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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

Taibhse (Aparición) (5 page)

BOOK: Taibhse (Aparición)
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Me gusta porque no lo conozco, así de simple. Es lo que me pasa con la mayoría de los chicos, que me quedo con las sutiles características que me gustan de ellos a primera vista y a partir de ahí los reconstruyo en mi imaginación como yo quiero, a mi gusto. Pero esta fantasía choca luego con la realidad, y el enamoramiento se desvanece.

Por no decir que Alar es mayor que yo, más guapo, y que me ha visto ponerme roja tantas veces que seguro que piensa que tengo algún problema sanguíneo. O mental. De todas formas espero volver a verlo pronto, el lunes ya queda lejos. Cuanto más me acostumbre a él y más le conozca de verdad, antes me desencantaré y dejaré de fantasear.

Suspiro mientras apago las luces y cierro la puerta de la biblioteca. Me subo las solapas del abrigo negro, conforme bajo por las escaleras principales hacia el frío de fuera.

—Buenas noches, James —le deseo al conserje.

—Buenas noches, señorita Montblaench.

El viernes Aithne me espera en la puerta de clase, como siempre. En sus labios se dibuja una sonrisa expectante.

—¿Qué pasó? —Me dice en cuanto llego junto a ella, peleándome con el cordón del iPod que se me ha liado con la coleta—. ¿Estaba el chico misterioso en la biblioteca?

—Estaba —le respondo en voz baja mientras entramos en el aula, que se parece más a un seminario universitario como el de las películas que a una clase de instituto; de verdad que Edimburgo es otro mundo—. Es mayor, estudia Historia en la universidad.

—¡Quizás Keir lo conoce! —dice Aith feliz—. Se lo preguntaremos.

—¡No! —exclamo ganándome una mirada ceñuda del profesor de lengua, que está entrando por la puerta con su vara de apuntar a la pizarra golpeando rítmicamente su pierna—. No le digas nada. Alar ya me dijo que no conocía a ningún Keir.

La miro fijamente para asegurarme de que no va a hacer averiguaciones a mis espaldas. No me apetece nada que Alar descubra que he estado preguntando por ahí sobre él.

Como los viernes por la tarde no tenemos clase, a las tres nos dirigimos a tomar una Coca-Cola al parque de Princess Street, que tiene unas preciosas vistas a la escarpada colina en que se alza el castillo de Edimburgo. Me fascina. Voy a estudiar Biología, puesto que me apasionan los animales, pero siento verdadera vocación por la Historia. Me encantan los castillos, y de hecho estoy pensando en hacerme el pase vitalicio para poder visitar éste siempre que quiera. Aithne sonríe cuando se lo comento.

—Deberías estudiar Histori, Lia —me dice—. Además si el año que viene vas a irte —me dedica otra de sus expresiones desvalidas, pra que me quede claro lo que opina de que vuelva a Barcelona al acabar el instituto—, no te va a servir de nada ese pase.

—Lo sé —suspiro.

Cada vez me siento menos segura de querer abandonar Escocia.

—Además —dice Aith intentando contener una dulce sonrisa—, si estudiases Historia aquí, podrías pedir ayuda privada a Keir. O a tu visitante misterioso.

—Cállate —le digo, aunque pensar en Alar hace que me cosquillee la piel.

Aprovechamos el día del sábado para irnos de compras a Glasgow. Es más grande y está muy cerca de Edimburgo, así que tardamos poco más de dos horas en llegar hasta allí. Es chocante ver comprar a Aithne. Es exageradamente rica, pero no obra como tal. No es una compradora compulsiva, ni una víctima de la moda o los lujos, sólo compra lo que necesita de verdad. Eso sí, es capaz de gastarse cuatrocientos euros en unos pantalones si le gustan. A mí tampoco me falta el dinero, mis padres no eran lo que se dice pobres, pero soy consciente de que su herencia es lo único que tengo hasta que me gane la vida por mí misma. Así que no lo derrocho. Lo que en España podría ser una fortuna, aquí en Gran Bretaña, tal como está el nivel de vida, no es una cuenta corriente tan magnífica.

Comemos en un restaurante italiano (a fuerza de insistir he conseguido aficionar a Aithne a la saludable comida mediterránea), y decidimos qué hacer por la tarde. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo: de vuelta a Edimburgo nos desviamos hacia el Crichton Castle. Es uno de mis castillos preferidos, sobre todo porque está cerca de casa. Para llegar hasta él hay que recorrer una pequeña carretera rural que sale de Edimburgo hasta el final, y después hacer una breve caminata a través de campos ondulados y vacíos. El Crichton nos gusta especialmente en días como éste, cuando es ya tarde para que tenga visitantes y la niebla se cierne sobre él. Se eleva entonces solitario en su vasta colina de hierba, brumoso, como un lugar maldito. Por dentro es uno de los castillos mejor conservados de esta zona, pero por fuera su mole derruida a medias, su fachada angulosa y los arcos cegados que parecen acechar al paisaje la dan un aspecto tenebrosamente encantador. Es el escenario perfecto para las leyendas.

Aithne y yo nos sentamos entre la hierba, sobre nuestras chaquetas, cerca de la curva que describe el camino hacia el castillo. El viento frío nos azota los cabellos, aunque ya estoy tan acostumbrada que ni me molesta. Ya me peinaré cuando llegue al coche. Como tantas otras veces, no entretenemos inventando una historia que hubiese podido suceder en este lugar. Siempre son historias de amor, trágicas y difíciles, aunque invariablemente acaban bien. Nos gusta hacer sufrir a nuestros protagonistas, pero siempre les regalamos un final feliz por el que valen la pena los tormentos . Todo vale por amor, se supone.

Estoy segura de cómo se imagina Aith al caballero perfecto para nuestras princesas, criadas o labriegas. Sin duda su salvador tiene los rasgos castaños y la complexión fuerte de Brian. Para mí el caballero andante es un ser bastante nebuloso. Generalmente lo ideaba rubio, con ojos azules, pero esta tarde me doy cuenta de que tiene los cabellos pelirrojos.

Suspiro avergonzada, y temerosa de no controlar mis sentimientos; no me gusta sufrir.

—¿Qué pasa? —pregunta Aith a mi lado, percatándose como siempre de que me ha dado un pequeño bajón.

—Nada —digo levantando la mirada hacia el castillo.

Entrecierro los ojos. Hay alguien en una de las ventanas oscuras, pese a que a estas horas ya está cerrado a los visitantes. A esta distancia no puedo verlo bien, pero juraría que es una mujer de cabellos negros y largos y ojos tan oscuros como los míos. Momentos después se pierde entre las sombras del interior.

—Hay alguien en el castillo.

Aithne mira hacia allí, estudiando cada agujero no cegado del edificio medio derruido. No ve nada, claro.

—No veo a nadie —constata.

—Se ha metido para dentro.

—Es una pena —suspira Aith—. Deben de ser otra vez esos chicos que van allí a emborracharse. Acabarán destrozando todos los yacimientos de Escocia.

Estoy de acuerdo con ella en ese último punto, pero no creo que sea el caso esta vez. A mí me ha dado la impresión de que se trataba de una mujer adulta. Quizás es una trabajadora del Historie Scotland, o una arqueóloga o algo así. Aunque a mí me ha parecido que llevaba un vestido vaporoso.

El cielo encapotado empieza a verter a nuestro alrededor gotas grandes, gruesas y heladas que anuncian un inminente chaparrón. Nos levantamos y nos dirigimos tranquilamente hacia el coche poniéndonos las chaquetas impermeables. Aquí llueve tanto y tan a menudo que uno no suele preocuparse por acabar un poco mojado.

—¿Mañana tienes planes? —me pregunta Aithne mientras entramos en su Audi A3 plateado.

—Malcom quiere que asista a su comida familiar, como siempre —suspiro.

Aithne sonríe. El director Malcom tiene esposa pero no hijos, y lo que él llama su familia es una muestra variopinta de los personajes culturalmente distinguidos de la ciudad. Son comidas interesantes, se habla de historia, política y literatura, pero yo no acabo de sentirme cómoda. Sobre todo porque todos tienen al menos treinta años más que yo, y pese a ello se empeñan en hacerme opinar sobre todos los temas de los que hablan.

Y como siempre, el domingo se desarrolla estresante pero rápido. Me escabullo a mi estudio a media tarde alegando deberes que hacer. Tengo una televisión en el pequeño saloncito de mi suite privada de la mansión McEnzie, pero la veo poco. En vez de eso me acurruco en mi sillón de lectura, situado en un rinconcito acogedor con una lámpara de pie perfectamente enfocada. Escojo
El señor de los anillos
, mi libro preferido.

Me pongo a leer pero soy consciente de que estoy nerviosa, expectante. Si quiero ser sincera conmigo misma, tengo que reconocr que se debe a que mañana podré volver a abrir la biblioteca, y a que él me dijo que iría. Dioses, me estoy obsesionando mucho. Pero en fin, yo soy así. Me obsesiono por todo y luego me «desobsesiono» con la misma rapidez.

El lunes por la mañana, mientras me arreglo y acudo al instituto, me dedico a analizar exhaustivamente mis propias percepciones. Un hábito compulsivo que a veces me trae por la calle de la amargura. Para cuando llega el mediodía y nos dirigimos al comedor habilitado en las antiguas cocinas del castillo, no estoy tan dispersa, vuelvo a permanecer en el mundo de los vivos y me siento mejor. Ya he decidido que, si me apetece ir a la biblioteca para ver a Alar, es solamente porque es una cosa hermosa de ver. Es un chico muy guapo, y a todos nos gusta admirar las cosas bonitas. Sin embargo, también me recomiendo a mí mismo no convertir esa expectación en una costumbre, pues sin duda el chico acabará de investigar lo que sea que esté estudiando y ya no volverá más. Y sería muy tirste si por ello le pierdo el gusto a la biblioteca, cuando al principio me había atraído por sí misma. Así que con semejantes lecciones en la cabeza, me despido de Aithne cuando acaban las clases diciéndole que le dé recuerdos telefónicos a Brian de mi parte. Es un chico estupendo y hacen una pareja maravillosa. Me dirijo con paso calmo a la biblioteca y evito por todos los medios peinarme el pelo y arreglarme la ropa una y otra vez.

Como una buena profesional, doy una vuelta por la biblioteca para asegurarme de que todo está en orden. Pero no lo está, para mi sorpresa. Me percato no sé cómo de que hay un libro fuera de su lugar. Tengo una buena memoria visual, y el libro movido destaca casi con luz propia. Se trata de un compendio de parapsicología sobre el más allá que alguien ha recolocado el pasillo de filosofía, nada menos.

Mientras rezongo y lo cargo en el brazo izquierdo para devolverlo a su sitio, me río por lo bajo. Tendré que decirle a Keir que su fantasma de la biblioteca ya está haciendo de las suyas, cambiándome los libros de lugar. Pero lo cierto es que el jueves por la tarde el libro estaba en su sitio cuando cerré, estoy casi segura. Me habría dado cuenta antes como me he dado cuenta ahora de que estaba ahí mal colocado, tan a la vista.

Supongo que debe de haber sido algún profesor o algún investigador de esos que acuden a la biblioteca por las mañanas en sus horas libres. Aunque a saber qué buscarán en semejante libro. Paso la sala de lectura, encendiendo algunas de las lamparitas que se ciernen sobre los sillones orientados al lago y al bosque, y me dirijo al despacho de los archivos. Para encender una nueva estufa, sólo por si acaso. Mientras me inclino sobre ella me doy cuenta del frío que hace en esta habitación. No lo entiendo.

—Cosas de los castillos —murmuro. 

Los científicos han dictaminado que el supuesto frío que acompaña a los fantasmas en lugares como éste no se debe a otra cosa que a las corrientes  propias de un lugar del norte y la irregularidad de las paredes de piedra.

—¡Dios!

Me llevo un susto de muerte cuando me enderezo girándome hacia la puerta. Alar está ahí, mirándome con esa expresión expectante que parece ser su saludo inicial. Los cabellos de ese imposible naranja oscuro le caen sobre el maravillosamente verde y transparente ojo izquierdo. Hoy viste una chaqueta de lana gris oscuro sobre unos tejanos desgastados y zapatillas de deporte. Y me doy cuenta de que es la primera vez que le veo llevar una libreta para apuntar cosas.

—Dios —murmuro de nuevo pero ya más tranquila—, qué silencioso eres.

—Lo siento —me dice sonriendo; parece que le hace gracia mi comentario—. ¿Dónde vas con ese mamotreto? —Se fija en el libro de parapsicología—. ¿Te interesan los asuntos paranormales?

—Claro que no —le responde casi indignada—. Estaba fuera de su sitio e iba a recolocarlo.

—Ah —me responde frunciendo el ceño de solidaridad, supongo—. Déjalo aquí y yo lo colocaré, si quieres. Así me entenderé un rato cuando me canse de mirar en los archivos.

—Como quieras —le dijo sorprendida, dejando el libro sobre la mesa—. Hasta luego.

Me sonríe antes de que me vaya. Estoy deseando que sea hora de cerrar, sólo para hablar de nuevo con él. Mi intención de aborrecerlo pronto se ha ido por tierra.

Cuando vuelvo a la sala principal me llevo una grata sorpresa. Uno de mis compañeros de clase de literatura espera para hacerme alguna consulta. Es uno de los chicos guapos, típico británico de cabellos claros y ojos acuosos. Y yo me siento analizada al momento, porque me está mirando con esa curiosidad fascinada con que acostumbran a hacerlo todos. Acusando ya la timidez, me dirijo rápidamente hacia él con una sonrisa de bienvenida, deseosa de parecer tan normal como cualquiera.

—Hola, Lia... ¿Has oído eso?

Ha sonado el eco de un ruido seco, amplificado por las paredes de piedra; supongo que a Alar se le ha caído el tocho de parapsicología al suelo. Por las tonterías que debe de poner.

—Hay un universitario en la sala de archivos, Ean —le digo a mi compañero.

Parece relajarse, quizás también él cree en la historia del fantasma del castillo.

—Estaba buscando un libro para hacer el trabajo de literatura sobre los infortunios de los escritores, ya sabes...

Me mira expectante. Está claro que espera que le dé una pista para saber dónde buscar. Evan juega a rugby, y dudo que sea un gran lector. Me lo pienso y le sonrío de nuevo, pues suelo suplir mi falta de habilidad a la hora de comunicarme con los demás con sonrisas.

—Pues supongo que te aconsejaría que fueras hasta la sala de lectura, y buscases allí entre las biografías de escritores a Verlaine o a Rimbaud, los «poetas malditos» de Francia.

—Gracias, Lia —me dice—. Recuérdame que te invite a un chocolate caliente.

Es una suerte que se haya girado cuando me pongo roja, y que tarde lo suficiente en volver para que ya se me haya pasado.

—Gracias —me dice levantando un libro que debe de datar de los años sesenta y mirándolo con desasosiego.

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