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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (7 page)

BOOK: Taiko
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—¿Es que estás ciego?

—¡Idiota!

Mientras reconvenían a Hiyoshi, los servidores del samurai pisoteaban los platos rotos. Ni un solo transeúnte se acercó para ofrecer ayuda al muchacho. Hiyoshi recogió los fragmentos, los echó a la carretilla y la empujó de nuevo, hirviéndole la sangre de indignación por haber sido tratado en público de semejante manera. Y dentro de sus fantasías infantiles, se formuló un interrogante serio: «¿Cómo seré capaz de lograr alguna vez que esa clase de gente se postre ante mí?».

Poco después pensó en la regañina cuando regresara a casa de su patrono, y el frío semblante de Ofuku se impuso en su imaginación. Su gran fantasía, como un ave fénix remontando el vuelo, se desvaneció en un cúmulo de preocupaciones, como si hubiera sido engullido por una nube de semillas de amapola.

Había anochecido. Tras haber dejado la carretilla en el cobertizo, Hiyoshi se estaba lavando los pies junto al pozo. El establecimiento de Sutejiro, conocido como la Mansión de la Cerámica, parecía la residencia de un gran clan guerrero provincial. La imponente casa principal estaba vinculada a muchos edificios exteriores, y cerca se levantaban hileras de almacenes.

—¡Monito! ¡Monito!

Ante la aproximación de Ofuku, Hiyoshi se levantó.

—¿Qué?

Ofuku le golpeó en el hombro con la delgada caña de bambú que siempre llevaba cuando examinaba los aposentos de los empleados o daba órdenes a los trabajadores de los almacenes. No era aquélla la primera vez que pegaba a Hiyoshi. Éste se tambaleó e inmediatamente quedó cubierto otra vez de barro.

—¿Cuando te diriges al amo le dices «qué»? Por muchas veces que te lo diga, tus modales no mejoran. ¡Ésta no es la casa de un campesino!

Hiyoshi no replicó.

—¿Por qué no dices algo? ¿No lo entiendes? Di «sí, señor».

Temeroso de que le golpeara otra vez, Hiyoshi dijo:

—Sí, señor.

—¿Cuándo has regresado de Kiyosu?

—Ahora mismo.

—Mientes. He preguntado en la cocina y me han dicho que ya has comido.

—Estaba mareado. Temía desmayarme.

—¿Por qué?

—Porque tenía hambre después de haber andado tanto.

—¡Hambre! ¿Por qué no has ido a ver al amo nada más regresar para informarle?

—Iba a hacerlo, después de lavarme los pies.

—¡Excusas, excusas! Por lo que me han dicho en la cocina, gran parte de la cerámica que tenías que entregar en Kiyosu se te ha roto por el camino. ¿Es eso cierto?

—Sí.

—Supongo que te ha parecido correcto no pedirme disculpas directamente. Pensaste que se te ocurriría alguna mentira, que lo tomarías a broma o pedirías a la gente de la cocina que te protegiera. Esta vez no voy a tolerarlo. —Ofuku agarró una oreja de Hiyoshi y se la retorció—. Bien, adelante, habla.

—Lo siento.

—Esto lleva camino de convertirse en un hábito y no puede ser. Vamos a llegar al fondo del asunto. Ven conmigo, hablaremos con mi padre.

—Perdóname, por favor.

La voz de Hiyoshi sonó exactamente como el grito de un mono. Ofuku no aflojó su presa y empezó a encaminarse a la casa. El sendero que conducía desde el almacén a la entrada del jardín estaba oculto por una espesura de altas cañas de bambú chino.

Hiyoshi se detuvo de repente.

—Escucha —dijo, mirando ferozmente a Ofuku y apartando su mano de un manotazo—. Tengo algo que decirte.

—¿Qué te propones ahora? Aquí soy el amo, ¿recuerdas?

Ofuku había palidecido y empezaba a temblar.

—Por eso siempre soy obediente, pero he de decirte algo, Ofuku. ¿Acaso has olvidado tu infancia? Tú y yo éramos amigos, ¿no es cierto?

—Eso pertenece al pasado.

—De acuerdo, pertenece al pasado, pero no deberías olvidarlo. Cuando te tomaban el pelo y te llamaban «el crío chino», ¿recuerdas quién salía siempre en tu defensa?

—Sí, lo recuerdo.

—¿No crees que me debes algo? —inquirió Hiyoshi con el ceño fruncido. Era mucho más bajo que Ofuku, pero tenía tal aire de dignidad que nadie habría podido decir quién era el mayor—. Los demás trabajadores también hablan —siguió diciendo Hiyoshi—. Dicen que el amo es bueno, pero el joven amo es engreído y no tiene buen corazón. Un chico como tú, que nunca ha conocido la pobreza ni las penalidades, debería ponerse a trabajar en la casa de otro. Si vuelves a tiranizarnos a mí o a otros empleados, no sé lo que haré, pero recuerda que tengo un pariente que es
ronin
en Mikuriya, con más de mil hombres bajo su mando. Si viniera aquí para defenderme, podría echar abajo una casa como ésta en una noche.

El torrente de tonterías amenazantes de Hiyoshi, combinado con el fuego que despedían sus ojos, aterró al desventurado Ofuku.

—¡Amo Ofuku!

—¡Amo Ofuku! ¿Dónde está el amo Ofuku?

Los sirvientes de la casa principal llevaban algún tiempo buscando a Ofuku. Éste, apresado por la mirada de Hiyoshi, había perdido el valor para responderles.

—Te están llamando —murmuró Hiyoshi. Y, haciendo que sonara como una orden, añadió—: Ahora puedes irte, pero no olvides lo que te he dicho.

Con esta última observación, se volvió y dirigió a la entrada principal de la casa. Más tarde, con el corazón latiéndole violentamente, se preguntó si le castigarían, pero no le sucedió nada. El incidente fue olvidado.

***

El año llegó a su final. Entre los campesinos y los ciudadanos por igual, cuando un muchacho cumplía los quince años solía celebrarse una ceremonia que conmemoraba la mayoría de edad. En el caso de Hiyoshi, no había nadie que le regalara un mero abanico ceremonial y mucho menos que celebrara una fiesta. Como era Año Nuevo, se sentó en un ángulo de una plataforma de madera con los demás sirvientes, resollando y comiendo pastelillos de mijo cocinados con verdura, todo un lujo.

Se preguntaba entristecido si su madre y Otsumi estarían comiendo pastelillos de mijo aquel Año Nuevo. Aunque cultivaban mijo, él recordaba muchos fines de año en los que no había semejante exquisitez para comer. A su alrededor, los demás hombres refunfuñaban.

—Esta noche el amo tendrá visitantes, así que deberemos sentarnos bien derechos y escuchar sus relatos una vez más.

—Voy a fingir que me duele el estómago y me quedaré en cama.

—Eso no me gusta nada, sobre todo en Año Nuevo.

A lo largo del año se daban ocasiones similares dos o tres veces, en Año Nuevo y durante el festival del dios de la riqueza. Fuera cual fuese el pretexto, Sutejiro invitaba a gran número de personas: los alfareros de Seto, las familias de clientes importantes de Nagoya y Kiyosu, miembros de clanes samurai e incluso conocidos de sus parientes. A partir de aquella noche, habría en la finca un horrendo hacinamiento de gente.

Ese día Sutejiro estaba especialmente de buen humor. Recibió a sus huéspedes en persona, haciendo profundas reverencias y pidiéndoles disculpas por no haberles podido atender como hubiera querido durante el año que finalizaba. En la sala de té, que estaba decorada con una única flor, cuidadosamente elegida y exquisita, la bella esposa de Sutejiro servía té a sus invitados. Los utensilios que usaba eran excepcionales y preciosos.

El shogun Ashikaga Yoshimasa fue el primero que, a finales del siglo anterior, practicó la ceremonia del té como un ejercicio estético. El rito se extendió al pueblo llano y no transcurrió mucho tiempo antes de que, sin que nadie se diera cuenta conscientemente, tomar el té se hubiera convertido en una parte esencial de la vida cotidiana de la gente. Dentro de los límites de la estrecha sala de té con su única flor y una sola taza de té, era posible olvidar la turbulencia del mundo y el sufrimiento humano. Incluso en medio de un mundo corrupto, la ceremonia del té podía enseñarle a uno el cultivo del espíritu.

—¿Tengo el honor de dirigirme a la señora de la casa? —preguntó un guerrero huesudo que había llegado con los demás invitados—. Me llamo Watanabe Tenzo y soy amigo de vuestro pariente Shichirobei. Me prometió traerme aquí esta noche, pero por desgracia ha caído enfermo, por lo que vengo solo.

El hombre hizo una cortés reverencia. Era de porte gentil, y aunque tenía el aspecto aldeano de un samurai rural, pidió un cuenco de té. La esposa de Sutejiro se lo sirvió en un cuenco amarillo de Seto.

—No estoy familiarizado con la etiqueta de la ceremonia del té —comentó Tenzo, y miró a su alrededor mientras sorbía el té con expresión satisfecha—. Como cabría esperar de un hombre tan famoso y rico, los utensilios del té son ciertamente de primorosa artesanía. Perdonadme la rudeza, pero ¿no es esa jarra de porcelana que usáis una pieza de cerámica akae?

—¿Lo habéis notado?

—Así es. —Tenzo contempló la jarra, profundamente impresionado—. Si esta pieza cayera en manos de un mercader de Sakai, me atrevería a decir que obtendría por ella unas mil piezas de oro. Aparte de su valor, es un objeto muy hermoso.

Estaban conversando de esta guisa cuando les avisaron de que la cena esta preparada. La esposa de Sutejiro precedió a los invitados y todos pasaron al salón. Las plazas habían sido dispuestas en círculo alrededor de la estancia. Sutejiro, en calidad de anfitrión, se sentaba en el centro e iba saludando a los invitados. Cuando su esposa y las doncellas terminaron de servir el sake, el dueño de la casa ocupó su lugar ante una de las mesitas bajas. Entonces cogió su taza y empezó a contar anécdotas de los Ming, entre los cuales había pasado muchos años. A fin de poder hablar de sus aventuras en China, un país que conocía bien, pero que aún era relativamente desconocido en Japón, invitaba a toda aquella gente y la agasajaba con tanta prodigalidad.

—Bien, éste ha sido un auténtico banquete, y esta noche he vuelto a escuchar una serie de relatos muy interesantes —dijo uno de los invitados.

—He cenado espléndidamente, pero se está haciendo tarde —dijo otro—. Será mejor que me ponga en camino.

—Yo también. Es hora de despedirme.

Los invitados fueron marchándose uno tras otro y la velada llegó a su final.

—¡Ah, por fin! —exclamó un sirviente—. Los relatos pueden gustar mucho a los invitados, pero nosotros nos pasamos el año entero oyendo hablar de los chinos.

Sin disimular sus bostezos, los sirvientes, y Hiyoshi entre ellos, trabajaron frenéticamente para recoger la vajilla. Finalmente apagaron los faroles en la gran cocina, el salón y las habitaciones de Sutejiro y Ofuku, y atrancaron con una robusta barra la puerta en el muro de tierra del jardín. Era costumbre que las mansiones de los samurais, así como los hogares de los mercaderes acomodados, estuvieran circundadas por un muro de tierra rodeado a su vez por un foso, reforzado con dos o tres hileras de fortificaciones. Cuando caía la noche, tanto los habitantes del campo como los ciudadanos se sentían inquietos. Así sucedía desde el final de las guerras civiles del siglo anterior, y ya nadie lo consideraba extraño.

La gente se retiraba a dormir en cuanto se ponía el sol. Cuando los trabajadores, cuyo único placer era dormir, se metían en sus camas, se amodorraban como ganado. Hiyoshi, cubierto por una delgada estera de paja, yacía en un rincón de la habitación de los sirvientes varones, con la cabeza apoyada en una almohada de madera. Junto con los demás sirvientes, había escuchado los relatos de su amo acerca del gran país de los Ming, pero, al contrario que ellos, los había escuchado con avidez. Y tenía tal inclinación a fantasear que estaba demasiado excitado para dormir, casi como si tuviera fiebre.

Oyó un ruido extraño y se enderezó. Aguzó el oído, seguro de haber oído un sonido como el de una rama de árbol al romperse y, poco antes, el de sordas pisadas. Se levantó, cruzó la cocina y miró con sigilo al exterior. En la noche fría y clara el agua del gran barril se había congelado y de los aleros de madera pendían carámbanos como hojas de espada. Alzó la vista y vio a un hombre que trepaba por el tronco del enorme árbol que se alzaba al fondo. Hiyoshi supuso que el sonido que antes había oído era el de una rama que el hombre había roto con su peso. Observó la extraña conducta de aquella persona en el árbol. El hombre hacía oscilar de un lado a otro una luz que no era mayor que una luciérnaga. Hiyoshi se preguntó si sería una mecha. El arremolinado punto rojo perdió intensidad y se redujo a unas chispas humeantes arrastradas por el viento. Parecía como si el hombre estuviera enviando una señal a alguien al otro lado de los muros.

«Ya baja», se dijo Hiyoshi, ocultándose como una comadreja en las sombras. El hombre se deslizó por el tronco del árbol y avanzó a grandes zancadas hacia la parte posterior de la finca. Hiyoshi le dejó pasar y entonces fue tras él.

«¡Ah! Es uno de los invitados de esta noche», musitó con incredulidad. Era el que se había presentado como Watanabe Tenzo, el hombre a quien la esposa del amo había servido el té y que había escuchado los relatos de Sutejiro desde el principio al fin. Todos los demás invitados se habían ido a sus casas, lo cual planteaba algunos interrogantes: ¿Dónde había estado Tenzo hasta ahora? ¿Y por qué? Vestía de un modo distinto al de antes. Llevaba sandalias de paja, los bordes de sus holgados pantalones estaban enrollados y atados por detrás y de un costado le pendía una larga espada. Su mirada abarcó el entorno con una expresión feroz, como de ave de presa. Cualquiera que le hubiese visto se habría percatado al instante de que se proponía derramar la sangre de alguien.

Tenzo se aproximó a la puerta en el muro y, en aquel preciso momento, los hombres que aguardaban en el exterior chocaron contra ella.

—¡Esperad! Quitaré la tranca. ¡Estaos quietos!

¡Aquello debía de ser un asalto de bandidos! Efectivamente, el jefe había hecho señales a sus seguidores para que acudieran a saquear la casa como un enjambre de langostas. Hiyoshi, oculto en las sombras, se dijo: «¡Bandidos!». Al instante la sangre le subió a la cabeza y se olvidó de sí mismo. Aunque no lo pensó a fondo, dejó de velar su propia seguridad y sólo se interesó por la casa de su patrono. Aun así, lo que hizo a continuación sólo podría considerarse como una temeridad.

—¡Eh, tú! —gritó al tiempo que salía de las sombras y avanzaba sin vacilar y con id a saber qué propósito en su mente.

Se plantó a espaldas de Tenzo en el mismo momento en que éste se disponía a abrir la puerta. En estremecimiento de temor recorrió la espina dorsal de Tenzo. ¿Cómo podía haber adivinado que quien le estaba desafiando era un muchacho de quince años que trabajaba en la tienda de cerámica? Al volverse, se quedó perplejo ante lo que veía: un joven de aspecto curioso y cara de mono que le miraba con una expresión extraña. Tenzo se quedó un instante mirándole sin pestañear.

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