Taibhse (Aparición) (2 page)

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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

BOOK: Taibhse (Aparición)
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Aithne es una chica estupenda. Es una escocesa del norte, de las vacías y todavía místicas Highlands. Su familia es rica, muy rica, ya que gana mucho dinero con la lana de sus miles de ovejas. Pero ella es la chica más dulce, desinteresada y generosa de cuantas he conocido nunca. Y su aspecto es simplemente arrebatador. Sus facciones finas, el cabello rubio y brillante, sus ojos de un azul tan claro como su alma y su exquisita y romántica forma de vestir hacen que sea imposible no adorarla. «Pequeña llama» significa su nombre, y así es ella: un rayo de sol en este lugar sombrío. Y yo la quiero, casi desde el primer día en que la conocí hace ya un año. Aith es mi mejor amiga, la única a la que puedo dar ese nombre.

Quince minutos después, resoplando tanto por la carrera como por el frío, llamo al timbre de su casa, situada, como mi hogar adoptivo, en la Old Town de la ciudad. Mientras estudie en Edimburgo Aithne vive con sus tíos porque sus padres siguen en el norte, en Inverness. Como sabe que soy yo, le ahorra al ama de llaves el paseo hasta la puerta. Sonríe cuando abre, y se hace a un lado para dejarme pasar.

—¿Vienes del instituto o de las islas Shetland?

—Muy graciosa —le respondo mientras me quito de encima al menos cinco kilos de ropa entre el abrigo, la bufanda y el suéter—. Te recuerdo que, de donde yo vengo, a estas alturas del año estamos todavía a más de veinte grados, no a menos de cinco.

—Hace más de un año que vives aquí, Liadan —me recuerda Aith con suavidad mientras una doncella del servicio me lleva mi ropa de abrigo.

—Gracias, Mary —le digo a la doncella; tampoco me acostumbro a que me sirvan así. Me vuelvo hacia Aithne—. Hablando de lugares helados y desiertos. ¿Cómo está Brian?

—Muy bien —me contesta mientras su rostro de ángel se ilumina con una sonrisa.

¡Qué fácil es hacerla feliz!

Brian, su novio, está en la universidad. O más bien en su simulacro de aula al aire libre. Estudia Arqueología y, en un país tan lleno de yacimientos como Escocia, eso significa quedar asignado a un asentamiento casi desde el primer curso. Y Brian, que ha empezado segundo, está ahora en Skara Brae, uno de los yacimientos más importantes de las islas Oreadas, lo que representa estar lejos de Aithne la mayor parte del año. De hecho, ella ya debería estar también en la universidad, pues tiene un año más que yo. Hace dos años, el verano anterior al de mi llegada, el viento arrancó de cuajo una rama en el parque y le golpeó la cabeza. Aith pasó cuatro meses en coma y otros cinco de recuperación en el hospital, con lo que perdió un curso y se ha retrasado un año.

Mientras subimos a su cuarto, me explica todos los pormenores de su última conversación telefónica con Brian; cada tarde, alrededor de las seis, hablan por teléfono largamente. Es una ironía que Aithne sufra, porque la que hubiese tenido que sentirse sola soy yo. Pero después de todo, yo soy una persona ya de por sí solitaria, y Aithne no. Es tan bonito orila hablar con tanta emoción de su novio, que tengo la sensación de que a mí se me escapa algo, de que me pierdo algo importante de la vida.

—Te envidio —murmuro cuando llegamos a su gigantesca habitación.

Aith me mira apretando los labios, con algo parecido a la compasión.

—No me envidias. Tú no quieres que un chico ocupe tanto tiempo en tu vida.

Tiene razón. Cambio de tema rápidamente y le recuerdo que aún tenemos que hacer los deberes de matemáticas. Al momento estamos tumbadas en el suelo de su habitación, bien cerca de la chimenea, haciendo cálculos mentales. Sin embargo, a Aith le está costando concentrarse más de lo normal, y tamborilea con el lápiz sobre la alfombra.

—¿Qué pasa? —le preguntó cuando me desconcentra a mí también.

—Esta noche Keir toca en el Red Doors. ¿Vendrás conmigo?

No me hace falta pensarlo mucho. Keir, su primo, tiene dos años más que yo y toca en un grupo. Su música me gusta, y él más. Tiene un parecido al actor Charlie Hunnam que quita el hipo, pero salir de fiesta con Aith me provoca pavor. Todas las miradas y cuidados se centran siempre en ella, y de rebote también en mí. Son más atenciones de las que puedo soportar con entereza.

—Es que no he avisado a Malcom —argumento. Malcom es para el resto de la gente el profesor McEnzie, el regio director del Royal Dunedin, pero a mí me obliga a llamarlo Malcom, o lo que es peor, tío. La muerte de mi madre, a la que conocía bien, le rompió el corazón y se ha empeñado en convertirse en mi familia mientras viva en su enorme casa y acuda a su elitista instituto.

—Para eso existen los teléfonos, Liadan —me reconviene Aith—. Tendrás que inventarte una excusa mejor.

—¿Soy menor de edad? —pruebo.

—Vamos, Lia —me suplica Aithne—. Ya sabes que me divierto más contigo. Y te lo pasarás bien.

Suspiro. Acabo accediendo, evidentemente, nadie puede negarle nada a Aithne cuando pone esa cara de ángel desvalido. Me abraza, arrugando tanto mis deberes como los suyos, y pasando por alto el hecho de que a mí esos fraternales contactos físicos me incomodan por instinto. Nos pasamos un rato tratando de alisar sobre la alfombra las hojas de papel.

En Edimburgo es de una importancia vital ir bien vestido. A mí, que vengo de un lugar donde uno no tiene por qué expresarse a través de la ropa, me provoca pasmo el hecho de que en la capital de Escocia todas las mujeres van de punta en blanco, aunque se dirijan a un pub de aires vampíricos. Así que tengo que dejar que Aithne me vista, pues vengo del instituto con tejanos y suéter de lana. Es una suerte que tengamos la misma talla.

—No te preocupes —me dice abriendo su ropero descomunal—. Encontraremos algo oscuro y suficientemente recatado para que te guste.

A las nueve salimos de su casa para encaminarnos al Red Doors que, como casi todo lo que pueda interesarnos, está más allá de las meadows. Las meadows son una especie de parque alargado que por su falta de uniformidad y su perfil ondulado, más bien parecen un trozo de terreno ancestral que ha quedado intacto mientras la ciudad crecía a su alrededor. Aunque ya es de noche, aún hay gente que aprovecha la luz de las farolas para jugar al golf. En Edimburgo la gente juega al golf en cualquier parte. Me sujeto el precioso vestido gris oscuro que me ha prestado Aith, para que los bajos no se impregnen con la humedad de la hierba. Me siento como una princesa medieval de estilo gótico, pero me gusta. Ésa es otra de las cosas buenas de Edimburgo: por insólitamente que vayas vestido, siempre hay alguien, o más bien un buen número de gente, vestido más raro que tú.

El Red Doors está ubicado en el puente George IV, en la zona más céntrica de la parte vieja de Edimburgo y muy cercana del castillo y de la catedral. Como muchas otras cosas en Escocia, el pub está construido dentro de lo que había sido una hermosa iglesia picuda, cuya aguja se alza por encima de las casas de tres pisos tan características de las ciudades de la isla anglosajona. Esta iglesia en cuestión parece una pequeña catedral de piedra oscurecida, cuyas puertas rojas (de ahí el nombre del local) le dan todo el aspecto de ser una entrada al infierno.

—Buenas noches, señorita McWyatt —le dice el portero a Aith mientras nos abre la puerta—. Señorita Mountblanch.

El ambiente está muy caldeado dentro del pub, así que me quito jubilosa el abrigo para dejarlo en un pequeño altar lateral de la iglesia, reconvertido en guardarropa. El grupo de Keir ya está en el escenario, así que tras pedir unas bebidas en la barra nos instalamos en una mesa de taburetes altos, dispuestas a escuchar las canciones que hemos oído montones de veces con la misma ilusión de siempre. Nos gusta la música gótica del grupo, los Lost Fionns. Es un nombre difícil de traducir, porque en la mitología escocesa los «Fionns» eran entes masculinos muy guapos y caballerescos que embaucaban a las doncellas y se las llevaban a sus castillos mágicos. Lo de «Lost» habe que la traducción sea algo así como los príncipes encantadores malditos. Muy revelador.

Mientras a mi lado Aith tararea la melodía, yo soy incapaz de apartar la mirada de su primo Keir. «Oscuro» es el significado de su nombre en contraste con el de su prima, pero se parecen mucho y también él parece un ángel. Es guapo y simpático, perfecto. En cuanto el grupo acaba su actuación, Keir se dirige hacia nosotras mientras la gente lo felicita y lo saluda al pasar por su lado. Le aplaudimos entusiasmadas cuando llega a nuestra mesa y él esboza una de sus sonrisas arrebatadoras. Tiene el pelo rubio cobrizo húmedo de sumor, desgreñado. En este momento me recuerda horrores a un guerrero vikingo tras la plenitud de la batalla. Al fin y al cabo, ellos tampoco son escoceses originales, sino que sin duda descienden de los invasores escandinavos.

—Qué bien que hayas venido —me dice Keir tras saludar a su prima—. Espero que Aith no haya tenido que arrastrarte mientras tú pataleabas.

Yo, por supuesto, me pongo roja aunque, gracias a la oscuridad del local, no puede notarse mucho. Me limito a sonreír; se me da muy mal alzar la voz, puesto que no acostumbro a hacerlo nunca, y cuando grito para hacerme oír suelo sonar brusca.

—Me han dicho que a partir de mañana mantendrás abierta la biblioteca del instituto después de las clases —dice Keir acercándose para que podamos escucharnos.

—Sí, hasta las ocho —le digo casi al oído.

—Vaya, eres valiente —me dice inesperadamente.

—¿Por...? —aventuro.

—No me digas que nadie te ha explicado la historia del fantasma dunedino.

En Escocia abundan los fantasmas, incluso más que en Londres y su torre sangrienta. Muchos escoceses creen en su existencia, y parapsicólogos y pseudocientíficos de todo el mundo se acercan hasta el Stirling Castle, las catacumbas de la ciudad de Edimburgo, el castillo o el cementerio de Greyfriars, para realizar psicofonías y análisis diversos. Yo, como soy agnóstica y esencialmente una persona de ciencias, no creo en la existencia de fantasmas. Si me lo demuestran, genial, existirán, pero nadie me lo ha demostrado todavía.

—Aún hay otro fantasma en el castillo —dice Aithne con la sonrisa más maliciosa de la que es capaz—. A mí me explicaron que a veces en el lago del jardín de atrás se ve a una doncella de blanco. Que se ahogó en el siglo XVIII.

Keir mira al suelo, y parece angustiado. Sin embargo, enseguida se repone y sonríe, así que supongo que me lo he imaginado. Apoya los brazos sobre la mesa y me mira.

—Ya sabes que el castillo del Royal Dunedin fue construido en el siglo XV —dice. Keir también había ido a nuestro instituto, con Brian, el novio de Aithne, y ahora estudia Historia en la Universidad de Edimburgo—. Pues en ese mismo lugar, bastante tiempo antes, cuando allí sólo había un torreón, hubo una batalla entre los antecesores escotos de William Wallace, Braveheart, y los seguidores del rey de Inglaterra. Muchos guerreros murieron y no fueron enterrados correctamente según sus costumbres —su expresión se vuelve enigmática—. Uno de ellos no pudo traspasar la barrera al otro mundo y quedó atrapado aquí, viviendo en el antiguo torreón y luego en el castillo que construyeron encima. Desde entonces lo han visto u oído a veces, un chico que vagabundea por los pasillos y que cambia libros de sitio en la biblioteca.

—Bueno —le digo alzando las cejas—. Mientras no moleste a los demás usuarios y se olvide de mezclar los libros después de consultarlos, por mí, que se pasee cuanto quiera.

—Qué descreída eres, Lia —me dice Keir negando con la cabeza.

—Pero vamos... Es que es una teoría que no se sostiene. ¿Por qué algunos muertos se mueren del todo y otros no? —insisto.

Keir sonríe con picardía.

—Pregúntaselo a tu fantasma de la biblioteca —me aconseja.

Le río la gracia; si pretende amedrentarme lo lleva claro. Qué valiente, y qué ingenua, me siento en mi escepticismo; quizás demasiado.

Nos quedamos aún otras dos horas con Keir y su grupo, charlando y bebiendo. Todos bromean conmigo porque bebo Coca-Cola estando en el lugar donde se hace una de las mejores cervezas del mundo, pero no me gusta el alcohol. Y ya soy mayor para dejarme arrastrar a tontas borracheras de aquéllas por las que después deseas que se te trague la tierra. Son más de las doce cuando regresamos a cas a través de los meadows. Keir nos acompaña, puesto que Aith vive en su casa, y se ofrece a acompañarme a la mansión del director McEnzie. Como he dicho, hay gente muy rara en Edimburgo y es parte de su encanto, pero sólo si no tienes que cruzarte con ella a solas y de noche. Si no fuera tan tarde y no hubiese visto a ese tipo tan extraño en el Bruntsfield Park, vestido como si hubiese salido de la Segunda Guerra Mundial, habría rechazado la oferta.

Andamos la mayor parte del camino en silencio. Después de un año Keir me conoce lo suficiente como para saber que, si quiere que hablemos, tendrá que iniciar él la conversación. Me pregunta qué tal me van las clases, qué me parece tal o cual profesor, y qué añoro más de mi país. Mientras tanto yo admiro íntimamente su facilidad de palabra. Para cuando llegamos a la verja de la casa de los McEnzie, discutimos sobre si es mejor el calor o el frío.

—En el fondo prefiero el frío —digo mientras llamo al timbre y espero a que el guarda me reconozca por la cámara del intercomunicador.

Keir se echa a reír; él sólo lleva una cazadora ligera de cuero encima del fino suéter azul.

—Cualquiera lo diría, Lia.

—Buenas noches, señorita Montblanc —dice de pronto el guarda a través del intercomunicador.

Malcom se ha preocupado de que todos en su casa pronuncien bien mi apellido.

—Buenas noches —respondo mientras abro la verja desbloqueada—. Buenas noches, Keir, gracias por acompañarme.

—Ha sido un placer, Liadan. Ya nos veremos —dice antes de dedicarme una última sonrisa y marcharse por donde ha venido.

Me pongo roja mientras cruzo el jardín y me dirijo rápidamente a la puerta de la casa. No le doy vueltas al asunto. Es tarde, y no me gusta trasnochar cuando tengo que madrugar; mi cuerpo no puede seguir el ritmo obsesivo de mi mente y me desespero.

Tal como había supuesto, tanto Aithne como yo nos pasamos bostezando toda la mañana. Pero no nos arrepentimos, ha sido una noche divertida. Aith se pasa la hora de lengua inglesa tratando de convencerme de que su primo está interesado en mí, y yo contraataco durante la clase de matemáticas con los muchos motivos por los que es poco probable que suceda semejante cosa. Aithne deja de insistir cuando el número de mis argumentos en contra de su teoría llega a la veintena. En historia no nos queda más remedio que prestar atención, pues el profesor nos está indicando las pautas para hacer un trabajo de investigación que podría representar el 50% de la nota final de la asignatura. A mí me gusta mucho hacer trabajos, más que presentarme a los exámenes.

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