Una vez concluida la incineración y entierro de los cadáveres, así como la recolección de cuantas provisiones les fue posible hallar entre los restos de las casas, Tlacaélel dio la orden de proseguir la interrumpida marcha rumbo al norte. Al percatarse Macuilxóchitl de que los extraños guerreros que la habían salvado de perecer devorada por las fieras se disponían a marcharse y que iban a llevarla consigo, se dio prisa en recoger un minúsculo ramo de flores silvestres, y acto seguido, comenzó a indicar con toda clase de señales su intención de dirigirse al otro lado de la colina junto a la cual se asentaba la aldea. Él Portador del Emblema Sagrado supuso que la niña, al presentir que habría de alejarse para siempre de aquel lugar, deseaba depositar algunas flores en el cementerio del pueblo a modo de despedida; así pues, indicó a Tlecatzin que acompañase a la pequeña y regresasen lo antes posible pues se encontraban a punto de partir.
La pareja se alejó para retornar al poco rato. Una manifiesta emoción dominaba a Tlecatzin, quien informó a Tlacaélel haber encontrado un extraño símbolo grabado a la entrada de una caverna.
El Cihuacóatl Azteca decidió examinar al instante aquel inesperado hallazgo y en unión de Tlecatzin subió a la cercana colina e inició el descenso de la misma por el extremo opuesto. Al llegar a la mitad de la hondonada el jefe de la escolta le mostró la abertura que daba paso al interior de una caverna. La entrada de la gruta lucía numerosas ofrendas de marchitas flores, que evidenciaban el respeto que por aquel sitio habían sentido los moradores de la cercana y destruida aldea. A un costado de la entrada figuraba el singular símbolo que atrajera la atención de Tlecatzin. A pesar de que la estructura del diseño grabado en la roca poseía una aparente sencillez —se trataba tan sólo de dos espirales unidas y rodeadas de huellas de pisadas humanas— resultaba evidente, por la impecable perfección de su trazo, que aquella obra no podía ser producto de una mentalidad primitiva, sino por el contrario, expresión de un espíritu superior, capaz de sintetizar, con tan escasos elementos, los más profundos conceptos.
Una vez concluida una prolongada y minuciosa observación del grabado, a Tlacaélel no le cupo la menor duda de que se hallaba ante un símbolo que compendiaba todo lo que la Coatlicue representaba: los ciclos cósmicos de fecundidad y esterilidad que rigen para todos los seres, la maternal responsabilidad que la Tierra tiene respecto de la Luna, la muerte como origen del nacimiento, y en general todo lo que constituye esa poderosa energía de índole femenina en la cual se encierra el secreto de la vida y de la muerte, aparecía magistralmente sintetizado en aquel símbolo de desconocido origen.
A la memoria de Tlacaélel vino el recuerdo de la escultura que aludiendo al mismo tema había sido tallada tiempo atrás por Técpatl. La diferencia de estilos y ejecución entre ambas obras era indudable, sin embargo, el mensaje expresado en ellas sobre la esencia íntima de lo que la Coatlicue simbolizaba, era idéntico, como si ambos artistas hubiesen alcanzado en muy distintas épocas y lugares el mismo grado de comprensión sobre la forma de actuar de las fuerzas que creaban y destruían al Universo entero.
Presintiendo que aquella caverna encerraba aún muchos valiosos secretos, Tlacaélel retornó a la aldea únicamente para comunicar a los miembros de la expedición del importante hallazgo realizado —que constituía una prueba irrefutable de que en alguna remota época había florecido una elevada cultura en esos mismos territorios en los que ahora imperaba la barbarie— y para cancelar su orden de marcha, permanecerían en aquel lugar con objeto de llevar a cabo una minuciosa búsqueda en las profundidades de la gruta.
Poseídos de un enorme entusiasmo y portando un gran número de antorchas, los aztecas dieron comienzo de inmediato a su nueva tarea. Muy pronto se percataron de que el interior de la caverna era mucho más extenso de lo que en un principio imaginaran: incontables pasadizos subterráneos se entrecruzaban por doquier, comunicando salas de las más variadas dimensiones y haciendo de aquella gruta un intrincado laberinto. Un fascinante mundo poblado por rocas de formas caprichosas y extravagantes comenzó a desplegarse ante los asombrados ojos de los exploradores tenochcas.
Transcurrió una semana sin que el incesante ir y venir de los aztecas por las profundidades de las cavernas se tradujese en resultado alguno, pero al cumplirse el séptimo día de incesante búsqueda, al atravesar una sala pletórica de estalactitas por la que ya habían transitado, en varias ocasiones, Tlecatzin notó que el paso a uno de los túneles que conducían a dicha sala se hallaba obstruido por un alud de rocas. Aun cuando la obstrucción muy bien podía deberse a loes efectos de un temblor de tierra, el hijo adoptivo de Citlalmina concluyó, después de observar detenidamente la forma en que se encontraban colocadas las piedras, que se trataba de una labor efectuada por seres humanos y no de un simple resultado de la acción de fuerzas naturales.
Durante cinco días los aztecas trabajaron incansablemente, apartando el compacto montón de piedras que les cerraba el paso. Se trataba de una tarea en extremo ardua y fatigosa, realizada a la luz de las antorchas y en medio de un sin fin de incomodidades. Una vez que lograron hacer un hueco lo suficientemente ancho como para dar cabida a un hombre, Tlecatzin se arrastró lentamente por el angosto pasadizo hasta desaparecer tragado por la impenetrable obscuridad. Varios guerreros lo siguieron, semiasfixiados por el polvo y el humo de las antorchas; el eco de sus fuertes toses resonaba en los estrechos muros de roca y amplificado volvía a ellos una y otra vez, produciéndoles la angustiosa sensación de que eran muchos centenares de gargantas las que se ahogaban en aquel apretado pasaje. Durante algunos instantes Tlecatzin no alcanzó a vislumbrar nada especial en la sala subterránea a la que había penetrado: se trataba de una concavidad de regulares dimensiones, desprovista de otra salida que no fuese la angosta abertura por la que continúan afluyendo guerreros tenochcas cubiertos de polvo, pero al aproximar uno de ellos su antorcha a la rocosa pared, el capitán azteca descubrió con asombro un sinnúmero de jeroglíficos finamente esculpidos que se extendían por todos los muros de la sala, haciendo de ésta una especie de colosal códice tallado en piedra.
Informado de loa acontecido, Tlacaélel acudió de inmediato a examinar por sí mismo aquel nuevo enigma descubierto en el interior de la caverna. Una sola mirada le bastó para percatarse que se hallaba ante un excepcional descubrimiento que de seguro recompensaría con creces todas las penalidades y sacrificios padecidos a lo largo de la expedición. Tras de efectuar un reconocimiento de las largas filas de enigmáticos signos grabados en la roca, concluyó que si bien le llevaría tiempo y un paciente esfuerzo para lograrlo, terminaría descifrando el mensaje encerrado en aquellos jeroglíficos, pues éstos constituían un conjunto de símbolos proyectados para ser comprendidos a través del tiempo por todos aquéllos que poseyesen conocimientos suficientemente profundos en la materia de simbología, y durante su estancia en el monasterio escuela de Chololan, había sido instruido acerca de las distintas claves existentes para lograr la comprensión de las antiguas escrituras.
Acompañado únicamente de Tecatzin y de dos de sus guerreros expertos en la elaboración de códices, los cuales tenían a su cargo la misión de copiar hasta en sus menores detalles cada uno de los jeroglíficos grabados en la roca, Tlacaélel se dio a la tarea de intentar descifrar el oculto contenido de aquel pétreo depósito de conocimientos. Día tras día, a lo largo de varias semanas, el Azteca entre los Aztecas penetraba muy de mañana en la caverna y permanecía en ella hasta bien entrada la tarde, dedicado a su difícil y laborioso trabajo.
Lentamente, como si la caverna se resistiese a manifestar todos los secretos que tan celosamente había sabido guardar y éstos tuviesen que irle siendo arrancados uno a uno, Tlacaélel fue desentrañando el significado de los jeroglíficos. La narración contenida en los enigmáticos signos trazados en la roca era nada menos que la historia integral de Aztlán; pero no se trataba de un simple relato en el cual se enumerasen los hechos más relevantes acontecidos en dicha nación, sino de algo mucho más importante y trascendental: lo que aquellos jeroglíficos revelaban era el influjo que ejercía el cosmos sobre la porción de la tierra donde existía Aztlán, esto es, expresaban los resultados de profundos estudios astronómicos realizados por los antiguos sabios aztleños, tendientes a determinar, con rigurosa exactitud, cuáles habían sido y cuáles serían las influencias que sobre su territorio ejercían los astros.
A través de la lectura de aquel asombroso mapa celeste, Tlacaélel fue adentrándose en el conocimiento de las características esenciales de Aztlán, así como de la particular función que esta nación venía desempeñando y del porqué de su aparente inexistencia en aquellos momentos.
En virtud de determinadas influencias cósmicas, Aztlán constituía una región de la tierra singularmente favorable para el desarrollo de la más alta espiritualidad; sin embargo, como resultado precisamente de las cambiantes posiciones de los astros, la historia de Aztlán estaba sujeta a radicales transformaciones: cuando las condiciones cósmicas eran favorables se generaba en su interior una indescriptible tensión que impulsaba a las personas dotadas de un mayor grado de conciencia a lograr, a través de sobrehumanos esfuerzos, una radical superación en todos los órdenes de su existencia, derivándose de ello el florecimiento de civilizaciones altamente refinadas y espirituales, cuya duración se prolongaba largos periodos; por el contrario, cuando las mencionadas condiciones celestes se tornaban bruscamente desfavorables, Aztlán se veía abocada a una incontenible decadencia de consecuencias siempre funestas, pues encontrándose rodeada de vastas extensiones por las que transitaban una gran variedad de pueblos nómadas —que nunca llegaban a incorporarse del todo a la civilización, a pesar de la bienhechora influencia cultural que ella irradiaba— muy pronto sus fronteras eran traspuestas por oleadas de invasores que terminaban arrasando sus ciudades sagradas y borrando todo vestigio de su antiguo esplendor. El último de aquellos cataclismos había ocurrido precisamente al poco tiempo de la salida del pueblo azteca de su país de origen, siendo lo más probable que dicha salida obedeciese a una sabia previsión de los dirigentes que regían los destinos de Aztlán, los cuales, percatándose de la catástrofe que se avecinaba, debían de haber juzgado conveniente la emigración de una buena parte de la población hacia regiones más propicias para su supervivencia. A juzgar por lo asentado en los jeroglíficos descifrados por Tlacaélel, faltaban aún varios siglos para que las condiciones cósmicas resultasen propicias a un nuevo renacimiento de Aztlán.
Una vez concluida la labor de reproducir en los códices todos los jeroglíficos que se hallaban tallados en las paredes de roca, Tlacaélel consideró llegado el momento de iniciar el largo recorrido de retorno hacia el Valle del Anáhuac. Aun cuando los resultados alcanzados por la expedición no eran precisamente los esperados, de ninguna manera podían calificarse como un fracaso, pues habían permitido lograr testimonios que confirmaban en forma irrefutable la veracidad de lo asentado por la tradición popular de todos los tiempos: la existencia de Aztlán, lugar de origen del pueblo azteca, cuna de místicos y de artistas y centro civilizador de primer orden sobre la tierra.
En contra de lo que suponían los integrantes de la expedición, los incesantes ataques de tribus bárbaras padecidos a lo largo de su recorrido rumbo al norte no habrían de repetirse durante las agotadoras jornadas que lentamente los iban aproximando a su país. Al parecer, la noticia de sus anteriores encuentros, en los que invariablemente salieran victoriosas las armas tenochcas, había tenido una amplia difusión por aquellos contornos dotándolos de un conveniente prestigio de seres invencibles y paralizando la voluntad de los belicosos nómadas.
Extenuados por las interminables caminatas, los prolongados ayunos y los rigores de una naturaleza que les resultaba hostil en extremo, los aztecas llegaron de nuevo al río en el que Tlacaélel había presentido la existencia de una frontera natural que en forma tajante establecía la división entre dos mundos. A pesar de que la distancia que les separaba de las fronteras imperiales era aún considerable, los expedicionarios tuvieron la acogedora sensación, al cruzar el río y arribar a la orilla opuesta, de encontrarse ya próximos a sus hogares.
A los pocos días de haber transpuesto el río, Tlacaélel y sus acompañantes se toparon con un numeroso contingente de tropas aztecas enviadas en su búsqueda por Moctezuma. El largo período transcurrido desde la salida de su hermano, así como la total carencia de noticias sobre la suerte corrida por los viajeros, habían terminado por alarmar seriamente al Emperador, resolviéndolo a organizar una segunda y poderosa expedición, que había marchado hacia el norte con el expreso propósito de localizar a los integrantes de la primera y facilitarles su retorno al Anáhuac. Tras de unir sus fuerzas, las dos expediciones iniciaron el recorrido del dilatado trayecto que debía conducirles hasta la Gran Tenochtítlan.
La noticia del feliz desempeño de sus respectivas misiones precedía siempre a los expedicionarios, los cuales eran acogidos con crecientes muestras de afecto conforme se iban adentrando en regiones cada vez más cercanas a la capital azteca.
La entrada en la Gran Tenochtítlan del Azteca entre los Aztecas y de los cansados integrantes de su escolta fue motivo de una memorable celebración para todo el pueblo tenochca, Moctezuma, en unión de los más altos dignatarios del Imperio, salió a recibir a los viajeros a las afueras de la ciudad y efectuó en su compañía el triunfal recorrido hasta la Plaza Central. Un entusiasmo tan sólo comparable al que imperaba en la capital azteca el día en que llegara a ella Tlacaélel portando el Emblema Sagrado, predominaba en todos los rumbos de la gran ciudad, cuyas calles y canales se veían invadidos de una inmensa multitud, deseosa de contemplar de cerca a los expedicionarios que habían tenido el privilegio de tocar el suelo sagrado de Aztlán.
Tras de depositar formalmente en el Templo Mayor los documentos en los que se habían reproducido todos los jeroglíficos hallados en la caverna, así como a la pequeña Macuilxóchitl,
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el Heredero de Quetzalcóatl ofició en lo alto del Templo, y ante la vista de todo el pueblo ahí reunido, una ceremonia religiosa celebrada para expresar su agradecimiento a la Divinidad por el feliz desenlace de la misión realizada.