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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (4 page)

BOOK: Taiko
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—Si todavía existiera el árbol genealógico de los Kinoshita, podría hablarte de tus antepasados, pero quedó reducido a cenizas. Sin embargo, existe un árbol familiar vivo, y ha sido transmitido hasta llegar a ti. Es éste.

Yaemon se acarició las venas azules de la muñeca. Era la sangre.

Tal era su enseñanza. Hiyoshi asintió y entonces se contempló su propia muñeca. También él tenía aquellos vasos sanguíneos en su cuerpo. ¡No podía haber duda! Ningún árbol familiar estaba más vivo que aquél.

—No sé quiénes fueron nuestros antepasados antes de la época de tu abuelo, pero estoy seguro de que algunos de ellos fueron grandes hombres, samurais, seguramente, tal vez sabios. La sangre de tales hombres sigue fluyendo y yo te la he transmitido.

—Sí. —Hiyoshi asintió de nuevo.

—Sin embargo, yo no soy grande. Como puedes ver, no soy más que un lisiado. Así pues, Hiyoshi, ¡tú debes llegar a ser un gran hombre!

—Padre —dijo Hiyoshi, abriendo mucho los ojos—. ¿En qué clase de hombre he de convertirme para ser grande?

—Verás, no hay límite alguno a lo que puedes conseguir. Si, como mínimo, llegas a ser un guerrero valiente y llevas este recuerdo de tu abuelo, no sentiré ninguna pesadumbre cuando me muera.

Hiyoshi no dijo nada y pareció confuso. Carecía de confianza en sí mismo, y evitó la mirada de su padre.

Al observar la reacción desmerecedora de su hijo, Yaemon se dijo que era natural, ya que no era más que un niño. Tal vez el problema no estaba en la sangre sino en el entorno. Y al pensar así la tristeza inundó su corazón.

La madre de Hiyoshi había preparado la cena y esperaba silenciosamente en el rincón a que su marido terminara de hablar. Sus ideas y las de su marido eran totalmente divergentes. Que él alentara al pequeño para que se hiciera samurai le resultaba odioso, y oraba en silencio por el futuro de Hiyoshi. Hablar de semejante manera a un chiquillo le parecía de lo más irracional, y deseaba decirle que su padre decía tales cosas movido por su amargura y que cometería un error si seguía sus pasos. Si era un necio, no importaba, pero deseaba fervientemente que se dedicara a la agricultura, aunque sólo tuviera una pequeña parcela de tierra.

—Bueno, vamos a cenar. Hiyoshi y Otsumi, acercaos un poco más al hogar.

Empezando por el padre de los niños, les pasó los palillos y los cuencos.

Aunque aquélla era su cena habitual, un cuenco de clara sopa de mijo, cada vez que Yaemon la miraba se sentía un poco más triste, porque era un padre que no podía satisfacer las necesidades de su esposa y sus hijos. Con las mejillas y narices enrojecidas, Hiyoshi y Otsumi cogieron sus cuencos y tomaron la sopa con entusiasmo, sin molestarse en pensar que era un pobre condumio. Para ellos no había más riqueza que aquélla.

—Tenemos pasta de judías que me ha dado el dueño de la tienda de loza de Shinkawa, y en el cobertizo hay verduras y castañas secas, así que Otsumi y Hiyoshi pueden comer mucho —dijo Onaka, deseosa de tranquilizar a su marido sobre la cuestión económica.

En cuanto a ella, no cogió los palillos hasta que sus hijos tuvieron el estómago lleno y su marido hubo terminado de comer. Una vez finalizada la cena fueron a acostarse. En todas las demás casas sucedía más o menos lo mismo. Después de que oscureciese no brillaba ninguna luz en Nakamura.

Cuando se hacía de noche, empezaban a oírse ruidos de pisadas a través de los campos y a lo largo de los caminos. Eran los sonidos de las batallas cercanas. A los
ronin
, o samurais que habían perdido a su señor, los fugitivos y los mensajeros en misiones secretas les gustaba por igual desplazarse de noche.

A menudo Hiyoshi tenía pesadillas. ¿Acaso oía ruido de pisadas en plena noche o llenaba sus sueños la lucha por el dominio de la tierra? Aquella noche dio una patada a Otsumi, que yacía a su lado en la estera, y cuando ella lanzó un grito de sorpresa, el chiquillo exclamó:

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Hachiman!

Se levantó de un salto, despierto al instante, y aunque su madre le sosegó, permaneció a medias despierto y exaltado durante largo tiempo.

—Es una fiebre —dijo Yaemon, y aconsejó—: Quémale un poco de
moxa
sobre el cuello.

—No deberías haberle mostrado esa espada ni contado historias de tus antepasados —replicó la madre de Hiyoshi.

***

Al año siguiente se produjo un gran cambio en la casa: Yaemon cayó enfermo y murió. Hiyoshi no vertió ni una sola lágrima mientras contemplaba el rostro de su padre muerto. En el funeral se dedicó a corretear y saltar juguetonamente.

En el otoño del octavo año de Hiyoshi la casa volvió a llenarse de huéspedes. Se pasaron la noche haciendo pastelillos de arroz, bebiendo
sake
y cantando. Uno de sus parientes le dijo a Hiyoshi:

—El novio será tu nuevo padre. Fue amigo de Yaemon y también sirvió en el clan de Oda. Se llama Chikuami. Debes ser un buen hijo para él.

Hiyoshi, con un pastelillo de arroz en la mano, fue a echar un vistazo a la habitación. Su madre se había maquillado la cara y tenía una belleza desacostumbrada. Estaba con un hombre mayor a quien él no conocía y bajaba la vista. Al ver esa estampa el chiquillo se sintió feliz.

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Echad flores! —gritó Hiyoshi, el cual disfrutó más que nadie aquella noche.

Llegó de nuevo el verano. El maíz creció muy alto. Cada día, Hiyoshi y los demás niños del pueblo se bañaban desnudos en el río, y luego capturaban y se comían las ranitas rojas en los campos. La carne de la rana roja era incluso más sabrosa que el saquito de miel de la abeja coreana. La madre de Hiyoshi le había enseñado a comer ranas. Dijo que era una medicina para curar los trastornos infantiles, y desde entonces se había convertido en el alimento favorito del pequeño.

Al parecer, no había un solo día en que, cuando estaba jugando, Chikuami no saliera en su busca.

—¡Mono! ¡Mono! —le gritaba su padrastro.

Chikuami era un buen trabajador. En menos de un año había puesto orden en las finanzas familiares, y los días de hambre eran cosa del pasado. Si Hiyoshi estaba en casa, siempre le encargaban tareas desde la mañana hasta la noche, y si se mostraba perezoso o travieso la enorme mano de Chikuami no tardaba en golpearle la cabeza, algo que Hiyoshi detestaba con todas sus fuerzas. No le importaba trabajar, pero procuraba no atraer la mirada de su padrastro ni siquiera un momento. Todos los días sin excepción Chikuami hacía la siesta por la tarde. En cuanto podía, Hiyoshi salía sigilosamente de la casa, pero no transcurría mucho tiempo antes de que Chikuami saliera en su busca, gritando:

—¡Mono! ¿Adonde ha ido nuestro mono?

Cuando su padrastro salía a buscarle, Hiyoshi dejaba lo que estaba haciendo y se escondía entre las hileras de plantas de mijo. Chikuami se cansaba de buscarle y daba media vuelta. Entonces Hiyoshi se levantaba de un salto y daba un grito de victoria. Nunca consideraba la posibilidad de que al volver a casa no le dieran de cenar y le castigaran. Ese juego le entusiasmaba y no podía reprimirse.

El día al que los referimos, Chikuami caminaba nervioso entre el mijo, lanzando miradas aquí y allá.

—¿Dónde está el diablillo?

Hiyoshi subió corriendo la cuesta del terraplén, hacia el río.

Cuando Chikuami llegó al terraplén, se encontró allí con Ofuku, que estaba solo. Era el único que iba vestido en verano, y ni se bañaba ni comía ranas rojas.

—Ah, ¿no eres tú el muchacho de la tienda de cerámica? —le preguntó Chikuami—. ¿Sabes dónde se esconde nuestro mono?

—No lo sé —respondió Ofuku, sacudiendo la cabeza varias veces. Chikuami le intimidaba.

—Si me mientes, iré a tu casa y se lo diré a tu padre.

El cobarde Ofuku palideció.

—Está escondido en esa barca.

Señaló una pequeña embarcación fluvial varada en la orilla. Cuando el padre echó a correr hacia ella, Hiyoshi la abandonó dando un salto como un trasgo de río.

Chikuami se abalanzó contra él y lo derribó. Al caer adelante, Hiyoshi se golpeó la boca con una piedra. La sangre corrió entre sus dientes.

—¡Uf! ¡Me he hecho daño!

—¡Te lo tienes merecido!

—¡Lo siento!

Tras darle dos o tres cachetes, Chikuami lo alzó en vilo y regresó rápidamente a casa. Aunque llamara «mono» a Hiyoshi, lo cierto era que el muchacho no le desagradaba. Como tenía prisa por poner fin a su pobreza, Chikuami creía que debía ser estricto con todo el mundo, y también quería mejorar el carácter de Hiyoshi, a la fuerza si era necesario.

—Ya tienes nueve años, pequeño inútil —le reconvino.

Una vez en casa, cogió al chico del brazo y le propinó varios golpes más con el puño. La madre de Hiyoshi trató de detenerle.

—No deberías ser tan blanda con él —le dijo su marido en tono brusco.

Cuando la madre empezó a llorar, el marido zurró de nuevo al chiquillo.

—¿Por qué lloras? Estoy pegando a este mono retorcido porque creo que así le haré un bien. ¡No hace más que causar problemas!

Al principio, cada vez que le pegaba, Hiyoshi se cubría la cabeza con las manos y suplicaba perdón. Ahora había dejado de protegerse y lloraba con todas sus fuerzas al tiempo que empleaba un lenguaje insultante.

—¿Por qué? Dime, ¿por qué? Apareces como salido de ninguna parte y pretendes ser mi padre y pavonearte. Pero mi..., mi padre verdadero...

—¡Cómo te atreves a decir eso! —exclamó su madre, palideciendo. Ahogó un grito y se llevó la mano a la boca.

El descaro del pequeño redobló el furor de Chikuami.

—¡Pequeño sabelotodo que no sirve para nada!

Le arrojó al interior del cobertizo de almacenamiento y ordenó a Onaka que no le diera de cenar. Desde entonces hasta que oscureció se oyeron los gritos de Hiyoshi procedentes del cobertizo.

—¡Déjame salir! ¡Idiota! ¡Cabeza de alcornoque! ¿Es que todo el mundo se ha vuelto sordo? ¡Si no me dejáis salir prenderé fuego a esto!

Siguió llorando, emitiendo unos sonidos que parecían gañidos de perro, pero por fin, alrededor de la medianoche, dejó de llorar y empezó a dormirse. Entonces oyó una voz que le llamaba desde algún lugar cerca de su cabeza.

—Hiyoshi, Hiyoshi.

Estaba soñando con su padre muerto. Semidespierto, le llamó: «¡Padre!», pero se dio cuenta en seguida de que la figura que estaba en pie ante él era la de su madre, la cual había salido con sigilo de la casa para llevarle algo de comer.

—Cómete esto y tranquilízate. Por la mañana pediré disculpas a tu padre en tu nombre.

El chiquillo sacudió la cabeza y aferró las ropas de su madre.

—Es mentira. Él no es mi padre. ¿Acaso no ha muerto mi padre?

—Vamos, vamos, ¿por qué dices esas cosas? ¿Por qué has de ser irrazonable? Siempre te estoy diciendo que seas un buen hijo para tu padre.

Cuando Hiyoshi hablaba de esa manera, su madre sentía como si la acuchillara, pero el niño no podía comprender por qué lloraba hasta que todo su cuerpo se convulsionaba.

***

Al día siguiente, Chikuami empezó a gritar a Onaka desde que salió el sol.

—Fuiste a espaldas mías y le diste de comer en plena noche, ¿no es cierto? Eres tan blanda con él que su carácter nunca mejorará. Tampoco Otsumi se acercará hoy al cobertizo, ¿entendido?

El conflicto entre marido y mujer duró casi media jornada, hasta que finalmente la madre de Hiyoshi salió sola, llorando de nuevo. Regresó cuando el sol estaba a punto de ponerse, acompañada por un sacerdote del templo Komyoji. Chikuami no preguntó a su esposa dónde había estado y se limitó a fruncir el ceño. Estaba sentado en el exterior con Otsumi, trabajando sobre una estera de paja.

—Chikuami —le dijo el sacerdote—, tu esposa ha ido al templo para preguntarnos si aceptaríamos a vuestro hijo como acólito. ¿Nos das tu consentimiento?

Chikuami miró en silencio a Onaka, la cual estaba al lado de la puerta trasera, sollozando.

—Humm, supongo que eso podría estar bien, pero ¿no necesita un fiador?

—Afortunadamente, la esposa de Kato Danjo, que vive al pie de la colina de Yabuyama, ha accedido. Tengo entendido que es la hermana de tu esposa.

—Ah, ¿de modo que fue a casa de Kato?

Chikuami tenía una expresión amarga, aunque no ponía objeciones al ingreso de Hiyoshi en el templo. Aceptó tácitamente la propuesta y respondió con monosílabos a las preguntas que le hizo el sacerdote.

Tras dar una orden a Otsumi, Chikuami fue a guardar sus aperos de labranza, y durante el resto de la jornada trabajó con una expresión preocupada.

Después de sacarle del cobertizo de almacenamiento, la madre de Hiyoshi le hizo repetidas advertencias. Los mosquitos habían atormentado al chiquillo durante toda la noche y tenía la cara hinchada. Cuando supo que iba a servir en un templo, se echó a llorar, pero no tardó en sosegarse.

—El templo será mejor —afirmó.

El sacerdote llevó a cabo los preparativos necesarios para Hiyoshi mientras aún había luz, y cuando se aproximó el momento de la partida, incluso Chikuami parecía un poco triste.

—Escucha, mono, cuando entres en el templo debes cambiar de actitud y disciplinarte —le dijo al muchacho—. Aprende a leer y escribir un poco y haz que pronto te veamos convertido en todo un sacerdote.

Hiyoshi murmuró una breve palabra de asentimiento e hizo una reverencia. Cuando estuvo al otro lado de la valla, se volvió una y otra vez para ver a su madre, la cual le estuvo contemplando hasta que desapareció a lo lejos.

El pequeño templo se alzaba en lo alto de una colina llamada Yabuyama, a cierta distancia del pueblo. Era un templo budista de la secta Nichiren, y su sacerdote principal era muy anciano y estaba postrado en cama. Dos jóvenes sacerdotes se dedicaban al mantenimiento de los edificios y el terreno. Debido a los muchos años de guerra civil, el pueblo se había empobrecido y el templo contaba con pocos parroquianos. Hiyoshi respondió con rapidez a su nuevo entorno y trabajó con ahínco, como si fuese una persona diferente. Era de ingenio rápido y enérgico, y los sacerdotes le trataban con afecto y le aseguraban que le darían un buen adiestramiento. Todas las noches le obligaban a practicar caligrafía y le proporcionaban una instrucción elemental, durante la que el muchacho mostraba un talento para la memorización fuera de lo corriente.

Cierto día le dijo un sacerdote:

—Ayer me encontré con tu madre en la carretera. Le dije que estás haciendo progresos importantes.

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