Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
—Keir —lo llamo. Él se da la vuelta, expectante ante mi tono—. ¿Tú crees realmente en los fantasmas?
No se ríe ni se burla. Se pasa la mano por el pelo rubio y ondulado, y mira al suelo antes de mirarme a mí.
—Sí, sí que creo —dice al fin. Sonríe como disculpándose, aunque en su expresión no hay duda—. Algún día te lo explicaré.
Me tomo esa inesperada promesa como la esperanza de no ser la única lunática de por aquí. Problema de muchos, consuelo de tontos, o algo así. Pero consuelo al fin y al cabo.
H
oy estoy de buen humor, me doy cuenta en cuanto salgo de mi reposo. Me agrada esta sensación y sé que no se debe solamente a la proximidad de la libertad que nos proporciona el Día de Brujas, sino por la sensación de alivio que sentí anoche al sincerarme con Caitlin. También estoy satisfecho por haber aceptado mis propias motivaciones, aunque sean espinosas y complejas. Y por tomarme todo esto con tranquilidad, controlando la ira que noto nacer en mí. Me siento tan bien que incluso me desilusiona que ya sea jueves, pues no volveré a ver a Liadan hasta el lunes.
Al llegar la tarde, me doy mi paseo habitual para estudiar a la gente que permanece en el edificio una vez finalizada las clases, y después hago lo mismo discretamente en la biblioteca. Sólo entonces me permito entrar, sabiendo que estoy controlando la situación. Sonrío sincero a Liadan en cuanto nuestras miradas se encuentran, pero a ella le cuesta devolverme el gesto. Se la ve alicaída hoy, y eso no me gusta. Parece tan frágil... Todas las jóvenes lo son, con esas vidas tan fáciles y exentas de adversidades, pero Liadan parece más quebradiza aún que las otras. No quiero que se sienta mal, sobre todo si es por algo sobre lo que yo no pueda hacer nada. Me hará saberme más impotente de lo que nunca me he sentido.
—¿Estás bien? —le pregunto acercándome y sentándome despreocupadamente en el borde de la mesa, como lo haría cualquier otro chico.
Se lo piensa unos segundos más de la cuenta.
—Tengo jaqueca —me contesta finalmente.
Asiento solidarizado. Me mira con una expresión turbada y vidriosa en los ojos negros como pozos, rebosante de algo que no puedo describir. Me hace preocuparme, yo ignoraba que la jaqueca pudiese ser dañina.
—Iría bien que te pusieras algo frío en la frente —le digo; aún sé algo de golpes y dolores.
—Pues como no saque la cabeza por la ventana... —murmura Liadan.
No me gusta verla sufrir. Lo de sacar la cabeza por la ventana me ha dado una idea, aunque sea un poco arriesgada. Me desconcentro, dejando que los nervios que siento hagan presa de mí, y Liadan enseguida se yergue con un escalofrío y más despierta.
—Vuelve a hacer frío aquí —dice con un hilo de voz.
—Como tú dijiste, las paredes de estos castillos no están hechas a prueba de corrientes.
—Claro...
Su voz tiene una nota de desesperanza que me asusta, y su mirada es cautelosa y huidiza cuando la posa en mí.
—¿Seguro que estás bien? —le pregunto apartando un mechón de pelo naranja claro de su frente e inclinándome para mirarle la cara.
—Claro, porque no iba a estarlo —murmura—. Sólo me estoy volviendo loca.
Entonces parece darse cuenta de lo que está diciendo y sus ojos vuelven a enfocar la realidad.
—Estoy bien, no me hagas caso —dice dedicándome una sonrisa—. Vas a pensar que estoy loca de verdad. No es nada, sólo que a veces me desquicio por el cansancio.
Oigo que alguien se acerca por el pasillo. Me apresuro a decirle a Liadan que tengo que trabajar y me encamino con rapidez al despacho de los archivos. Cuando estoy seguro de que ella cree que me he alejado, vuelvo atrás y la observo.
Liadan se esfuerza por sonreír al estudiante que entra en la biblioteca, y que es el mismo que vino la última vez. El joven se detiene a hablar con Liadan, dándole las gracias por haberle recomendado la biografía de Verlaine y haberle solucionado el trabajo de literatura. Le pregunta sobre quién va a hacerlo ella y Liadan le responde que sobre Cervantes, pues según ella el creador del Quijote había tenido un triste final para una vida llena de genialidades. Mientras dice eso la veo sacar un libro fino y viejo de su regazo, ponerlo sobre el escritorio y empujarlo distraídamente hasta el otro borde de la mesa, como si estuviera acariciando la superficie de madera. Lleva el libro hasta el filo del tablero y le da un empujoncito final, haciéndole caer con un ruido seco junto a los pies del joven. Pero éste no se inmuta; no se agacha a recogerlo, ni siquiera hace el ademán de percatarse de que a Liadan se le ha caído algo al suelo. «Será posible», me digo incrédulo.
Las luces titilan. Molesto, estoy a punto de escarmentarlo por su falta de caballerosidad y su grosería, pero luego me digo que se supone que yo no estoy espiando. Además que yo me presentara junto a ellos y las consecuencias que eso tendría no ayudarían a cambiar el ánimo de Liadan. Mejor dejarlo y ser luego amable con ella, compensando con mi bondad la indecencia de ese joven. Tragándome la rabia que con tanta facilidad ha despertado en mí, me dirijo a mi lugar de estudio sacudiendo la cabeza. Cómo han cambiado los modales en los últimos años. Aunque más que cambiar, parece que se hayan extinguido.
Nuevamente tengo que ir a buscar el tratado de parapsicología al lugar equivocado, y una vez en el despacho saco el fajo de los archivos y me dispongo a estudiarlo. Me sorprende y me turba ver aparecer a Liadan en la puerta cuando tan sólo llevo aquí un rato. Generalmente el tiempo se me pasa rápido, pero no tanto. Su mirada ausente, perturbada, me asusta; entonces la veo componer nuevamente una expresión de resoluto desafío. Dicen que los míos cambiamos de carácter con una brusquedad extrema, pero acaba de demostrarme que también pueden hacerlo ellos. La miro fijamente, temiéndola, mientras saca el teléfono móvil del bolsillo y lo enfoca hacia mí. Soy consciente de que mi rostro se ensombrece y la temperatura baja cuando oigo el clic característico de una cámara al sacar una fotografía. Maldigo los móviles modernos, sí, los maldigo.
Liadan mira la pantalla sin tan siquiera asustarse, sino más bien resignada. Le da la vuelta al móvil y lo alza hacia mí para que vea el resultado de su captura, aunque yo ya sé lo que voy a ver. O lo que no voy a ver. Donde tendría que estar yo hay una nebulosa, no blanca sino negra por lo furioso que estoy. Trato de tranquilizarme ante el reflejo de mi propia furia. Esto es una batalla más y Liadan la ha ganado, limpiamente y valiéndose de sus armas. Y, sin embargo, se siente tan vencida como yo. Desazonada, deja caer la mano.
—Estoy loca —asegura—. Tengo esquizofrenia.
Me limito a mirarla mientras desvaría, pues no es eso lo que esperaba que sucediera.
—Libros que cambian de sitio, tú no existes, esto no existe... —sigue diciendo.
Lanza sobre la mesa un libro, el mismo que ha dejado caer a los pies de aquel joven. Entonces reconozco el viejo diario y comprendo por qué el dúnedain ni siquiera se ha inmutado cuando ha caído a su lado. Simplemente no lo ha visto.
—¿De dónde lo has sacado? —le pregunto a Liadan mucho más que molesto.
—Y ahora tengo que darle explicaciones a una alucinación sobre otra alucinación. Tú no existes, Alar —me explica casi serena, como si fuera algo, que yo debo saber—. Es una pena, pero desaparecerás en cuanto me den algún antidepresivo o algo por el estilo. O me encierren en un centro de salud mental.
Mi furia se disipa casi del todo, pues siento una honda compasión por ella. Sus pálidos cabellos naranjas brillan a la luz del fluorescente del techo, pero sus ojos opacos son la viva imagen de la más negra desazón. Algo se remueve en mi interior, y aunque sé por cuál de las dos opciones que tengo debería optar, me siento orgulloso del error que voy a cometer.
—No estás loca —le aseguro con suavidad—. De verdad, no tiene ningún acceso de paranoia. Yo existo, de veras.
—No existes.
—Que sí.
—Insisto; esto es de locos.
Liadan parpadea, y ahora parece un poco menos distante. Súbitamente su rostro se llena de furia contenida, y yo no entiendo sus reacciones. Rebusca frenética en su bolsillo hasta que saca el móvil de nuevo y lo pone delante de mi rostro. Ahí sigue la foto inexistente que me ha hecho hoy. Y pulsando un botón me enseña la que hizo estando yo frente a la vitrina. Así que ya llevaba tiempo recelando; Caitlin tenía razón.
—¿Y cómo explicas esto? —me espeta—. ¿Y lo del maldito diario? Evan no lo ha visto y eso que lo he tirado casi sobre sus pies. Y Aith estuvo ayer rebuscando en mi bolso sin encontrarlo, ¡y estaba allí! He hecho que Evan viniera por aquí a echar un vistazo y otra vez no te ha visto. Es por no hablar del estúpido tratado de parapsicología que se mueve de sitio y de que Keir está seguro de que no te conoce.
«Vaya», pienso dividido entre la furia y una malévola diversión poco propia de mí. Sabía que su amigo universitario podía ser un peligro, pero no he sido consciente del problema con los libros; con ambos. Liadan es más perspicaz de lo que había pensado.
—Todo tiene una explicación —le digo a regañadientes, manteniendo mi decisión de ser pacífico—. ¿Y si te digo que el diario existe, pero que el resto de la gente no lo ve?
—Así volvemos al problema de que soy anormal —responde.
Eso no se lo puedo refutar, pero se equivoca en la naturaleza de su problema.
—Pero no estás loca, no tienes alucinaciones. Es que el diario es una aparición.
Lamentablemente, la palabra «fantasma» ha perdido en las últimas centurias cualquier rastro de seriedad gracias al escepticismo que conlleva la ciencia y la invasión de la americana fiesta de Halloween, así que prefiero usar el término más acreditado de «aparición». Sin embargo, Liadan es lista, porque enseguida encuentra el símil, y se lo toma a broma. Su carcajada es seca y amarga.
—Claro, y entonces tú eres un fantasma también —dice con guasa.
—Sí, así es. Ven, te lo demostraré.
La cojo de la mano y la arrastro tras de mí preocupándome de seguir el camino preestablecido por las normas de la física. Ignorando sus murmullos sobre el frío que hace y que yo sigo estando cálido, salimos de la biblioteca y me encamino a la segunda planta, donde oigo voces. Damos con la mujer de la limpieza, que tararea inocente con unos cascos sobre las orejas en un pasillo angosto.
—Espera aquí —le digo a Liadan dejándola en la esquina.
Me encamino hasta donde está la mujer. No estoy orgulloso de lo que voy a hacer, pero no veo otra forma de convencer a Liadan de que no necesita que la droguen con fármacos. Me sitúo delante de la señora de la limpieza, que sigue fregando tranquila, y dejo caer mi mano sobre su hombro. Se estremece, se pone rígida y mira por encima de su hombro, sin ver nada. Sus ojos se abren desmesurados, llenos de una incredulidad que pronto da paso al pánico. Tensa como una cuerda, agarra con fuerza la fregona, coge el cubo de agua jabonosa y se va tan rápido como puede sin correr, pasando a través de mí. Se estremece todavía más y gime mientras sale corriendo hacia las escaleras principales.
Suspiro antes de mirar a Liadan. La joven abre los ojos negros con pavor, mientras se pone más blanca de lo que ya es. Veo en la expresión de su rostro que asimila lo que ha visto con lentitud. Aparta la mirada de mi cuerpo aparentemente sólido, y me mira a los ojos; está aterrorizada. Retrocede dos pasos en silencio, y entonces se gira repentinamente y echa a correr. Lo he intentado, sabiendo que esto pudiera suceder. Ahora es mejor detenerla antes de que provoque un escándalo.
Conozco el castillo perfectamente, puesto que asistí a su construcción lenta y costosa, así que no me resulta difícil establecer una ruta para interceptarla antes de que llegue a la escalinata principal. Atravieso un despacho y un aula, giro a la derecha y atravieso otra pared, para aparecer frente a la escalera en el mismo momento en que ella se dispone a bajarla. Sus ojos vuelven a abrirse de terror cuando me descubre interceptándole el paso.
—¡No! —murmura dando la vuelta y corriendo en la otra dirección.
Al menos es una de esas personas que no pierden el tiempo chillando; eso habría alertado a cualquiera que permanezca todavía en el instituto. Maldiciéndola, y divirtiéndome malévolamente con esto más de lo que me gustaría reconocer, vuelvo a atravesar el despacho y giro hacia la derecha. Estoy seguro de que se dirige a la escalera de caracol del ala este, y es mejor que no me vea llegar esta vez.
Cruzo por otra aula y el laboratorio de química y me dentengo dentro de una de las columnas del pasillo, esperando a que venga a mí. Si el pánico no la hubiera invadido de esa forma, se habría dado cuenta de que difícilmente puede huir dentro del castillo.
La oigo antes de verla llegar. Me siento como en los viejos tiempos, cuando nos acechábamos con nuestros enemigos en una lucha eterna y sin cuartel, pero soy consciente de que la excitación que siento ahora, la del cazador sobre su presa, responde únicamente a lo que soy yo y lo que es ella. Teniendo esto en mente, lucho por imponer la voluntad de la lógica y me preparo para interceptarla. Su respiración entrecortada se hace más fuerte, y sus pasos resuenan en el corredor. Pronto pasa por mi lado, jadeante, desviando la vista atrás para asegurarse de que no la sigo. Pobre Liadan. Calculo la dosis de fuerza que en otro tiempo hubiese dejado brotar sin mesura para defender mi propia vida, y la golpeo en la sien, saliendo rápidamente de dentro de la columna antes de que caiga. Ha sido fácil.