Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
V
uelvo sobre mis pasos en cuanto me aseguro de que Liadan ha entrado en el castillo, obligándome a tratar de pasar desapercibido aunque me resulte extraño y complicado. Cuando el castillo se convirtió en instituto me lo tomé con resignación y me acostumbré a ser silencioso. Mi existencia dependía de ello, pues si yo hubiese tratado de ahuyentarlos, al final ellos hubiesen tratado de ahuyentarme a mí también. Pero han pasado muchos siglos desde la última vez que me importó que pudieran verme, y ese pensamiento me hace estremecer. Porque no entiendo esta situación, y mucho menos la controlo. Me detengo en la esquina del edificio y miro hacia arriba, esperando a que se apaguen todas las luces de la biblioteca y pueda estar seguro de que ella no va a verme por las ventanas de la sala de lectura. Tarda en irse más de lo que hubiese esperado, y deseo que el dolor de cabeza no le esté dando problemas. Porque siento haberla golpeado.
Mientras sigo en la esquina, medito sobre mi comportamiento, pues no sé cómo se me ha ocurrido llevarla al cementerio. Supongo que es otra de mis costumbres, tan obsesivas como inevitables, la de encaminarme hacia allí en cuanto salgo al jardín y camino por el bosque. Pero lo peor es que por un momento se me ha ocurrido la idea de arrastrarla conmigo al otro lado. No la mato, y de repente estoy pensando en llevarla conmigo como si fuera el móvil, los libros o alguna pieza de ropa. Estoy descubriendo la parte de la naturaleza que menos me gusta de mí, y me asusta que pueda tener repercusiones en ella.
Suspiro cuando al fin se apagan las luces de la biblioteca y vuelvo hacia el lago, donde Caitlin ya me está esperando. Ése es el motivo por el que he tomado la senda norte para volver al cementerio, pues temía que Liadan pudiera ver a Caitlin también si pasábamos junto al lago siendo ya el atardecer.
—Tenías razón —le digo a Caitlin cuando me siento a su lado a mirar el remanso de agua que fue su tumba y es su hogar—. Ha empezado a recelar. Es una joven lista, más de lo que le conviene. Pero la he engañado, y trataré de que no vuelva a tener sospechas. Eso es lo bueno de estos tiempos, que la gente es incapaz de creer cosas que no puedan ser verdad.
Caitlin me mira a través de los cabellos siempre húmedos.
—Alastair... —me dice en tono ominoso—. Te has encaprichado —sentencia.
—Supongo que sí —reconozco, porque he visto la obsesión en otros de los míos y sé que es lo que tengo yo: obsesión por Liadan—. Pero hacía mucho tiempo que no hablaba con uno de ellos, Caitlin. Tengo curiosidad, y tienes que estar de acuerdo conmigo en que difícilmente tendré otra oportunidad como ésta.
Caitlin suspira; ella, que sólo puede apartarse unos pasos más allá del lago, comprende mejor que yo la necesidad de sentir a otros cerca. Sin embargo, es realista cuando añade:
—Pero acabarás haciéndole daño. Todos lo hacemos, tarde o temprano. Está más lejos de ti de lo que te parece ahora. Y ten en cuenta que si descubre la verdad, podría hacer algo contra nosotros. Quién sabe lo que podría conseguir la ciencia actual, quizás podría acabar con nosotros —se estremece, y desvía la vista hacia el agua del lago—. No me puedo creer que te vea tan normal como para creer que tú también eres uno de ellos...
—A mí también me da un poco de miedo. Me pone nervioso estar junto a ella. Es tan... —intento encontrar la palabra apropiada para describir el hecho de que sea capaz de comunicarse conmigo de esa forma tan innatural—. No lo sé, tan extraña.
—Me pregunto qué tendrá de especial —murmura Caitlin sobrecogida—. ¿Crees que también podría verme a mí? ¿O a otros?
—No lo sé, pero espero no tener que comprobarlo. Cuanto más tiempo siga ignorando nuestra existencia, más vivirá. Lo importante es que sobreviva hasta que vuelva a su país.
La idea de que se marche no acaba de gustarme. Casi preferiría que descubriese la verdad, aunque muera, a cambio de que se quede aquí más tiempo.
Me quedo paralizado y frío, literalmente, porque me sorprendo y me aterro a mí mismo. Sacudo la cabeza ante tan crueles pensamientos, tan poco propios de lo que yo esperaba de mí mismo.
—¿Alar? —musita Caitlin, y la ilusión de su aliento parece un vaho invernal.
Sin duda ella, mucho menos escrupulosa que yo, sabe perfectamente lo que está pasando por mi mente en este momento. Porque hace tan sólo dos años por su mente pasó un pensamiento igual. Y trató de llevarlo a cabo.
—No pasa nada —le digo.
Ni va a pasar, me juro a mí mismo.
La mañana del viernes decido asegurarme de que Liadan se ha olvidado de la idea de que está loca. La veo llegar al interior del instituto abstraída con lo que sea que está escuchando a través de los auriculares del iPod, y pasa por entre los alumnos como si ella misma fuera una aparición. Es increíble cómo hace parecer que no ve a los demás, y que los demás no la ven a ella. Como un fantasma. El joven que la interpeló en la biblioteca le corta el paso en la primera planta; debe de saber que es la única forma viable de interceptarla. Liadan se sonroja cuando alza la mirada, pero acepta agradecida el chocolate caliente que el joven le está sacando de la máquina de bebidas. Se la ve contenta hoy: decidida. Y yo me tranquilizo, pues tiene una nueva chispa de alegría en la mirada oscura. Mal que me pese, espero complacido que nuestro pequeño paseo de ayer tenga algo que ver con ello.
Cuando se deshace del chico del chocolate, Liadan se reúne con su amiga rubia con rostro de ángel cristiano, o valquiria vikinga. Liadan no parece tener muchas amigas más así que ésta debe de ser la prima del joven que estudia Historia, el que ha puesto en peligro mi coartada universitaria. Con el ruido de fondo que hacen el resto de estudiantes que esperan para entrar en clase no puedo oír lo que cuchichean desde aquí, pero veo cómo Liadan desvía la vista al suelo con vergüenza mientras su amiga da unos saltitos, emocionada. Tengo la sensación de que en ese momento yo soy el tema de conversación y no me importa, incluso me halaga. Es una forma de mantener a Liadan cerca de mí; aunque espero que no se le ocurra la idea de tratar de presentarme a su amiga.
Durante la hora de la comida se sientan con otro pequeño grupo de estudiantes que incluye a una joven que mira mal a Liadan y cuatro chicos entre los que encuentra el joven del chocolate. Tantos años de observar a la gente me permiten adivinar fácilmente cuál es el problema que tiene la joven morena con Liadan; a veces las chicas son realmente crueles y competitivas. Eso no ha cambiado desde los tiempos en que yo era uno de ellos. Liadan, sin embargo, no parece menospreciar a la otra joven por su manifiesta hostilidad, sino que intenta contentarla, y la trata con generosa cortesía. Más de lo que la otra se merece, pero eso no es cosa mía.
Mientras comen, hablan sobre la posibilidad de ir al cine el domingo por la tarde, a lo que ellas se apuntan por deseo de la joven rubia. Pero Liadan se excusa para hacer cualquier plan el sábado, y en su mirada vuelve a brillar esa chispa de vehemente decisión.
—¿Por qué no quieres quedar el sábado? —le pregunta su amiga cuando se encaminaban hacia el segundo piso para las clases de la tarde.
—Tengo cosas que hacer. Entre otras, tratar de que me arreglen el móvil.
Se me escapa una carcajada que nadie oye. Difícilmente podrán arreglarle el teléfono, si estoy al día de los avances tecnológicos.
—¿Te acompaño? —se ofrece su amiga.
—No hace falta, Aithne, de verdad —contesta Liadan apartándose sin darse cuenta un mechón de esos hermosos cabellos naranjas desvaídos que le caen sobre la frente—. Además son las jornadas de puertas abiertas en las universidades, ve a ver la facultad de Psicología como querías.
—De verdad que aún no me puedo creer que prefieras volver a Barcelona en vez de quedarte aquí a estudiar, Lia —dice Aithne quejumbrosa, poniendo voz a sus pensamientos y a los míos.
Liadan no le contesta, pero se pone seria mientras se alza de hombros. Me da la sensación de que ni ella misma está tan segura de su decisión, y yo no sé si alegrarme o no.
Entonces se alejan y ya no puedo seguir oyéndolas, pero Liadan parece alegre y relajada, así que no me preocupo más por ahora. Me voy a la biblioteca sabiendo que hoy, al ser viernes, no habrá peligro alguno. La fuerza de la rutina me arrastra hasta aquí, y supongo que hay algo más que incercia en el hecho de que invariablemente, cada tarde, la voluntad me conduzca a este lugar. Es un misterio que ninguno de nosotros ha podido dilucidar, pero como tengo cosas que investigar tampoco es algo que me preocupe.
Prácticamente no me ha molestado el hecho de que, ya tantos años atrás, el castillo dejara de estar abandonado para convertirse en un hormiguero lleno de laboriosos adolescentes ocupados en aquello que su época les dictara. Incluso se hizo más entretenido, porque he tenido así cosas nuevas que ver y una forma fácil de mantenerme al día de los avances del mundo, tan ajeno a muchos de nosotros. Tan sólo una vez tuve algún contratiempo con una alumna, pero esa joven no vivió para convertirse en un problema de verdad.
A esta hora en que el castillo aún hierve de vida, me conformo con la luz que proviene de fuera por las ventanas de la sala de lectura mientras estoy en la biblioteca. Aguanto así hasta que el instituto está cerrado y no queda nadie que pueda recelar al ver las luces encendidas. Al menos había sido así hasta la llegada de Liadan.
Sacudo la cabeza para conjurar fuera de mi mente esos pensamientos que me hacen impacientarme y enfadarme. Es curioso cómo la emoción y la ira, la complacencia y el miedo, pueden cohabitar en mi pensamiento. Y cómo yo me había visto libre de obsesiones en mi largo tiempo hasta este momento. Pero no tiene sentido darle vueltas al asunto, por inverosímil y escalofriante que sea. Está sucediendo, así lo han querido las mareas del mundo, y no hay nada que pueda hacer al respecto. Nada que quiera hacer al respecto. Cojo el libro de parapsicología, que otra vez está fuera de su lugar, y dejó el archivo para cuando pueda encender las luces. En estos momentos descubrir cuál es el problema con Liadan, o conmigo, me parece tan importante como averiguar hasta dónde llegaban los terrenos del viejo torreón cuando yo quedé anclado a él. Sólo el hecho de necesitar saber cosas de mi pasado me ayuda a recordar que yo fui como ellos una vez.
Atardece ya, y estoy empezando a pensar en encender las luces cuando de pronto oigo cómo se abre la puerta de la biblioteca. Temiendo que pueda tratarse de Liadan, la única que podría saber que estoy aquí, me llevo un susto que sume la sala en un ambiente gélido. Difícilmente podría explicarle qué hago dentro de una biblioteca cerrada con llave. Me levanto rápidamente del sillón, recordándome todo el tiempo que si es ella podría oírme si hago sólido, pero entonces me acuerdo del libro de parapsicología que aún tengo en las manos. Me arriesgaría mucho si fuese a dejarlo en su sitio, porque podría cruzarme con ella y eso sería todavía peor. Lo escondo entre las biografías de la sala de lectura lo más silenciosamente que puedo y me oculto en la estantería yo también, sobreponiéndome a la tentación de ir a espiar y saber qué sucede en mi biblioteca.
—No está aquí —oigo murmurar a Liadan al cabo de un momento, algo más allá.
Las luces se apagan y la puerta de la biblioteca vuelve a cerrarse con llave. Salgo de la estantería aliviado. Debió de perder algo ayer y lo estará buscando, pobre chiquilla; pasado el sobresalto, me hubiese gustado poder ayudarla. Me río con ganas ante mi propia necedad, pues me estoy volviendo paranoico yo también al pensar que era a mí a quien buscaba.
E
squizofrénica o no, estoy lista para llevar a cabo mis pesquisas por absurdas que sean. La visita a la biblioteca me ha convencido de llegar hasta el final. Juraría que he escuchado un ruido dentro de la sala vacía, pero me he obligado a convencerme de que en los edificios antiguos los crujidos son normales. Porque valiente sí soy, pero no tanto como para hacer como las protagonistas de las películas de terror, que van directas a la boca del lobo creyendo que no puede haber nada. Sin embargo, la ausencia del estúpido libro de parapsicología, cuando estoy segura de que lo dejé en su sitio al cerrar ayer, me da pie a pensar que no me lo he imaginado.
Bajo a ver al conserje.
—Disculpe, James —lo llamo, haciéndolo salir de su pequeño despachito junto a las grandes puertas—. ¿Sabe si esta mañana alguien ha abierto la biblioteca?
El regio anciano, vestido como un mayordomo de película, saca una especie de libro de visitas y mira lo que hay apuntado en él. O lo que no hay, más concretamente.
—No, señorita —me dice muy seguro de sí mismo—. Nadie la ha visitado esta mañana. ¿Hay algún problema?
—Había un libro fuera de su sitio —digo tratando de esconder mi angustia—, eso es todo.
James sonríe con picardía, enmarcando sus ojos claros con finas amiguitas.
—No es usted la única que ha percibido cosas extrañas, ayer una de las mujeres de la limpieza se puso nerviosa en un pasillo de arriba —susurra—. A ver si ha sido el fantasma.
Sonríe, pero sus ojos están muy serios. Se me ha quedado la boca seca.
—A ver —le contesto tratando de reírle la chanza—. Buenas tardes, James.
—Buenas tardes, señorita Montblaench.
Recuerdo a la pobre mujer de la limpieza que en mi sueño había atravesado a Alar para alejarse de la presencia invisible que había sentido a su alrededor. Está claro que no me he inventado que la mujer se puso nerviosa, si el conserje también está al tanto. Ahora ya estoy segura de que algo extraño sucede por imposible que sea, y decido seguir adelante con mi plan. Me voy directamente al jardín trasero del castillo. Corro, más que camino, a través de la pequeña senda sinuosa por la que me llevó Alar ayer. Cuando ya estoy llegando al claro de los cairns, camino más despacio y me detengo entre el follaje húmedo, a un lado de la senda. Compruebo que no haya nadie en el antiguo cementerio. En cuanto me aseguro de que está vacío, inspiro hondo y me lanzo hacia las losas del fondo.