvo al conserje en todo el castillo, y no me detengo a preguntarle por Aithne. No me hace falta que me diga que acaba de salir despavorida por la puerta. Corro hasta las verjas pero tampoco hay nadie allí. Necesito saber a dónde ha ido, ha perdido el teléfono en la biblioteca pero se le podría estar ocurriendo buscar una cabina. Me acerco a la garita de seguridad y les pregunto por la chica rubia que se acaba de ir.
—Se ha subido en el coche negro que la estaba esperando en la puerta, y se ha ido, señorita. Si se ha dejado algo, el conserje lo puede guardar.
—Gracias —les digo.
Sólo cuando ha cruzado dos esquinas me doy cuenta de que he salido sin mi abrigo. De hecho, todas mis cosas han quedado abandonadas en la biblioteca. La carrera me impide darme cuenta del frío que hace, y aunque mi respiración empieza a resentirse, no me detengo hasta que llego a casa de Aithne. Está lejos, así que para cuando llego casi me arrastro por la extenuación. Se ven pocas luces en la fachada, lo que me da una mala impresión. Aun así llamo repetidamente al timbre hasta que me abren.
—¡Señorita Montblanc! —exclama Mary, la ayudante del ama de llaves, al verme en la puerta tan desaliñada.