Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
Entonces recuerdo que sus padres podrían ser un problema también. Quizás murieron en su casa o tiene pensado visitarlos en el cementerio, lo que sería igual de malo que quedarse aquí.
—¿Y con quién vas a celebrarlo? Hummm... Me dijiste que tus padres murieron. ¿Cómo sucedió? —le pregunto tratando de parecer sensible.
Liadan alza las cejas, sorprendida. Por suerte, no se toma a mal mi indiscreta pregunta.
—Lo celebraré con mi tutora, la abogada de la familia. Mis padres eran antropólogos —me dice como si eso lo explicara todo—. Sobrevolaban el Amazonas cuando su avioneta se estrelló.
—Eso está bien —digo para mí mismo. Eso mejora sus posibilidades y las mías. Vuelvo a mirarla y me maldigo al ver cómo se le tensa el rostro en respuesta a mis desagradables palabras—. No está bien, claro —me explico—. Me refiero a que siempre es mejor no «ver morir» literalmente a los seres queridos, ya me entiendes. No es agradable.
Su ceño aún está levemente fruncido cuando me contesta:
—Sí, supongo que tienes razón. ¿A ti te ha pasado?
Imagino que mi expresión es suficiente respuesta porque cambia de tema con dulzura.
—¿Te veré mañana? —me pregunta. Sonrió abiertamente.
—No albergo ninguna duda.
—¿Has dejado todos los libros en su sitio?
—Sí, señora. Y la estufa apagada.
—Gracias —me sonríe—. Hasta mañana. Me parece adivinar un rastro de desafío en la expresión de su rostro cuando me dirijo hacia la puerta, pero prefiero no girarme para comprobarlo. Cuantos menos motivos le dé para recelar, mucho mejor.
N
o espero a que se extingan sus pasos en el pasillo para asegurarme de que ya se ha ido. Simplemente porque me he dado cuenta de que cuando quiere puede no hacer ningún ruido. A mí mucha gente me dice que soy silenciosa, un arma útil para los tímidos, pero lo suyo es un silencio sepulcral. De hecho, hasta diría que cuando se esfuerza es para hacer ruido, no para no hacerlo. Cuando va a tocar algo, más bien parece que lo ataca.
Aprieto los labios, porque estoy desvariando. Cuanto hasta diez y saco el móvil que he mantenido oculto bajo la mesa. Busco en el archivo de imágenes hasta que encuentro la foto más reciente, la que le he hecho a Alar discretamente mientras él miraba la vitrina. se me escapa un gemido cuando lo único que veo es una especie de nebulosa que oculta a Alar. El corazón empieza a martillearme el pecho con el cosquilleo de la histeria.
—Es por culpa del brillo del cristal de la vitrina —me digo con la voz entrecortada.
Aunque luego me acuerdo de que la cámara del móvil no tiene flash. Temerosa, con una sensación desagradable de irrealidad, me encamino corriendo al pasillo para llegar hasta la estantería de las pseudociencias. Otra vez el libro de parapsicología no está en su lugar. Con la sangre palpitándome en las sienes, corro hacia la sala central para cambiar de pasillo. El tratado vuelve a estar entre los libros de filosofía.
Me apoyo en la estantería de atrás, oyéndome respirar en el vasto silencio de la biblioteca. Trato de convencerme de que no estoy loca y de que tiene que haber sido Alar quien lo ha movido de sitio, mintiéndome sobre lo de que no lo iba a volver a mirar porque le daba vergüenza. Pero lo cierto es que entonces ha tenido que pasar por delante de mí sin que lo vea. O hay algún pasadizo oculto que yo no he visto.
—Me estoy volviendo loca —murmuro asustada—. Esto es por la estúpida historia de Keir.
Salgo rápidamente del paisllo y me dirijo a la mesa del bibliotecario, sin poder evitar echar miradas nerviosas a mi alrededor. Eso es lo que pasa con el miedo, que anula la capacidad de raciocinio. Si estuviera en mis cabales no temería la existencia de un fantasma de la biblioteca. Si fuera sensata, no estaría planteándome la posibilidad de que Alar sea ese espíritu del que me habló Keir, hecho visible. Si fuera un poquito más reflexiva, me daría cuenta de que, aunque hubiera un fantasma cambiándome los libros de sitio, yo no lo vería. Por algo es un fantasma. Y si fuera más racional todavía ni siquiera estaría planteándome la posibilidad de que existan los fantasmas. Pero lo cierto es que el libro cambia de sitio, que Alar no sale en la foto y que Evan no coincidió con él. Y que cuando está él hace un frío que pela, como en la peli esa de Bruce Willis...
—¡Dioses! —exclamo cuando de pronto el móvil se pone a vibrar en el bolsillo de mis pantalones.
Me río jadeante, mareada, mientras lo saco y compruebo que se trata de Aithne.
—Hola —le digo.
—¿Estás bien? —me pregunta al notar el temblor de mi voz.
—Sí, no te preocupes. Dime.
—Pues verás..., esta noche mi primo toca en el Deacon Brodie a las nueve y...
—Iremos —la atajo.
—¿De veras? —exclama contenta, descubriendo innecesaria la batería de argumentos que debe de haber preparado para convencerme—. ¿Y a qué viene el cambio repentino?
—Quiero preguntarle a Keir sobre Alar —reconozco con una resolución que roza lo salvaje.
—Muy bien —me dice conspiradora—. ¿Nos vemos en la puerta? ¿A las nueve?
—Claro, a las nueve.
Antes de salir de la biblioteca, abro mi cajón de la mesa y cojo el viejo diario que descubrí en mi primer día aquí. Releo la única página escrita que queda. Las palabras de la autora me perturban esta vez, y observo nerviosa las hojas arrancadas que me impiden descubrir el resto de la historia, si la chica estaba loca o no. De pronto no me parece interesante, me parece real y peligroso. Quizás en respuesta a este objeto he dejado vagar mi imaginación hasta volverme paranoica también yo; suelo empatizar demasiado con las emociones de las otras personas. Así que necesito contrastar opiniones. Lo meto en la mochila para enseñárselo a Aith esta misma noche. Ella leerá la primera página, se reirá y bromeará, y yo me aliviaré ante esa reacción anodina tan propia del mundo real.
Prácticamente no me doy cuenta del momento en que llego a casa y me pongo una falda larga y una camiseta de tirantes que elijo sin fijarme demasiado en lo que hago. Me calzo las botas altas, meto el diario misterioso en mi bolso y salgo de nuevo de casa, advirtiendo al ama de llaves que le diga a Malcom que he quedado con Aithne y que volveré después con Keir. El director los conoce a ambos y le gustan, así que estará complacido.
Corro más que camino a través de las meadows, mirando con recelo a la gente. Estoy paranoica. Consciente de mi comportamiento, trato de serenarme y no llegar al pub como si fuera la protagonista de
El exorcismo de Emily Rose
. Para mi tranquilidad, me recuerdo que si estoy teniendo un brote esquizofrénico hoy en día las medicinas para el cerebro obran maravillas. Cruzo el puente George IV dejando atrás la abrupta y sinuosa boca del encantador Candlemaker Row. Justo ahí hay una de las cosas más absurdas y dulces que se pueden encontrar en Edimburgo: el monumento a Bobby. Bobby fue el perro ovejero huérfano favorito de todo Edimburgo, porque había pasado todas las noches de su vida junto a la tumba de su dueño cuando éste había muerto, hasta que él mismo murió en 1872, catorce años después. Conmovida por el aplomo y la lealtad del cánido, una baronesa había hecho esculpir aquella estatua en su honor en la boca de Candlemaker Row, y allí estaba todavía.
Sólo un poco más adelante, se encuentra el emblemático restaurante The Eating House. En su puerta siempre hay un perrito de verdad, de pelaje oscuro y sin collar, esperando alegremente a que le saquen la cena. Corretea alrededor de mis pies cuando paso por su lado y me inclino para acariciarlo; es ya una costumbre, como si fuésemos amigos.
—Hola, pequeñín —le digo en castellano, rascándole un poco la cabeza.
Cuando me incorporo, preocupada por si me llena de pelos, me encuentro de frente con una mujer que camina en la otra dirección y que me mira aprensiva. Le devuelvo la mirada henchida de dignidad, a la muy estirada; como si acariciar a un pobre perro callejero y solitario estuviese tan mal. Molesta por la insensibilidad de algunos, me apresuro a cruzar la calle y doblar la esquina para encaminarme a la Royal Mile. La Royal Mile es una calle adoquinada de una milla de largo, como indica el nombre, que conecta el castillo de Edimburgo con el palacio Hollyrood. Las habladurías dicen que uno de los muchos pasadizos secretos del castillo de Edimburgo conecta directamente por debajo de la Royal Mile con el palacio. Quién sabe, posiblemente hasta es verdad. Con los nervios como los tengo ahora soy capaz de creerme cualquier cosa.
El Deacon Brodie no es menos especial. Este pub está dedicado a un hombre que por el año 1700 se dedicó a ejercer de ebanista por el día y a robar a sus vecinos por la noche. Hasta que fue ahorcado en un lugar muy próximo a donde está ahora el pub, con una horca que irónicamente había fabricado él mismo. También era famoso este señor de doble personalidad porque había servido de inspiración para que Robert Louis Stevenson, el escritor oriundo de Edimburgo, creara a su afamado personaje Doctor Jekyll (& Mr. Hyde).
Como ya es tarde supongo que Aith estará dentro guardando una mesa. Entro, pasando por alto la historia del ladino señor Brodie que está escrita en las paredes de madera del local, y negándome en redondo a mirar la escultura de cera que le representa, y que está embutida debajo de las escaleras. No me gustan las figuras de cera, me dan repelús.
Llego a la sala del escenario justo cuando se apagan las luces. Localizo a Aith con esfuerzo entre la gente y me siento a su lado.
—Ya pensaba que no venías —me susurra preocupada—. Estaba a punto de llamarte.
—Lo siento, tenía que cambiarme de ropa.
Le pido que deje mi chaqueta y mi bolso junto a los suyos, en la silla libre que hay a su lado. Entonces me acuerdo.
—Aith, coge el diario que hay en mi bolso. Quiero que le eches un vistazo.
Curiosa, Aith coge el bolso y mete la mano dentro. Después mete ambas manos y acerca la cabeza para mirar dentro a la tenue luz de las lámparas de gas, recordándome a Mary Poppins cuando se metía dentro del bolso para buscar la cinta métrica.
—Aquí no hay ningún diario —me dice después de rebuscar.
—Lo habré olvidado en casa —contesto estupefacta; hubiese jurado que lo llevaba conmigo.
Estoy a punto de decirle que me pase el bolso pero me callo. No quiero herir los sentimientos de Aithne mirando en el bolso cuando ella lo ha repasado tan a fondo. Entonces el grupo de Keir empieza a tocar y me ensimismo olvidándome de todo, esa canción me encanta. Se trata de una versión de la canción
Shy
del grupo Sonata Árctica. La canción me gusta mucho, y la voz del cantante de Sonata Árctica me hace estremecer, pero Keir no la desmejora en absoluto. Me evado con la música y me relajo. Para cuando el grupo acaba de tocar una hora después y Keir se acerca hacia donde estamos nosotras, ya no tengo ganas de preguntarle por Alar ni preocuparme por sucesos extraños.
Durante el rato que sigue me dedico a juzgar con Aithne la letra de la canción que Keir está componiendo estos días. La verdad es que somos unas críticas muy poco útiles, porque cualquier cosa que hace nos parece bien. En respuesta a nuestra entusiasta lealtad, él nos regala una de sus hermosas sonrisas, y a mí se me suben los colores agradecida de que la oscuridad del local no evidencie mi timidez.
Más tarde, nuevamente Keir me acompaña hasta casa, y se lo agradezco. El tipo vestido como si viniera de la Segunda Guerra Mundial vuelve a estar en el Bruntsfield y los perturbados me asustan. Como tengo una buena visión periférica y soy observadora por naturaleza, lo detecto por el rabillo del ojo y no tengo que mirarle directamente para saber que está ahí, algo más lejos. Evito dirigir mi atención hacia él: a veces los locos sólo necesitan una mirada directa para dar rienda suelta a sus desvaríos. Charlo con Keir sobre el posible tema del trabajo de historia que Aith y yo tenemos que hacer hasta que llegamos frente a mi casa, es decir, la mansión de Malcom. Mientras espero a que el guarda me abra, aprovecho el tiempo y busco las llaves de mi estudio; esta noche se nos ha hecho tarde.
Me quedo helada. En cuanto meto la mano en el bolso, acaricio el borde del diario. Está ahí, ha estado todo el tiempo. Recuerdo los esfuerzos de Aith por encontrarlo cuando estábamos en el Deacon Brodie y siento que me mareo. Habría pensado que es una broma pesada si no supiera que Aith y su cándida falta de maldad son incapaces de gastarme semejante inocentada.
—¿Estás bien, Lia? —me pregunta Keir con voz preocupada.
Perdida en mis propios y extraños pensamientos, he olvidado que está a mi lado.
—Claro, estoy bien —le digo esperando parecer convincente.
—Buenas noches, señorita Montblanc —dice la voz nasal del guarda a través del intercomunicador, sobresaltándome.
—Buenas noches —respondo, y sujeto la pueta cuando el suave chasquido me indica que ya está desbloqueada. Miro a Keir—. ¿Sabes? Últimamente un chico que estudia Historia en tu universidad se pasa a veces por la biblioteca del Royal Quizás te suene.
—¿Cómo se llama?
—Alar, no sé su apellido —respondo. Keir alza las cejas—. Es un chico alto, de ojos muy claros y pelo ámbar oscuro —me explico.
—No me suena de nada —dice Keir desconcertado—. Creía conocer a todo el mundo, al menos de vista. Y ese tipo, con la descripción que me has dado, es difícil que pase desapercibido.
Noto que me pongo más pálida todavía, así que le doy las buenas noches antes de que lo note. Mientras entro en el jardín de la casa, no puedo contenerme. Porque recuerdo perfectamente que cuando Aithne mencionó al fantasma del lago del instituto en el Red Doors, Keir se puso serio. Y ya no creo que fuese cosa de mi imaginación.