Una enorme expectación se despertó en todo el pueblo azteca en cuanto tuvo conocimiento de estos hechos. Hasta esos momentos nadie que no fuesen los propios ayudantes de Técpatl (con la excepción de Yoyontzin y de los dos espías enviados por Cohuatzin) había tenido oportunidad de contemplar la escultura, razón por la cual, seguían corriendo los más disparatados rumores acerca de la misma. Un incesante afluir de gentes deseosas de asistir al acto de la entrega de la obra de Técpatl comenzó a efectuarse desde los más diversos rumbos hacia la capital azteca. Al aproximarse el día en que había de tener lugar este acto, eran ya verdaderas multitudes las que diariamente hacían su arribo a Tenochtítlan.
Aterrorizado ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Cohuatzin perdió la noción de las proporciones y urdió una nueva maniobra que entrañaba ya la realización de actos que podían calificarse de abierta rebelión en contra de las autoridades aztecas. Contratados por Cohuatzin, numerosos soldados tecpanecas que habían combatido en las filas del desaparecido ejército de Maxtla comenzaron a concentrarse en Tenochtítlan. Confundidos entre el torrente humano que en número siempre creciente acudía a la capital del Reino, los mercenarios penetraron en la ciudad y fueron alojados en los talleres pertenecientes al culhuacano y a sus secuaces. Cohuatzin proyectaba utilizar estas tropas para dar muerte a Técpatl y a sus ayudantes. El momento escogido para ello sería durante la ceremonia en la cual, ante la presencia del pueblo y de las autoridades, el joven escultor haría entrega de su recién terminada escultura al Portador del Emblema Sagrado. Un grupo de provocadores realizaría primeramente un último intento tendiente a promover una revuelta popular: vociferando en contra de la escultura, a la que calificarían de imperdonable sacrilegio cometido en contra de la Deidad que pretendía representar, incitarían al pueblo a que exterminase de inmediato al autor de aquella profanación. Si el pueblo no secundaba a los provocadores, entrarían en acción las tropas mercenarias; su actuación había sido planeada para producir un impacto paralizante de efectos definitivos: tras de vencer cualquier posible resistencia procederían al asesinato de Técpatl, de Yoyontzin y de sus respectivos ayudantes, finalmente, demolerían la escultura hasta convertirla en un montón de escombros. El hecho de que todo esto pretendiese realizarse ante la presencia de las más altas autoridades del Reino, hacía del atentado un acto de imprevisibles consecuencias, ya que resultaba imposible anticipar la actitud que asumirían frente a semejantes acontecimientos los dirigentes tenochcas, así como los extremos a que podría llegar, una vez iniciada su acción, el contingente de tropas mercenarias, integrado por antiguos soldados tecpanecas poseídos de un ciego afán de venganza.
La noche anterior al día en que habría de tener lugar la tan esperada entrega de la obra de Técpatl, Tlacaélel recibió un aviso de Itzcóatl solicitándole acudiese de inmediato a una reunión de emergencia del Consejo Consultivo del Reino. La intempestiva reunión había sido convocada a instancias de Moctezuma. El comandante en jefe de los ejércitos aztecas tenía informes confirmados de que un número aún no precisado de tropas mercenarias había penetrado en Tenochtítlan y se hallaban alojadas en diversos talleres de la ciudad, listas para tratar de impedir, por la fuerza, la celebración de la ceremonia que habría de efectuarse a la mañana siguiente. El Flechador del Cielo había acuartelado ya a sus tropas y solicitaba se le autorizase para tomar por asalto esa misma noche los talleres que servían de refugio a los mercenarios, así como para proceder a la captura de Cohuatzin y de todos sus cómplices.
Ante el asombro de los ahí presentes, Tlacaélel se manifestó en contra de que fuesen las autoridades las que adoptasen las medidas necesarias para hacer frente a la amenaza surgida en la propia capital del Reino.
El pueblo tenochca —afirmó el Cihuacóatl Azteca— no era ya un organismo indefenso que pudiese ser devorado por la primera ave de rapiña que se cruzase en su camino. Los nefastos días en que una partida de audaces podía penetrar hasta el corazón de Tenochtitlan y en un ataque sorpresivo dar muerte a su máximo gobernante, eran cosa del pasado. La vigilancia de la ciudad para preservarla de las acechanzas de sus enemigos constituía una responsabilidad de todos sus habitantes y éstos sabrían encontrar, por sí mismos, la respuesta más adecuada a la maniobra urdida por un puñado de sujetos que, lo mismo como artistas que como conspiradores, habían manifestado una total falta de talento y una insufrible mediocridad.
Después de escuchar los razonamientos de Tlacaélel, Itzcóatl estuvo de acuerdo en que por el momento las autoridades no debían emprender acción alguna, para dar así al pueblo la oportunidad de demostrar su capacidad para organizarse y defenderse de quienes pretendían engañarlo, sin embargo, opinó que no sería prudente acudir a la ceremonia del día siguiente sin contar con la debida protección de una fuerte guardia armada.
Una vez más Tlacaélel sostuvo un parecer contrario, al afirmar con vigoroso acento:
El gobernante que necesita protección cuando se encuentra entre su pueblo, no merece llamarse gobernante.
En vista de la segura confianza manifestada por Tlacaélel de que el pueblo sabría hacer frente apropiadamente a la situación, el monarca dio por concluida la reunión y los integrantes del Consejo Consultivo retornaron a sus respectivas moradas.
Antes de retirarse a sus habitaciones, el Portador del Emblema Sagrado subió hasta la cúspide del Templo Mayor para observar desde lo alto a la ciudad. Era ya pasada la medianoche, sin embargo, resultaba obvio que Tenochtítlan no dormía. Una gran tensión se percibía claramente en el ambiente. Incontables lucecillas brillaban por todos los rumbos de la capital azteca, evidenciando con ello que una gran parte de sus habitantes permanecía aún en vela. En la negra superficie del enorme lago se movían las luces de numerosas canoas que se desplazaban en dirección a la ciudad, a donde continuaban llegando grupos de personas deseosas de estar presentes en el acto de entrega de la escultura de Técpatl.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Tlacaélel mientras recordaba al joven escultor causante de toda aquella conmoción, y en aquel instante, presintió que en esa ocasión no se hallaba sólo en su imperturbable confianza frente al destino, sino que esta misma actitud era compartida también por otra persona.
Y el Azteca entre los Aztecas tenía razón, pues aquella noche, tras de revisar hasta el último detalle de su recién terminada obra y proceder a envolverla con gruesos ayates, Técpatl, sin percatarse al parecer de la febril emoción que imperaba entre sus ayudantes y amigos, se había retirado muy temprano a su aposento, en donde dormía con sueño tranquilo y reposado.
Tlacaélel se encontraba aún en sus habitaciones, cuando fue informado de que Cohuatzin y los dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos existentes en Tenochtítlan le aguardaban para acompañarle al acto que tendría lugar aquella mañana.
Cohuatzin y sus allegados saludaron al Cihuacóatl Azteca con grandes muestras de aparente afecto. El culhuacano pronunció un breve discurso en el cual, en nombre de las distintas organizaciones de artistas y artesanos ahí representadas, expresó la supuesta satisfacción que embargaba a los componentes de dichas instituciones con motivo de la obra realizada por Técpatl.
Tlacaélel escuchó pacientemente aquellas palabras rebosantes de cinismo e hipocresía, a la vez que observaba con atenta mirada a cada uno de los integrantes de aquel grupo, percatándose al instante del incontrolable nerviosismo que les dominaba. El semblante de Cohuatzin era el de un hombre al borde del colapso: sus ojos hundidos en medio de profundas ojeras reflejaban un profundo terror, un continuo tic le desfiguraba el rostro y sus palabras no poseían ni la fluidez ni el meloso acento que caracterizaba su natural hablar, pues ahora tartamudeaba y entrecortaba las frases, acentuando con ello el grotesco aspecto que tenía toda su figura en aquellos momentos. El Portador del Emblema Sagrado concluyó para sus adentros que Cohuatzin, al impulso de su naturaleza ambiciosa e intrigante, se había dejado llevar por los acontecimientos hasta el grado de pretender preservar sus intereses organizando una conspiración que le llevaría inexorablemente a un choque frontal con las autoridades del Reino, empresa del todo desproporcionada a su capacidad y posibilidades, pero de la cual no podía ya desligarse a pesar de que seguramente hacía tiempo que se hallaba arrepentido de haberla iniciado.
En unión de tan poco grata comitiva, Tlacaélel se dirigió al encuentro de Itzcóatl. El monarca lo aguardaba en compañía de las principales personalidades del gobierno azteca. Nuevamente Cohuatzin improvisó algunas balbuceantes frases para expresar su lealtad al rey y la complacencia que le producía la ejecución de la obra llevada a cabo por Técpatl. Los mandatarios respondieron en forma fríamente cortés a los afectuosos saludos de los dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos, con la excepción de Moctezuma, quien de plano se negó a dar respuesta a los saludos de los conspiradores, limitándose a traspasarlos con fiera mirada. La actitud del guerrero incrementó al máximo el manifiesto pavor que dominaba a los acompañantes de Cohuatzin, varios de los cuales dieron la impresión de que podrían caer desmayados de un momento a otro.
No deseando prolongar por más tiempo aquella embarazosa situación, Itzcóatl dio la orden de encaminarse cuanto antes al taller de Yoyontzin. Una enorme multitud esperaba a sus gobernantes en la gran plaza central, deseosa de acompañarles durante todo el trayecto. Muy pronto el avance de los dignatarios por las calles y canales de la ciudad se convirtió en un entusiasta homenaje del pueblo a sus autoridades. Tlacaélel, Itzcóatl y Moctezuma, eran vitoreados en forma incesante y atronadora. Un festivo ambiente de alegría imperaba en toda la capital azteca.
Tlacaélel no veía a Citlalmina por ningún lado, pero adivinaba su inconfundible aliento e inspiración en todo cuanto contemplaba: en los emocionados rostros de los niños y niñas que agrupados en numerosos conjuntos entonaban por doquier vibrantes canciones, en los semblantes enérgicos y decididos de los jóvenes, que dando muestras de una organización y disciplina impecables, mantenían una efectiva vigilancia en el amplio sector de la ciudad comprendido en el recorrido, y en general, en el evidente sentimiento de altiva y segura confianza en sí mismo que parecía caracterizar a todo el pueblo azteca en aquellos momentos. Ante tan palpables muestras de la existencia de una conciencia popular vigilante y poderosa, Tlacaélel no tuvo la menor duda de que las fuerzas mercenarias al servicio de Cohuatzin no se atreverían a intentar acción alguna.
Tanto la comitiva como la inmensa multitud que le seguía se detuvieron al llegar frente a la casa de Yoyontzin. Con objeto de que la escultura de Técpatl resultase visible desde el exterior al mayor número posible de personas, el artesano había ordenado, desde el día anterior, se derribase una buena parte de la barda que rodeaba al taller. En esta forma, las curiosas miradas de los recién llegados se posaron de inmediato en el enorme bulto envuelto en toscos ayates que se encontraba colocado sobre una recia plataforma en el centro del patio.
Técpatl y Yoyontzin aguardaban la llegada de las autoridades a la entrada del taller. La serena actitud del joven contrastaba marcadamente con la intensa emoción que dominaba al anciano. Técpatl presentó ante los dignatarios aztecas a los jóvenes que habían colaborado con él en la ejecución de la escultura.
Tlacaélel observó en todos ellos esa mirada a un mismo tiempo soñadora y enérgica que caracteriza a los auténticos artistas.
Autoridades y artistas avanzaron hasta llegar junto a la plataforma, detrás de ellos se apretujaba un enorme gentío que había invadido ya cuanto espacio disponible existía: el patio del taller, los techos de las casas cercanas, las calles adyacentes y los amplios terrenos aún no construidos que existían frente a la casa de Yoyontzin. Los ojos de todos los presentes no se despegaban ni un instante del misterioso envoltorio, como si intentasen arrancar su cubierta a fuerza de mirarlo. De un ágil salto Técpatl se encaramó en la plataforma, y luego, con un ademán no exento de cierta solemne teatralidad, deshizo de un solo tirón el nudo del grueso cordel que mantenía unidos todos los ayates; éstos cayeron al instante dejando al descubierto su oculto contenido.
Únicamente la paralizante e inenarrable sorpresa que tal vez se produzca en el espíritu de aquéllos a los que la muerte arrebata en forma repentina, podría compararse a la conmoción que se generó en el ánimo de los espectadores cuando surgió ante ellos la imagen de la Deidad que sintetizaba en su ser uno de los dos aspectos —el femenino— de la dualidad creadora. En un primer momento, ninguno de los presentes creyó que se hallaba ante una mera representación escultórica de la venerada Coatlicue, sino más bien juzgaron que por algún incomprensible prodigio les era dado contemplar a la manifestación real y verdadera de la Deidad. Y es que aquella efigie en piedra era mucho más que una simple escultura, en ella habían sido plasmadas, en forma magistral, intuiciones presentidas por el pueblo azteca a lo largo de siglos. Oscuros sueños adormecidos en el subconsciente colectivo y elaboradas concepciones teogónicas de los cerebros más esclarecidos, aparecían ahora claramente representados en una obra magnífica y terrible.
Estática, muda, fascinada ante lo que contemplaba, la multitud permanecía extrañamente inmóvil, como si desease prolongar indefinidamente aquel singular instante de éxtasis y comunión colectivos. Haciendo un esfuerzo, Tlacaélel logró finalmente sustraerse al estado cercano a la hipnosis en que se encontraban todos e intentó de inmediato analizar la obra con un espíritu puramente crítico.
La escultura constituía, primordialmente, una conjunción de símbolos genialmente integrados en una sola figura. Cada uno de los múltiples detalles que componían la obra aludía a una profunda concepción de carácter cósmico religioso: caracoles, serpientes, manos, corazones, cráneos, garras y cabezas de águila, así como los demás elementos contenidos en el monolito, poseían un significado específico, y era atendiendo al mismo, que habían sido colocados y armonizados en aquella obra de fuerza y vigor indescriptibles.